¿QUÉ LES DIREMOS A LOS NIÑOS? (1)

 

 

Nicholas Humphrey (2)


(1) Capitulo del libro “The Mind Made Flesh: Essays from the Frontiers of Psychology and Evolution”, Oxford University Press, 2003.   

(2) Traducción libre de Marcos Rodríguez para la Corporación Parque Tecnológico de Mérida con fines exclusivamente docentes y de divulgación

 

 

“Palos y piedras pueden romperme los huesos pero las palabras jamás podrán herirme” dice el proverbio. Y ya que, como todos los proverbios, éste es por lo menos mitad verdad, tiene sentido que Amnistía Internacional haya dedicado la mayor parte de sus esfuerzos a proteger a la gente de la amenaza de palos y piedras, no palabras. Preocuparse de las palabras debe haber parecido algo como un lujo.

 

Pero también es obvio que este proverbio, como todos los proverbios, es parcialmente falso. El hecho es que las palabras sí pueden herir. Para empezar, ellas pueden herir al incitar a otros a herir: una cruzada predicada por un papa, la propaganda racista de los Nazis, los rumores malintencionados de un rival...Y pueden herir a la gente de formas no tan indirectas, induciéndola a hacer cosas que las hieren a si mismas: las mentiras de un falso profeta, el chantaje de un canalla, el halago de un seductor...Y las palabras también pueden herir directamente: el látigo de una lengua maliciosa, el temido mensaje de un telegrama, el ataque despiadado que hace que la victima ruegue a su atormentador no decir una palabra más.

 

De hecho, en ocasiones, las palabras pueden matar de una vez. Hay una historia de Chistopher Cjerniak sobre una “palabra-virus” mortal que apareció una noche en la pantalla de un computador. Tomó la forma de un acertijo, una adivinanza tan paradójica que retorcía la mente de cualquiera que lo oía o leía, haciéndolo entrar en un coma irreversible. ¿Ficción?...por supuesto. Pero una ficción con algunos horribles paralelos en la vida real. La historia ofrece demasiados ejemplos de cómo las palabras pueden apoderarse de la mente de una persona, destrozando su voluntad de vivir. Piense, por ejemplo, de la llamada muerte ’vudu’. El brujo sólo tiene que lanzar su hechizo de muerte sobre una persona y, en pocas horas, la víctima colapsará y morirá. O, en una escala mayor y más temible, piense en el suicidio masivo en Jonestown, Guyana, en 1972. El líder Jim Jones sólo necesitó plantar algunas ideas alocadas en las cabezas de sus discípulos y, a una señal, novecientos de ellos voluntariamente ingirieron cianuro.

 

¿”Las palabras jamás podrán herirme”?. La verdad puede ser, más bien, que las palabras tiene un poder único de herir. Y si hiciéramos un inventario de las causas humanas de sufrimiento a través de la historia, serían las palabras, y no los palos y las piedras, las que



encabezarían la lista. Incluso las armas y los explosivos podrían ser considerados como

juguetes en comparación. Vladimir Mayakowsky escribió en su poema “Yo”:

 

                                       Sobre el pavimento

                                       de mi alma entrampada

                                       las suelas de locos

                                       estampan su huella con rudas y crudas palabras

 

¿Deberíamos entonces librar la batalla de Amnistía Internacional también en este frente?. ¿Deberíamos hacer campaña por el derecho de los seres humanos a ser protegidos de la manipulación y de la opresión verbal?. ¿Necesitamos leyes de palabras que regulen su uso, tal como todas las sociedades civilizadas tienen leyes que regulan quienes puede usar armas de fuego y bajo qué condiciones?. ¿Deberíamos tener protocolos de Ginebra que establezcan qué tipos de discurso constituyen crímenes contra la humanidad?.

 

¡NO!... Estoy convencido de que la respuesta debe ser, en general, “no, ni se nos ocurra”. La libertad de expresión es demasiado preciosa para meterse con ella. Y, por dolorosas que a veces puedan ser algunas de sus consecuencias para algunas personas, deberíamos, como asunto de principios, resistir cualquier intento de ponerle límite. Debemos intentar compensar, por todos los medios, el daño que las palabras hacen, pero no censurando las palabras como tales.

 

Y como, en términos generales, estoy muy seguro de lo que acabo de decir, y como confío en que la mayoría de ustedes estén igual de seguros, probablemente les sorprenderá saber que el propósito de este ensayo es defender, precisamente, lo contrario en un área particular. En pocas palabras, se argumentará a favor de la censura y en contra de la libertad de expresión y, más aún, se lo hará en un aspecto de la vida tradicionalmente considerado como sacrosanto.

 

Estoy hablando de la educación moral y religiosa. Y especialmente de la educación que un niño recibe en su casa, donde los padres tienen permiso para decidir por sus hijos sobre la verdad y la mentira y sobre el bien y el mal (incluso se espera que lo hagan).

 

Argumentaré que los niños tienen un derecho humano a no tener sus mentes disminuidas por la exposición a las malas ideas de otros, sin importar quienes éstos sean. Por lo tanto, los padres no tienen una licencia divina para culturizar a sus hijos de cualquier forma que elijan a titulo personal; no tienen derecho a limitar los horizontes de conocimiento de sus hijos, a criarlos en una atmósfera de dogma y superstición, o a insistir en que sigan los estrechos y rígidos caminos de su propia fe.

 

En pocas palabras, los niños tienen derecho a no tener sus mentes confundidas por el sin-sentido. Y nosotros, como sociedad, tenemos el deber de protegerlos de eso. No podemos seguir permitiendo que los padres enseñen a los niños a creer, por ejemplo, en la verdad literal de la Biblia, o en que los planetas controlan sus vidas así como no permitimos que les rompan los dientes o que los encierren en un calabozo.

 

Esa es la parte negativa de lo que voy a discutir, pero también habrá un lado positivo. Si los niños tienen derecho a ser protegidos de falsas ideas, también tienen derecho a ser rescatados con la verdad. Y nosotros, como sociedad tenemos el deber de proporcionársela. Por lo tanto, debemos sentirnos igualmente obligados a pasarles la más elevada comprensión científica y filosófica de la naturaleza - enseñarles, por ejemplo, las verdades de la evolución y la cosmología, o los métodos del análisis racional- tanto como ya nos sentimos obligados a alimentarlos y darles cobijo.

 

Aunque no creo que duden de mis buenas intenciones, entiendo que habrá muchos lectores - especialmente los más liberales - a los que no agrade el olor de todo esto: ni el del lado negativo o, quizás aun menos, el del positivo. En ese caso, entre las buenas preguntas que me harán, estarán éstas:

 

Primero, ¿qué es todo esto de verdades y mentiras?. ¿Cómo puede alguien - en estos días - tener la osadía de argumentar que la visión científica moderna del mundo es la única visión verdadera que hay?. ¿No nos han enseñado los posmodernistas y los relativistas que prácticamente todo puede ser verdad de cierta forma?. ¿Qué justificación posible habría entonces para asumir que protegemos a los niños de un conjunto de ideas o para dirigirlos a otro si, al final, todos son igualmente validos?

