Mauricio Rodríguez Ferrara
edición electrónica
© 1996 Mauricio Rodríguez Ferrara
Acerca de los estudiantes
Acerca de los profesores
Acerca del Derecho
Acerca del método actual de la enseñanza del Derecho
Los vanos intentos cíclicos de renovación
Aproximación
Valor del diálogo
Rompiendo la barrera
Impartiendo la clase
Preparación de la clase
El apuntismo
Las evaluaciones
El trabajo de grado
Hacia un nuevo rumbo
Ultimas
palabras
Referencias bibliográficas de interés
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Cualquiera que tenga alguna experiencia en la enseñanza, sabe que después de algunos años, si la enseñanza es vida y no repetición mecánica, los problemas se amontonan, y se apodera de uno la duda y la comezón de conseguir comunicar la propia vida a los otros, a los alumnos que lo escuchan.
DOMÉNICO BARBERO
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Es un buen ejercicio
autobiográfico devolverse en el tiempo para recorrerlo por el camino del
recuerdo. Si el viaje es largo, veinte años, por ejemplo, puede darse una pequeña
y silenciosa odisea de la memoria. Esto no quiere decir que este libro tenga
escollos de esos que estremecen la historia. No. Esto quiere decir simplemente
que el autor ha visto de nuevo por dónde vinieron sus pasos, sin consolarse
pensando que a peores sitios pudieran haberlo llevado.
Eso es lo que hacen estas páginas,
revivir a pelo y contrapelo los recuerdos universitarios en la Facultad de
Derecho. Primero en el pupitre y a renglón seguido, en la cátedra, en la cátedra
de Obligaciones. Su trabajo ha consistido en revisar con ojos críticos esas dos
caras de la enseñanza‑aprendizaje que le tocó vivir, y calcarlas con
fidelidad en este ensayo. Así fue naciendo el libro. Sin afectación, con
llaneza. Asómese el lector a la primera página, y verá que de punta a punta
la lectura fluye fluvialmente, arremansándose como es lógico en los sitios de
mayor interés.
La historia, dije, comienza
en el
pupitre,
con el aprendizaje. No hay comunicación con el profesor, no hay
diálogo. Reina el apuntismo. Los alumnos los hay, como es lógico, de toda
clase. Los hay despiertos y los hay morosos con la lectura. Son pocos los que
compensan en la biblioteca los defectos de clase. Son muchos los que se las
arreglan buscando el camino más fácil de la adaptación al medio para salir
adelante. De todo ha habido siempre en la viña del Señor.
Luego la historia pasa del
alumno al profesor en férreos eslabones de causa y efecto. El estudiante de
ayer tarde amanece hoy al frente de la cátedra, y vuelta a la noria, como
arando un terreno en declive, como practicando un degenerante matrimonio entre
primos. De esa forma la Facultad se aleja cada vez más de su edad de oro. El
profesor habla, dicta cátedra en tono magistral, sin preocuparse mayormente por
los resultados, sin advertir que disgusta y aleja a los buenos discípulos. Y lo
peor es que no se ve ningún interés en cambiar ese statu quo en la enseñanza
del Derecho. Eso es lo peor.
O no es lo peor. Lo peor es
que esa es también la historia en las demás Facultades. En todas partes el
profesor monologa, y el estudiante escucha. Así es en Humanidades, en Economía,
y pare de contar. Lo peor es que así es a nivel nacional, pues en la educación
universitaria rige también la ley de los vasos comunicantes: “Nuestro sistema
educativo -concluye Mauricio- es una tragedia. El estudiante es alienado
de la manera más cruel en nombre de la enseñanza. Se le castra al no permitírsele
pensar. Se le castra al no permitírsele expresarse. Se le castra al no permitírsele
desarrollarse. Queda a los nuevos profesores comenzar a tomar un nuevo sendero”.
Menos mal que se vislumbra una luz al final del túnel, al nivel de los
profesores jóvenes.
Pero desmontar de esa
manera la maquinaria de los recuerdos puede ser también un peligroso ejercicio
autobiográfico. Los riesgos lo acompañan. Ejercitar el pensamiento juvenil es
incitar a la rebelión, es desestabilizar... el sistema pedagógico, que tiene
sus dolientes, que tiene creados sus intereses. Por fortuna la universidad no sólo
es tradición. También es innovación, originalidad, búsqueda de caminos
nuevos. De allí que este ensayo sea a la vez polémico y fecundo, con sus
defensores por un lado y sus detractores por el otro. Yo me cuento entre los
primeros por razones, además, paternas.
