A
propósito del Amtrak Trip, Daniel Contreras (uno de mis tesistas
de maestría) llamó mi atención sobre el cuento de
Borges, Las ruinas circulares. El simbolismo en el cuento -para un profesor- es espelucante.
-wb.
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Las ruinas
circulares
[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa
de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos
días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur
y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas
arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma
zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la
lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las
cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado
y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o
caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de
la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios
antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no
recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el
pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro
que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos
pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por
determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el
lugar que requería su invencible propósito; sabía
que los árboles incesantes no habían logrado estrangular,
río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de
dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo
despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de
pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los
hombres de la región habían espiado con respeto su
sueño y solicitaban su amparo o temían su magia.
Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí
sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería
soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese
proyecto mágico había agotado el espacio entero de su
alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier
rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le
convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un
mínimo de mundo visible; la cercanía de los
leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su
tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la
única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco
después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se
soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de
algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos
fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a
muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo
precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de
cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y
procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su
condición de vana apariencia y lo interpolaría en el
mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba
las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los
impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que
nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con
pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces,
una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor
y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los
últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora
también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no
velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno.
Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos
afilados que repetían los de su soñador. No lo
desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los
condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la
catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió
del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz
de la tarde que al pronto confundió con la aurora y
comprendió que no había soñado. Toda esa noche y
todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse;
apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño
débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas
breves palabras de exhortación, éste se deformó,
se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le
quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia
incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el
más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más
arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró
olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al
principio y buscó otro método de trabajo. Antes de
ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas
que había malgastado el delirio. Abandonó toda
premeditación de soñar y casi acto continuo logró
dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que
soñó durante ese período, no reparó en los
sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la
luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las
aguas del río, adoró los dioses planetarios,
pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con
un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un
puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano
aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante
catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal
vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía,
desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena
rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el
corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego
retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta
y emprendió la visión de otro de los órganos
principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los
párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más
difícil. Soñó un hombre íntegro, un
mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía
abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un
rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo
y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de
sueño que las noches del mago habían fabricado. Una
tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se
arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados
los votos a los númenes de la tierra y del río, se
arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal
vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese
crepúsculo, soñó con la estatua. La
soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de
tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y
también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple
dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese
templo circular (y en otros iguales) le habían rendido
sacrificios y culto y que mágicamente animaría al
fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el
Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y
hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo
enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel
edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el
soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo
(que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los
arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad
pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al
sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo
eso había acontecido... En general, sus días eran
felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo.
O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no
existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le
ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día,
flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos
análogos, cada vez más audaces. Comprendió con
cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez
impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió
al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas
leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como
los otros) le infundió el olvido total de sus años de
aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los
crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la
figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba
idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de
noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los
hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del
universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su
alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre
persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo
que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años
y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo
ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo
del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago
recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única
que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador
al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo
meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo
su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la
proyección del sueño de otro hombre ¡qué
humillación incomparable, qué vértigo! A todo
padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una
mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por
el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y
rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron
algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota
nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur,
el cielo que tenía el color rosado de la encía de los
leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches;
después la fuga pánica de las bestias. Porque se
repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del
santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba
sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio
concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las
aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a
coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra
los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos
lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con
alivio, con humillación, con terror, comprendió que
él también era una apariencia, que otro estaba
soñándolo.