 

Segundo, aun suponiendo que, en algún sentido extraño, la visión científica es “más verdad” que otras ¿quien puede decir que esta más-verdadera visión es la mejor visión?. ¿O, en todo caso, la mejor para todos?. ¿No es posible - o más bien probable - que individuos particulares, dependiendo de quienes sean y cual sea su situación de vida, estén mejor servidos por una de las no-tan-verdaderas visiones del mundo?. ¿Cómo puede ser correcto insistir en enseñar a los niños a pensar de esta manera moderna cuando, en la práctica, formas de pensar más tradicionales podrían serles más útiles?

 

Tercero, aún en el poco probable caso en que casi todos fueran verdaderamente más felices y estuvieran mejor si fueran criados dentro de la visión científica moderna, y como comunidad global que somos, ¿queremos realmente que todos piensen de la misma manera, todos viviendo en una homogénea y gris cultura científica?. ¿No queremos pluralismo y diversidad cultural?. ¿Cien flores abriéndose y cien escuelas de pensamiento compitiendo?

 

Y, por último y por crudo que suene, ¿por qué los derechos infantiles deben ser considerados tanto más importantes que los derechos del resto de la gente?. Nadie discutirá que los niños son relativamente inocentes y relativamente vulnerables, por lo que pueden tener más necesidad de protección que sus mayores. Pero ¿deben sus derechos especiales en este sentido ser antepuestos a los derechos del resto en otros sentidos?. ¿No tienen los padres sus propios derechos, sus derechos como padres?, ¿el derecho obvio a ser padres y, literalmente, criar y preparar a sus hijos para el futuro de la forma que ellos crean correcta?

 

¿Buenas preguntas?... ¡Formidables!, pensarán algunos de Uds., preguntas que cualquier persona de mente amplia y progresista puede contestar sólo de una manera.

 

Coincido en que son preguntas bastante buenas, y tendré que contestarlas. Pero no creo que las respuestas sean tan obvias. Especialmente para un liberal. De hecho, si cambiáramos levemente el contexto, estoy seguro de que los instintos liberales de la mayor parte de la gente los halaría en sentido contrario.

 

Supongamos que no estuviéramos hablando de las mentes de los niños sino de sus cuerpos. Supongamos que el tema no fuera quien debe controlar el desarrollo intelectual de un niña sino quien debe controlar el desarrollo de sus manos o de sus pies… o de sus genitales. De hecho, supongamos que éste fuera un ensayo sobre circuncisión femenina, y que el asunto no fuera permitir o no que alguien tenga permiso para negarle a una niña el conocimiento de Darwin, sino si alguien debe tener permiso para negarle el uso del clítoris.

 

Y ahora sugiero que una niña tiene derecho a permanecer intacta, y que sus padres no tienen derecho a mutilar a sus hijas para cumplir con sus agendas socio-sexuales y que nosotros, como sociedad, tenemos la obligación de impedirlo. Más aun, para enfatizar el lado positivo, sugiero que toda niña debería ser genuinamente animada a averiguar como utilizar, para su propio beneficio, el cuerpo intacto con el que nació.

 

¿Me harían las mismas “buenas” preguntas? ¿Y serian tan obvias las respuestas de un liberal?. Podemos aprender algo al analizar cómo suenan ahora las preguntas.

 

Primero, ¿qué es todo eso de “intacto” y “mutilación”?. ¿No nos han enseñado los relativistas antropológicos que la idea de “absolutamente intacto” es una ilusión, y que las niñas están - en cierta forma - igual de intactas sin su clítoris?

 

De cualquier forma, incluso suponiendo que las niñas no-circuncisas sean consideradas, de alguna manera, “más intactas”?. ¿Quién puede decir que estar intacta es una virtud?. ¿No es posible que algunas niñas, dadas sus condiciones de vida, estén mejor no siendo tan intactas?. ¿Qué pasa si los hombres de su cultura consideran que las mujeres intactas no son casaderas?

 

Además, ¿quién quiere vivir en un mundo donde todas las mujeres tengan los mismos genitales?. ¿No es esencial, para mantener el rico mosaico de la cultura humana, que existan al menos unos pocos grupos que practiquen la circuncisión femenina?. Y, aunque sea indirectamente, ¿no nos enriquece la existencia saber que en algún lugar del mundo hay mujeres a las que  les han quitado el clítoris?

 

En todo caso, ¿porqué nos deben preocupar sólo los derechos de las niñas?. ¿Las otras personas no tiene derechos en relación a la circuncisión?. ¿Qué hay de los derechos de los mismos circuncisadores, sus derechos como circuncisadores?. ¿Y qué pasa con los derechos de las madres a hacer lo que crean mejor, tal como en su momento se lo hicieron a ellas?.

 

Confío en que aceptarán que las respuestas van ahora en dirección contraria. Pero quizás algunos de Uds. dirán que no es una pelea limpia, y que aunque hay similitudes superficiales entre alterar el cuerpo y alterar la mente, hay también diferencias obvias e importantes. En primer lugar, los efectos de la circuncisión son definitivos e irreversibles, mientras que los efectos de - incluso - el más rígido y restrictivo régimen de educación, pueden ser revertidos más adelante. En segundo lugar, la circuncisión involucra la remoción de algo que formaba parte del cuerpo y que será extrañada de forma natural, mientras que la educación involucra añadir selectivamente cosas nuevas a la mente, cosas que, de otra forma, no estarían ahí. Ser privado de los placeres de las sensaciones corporales es un insulto al más personal de los niveles, pero ser privado de una forma de pensar quizás no sea una gran pérdida.

 

Así pues, pueden argumentar, que la analogía es demasiado cruda como para poder aprender de ella, y que las preguntas iniciales sobre el derecho a controlar la educación infantil aun están pendientes y necesitan ser respondidas en sus propios términos.

 

Muy bien. Intentaré hacerlo así y veremos si la analogía con la circuncisión es injusta o no. Pero puede haber otro tipo de objeción a mi propósito que debería atender antes, pues podría argumentarse que no vale la pena preocuparse por el tema de los derechos intelectuales, ya que pocos de los niños de este mundo están, de hecho, en peligro de ser heridos por formas de educación seriamente deformantes, y que aquellos que lo están se encuentran muy lejos y fuera de alcance.

 

Ahora que lo planteo, me pregunto si habrá alguien capaz de afirmar lo anterior con la cara lavada. Mire alrededor, cerca de su casa. Vivimos en una sociedad donde la mayoría de los adultos – no sólo unos pocos lunáticos, sino la mayoría – se adhiere a una colorida y exuberante variedad de creencias raras y sin sentido que, de una forma u otra, imponen desvergonzadamente sobre sus hijos. 

 

En los Estados Unidos, por ejemplo, a veces parece que casi todos son fundamentalistas religiosos, o místicos de la Nueva Era o ambos. Incluso los que no lo son, difícilmente se atreven a admitirlo. La encuestas de opinión confirman que, por ejemplo, un 98% de la población dice creer en Dios, 70% cree en la vida después de la muerte, 50% cree en los poderes psíquicos de las personas, 30% cree que sus vidas están directamente influenciadas por la posición de las estrellas (y 70% sigue sus horóscopos - por si acaso), y 20% cree estar en peligro de ser raptados por alienígenos.