CARLOS CÉSAR RODRÍGUEZ
Mérida, 1996
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El primer semestre fue de
impacto. Una vez que nos fijaron las asignaturas teníamos que descubrir en qué
aulas enseñaban los profesores y quiénes eran. No sabíamos si tomar apuntes o
sólo permanecer atentos a las lecciones. Cada asignatura tenía un programa no
muy inteligible. La bibliografía no era de fácil lectura. Cómo iban a ser los
exámenes, no lo sabíamos. Los estudiantes de años superiores eran quienes nos
infundían miedo hacia determinados profesores o, por el contrario, cierta
tranquilidad. Y así comenzaron a pasarnos los días. Oyendo las lecciones,
especulando un poco sobre todo, anidando ciertos temores, intimando entre
nosotros, observando lo que estaba a nuestro alcance y adaptándonos a una
rutina que nos consumiría cinco años. Por fin, como al mes y medio, llegó el
día del primer examen. Unos aprobaron muy bien, otros bien, otros regulares y
los demás reprobados, como en todo examen. Yo clasifiqué en el último grupo
pero afortunadamente el examen no era decisivo. Sin embargo, el golpe fue
fuerte; todavía lo recuerdo, pues era la primera vez que resultaba reprobado en
todos mis años de estudio. Todos los pensamientos pasaron por mi cabeza. Desde
creerme incapaz para estudiar en la Universidad hasta el de haber hecho una
elección equivocada. No me faltaron las ganas de abandonar. Pero, en el fondo,
sabía que era cuestión de ritmo. No había descubierto todavía cómo
manejarme en este nuevo ambiente. Con cierta dificultad, y no con muy buenas
notas, logré aprobar completo el primer semestre. El segundo semestre fue mucho
más fácil y obtuve muy buenas calificaciones. Ya al tercero todo me resultó
sumamente más sencillo. Había descubierto cómo desenvolverme en la Facultad.
Los estudios no eran
particularmente exigentes. Asistíamos a clase porque sentíamos que debíamos
asistir a clase. Tomábamos apuntes que nos servirían para preparar los exámenes.
Algunos frecuentábamos la biblioteca con cierta regularidad. Comprábamos los
libros que recomendaban los profesores, aunque éramos pocos los que los leíamos.
La mayoría se contentaba con los apuntes, y aprobaba holgadamente. No era difícil
destacar: sólo hacían falta unas pocas horas semanales de dedicación sin
mayores esfuerzos. Los profesores los clasificábamos en buenos y malos. El
criterio principal se basaba en la expresión oral considerada en sí, pues no
estábamos en capacidad de apreciar, en lo más mínimo, sus conocimientos. Pero
también había otros criterios secundarios: la regularidad con que asistían a
las lecciones, el trato que daban a los estudiantes y su sentido de justicia
(que nosotros sentíamos que ellos tenían). Al cuarto semestre hice un
descubrimiento extraordinario: no hacía falta, en esencia, asistir a clases.
Era mucho más sencillo hacerse de los programas, buscar los libros
correspondientes y preparar la materia por cuenta propia. Y así lo hice. No sólo
se me hacía más fácil el estudio, sino que sentía, y no en vano, que aprendía
mucho más. De vez en cuando atendía alguna clase para hacerme ver y sentir el
pulso del profesor. Lo que no estaba en los libros y era dicho por el profesor
lo obtenía de los apuntes, apuntes que lograba gracias a la fotocopiadora. Y así
fue pasando el tiempo hasta que me confirieron el título de abogado. El único
contacto directo y productivo que había tenido con un profesor fue en los últimos
dos años, con ocasión de la preparación del trabajo de grado. El profesor,
como rara avis, fue exigente conmigo. A mí me gustaba leer y obtuve
provecho. Descubrí autores y temas a los que jamás, como estudiante común,
hubiera podido llegar. Además, me brindó toda su amistad. Él quería, en el
fondo, que yo también fuese profesor. Pero yo decidí ser abogado.