 

El problema – y me refiero al problema para la educación infantil – no es sólo que tantos adultos creen firmemente en cosas que contradicen frontalmente la visión científica moderna del mundo, sino que tantos no creen en los pilares centrales de esa visión. Un estudio publicado el año pasado demuestra que la mitad de los norteamericanos no sabe, por ejemplo, que la tierra da una vuelta alrededor del sol cada año. Menos de la décima parte sabe qué es una molécula. Más de la mitad no acepta que los seres humanos hayan evolucionado de los animales, y menos de uno de cada diez cree que la evolución - en caso de haber ocurrido - no haya necesitado cierto tipo de intervención externa. No sólo no saben los resultados de la ciencia, tampoco saben qué es la ciencia. Al preguntar qué  diferencia al método científico, sólo el 2% respondió que consiste en  poner teorías a prueba, el 34% sabía vagamente que tiene que ver con experimentos y medidas, pero un 66% no tenía la más mínima idea.

 

Pero estas cifras, por preocupantes que son, no presentan el cuadro completo de lo que confrontan los niños. Nos ilustran las creencias de la gente promedio y, por ende, el ambiente de creencias del niño promedio. Pero hay comunidades, pequeñas pero significativas, justo en la otra calle - en Nueva York,  Londres u Oxford - en las que la situación es mucho peor: comunidades donde no solamente la superstición y la ignorancia están mucho más firmemente enraizadas, sino que se acompañan con imposición de regimenes represivos de conducta social e interpersonal - en relación a higiene, dieta, vestimenta, sexo, papeles y funciones, arreglos matrimoniales, y así por el estilo. Pienso, por ejemplo, en los Cristianos Amish, Judíos Hasidicos, Testigos de Jehová, Musulmanes Ortodoxos y, de hecho, los radicales de la Nueva Era. Sin duda, todos muy diferentes, todos con sus prejuicios y neurosis particulares, pero iguales al imponer un calabozo intelectual y cultural a los que viven entre ellos.

 

Quizás, en teoría, los niños no tengan necesidad de sufrir - los adultos podrían guardarse sus creencias y no hacer ningún intento en transferírselas. Pero no podemos ser tan ingenuos: este tipo de auto-control no forma parte de la naturaleza de la relación padres-hijos. Si una madre, por ejemplo, cree sinceramente que comer cerdo es un pecado, o que la mejor cura para la depresión es apoyar un cristal en su cabeza, o que después de que muera reencarnará como una mangosta, o que los Capricornio y los Aries están predestinados a pelear, difícilmente mantendrá a sus hijos alejados de esas convicciones.

 

Pero todavía más importante, como bien ha propuesto Richard Dawkins, este tipo de auto-control no es propio de los sistemas exitosos de creencias. En general, los sistemas de creencias florecen o desaparecen de acuerdo a su capacidad de reproducción y a su competitividad. Cuanto más capaz de crear copias de sí mismo sea un sistema, y cuanto mejor pueda mantener a raya a otros sistemas de creencias, mayores serán sus probabilidades de evolucionar y sobrevivir. Por lo tanto, es de esperar que una característica de los sistemas de creencias exitosos - especialmente aquellos que sobreviven cuando todo parece estar en su contra - sea que sus devotos estén obsesionados con la educación y la disciplina, insistiendo en la rectitud de sus propias conductas y despreciando o evitando el acceso a otras. Debemos esperar, más aun, que harán un esfuerzo especial en influir en sus hijos mientras estén a su alcance y sean impresionables y vulnerables pues, como sabiamente dijo el Superior Jesuita, “Si tengo a los niños hasta los siete años, más o menos, no me importa quien los tenga después…, serán míos de por vida”.

 

Donald Kraybill, un antropólogo que estudió de cerca una comunidad Amish en Pennsylvania, tuvo oportunidad de observar cómo funciona todo esto en la práctica.

 

Los grupos amenazados por la extinción cultural deben adoctrinar a sus jóvenes si quieren preservar su singular herencia. La socialización de los más jóvenes es una de las formas más potentes de control social. A medida que los valores culturales se cuelan en la mente de un niño, se transforman en valores personales - plantados en la conciencia y gobernados por las emociones… Los Amish afirman que la Biblia encarga a los padres entrenar a sus hijos en asuntos religiosos tanto como en la forma de vida Amish... Una guardería étnica, manejada por una familia extendida y miembros de la congregación, moldea la visión Amish del mundo en la  mente infantil desde los primeros momentos de conciencia.

 

Pero, obviamente, lo que él está describiendo no es único de los Amish. “Una guardería étnica, manejada por una familia extendida y miembros de la congregación” puede muy bien describir el ambiente infantil de un Católico de Belfast, un Sikh de Birmingham, un Judío Hasidico de Brooklyn o incluso el del hijo de un ilustre de North Oxford. Todas las sectas empeñadas en su propia supervivencia no ahorran esfuerzos en inundar la mente de un niño con su propaganda, y por impedirle el acceso a cualquier punto de vista alternativo.

 

En los Estados unidos, este tipo de educación restringida ha recibido, de manera continua, la bendición de la ley. Los padres tiene el derecho legal de educar a sus hijos íntegramente en casa si así lo desean, y cerca de un millón de familias lo hacen. Pero muchos otros - que desean limitar lo que sus hijos aprenden - pueden confiar en los millares de escuelas sectarias que funcionan bajo mínima supervisión estatal. Recientemente, una corte norteamericana insistió en que los maestros de una escuela Baptista debían tener un certificado de maestro, pero al mismo tiempo reconoció que “todo el propósito de tal escuela es asegurar el crecimiento de la mente de los niños en un ambiente religioso” y que, por lo tanto, la escuela tiene la libertad de enseñar todos los tópicos “a su propia manera”. Así pues, y como de hecho ocurrió, la escuela presenta todos los temas bajo una óptica exclusivamente bíblica y exige que todos los maestros, supervisores y asistentes se adhieran a la posición doctrinaria de esa iglesia.

 

Sin embargo, los padres no necesitan el apoyo de la ley para lograr una hegemonía perniciosa sobre las mentes de sus hijos: desafortunadamente, hay muchas formas de aislar a los niños de influencias externas sin extraerlos físicamente o controlar lo que oyen en clase. Vista Ud. a un pequeño con el traje de los Hasidicos, trence su pelo, sométalo a extraños tabús dietéticos, oblíguelo a pasar los fines de semana leyendo el Torah, dígale que el resto de las personas son sucias, y podrá soltarlo en cualquier escuela del mundo y seguirá siendo un niño Hasidico. Lo mismo ocurre - sólo cambie un poco los ingredientes - con el niño de los musulmanes, o de los Católicos Romanos o de los seguidores del Maharishi Yogi.

 

Peor aun, los mismos niños son, con frecuencia, colaboradores involuntarios en este juego de aislamiento, pues aprenden rápidamente quienes son, qué les es permitido y donde no deben ir, incluso en pensamiento. John Schumaker, un psicólogo australiano, ha descrito su propia niñez:

 

Yo creía de todo corazón que ardería en el fuego eterno si comía carne el viernes. Ahora sé que no es así, pero no puedo olvidar los muchos sábados en que corría a confesar que no me había podido controlar y había comido un sándwich de boloña con ketchup la víspera. Me aterraba la idea de morir antes de la confesión de las 3 PM.

 

No obstante, este particular niño católico escapó y vivió para contar la historia. De hecho, Schumacker se volvió ateo y ha hecho una profesión de su ateismo. Y, por supuesto, no es el único. Hay muchos otros ejemplos, conocidos por todos, de hombres y mujeres que, como niños, fueron empujados a convertirse en miembros juveniles de una secta - Cristiana, Judía, Musulmana, Marxista - y que resultaron todo lo contrario, pensadores libres y sin consecuencias de su experiencia.

 

Después de todo, quizás soy demasiado alarmista sobre lo que todo esto significa. Ciertamente los riesgos son muy reales: vivimos, incluso en nuestras sociedades occidentales avanzadas y democráticas, en un ambiente de opresión espiritual donde muchos niños - los hijos de nuestros vecinos, cuando no los nuestros - están expuestos diariamente a intentos de los adultos de apoderarse de sus mentes. Ud. puede todavía señalar que hay una enorme diferencia entre lo que los adultos puedan desear y lo que finalmente resulta. Está bien, con frecuencia los niños son sobrecargados con sin-sentido adulto, pero ¿y que?. Simplemente, puede ser algo que los niños tienen que soportar hasta que sean capaces de abandonar el hogar y aprender otras cosas. Y entonces, ciertamente, yo tendría que admitir que el asunto no es tan serio como he estado creyendo. Después de todo, debe haber centenares de cosas que se hacen a los niños, sea por accidente o intencionalmente, que no tienen efectos perniciosos duraderos aunque no hayan sido las mas deseables para ellos en su momento.

 

Pero yo contestaría: Sí y No. Sí, no debemos no caer en el error de épocas pasadas de la psicología y asumir que los valores y creencias de las personas son determinados de forma definitiva por lo que aprendan o no aprendan como niños. Los primeros años de vida, aunque ciertamente formativos, no son necesariamente el “periodo critico” que una vez se creyó. Los psicólogos ya no creen que los niños sean marcados por las primeras ideas que reciben y después rehúsen seguir cualesquiera otras. Más bien, parece que la mayoría de los individuos pueden permanecer - y permanecen - abiertos a nuevas oportunidades de aprendizaje en etapas posteriores de su vida y, de ser necesario, son capaces de recuperar una cantidad sorprendente de terreno en áreas de las que habían sido privados o en las que habían sido desviados.

 

Sí, estoy de acuerdo en que no debemos ser demasiado alarmistas - o demasiado quisquillosos - sobre los efectos de los primeros aprendizajes. Pero No, ciertamente, tampoco debemos ser demasiado confiados al respecto. Es cierto, puede no ser tan difícil que una persona des-aprenda o reemplace conocimientos más tarde: por ejemplo, alguien que creía que la tierra era plana, puede, ante evidencia apabullante de lo contrario,  aceptar a regañadientes que es redonda. Sin embargo, puede ser mucho más difícil des-aprender o cambiar procedimientos o hábitos de pensamiento establecidos: alguien que ha crecido aceptando como verdadera la interpretación bíblica puede tener dificultad en adoptar una actitud más crítica y  cuestionadora. Y puede resultar casi imposible des-aprender actitudes y reacciones emocionales: alguien que ha aprendido como niño que el sexo es pecaminoso, puede no ser capaz de relajarse y hacer el amor como cosa natural.

 

Pero hay una razón mas apremiante para no ser demasiado confiado, o para ser muy poco confiado. Estudios han demostrado que, dándoles la oportunidad, los individuos pueden seguir aprendiendo y pueden recuperarse de ambientes infantiles pobres. Sin embargo, los que nos deberían preocupar son precisamente los casos en que esas oportunidades no se les ofrecen o se impiden intencionalmente.

 

Suponga, como comencé a describir arriba, que una familia encierra a los niños e impide su acceso a cualquier idea alternativa. O peor aun, que son tan bien inmunizados contra influencias foráneas que ellos mismos se encierran. Piense en esos casos, no tan poco comunes, en que la idea de que deben evitar todo contacto con otros para no contaminarse se ha convertido en una base central del sistema de creencias de un individuo. Cuando, a causa de su fe, todo lo que quieren es escuchar una sola voz y todo lo que quieren leer es un solo texto. Cuando consideran nuevas ideas como si fueran infecciosas. Cuando, a medida que se refinan, llegan a despreciar a la razón como si fuera un instrumento de Satán. Cuando consideran a la humildad de la obediencia sin  cuestionamientos como una virtud. Cuando identifican a la ignorancia sobre asuntos terrenales con la gracia espiritual…. En tales casos, poco importa que sus mentes puedan aun ser capaces de aprender, porque ellos mismos se han asegurado de jamás volver a usar esa capacidad.

 

La pregunta fue ¿importa el adoctrinamiento infantil?. Y siento decir que la respuesta es que importa mucho más de lo uno podría imaginar. El Jesuita sabía lo que decía. A pesar de que los seres humanos exhiban una extraordinaria resiliencia, la verdad es que los efectos de un sistema de adoctrinamiento bien diseñado pueden ser irreversibles, ya que uno de los ingredientes clave de tal adoctrinamiento será, precisamente, la eliminación de  los mecanismos y motivaciones para revertirla. Muchos de esos sistemas de creencias simplemente no podrían sobrevivir en un mercado libre y abierto de comparación y de crítica. Pero, hábilmente, se han asegurado de no tener que hacerlo al reclutar a los creyentes como sus propios carceleros. Así, el joven brillante, lleno de esperanza y alegría y curiosidad, con el tiempo se convierte en el anciano sin opinión propia enterrado en el Torah y la joven fresca como la mañana, se convierte en la desteñida ‘madre de la tierra’ de la Nueva Era perdida en la niebla de la superstición.

 

Sin embargo, si esto es así, podemos preguntarnos ¿qué pasaría si este tipo de círculo vicioso se destruyera a la fuerza? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, hubiera una “fecha de expiración” impuesta desde afuera? ¿No podemos predecir que, puesto que es un círculo vicioso, el proceso de llegar a ser un creyente completo sea sorprendentemente fácil de interrumpir?. Creo que la mejor evidencia de la forma en que estos sistemas de creencias mantienen a raya a sus seguidores puede ser encontrada en lo que, históricamente, ha ocurrido cuando miembros del grupo han sido involuntariamente expuestos al aire fresco del mundo exterior.

 

Una prueba interesante fue suministrada en 1960 por el caso de los Amish y la recluta militar. Consistentemente, los Amish han rehusado servir en las fuerzas armadas de los Estados Unidos sobre la base de conciencia. Hasta 1960, los jóvenes Amish en edad de reclutamiento, recibían “excepciones agrarias” y seguían trabajando sin peligro en las granjas de sus familias. Pero a medida que la recluta continuó durante la guerra de Vietnam, un numero creciente de estos jóvenes fueron considerados inelegibles para la excepción agraria y se les exigió trabajar dos años en hospitales públicos - donde fueron expuestos, con o sin su consentimiento, a toda forma de gente no-Amish y maneras no-Amish. Cuando llegó el momento de regresar a sus hogares, muchos rehusaron hacerlo y prefirieron abandonar la congregación. Habían probado la dulzura de una forma de vida mas abierta, aventurera y libre-pensadora, y no estaban dispuestos a considerarla una trampa o un espejismo.

 

Estas defecciones fueron consideradas - correctamente - por los líderes Amish como una amenaza tan seria para la supervivencia de su cultura, que rápidamente se movilizaron y negociaron un acuerdo especial con el gobierno, bajo el cual, todos los futuros reclutas podían ser enviados a granjas manejadas por los Amish, de forma que este tipo de violación de la seguridad grupal no se repitiera.