Un día, tres años después,
todavía creo que no sé exactamente por qué, resolví inscribirme en un
concurso para profesor. Estudié a toda prisa pues me había enterado con cierto
retardo. Y califiqué. A la semana del concurso y todavía no recuperado de la
fuerte carga de estrés que esto significa, me encontraba impartiendo dos
asignaturas distintas de las cuales no tenía mayor idea. Pero allí estaba yo:
enfrentando dos grupos de cerca de setenta estudiantes cada uno. El primer año
fue realmente duro: trabajaba continuamente no menos de ocho horas diarias a
todo vapor para poder comprender lo que tenía que explicar. El segundo fue más
fácil, afortunadamente. Y así fui desarrollando la rutina del profesor, simultáneamente
con la profesión de abogado.
Desenvolverme como profesor
no me fue fácil. Quería a toda costa que los estudiantes aprendieran y quería
a toda costa hacerme comprender. El dar clase me agotaba pues ponía toda mi
energía en ello. No sabía si lo estaba haciendo bien o mal, no sabía si era
comprendido o no. Iba a ciegas. No tenía absolutamente a nadie en la Facultad
que me guiara ni a nadie que me aconsejara. Estaba solo. Sin saber por qué no
quería ser el modelo de profesor que yo había tenido. Quería ir un poco más
allá, pero no sabía adónde ni cómo. Sencillamente era un sentimiento muy
fuerte que llevaba por dentro. Sólo el tiempo y la inquietud se encargaron de
ayudarme.
Poco a poco fui
comprendiendo. Lo “normal” era que el profesor impartiera su clase un poco
en estilo discursivo y el estudiante repitiera en los exámenes aquello que el
profesor había dicho, todo de memoria y aun sin importar la comprensión. El
estudiante era forzado a esto, consciente o inconscientemente, por el profesor.
Mis estudiantes esperaban de mí un poco lo mismo. Además, ¿por qué tendría
qué ser diferente? Mis primeros exámenes, al igual que los demás profesores,
eran de “desarrollo”. Dos o tres preguntas sobre las que el estudiante
sencillamente tenía que disertar. Al leer los exámenes me sentí terriblemente
mal. Los estudiantes simplemente transcribían mis propias palabras y aun con
mis mismos ejemplos. Era como leerme a mí mismo. No había en absoluto
originalidad y mucho menos comprensión. El mensaje de los alumnos era más o
menos el siguiente: “Mire, profesor, estamos afirmando exactamente lo que
usted dice. Tal cual, hasta con sus mismos ejemplos. Ergo, tenemos
derecho a que nos apruebe la asignatura”. Decidí de inmediato cambiar la
manera de evaluar. Probé todas las formas posibles, incluida la que se suele
llamar examen objetivo o de selección múltiple, donde el estudiante escoge una
alternativa entre varias. Por distintos motivos tampoco funcionó. Ya por último,
y sin una fe exagerada, decidí evaluar básicamente de la siguiente manera:
entre siete y diez preguntas a las cuales el estudiante sencillamente tiene que
contestar sí o no y por qué. Ya sólo con esto logré romper el esquema típico
del estudiante y, en cierta forma, logré una mayor actividad mental por parte
de ellos. Pero no es de olvidar que el examen no es sino uno de los tantos
medios que necesita amplia reflexión. Hay que trabajar también en otros
aspectos.
Pero aquí no acabaron mis
inquietudes. A decir verdad, las inquietudes del profesor parecen no acabar
nunca. Siempre se está pensando en la clase, la materia, la Universidad, el país,
los colegas, los estudiantes, etc. Se pasa por buenos y malos momentos. Al
principio se comprende que no se comprende nada. Luego se comprende poco. Después
uno cree que hay muchas cosas que se comprenden. Por último se comprende que
nunca se comprenderá todo. Pero también a veces todo es confusión. Hay
momentos en que no se le consigue sentido a la enseñanza. Hay momentos en que
uno cree no saber qué está haciendo. Son momentos de crisis. Todos pasamos por
ellos.
Cuando me inicié como
profesor todos los otros profesores me llamaban por mi primer nombre, y así fue
por largos años. Un día del año pasado, entrando a la Facultad, tropecé con
un pequeño grupo de nuevos profesores. Todos me saludaron con un “Buenos días,
profesor”. Sentí una cierta extrañeza, sentí que mi responsabilidad
aumentaba. A ellos y a todos los nuevos profesores van dedicadas las reflexiones
que siguen. En ellas trato acerca de la Universidad, los profesores, los
estudiantes, el Derecho y algunas cosas más de carácter metodológico en función
de la enseñanza.