 

Déjeme resumir. He estado discutiendo las estrategias de supervivencia de algunos de los sistemas de creencias más tenaces, la epidemiología - si se quiere- de esas religiones y pseudo-religiones que Richard Dawkins ha llamado “virus culturales”. Pero habrá notado que, especialmente con este último ejemplo, he empezado a tratar el siguiente y más importante de los asuntos que quiero discutir: el ético.

 

Suponga que, como el caso Amish sugiere, los miembros jóvenes de una tal fe eligen abandonarla si se les ofrece la oportunidad. ¿No dice esto algo importante sobre la moralidad de imponer esa fe en los niños? Yo creo que lo dice. De hecho, pienso que dice todo lo que necesitamos saber para condenarlo. Ciertamente coincidiremos en que, si estuviéramos hablando de la circuncisión femenina, podríamos construir un caso moral contra ella sólo basado en que es algo que una mujer debe decidir por si misma. Dado que - y lo asumo como un hecho - la mayoría de estas mujeres que fueron mutiladas cuando niñas hubieran preferido permanecer intactas si hubieran sabido lo que estaban perdiendo. Dado que casi ninguna mujer que no haya sido sometida a la circuncisión cuando niña se ofrece para sufrir la operación una vez adulta. Dado que parece no ser algo que una mujer libre haría a su cuerpo, entonces, resulta obvio, que cualquiera que se aproveche de la ventaja de su poder temporal sobre el cuerpo de una niña para realizar la operación, debe estar abusando de su poder y actuando incorrectamente.

 

Bueno, si esto es así con cuerpos, es así también con mentes. Dado que - digamos - la mayor parte de la gente que ha sido criada como miembros de una secta hubiera preferido crecer fuera de ella de haber sabido lo que se les estaba negando. Dado que casi nadie que no haya sido criado de esta forma voluntariamente adopta la fe después. Dado que no es un sistema de creencias que un libre-pensador adoptaría, entonces resulta similarmente obvio que quien se aproveche de su poder temporal sobre la mente de un niño para imponer su fe, está igualmente abusando de su poder y actuando incorrectamente.  

 

Así pues, llego al punto - y a la lección- central de este ensayo. Quiero proponer que la prueba general para decidir cuando y bajo qué contexto la enseñanza de un sistema de creencias a los niños es moralmente defendible, sea la siguiente: Si se da el caso que enseñar este sistema a los niños implica que, más tarde en su vida, llegan a adoptar creencias que, de haber tenido acceso a alternativas, probablemente no hubieran elegido por si mismos, entonces es moralmente incorrecto pretender imponer este sistema y elegir a su nombre hacerlo. Nadie tiene derecho a elegir equivocadamente por otro.

 

Acepto que aplicar esta prueba no será simple. Los experimentos como el de los Amish y la recluta militar son poco frecuentes, e incluso tal experimento no proporciona una prueba tan fuerte como la que creo necesaria. Después de todo, los jóvenes Amish no pudieron elegir la alternativa hasta que casi eran adultos, mientras que lo que necesitamos saber es lo que los niños de los Amish - o de cualquier otra secta – elegirían por si mismos en caso de tener acceso al espectro completo de alternativas desde un principio. Pero en la práctica, por supuesto, tal elección totalmente libre nunca estará disponible.

 

No obstante, y por utópico que el criterio sea, creo que sus implicaciones morales son bastante obvias. Porque, aun suponiendo que no podamos saber - y sólo podamos sospechar en base a pruebas más débiles – si un individuo, ejercitando esta verdadera libertad de elección, elegiría por sí mismo las creencias que otros intentan imponerle, este mismísimo estado de ignorancia debe ser causa suficiente para concluir que proseguir es moralmente incorrecto.

 

De hecho, quizás la mejor forma de expresar esto es ponerlo al revés: sólo si sabemos que enseñar a los niños un determinado sistema producirá más adelante el conjunto de creencias que elegirían por sí mismos en caso de tener acceso a otras alternativas - y sólo entonces -  puede ser moralmente permisible que alguien imponga este sistema y elija hacerlo a nombre de ellos. En todos los otros casos, el imperativo moral debe ser impedirlo.

 

Ahora, espero que la mayoría de Uds. coincidirán conmigo en este punto hasta donde llega: ciertamente, otras cosas siendo iguales, todo individuo tiene el derecho a la auto-determinación tanto de cuerpo como de mente, y debe ser moralmente incorrecto que otros se atraviesen. Pero esto es, si otras cosas son iguales. Y, continuando con las preguntas que hice con anterioridad, ¿qué pasa si esas otras cosas no son iguales?

 

Ciertamente, es un lugar común en ética que, algunas veces, los derechos individuales tienen que ser limitados - o incluso eliminados - en el interés de un beneficio mayor o para proteger los derechos de otra gente. Y no es inmediatamente obvio porqué el caso de los derechos intelectuales de los niños debería ser una excepción.

 

Como discutimos antes, hay varios factores que podrían considerarse como contra-peso, y de éstos, el que mucha gente considera de mayor peso - o al menos el que primero se menciona - es nuestro interés como sociedad en mantener la diversidad cultural. Está bien! (quizás conteste), puede ser difícil para un niño Amish, o para uno Hasidico o para uno gitano, ser moldeado por sus padres de la forma en que lo son pero, al menos, el resultado es que esas fascinantes tradiciones culturales sobreviven. ¿No se empobrecería toda nuestra civilización si desaparecieran?. Quizás sea una lástima que algunos individuos deban ser sacrificados para mantener tal diversidad. Pero ahí está, ese es el precio que pagamos como sociedad.

 

Excepto que, me sentiría obligado a recordarle, nosotros no pagamos el precio, lo pagan ellos.

 

Déjeme darle un ejemplo muy apropiado. En 1995, en las altas montanas del Perú, unos escaladores encontraron el cuerpo momificado de una joven Inca. Estaba vestida como una princesa y tenia 13 años. Parece que, hace 500 años, esta niña fue llevada montaña arriba por un grupo de sacerdotes y, una vez allí, la mataron ritualmente - un sacrificio a los dioses de la montaña con la esperanza de que fueran amables con su gente.

 

El descubrimiento fue descrito por el antropólogo Johan Reinhard en un artículo del National Geographic. Estaba evidentemente fascinado, como científico y como ser humano, por el romanticismo de encontrar a esta “doncella del hielo”, como la llamó. Aun así, expresó ciertas reservas sobre cómo ella había llegado hasta allí: “no podemos menos que escalofriarnos”, escribió, ”ante la práctica Inca del sacrifico humano”.

 

El descubrimiento también fue objeto de un documental en la televisión norteamericana. Sin embargo, en él no se expresó reserva alguna. En su lugar, los televidentes fueron invitados a maravillarse ante la devoción espiritual de los sacerdotes Inca y a compartir con la niña, en su último viaje, el orgullo y la excitación de haber sido seleccionada para el honor de ser sacrificada. El mensaje del programa fue, en efecto, que la práctica del sacrifico humano era, a su manera, una gloriosa invención cultural o, si lo prefiere, otra joya en la corona del multi-culturalismo.

 

Y, sin embargo, ¿cómo se atreve alguien a siquiera sugerir esto? ¿Cómo se atreven a invitarnos, sentados en nuestros sillones mirando televisión, a sentirnos excitados contemplando un asesinato ritual: el asesinato de una niña dependiente por un grupo de viejos estúpidos, inflados, supersticiosos e ignorantes? ¿Cómo se atreven a invitarnos a encontrar un beneficio en la contemplación de un acto inmoral contra otro ser humano?.

 

¿Inmoral? ¿Bajo estándares Inca? No, eso no es lo que importa. Inmoral bajo los nuestros y, en particular, bajo el estándar de la libertad de elección que comentaba antes. El hecho es que ninguno de nosotros, sabiendo lo que sabemos sobre el funcionamiento del mundo, elegiría ser sacrificado como ella fue. Y por “orgullosa” que la niña Inca pudo o no pudo  haberse sentido de que su familia decidiera por ella (y, por lo que sabemos, podria haberse sentido traicionada y aterrorizada), podemos asegurar que, de haber sabido lo que ahora sabemos, no habría elegido esa suerte.

 

No, esta niña fue utilizada por otros como un medio para alcanzar sus objetivos. Los ancianos de su comunidad valoraban la seguridad colectiva más que su vida, y decidieron por ella que debía morir para que sus cosechas crecieran y pudieran vivir. Ahora, quinientos años después, no debemos, aun si es en menor medida, hacer lo mismo: considerar su muerte como algo que enriquece nuestra cultura colectiva.

 

No debemos hacerlo, ni aquí ni en cualquier otra oportunidad en que seamos invitados a celebrar el sometimiento de un ser humano a tradiciones pintorescas y retrógradas como evidencia del rico mundo en que vivimos. No debemos hacerlo ni siquiera cuando puede ser argumentado - porque acepto que a veces puede serlo - que la supervivencia de estas tradiciones minoritarias contiene un beneficio potencial para todos nosotros porque mantienen vivas formas de pensar que podrían, algún día, servir como valioso contra-peso de la cultura mayoritaria. 

 

La Corte Suprema de Justicia, al respaldar el reclamo de que los Amish sean exceptuados de la obligación de enviar a sus hijos a las escuelas públicas, acotó: “No debemos olvidar que en la Edad Media, valores importantes de la civilización del mundo occidental fueron preservados por miembros de órdenes religiosas que, contra grandes obstáculos, se aislaron de todas las influencias terrenales”. Por analogía, comentó la Corte, debemos aceptar que los Amish pueden estar preservando ideas y valores a los que nuestros descendientes pueden, algún día, querer regresar.

 

Pero lo que la corte ignoró es que hay una crucial diferencia entre las comunidades religiosas de la Edad Media, por ejemplo los monjes de Holy Island, y los Amish de nuestros días: los monjes se hicieron monjes por decisión propia, y no se les impuso el monasticismo cuando eran niños y ellos no se lo impusieron a sus hijos - pues, de hecho, no los tenían. Esas órdenes medievales sobrevivieron por el reclutamiento de voluntarios adultos. Los Amish, en cambio, sobreviven sólo porque secuestran niños pequeños antes de que puedan protestar.

 

Es posible que los Amish tengan cosas maravillosas que enseñarnos, como seguramente lo tenían los Incas y quizás otros grupos minoritarios. Pero estas cosas no pueden ser pagadas con las vidas de los niños.

 

Este es, ciertamente, el meollo del asunto. Uno de los pilares de todo sistema moral decente, como lo hizo explícito Immanuel Kant, pero ya implícito en la idea de moralidad de la mayor parte de la gente, es que todos los seres humanos tienen el derecho absoluto a ser tratados como fines en si mismos - y nunca como medios para el logro de los fines de otros. No hace falta decir que este derecho se aplica, en igual grado, también a los niños. Y ya que, en muchas situaciones, los niños no están en condiciones de cuidarse por sí mismos, es obvio que el resto de nosotros tiene un deber especial de velar por ellos.

 

Así pues, cada vez que nos percatemos de ejemplos de manipulación de vidas infantiles para servir a otros fines, tenemos el deber de protestar. Y no importa si los otros fines involucran el apaciguamiento de los Dioses, la “preservación de importantes valores de la civilización Occidental”, la creación de una exhibición antropológica interesante para que la disfrutemos…o - y ahora llego a la siguiente pregunta formidable que ha estado esperándonos - la satisfacción de ciertas necesidades y aspiraciones de los propios padres.

 

No hay razón por la que debamos tratar las acciones de los padres bajo un conjunto diferente de reglas morales.

 

Por supuesto que la relación padre-hijo es especial por muchas razones. Pero no tan especial como para negarle al niño su personería individual. No es una relación de extensión ni de co-propiedad. Los hijos no son parte de los padres y, salvo figurativamente, no les “pertenecen”. Los hijos no son, de ninguna manera, propiedad privada de sus padres. De hecho, comentando sobre este mismo asunto pero en un contexto diferente, la Corte Suprema de los EEUU expuso que “es una realidad moral que una persona se pertenece a si misma y no a otros ni a la sociedad como un todo”.

 

Por lo tanto, será tan violación de los derechos de un niño el que sus padres lo usen para alcanzar sus objetivos personales como lo sería que fuera utilizado por cualquier otra persona. Nadie tiene derecho a tratar a los niños como algo inferior a fines en sí mismos.

 

No obstante, estoy seguro de que algunos de Uds. todavía pensarán que el caso de los padres no es exactamente igual al de otras personas. Sin duda aceptarán que los padres no tienen más derecho que cualquier otra persona a explotar a sus hijos con fines obviamente egoístas - abuso sexual, por ejemplo, o a explotarlos como sirvientes o a venderlos como esclavos.  Pero, primero, ¿no es diferente cuando los padres piensan que sus propios fines son también los fines de sus hijos? ¿Cuándo, al menos desde el punto de vista de los padres,  la manipulación de las creencias de los niños para adaptarlas a las suyas se hace creyendo que es lo mejor para ellos?. Y, segundo, ¿no es diferente cuando los padres ya han invertido tanto de sus propios recursos en los niños, dándoles tanto de su amor y de su tiempo? ¿No se han ganado, de alguna manera, la recompensa de que ellos honren sus creencias, aunque estas creencias sean - a los ojos de otros - excéntricas o anticuadas?.

 

Tomadas en conjunto, ¿no significan estas consideraciones que los padres tienen, al menos, algunos derechos que otras personas no tienen? ¿Y no pueden esos derechos estar por encima, o al menos a la par, de los derechos de los niños?

 

No. La verdad es que estas consideraciones no suman derechos algunos, mucho menos derechos que puedan balancear los de los niños: en el mejor de los casos, pueden constituir circunstancias atenuantes. Imagine que, inadvertidamente, Ud. administra un veneno a su hijo. El hecho de que Ud. haya creído que el veneno que le estaba dando era beneficioso, el hecho de que le haya costado mucho conseguirlo y de que sin sus esfuerzos su hijo ni siquiera hubiera estado ahí para tomárselo, nada de todo esto le daría el derecho a darle el veneno, y solo lo haría menos culpable en caso de que el niño muriera.

 

Pero en todo caso, pensar que los padres están simplemente confundidos sobre los verdaderos intereses del niño es, en mi opinión, una interpretación demasiado generosa. Porque no está del todo claro que los padres, cuando asumen el control de las vidas espirituales e intelectuales de sus hijos, realmente creen que lo hacen en el mejor interés de los niños en lugar de hacerlo en el propio. Abraham, cuando Dios en la montaña le ordena matar a su hijo Isaac y obedientemente se prepara a hacerlo, ciertamente no estaba pensando en lo que era mejor para Isaac sino en su propia relación con Dios. Y así a través de los siglos. Los padres han utilizado, y todavía utilizan, a sus hijos para obtener beneficios espirituales y sociales: los visten, los educan, los bautizan, los llevan a la confirmación o al Bar Mitzvah, todo para mantener su propia posición social o religiosa.