ESTADO ACTUAL DE LA ENSEÑANZA
DEL DERECHO
Los profesores
universitarios enseñan en la Universidad. Esto, obviamente, es una verdad
incontestable. El problema tal vez sea que no se tenga una idea clara de lo que
es y lo que implica la Universidad. Poca gente, a decir verdad, tiene una idea
precisa de la misma. La Universidad, para hacer una aproximación, es el sitio,
y no el único, donde se tiende a la búsqueda de la verdad mediante la
investigación y enseñanza del conocimiento adquirido, proporcionando toda la
información que se tenga a la mano. Investigación y enseñanza son sus fines básicos.
La Universidad implica renovación, búsqueda permanente. Debe estar en continuo
movimiento, investigando y descubriendo. La Universidad debe combinar la sabiduría
del anciano y la fuerza del adolescente manteniéndose alejada de toda dominación
ideológica.
Y
aquí encontramos el
primer escollo. No parece haber Universidad que no sirva a intereses ideológicos
parcializados y, por ende, alienantes. No se trata de creer en una Universidad
con profesores todos reaccionarios o todos radicales. Una buena Universidad
debería tener la gama más variada de profesores desde el punto de vista ideológico;
esto sería lo ideal. Que el estudiante pudiera observar, entre esta vasta gama
y decidir, libremente, su propio camino. Desafortunadamente no es así. Las
Universidades tienden a ser reaccionarias (ya sea de derecha, ya sea de
izquierda) y por ende alienantes y alienadas. Alienación que no comienza en la
Universidad, ésta simplemente la continúa. Alienación que, realmente,
comienza en la escuela y, si vamos más allá, parte de la familia para
finalmente llegar a la clase dominante. Toda sociedad humana, macroscópica o
microscópicamente hablando, parece estar condenada a dividirse en dos sectores:
el opresor y el oprimido. A todo nivel. El fundamento es sencillo: quien tiene
el control no lo quiere perder bajo ninguna circunstancia. El ansia de poder
hace que los opresores se valgan de cualquier medio para hacer valer su supremacía.
No importa cómo. Lo importante es mantener el poder a toda costa. El ansia de
poder (político, económico, social, religioso, cultural, etc.), como el ansia
de dinero, parece no tener límites.
Nuestra Universidad no
escapa a esta dominación y sirve a intereses netamente capitalistas. Y
nosotros, los profesores, servimos a esos intereses consciente o
inconscientemente. El capitalismo no conoce otro valor que no sea el del dinero,
por más que se quiera dar una impresión distinta. Nuestra Universidad existe
porque se necesitan, hoy más que nunca, biólogos, matemáticos, ingenieros,
arquitectos, médicos, abogados, odontólogos, etc. No creo que haya otra
motivación. Y la Universidad los produce tantos y como el capitalismo quiere.
Ni más ni menos. Se necesitan profesionales cuyo único norte sea el dinero y
eso es lo que nuestra Universidad produce. Que haya, de vez en cuando, un
profesional radical es cierto. Pero es la excepción. El capitalismo no se
tambalea en lo más mínimo con estas excepciones. Ahora, el día que la
Universidad produzca solamente profesionales radicales en una sociedad
capitalista (suposición por lo demás ingenua), inmediatamente se tomarían
todas las medidas necesarias declarándose la correspondiente emergencia. Es
curioso ver cómo en nuestra Universidad la masa estudiantil simpatiza en su
gran mayoría con las organizaciones de izquierda, y son éstas las que
generalmente mantienen el poder del movimiento estudiantil. Pero cuando vamos a
los colegios profesionales las elecciones son ganadas por las organizaciones de
derecha. Entonces uno, ingenuamente, se pregunta: ¿Pero acaso no todos los
integrantes de esos colegios fueron estudiantes mayoritariamente de izquierda? Y
la respuesta simplemente es “Sí”. ¿Fueron acaso estudiantes de izquierda
por conveniencia? Entonces la respuesta es “No”. El estudiante de izquierda
lo es por convicción y no por conveniencia. Los estudiantes, en su mayoría, se
sienten pertenecientes a una clase oprimida. El estudiante, fresco por la
juventud, tiene y sueña con ideales revolucionarios. Participa activamente en
manifestaciones y protesta ante cualquier injusticia. El estudiante desea una
mejor sociedad, aspira a que las cosas cambien. Pero no por mucho tiempo.
Simplemente no por mucho tiempo después que deja la Universidad. Y entonces uno
se pregunta el por qué. Paulo Freire, en pocas líneas, nos asoma la respuesta:
...existe,
en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos, una atracción
irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida. Participar de estos
patrones constituye una aspiración incontenible. En su enajenación quieren, a
toda costa, parecerse al opresor, imitarlo, seguirlo.
La educación está en
crisis y la Universidad no escapa a ella. La crisis comienza en la escuela
mediante la educación alienante impartida por maestros alienados. Maestros
alienados que alcanzan niveles de analfabetismo. El niño prácticamente pierde
su tiempo en la escuela. Luego lo pierde en el liceo. Una gran mayoría de
nuestros estudiantes universitarios no está en condición de leer fluidamente
un texto de mediana dificultad. Mucho menos está en capacidad de escribir
correctamente una pequeña disertación de diez páginas. Y éstos serán
nuestros futuros ingenieros, biólogos, médicos y abogados. bell hooks, refiriéndose
al problema en los Estados Unidos, nos alerta:
Hay
una grave crisis en la educación. Los estudiantes a menudo no quieren aprender
y los profesores no quieren enseñar. Más que nunca en la reciente historia de
esta nación, los educadores están obligados a confrontar los prejuicios que
han modelado las prácticas de enseñanza en nuestra sociedad y a crear nuevos
caminos para el saber, diferentes estrategias para compartir el conocimiento. No
podemos enfrentar la crisis si los pensadores críticos progresistas y los críticos
sociales actúan como si la enseñanza no fuera materia de nuestra competencia.
¿Qué puede hacer la
Universidad ante esta crisis? ¿Enseriarse un poco e impedir que todo estudiante
incapaz emerja de la misma con un título en la mano? ¿O, por el contrario,
seguir haciendo lo que están haciendo: cerrar un ojo y permitir la libre salida
independientemente de la capacidad y de los conocimientos? Tal vez si la
Universidad fuera más exigente obligaría al liceo a ser más exigente. Y éste
a su vez obligaría a la escuela a ser también más exigente. Pero también
pudiera ser al revés. Si la primaria fuera más exigente obligaría al liceo a
avanzar un poco más, y si el liceo fuera más exigente obligaría a la
Universidad a ser más competente. Uno no deja de preguntarse si existe
capacidad para hacer cosas aparentemente tan sencillas como éstas.
El estudiante es la razón
de ser de todo profesor. El estudiante llega joven y fresco a la Universidad.
Sabe que algún día podrá ser un profesional. Llega a ésta cargado de
esperanzas, ilusiones, sueños. Para el joven, la Universidad es el gran reto.
Para muchos será su última fase de estudio sistemático. Pero el estudiante en
realidad no sabe qué es ni qué esperar de ésta. Pone pie en la Universidad
como quien entra en un bosque oscuro. Poco a poco una luz le va iluminando el
camino. Somos nosotros, los profesores, los encargados de darle luz al sendero.
Por esto uno no puede ser ni un pesimista ni un desengañado. Nosotros
transmitimos nuestras sensaciones y nuestros sentimientos. Somos el modelo que
ellos constantemente observan durante su estudio. Para ellos somos superiores,
somos quienes tenemos el conocimiento y de quienes pueden aprender. Somos, ante
sus ojos, casi perfectos. Esto nos obliga a cargarnos de paciencia y optimismo;
a mantenernos en una constante renovación. El estudiante tiene fe en el
profesor. Debemos aprovechar esa fe para que el estudiante aprenda. Que algunas
veces recibimos estudiantes incapaces, es cierto. Que nos llegan alienados,
también es cierto. Que nos llegan flojos, también es cierto. Pero también nos
llegan estudiantes brillantes, de esos que constantemente nos reavivan la fe y
nos mantienen vivos. Lo que el estudiante básicamente necesita es comprensión
y motivación. Comprensión en cuanto a saber qué podemos esperar de él y qué
podemos exigirle. Motivación en cuanto a guiarle y transmitirle entusiasmo. No
es fácil.