 

Considere de nuevo la analogía con la circuncisión. Nadie debe cometer el error de suponer que la circuncisión femenina, en aquellos lugares donde se practica, se hace para beneficiar a la niña. Más bien, se hace por el honor de la familia, para demostrar el compromiso de los padres con la tradición, para salvarlos de la deshonra. Aunque no es mi intención llevar esta analogía demasiado lejos, no creo que la motivación sea muy diferente en muchos otros casos de manipulación paterna, aun en cosas tan aparentemente inofensivas como qué deben aprender y qué no deben aprender los hijos en la escuela.

 

Una madre cristiana fundamentalista, por ejemplo, prohíbe a su hijo ir a clases sobre evolución: aunque afirme estar haciéndolo por su hijo y no por ella, muy probablemente esté motivada por el deseo de demostrar su propia pureza. De hecho, ¿no cree firmemente que Dios se siente muy orgulloso de ella por haber cumplido con su voluntad?. El líder mullah de Arabia Saudita proclama que la tierra es plana y que cualquiera que enseñe lo contrario es un aliado de Satán: ¿no recibirá triple bendición de Ala por haber tomado esta valiente posición?. Un grupo de rabinos en Jerusalem intentan prohibir la exhibición de la película Jurasic Park argumentando que los niños pueden creer que los dinosaurios habitaban la tierra hace sesenta millones de años, cuando las escrituras afirman que, de hecho, el mundo sólo tiene seis mil años: ¿no están haciendo una maravillosa demostración pública de su propia devoción?.

 

Lo que estamos viendo es puro interés. En cuyo caso, ni siquiera deberíamos discutir una defensa basada en el atenuante de las “buenas intenciones” por parte de los padres o de los adultos responsables. Sólo se preocupan de sí mismos.

 

Pero, al final, poco importa cuales sean las intenciones de los padres, puesto que ni la mejor de las intenciones seria suficiente para comprar “derechos paternos” sobre sus hijos. De hecho, la mera idea de que los padres u otros adultos tienen “derechos” sobre los niños es moralmente insostenible.

 

En ninguna otra circunstancia, se le otorgan a un ser humano, sin importar quien éste sea, derechos sobre otro ser humano. Nadie tiene el derecho de controlar, usar o dirigir el curso de la vida de otra persona, ni siquiera con fines objetivamente buenos. Es cierto que la ley concedía  a los propietarios de esclavos tales derechos sobre ellos. Y es cierto que, hasta hace relativamente poco, persistía la anomalía de que los maridos tenían ciertos derechos parecidos sobre sus mujeres - el derecho a tener sexo con ellas, por ejemplo. Pero ninguna de estas excepciones proporciona un buen modelo para regular las relaciones padres-hijos.

 

Repitiendo, los niños tienen que ser considerados como poseedores de intereses independientes de sus padres. No se pueden asumir como parte de la misma persona. Al menos, así es como debería ser, a menos que cometamos el extraordinario error que cometió la Corte Suprema de los EEUU cuando, en referencia a los Amish, dictaminó que, aunque el modo de vida Amish podria ser considerado como “raro y hasta errático”, no interfiere con los derechos o intereses de otros. Como si los niños de los Amish no debieran, en algún momento, ser considerados como esos “otros”.

 

Opino que deberíamos dejar de hablar de “derechos paternos” del todo. En la medida que comprometen los derechos de los niños como individuos, los derechos paternos no tienen cabida en la ética y no deberían tenerla en la ley.

 

Esto no quiere decir que, satisfechas otras cosas, los padres no deban ser tratados con el debido respeto por el resto de nosotros y se les conceda ciertos “privilegios”. Los privilegios, sin embargo, no tienen el mismo significado moral o legal que los derechos. Los privilegios no son, de ninguna manera, incondicionales: surgen como consecuencia de comprometerse a cumplir con ciertas reglas de conducta impuestas por la sociedad en general. Y cualquiera al que se le haya concedido un privilegio, estará siempre a prueba: un privilegio puede ser quitado.

 

Supongamos que el privilegio de ser padres implica, por ejemplo, que siempre que los padres se comprometan a actuar dentro de un cierto contexto, se les permitirá - sin interferencia de la ley - hacer todas las cosas que los padres en todo el mundo usualmente hacen: alimentar, vestir, educar y disciplinar a sus propios hijos, y disfrutar del amor y el ambiente que se deriva de ellas. Pero, explícitamente, no será parte de este trato que los padres puedan ofender los derechos mas fundamentales de autodeterminación del niño. Si los padres abusan de sus privilegios en este aspecto, el contrato se cancela, y entonces, quienes concedieron el privilegio, deben intervenir.

 

Pero el terreno que propongo es más firme. Algunos de los otros expositores en esta serie de charlas en la que este ensayo fue presentado por primera vez, hablaron sobre los valores y virtudes de la ciencia.  Y estoy seguro de que ellos, en sus propios términos, intentaron explicar porqué la ciencia es diferente - porqué debería reclamar, y tener, un lugar especial en nuestras mentes y en nuestros corazones. Pero quizás iré aun más lejos que ellos. Creo que la ciencia se distingue y supera cualquier otro sistema por la simple razón de que ella sola, entre todos los sistemas que compiten, reúne los criterios que presenté anteriormente: representa un conjunto de creencias que, de tener la oportunidad,  cualquier persona razonable elegiría para sí misma.

 

Debería decirlo de nuevo y ponerlo en contexto. Argumenté con anterioridad que las únicas circunstancias en las que puede ser moralmente aceptable imponer a los niños un particular modo de pensar, es cuando el resultado será que, más adelante, lleguen a tener el conjunto de creencias que ellos mismos hubieran elegido, sin importar a cuales en especial fueron expuestos. Y lo que estoy diciendo ahora es que la ciencia es una de las formas de pensar - quizás la única -  que pasa esta prueba. Hay una asimetría fundamental entre la ciencia y cualquier otra cosa.

 

¿Qué cree Ud.?. Vayamos al rescate de la niña Inca a la que los sacerdotes le dicen que si no muere, los Dioses inundaran la aldea con lava ardiente, y ofrezcámosle otra forma de ver las cosas. Ofrezcámosle una elección de la forma en que crecerá: por un lado, con esta historia sobre la rabia divina, y del otro con la visión geológica del origen de los volcanes como resultado del movimiento de las placas tectónicas. ¿Cuál creen que elegirá?

 

Vayamos en ayuda del niño musulmán a quien los mullahs enseñan que la tierra es plana, y exploremos algunas de las ideas de las ciencias geográficas con él. Mejor aun, montémonos con él en un globo aerostático y elevémonos, observemos la forma de la línea del horizonte e invitémosle a usar sus propios sentidos y su poder de razonamiento para alcanzar sus propias conclusiones. Y ahora ofrezcámosle una elección: la idea presentada en el libro del Koran o la que surge de su recién encontrada comprensión científica. ¿Cuál preferirá?.

 

O tengamos compasión de la maestra Baptista casada con el creacionismo y démosle una vacación. Llevémosla al Museo de Historia Natural en compañía de Richard Dawkins o Dan Dennett – o, si estos la atemorizan, con David Attenborough - y expliquémosle las posibilidades de la evolución. Ahora, ofrezcámosle la elección: la historia del Génesis, con todas sus paradojas y exigencias de fe, o la idea extraordinariamente simple de la selección natural. ¿Cuál elegirá?.

 

Mis preguntas son retóricas, pues las respuestas ya están en ellas. Sabemos muy bien qué camino tomará la gente cuando realmente se le permite deducir sus propias conclusiones sobre cuestiones como éstas. Las conversiones de la superstición a la ciencia son eventos cotidianos. Probablemente han sido parte de nuestra experiencia personal. Aquellos que han estado caminando en la oscuridad ven una luz brillante: el ¡Aja! de la revelación científica.

 

Por el contrario, conversiones de la ciencia hacia la superstición son prácticamente inexistentes. Simplemente no ocurre que quien haya aprendido y comprendido la ciencia y sus métodos, elija abandonarlos cuando se le ofrece una alternativa no científica. Dudo que se haya presentado el caso de que alguien que haya estudiado la teoría geológica de los volcanes, por ejemplo, voluntariamente se ponga a creer en la ira divina, o que alguien que haya visto y apreciado la evidencia de que la tierra es redonda, revierta a la idea de un mundo plano, o incluso que alguien que ha entendido el poder de la teoría de Darwin, regrese a la historia del Génesis.

 

Por supuesto, algunas veces la gente abandona las creencias científicas existentes y se adhiere a nuevas y mejores alternativas científicas. Pero al elegir una teoría científica sobre otra, se sigue siendo absolutamente fiel a la ciencia.

 

La razón para esta asimetría entre ciencia y no-ciencia no es, solamente, que la ciencia proporciona una explicación mucho mejor, mucho más económica, elegante y hermosa, que la no-ciencia (aunque esto último es verdad). La razón aun más poderosa es que, por su propia naturaleza, la ciencia es un proceso participativo, mientras que la no-ciencia no lo es.

 

Al aprender ciencia, nosotros aprendemos porqué nosotros debemos creer esto o aquello. La ciencia no encajona, no dicta, presenta los argumentos de los hechos y de las teorías sobre el porqué de las cosas, y nos invita a usarlos, a verlos por nosotros mismos. Así, en el momento en que alguien entiende una explicación científica, ya la ha elegido como propia en un sentido muy importante.

¡Qué diferente es el caso de las explicaciones supersticiosas o religiosas!. La religión no hace ningún esfuerzo por involucrar a sus devotos en proceso alguno de descubrimiento racional o de elección. Si nos atrevemos a preguntar porqué debemos creer algo, la respuesta será porque ha sido escrito en el Libro, porque ésta es nuestra tradición, porque fue suficiente para Moisés, porque de esa forma iremos al cielo…o, simplemente, no preguntes.  

 

Compare estas dos posiciones. De un lado, tenemos a Tertulio, teólogo romano del siglo dos, con su vergonzosa sumisión a la autoridad y negación de nuestra participación personal en la selección de nuestras creencias: “Para nosotros, la curiosidad ya no es necesaria después de Jesucristo, ni la búsqueda después del Evangelio”. Permítanme recordarles que esta es la misma persona que dijo sobre el Cristianismo: “Es cierto… porque es imposible”. Por el otro, tenemos al filósofo inglés del siglo doce Abelardo de Bath, uno de los primeros intérpretes de la ciencia Árabe, con su mandamiento de que todos nos hagamos personalmente responsables de entender lo que nos rodea. “Si alguien no sabe de qué esta hecha la casa en que vive, entonces no es digno de su cobijo”, dijo, “y si alguien nacido en este mundo desprecia aprender el plan que subyace y soporta esta maravillosa belleza, es indigno, y merece ser expulsado”.

 

Imaginemos que la elección es suya, que se ha encontrado, durante sus años formativos, con una elección entre estos dos caminos hacia la sabiduría: basar sus creencias en las ideas de otros, importadas de otro país y de otra época, o basarlas en las ideas que Ud. ha podido ver crecer en su entorno. ¿Puede haber alguna duda del camino que Ud. elegirá para Ud. mismo, de que elegirá a la ciencia?.

 

Y como la gente elegirá así cuando tenga la oportunidad de una educación científica, yo planteo que, como sociedad y en buena conciencia, tenemos el derecho a insistir en que se les dé esa oportunidad. Es decir, tenemos el derecho a elegir, por ellos, esta forma de pensar. De hecho, en el caso de los niños no sólo tenemos el derecho, sino que  tenemos la obligación moral de hacerlo, para protegerlos de transformarse en victimas infantiles de  otras formas de pensamiento que los excluirían de este campo.

 

Entonces - alguien preguntará - “¿Le gustaría que algún ‘Big Brother’ insistiera en que a sus hijos se les eduque según sus creencias? ¿Le gustaría que yo intentara imponer mi ideología personal sobre su hijita?. Y yo responderé que enseñar ciencia es muy diferente. No se trata de enseñar las ideas de nadie, se trata de estimular a la niña a ejercitar sus capacidades de comprensión para llegar a sus propias creencias.

 

Por supuesto, esto causará que ella termine con creencias que son ampliamente compartidas por otros que tomaron el mismo camino: esto es, creencias en lo que la ciencia revela como la verdad con respecto al mundo. Y…si!, si quiere ponerlo de esa forma, Ud. podria decir que ella, mediante su propio esfuerzo de comprensión, se habrá transformado en una ‘conformista’ científica: una de esas personas que creen que la materia esta formada por átomos, que el Universo surgió del Big Bang, que los humanos descienden de los monos, que la conciencia es una función del cerebro, que no hay vida después de la muerte, y así por el estilo. Pero, ya que preguntó, debo decirle que no podria estar más feliz de que algún ‘Big Brother’ o ‘sister’ o maestro de escuela, o Ud. mismo, caballero, hubieran ayudado a lograr ese estado de conciencia e iluminación.

 

El hábito de cuestionar, la habilidad de diferenciar las buenas respuestas de las malas, el apetito de ver porqué y cómo funcionan las explicaciones profundas - eso es lo que desearía para mi hija (que ahora tiene dos años) porque pienso que es lo que ella, si le diéramos el chance, un día desearía para ella. Pero también es lo que yo querría  para ella, pues estoy muy consciente de lo que, de otra forma, podria caerle. Ideas malas siguen moviéndose a través de nuestra cultura, algunas antiguas y algunas nuevas, en busca de mentes receptivas que puedan atrapar. Si esta niña, sin las defensas del razonamiento crítico, llegara a caer en algún tipo de irracionalidad política o espiritual, entonces Yo, Ud. y toda nuestra sociedad, le habríamos fallado.

 

¿Palabras? Los niños están hechos de las palabras que oyen. Lo que les decimos sí importa. Pueden ser heridos por las palabras. Pueden seguir y llegar a herirse a sí mismos, y pueden llegar a ser el tipo de persona que hiere a otros. Pero también se les puede dar vida con las palabras.

 

En las palabras de Deuteronomio, “He puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición,… por lo tanto, elige la vida,…y que tú y tus semillas vivan”. Pienso que no debería haber límite a nuestro deber de ayudar a nuestros niños a elegir la vida.