Hoy más que nunca en la
Universidad venezolana el estudiante tiene preferencia por los estudios de
Derecho. Ya nuestro país se encuentra sobrecargado de abogados y nuestras
Facultades al punto del colapso ante esta preferencia. Cada vez que pienso en
estos Demasiados Abogados, no vienen más que a mi mente las palabras de
Piero Calamandrei escritas ya hace más de cincuenta años, cuando en Italia
sucedía el mismo fenómeno:
Realmente
da la impresión de que la mayor parte de los que eligen la carrera de abogado
están seducidos, más que por la esperanza de conseguir, una vez llegados,
cuantiosas ganancias profesionales, por la insignificancia del dispendio de
dinero y de esfuerzo que se requieren en esta carrera para llegar, bien o mal, a
la profesión, y que más bien que una vocación por las nobles labores de la
abogacía, existe en nuestros jóvenes una sobresaliente vocación por los nobilísimos
ocios teórico-prácticos de los estudios de Jurisprudencia.
El estudiante nuestro
parece más bien escoger la carrera de Derecho por exclusión. Nuestra sociedad
fuerza a todo joven que puede ir a la Universidad a venir a ésta, voluntaria o
involuntariamente. Es más, los estudiantes provenientes de familias pobres
tienden a cifrar todas sus esperanzas en ella. En nuestra sociedad la única
forma de distinguirse parece ser la de tener un título universitario.
Profesiones tan igualmente nobles como la mecánica, la carpintería, la plomería,
etc., y aún a pesar de ser igualmente (si no más) lucrativas, son vistas con
particular desdén. Entonces nuestro joven es forzado, y aun a veces contra su
voluntad, a venir a la Universidad. Retomando a Calamandrei:
En
la burguesía media, la aspiración a la carrera, mejor dicho, a una carrera, se
ha convertido en una especie de religión, más aún, en una especie de manía:
todo vástago, aunque la naturaleza le haya dotado de robustos brazos, aptos
para manejar la azada, pero no de cerebro sutil capaz de discurrir sobre los
libros, debe tener carrera para hacer honor al apellido.
Y el estudiante elige la carrera de Derecho por eliminación.
Medicina no, Farmacia tampoco. Matemáticas menos. Odontología ni soñar. Este
proceso de eliminación, en el cual se tiende a la búsqueda de lo más fácil,
termina, en el noventa por ciento de los casos, por no decir más, en la
escogencia de la carrera de abogado. El Derecho parece ser algo que cualquier
persona puede estudiar, con vocación o sin ella. Y dada nuestra exigencia
cualquier estudiante por debajo del común termina siendo abogado:
No creo que la historia
registre el caso, que sería en verdad admirabilísimo, de estudiantes de
Derecho que, asustados por el excesivo trabajo, se hayan decidido a mitad de
curso a matricularse en una Facultad de Matemáticas.
(Calamandrei)
Entonces nosotros, los
profesores, tenemos que luchar con esta afluencia de estudiantes inmotivados.
Pero la tarea no es fácil. Sé que es imposible trabajar con todos ellos, pero
muchos son fácilmente encaminables por el buen sendero. Aun habiendo escogido
los estudios de Derecho por este proceso de eliminación, muchas veces pueden
resultar buenos profesionales. Que los malos estudiantes se mantengan en la
Universidad y, además, se gradúen, no es culpa en absoluto de ellos. Aquí la
responsabilidad recae completamente sobre nosotros los profesores. Somos
nosotros quienes un poco por no darnos mayores preocupaciones, un poco por lástima
y un poco por ignorancia propia, permitimos que estudiantes absolutamente
ineptos avancen en la carrera hasta lograr el título de abogado.
Los profesores
universitarios tienen una triple función: investigación, enseñanza y extensión.
Que haya algunos que sean muy buenos investigadores y sólo quieran dedicarse a
la investigación porque no se hallan como docentes está muy bien. Que haya
otros que sean simultáneamente excelentes investigadores y docentes mejor aún.
Y podrá haber quien sólo se dedique a la extensión. Pero quien se dedique a
la enseñanza no puede olvidarse de la investigación, así lo que investigue sólo
lo haga para fines propios en beneficio de la docencia. El profesor
universitario necesariamente tiene que estar en constante renovación en su área
de estudio, y estar al día en el acontecer diario del país y del mundo.
Al problema pedagógico en
nuestras Facultades no se le presta ninguna atención. Lo normal, y dudo que
alguna vez haya sido distinto, es que al novel profesor, inmediatamente después
de haber ganado el concurso que lo acredita como tal, y no habiéndose todavía
recuperado de la fuerte carga de estrés que esto significa, se le asigne la
carga de dictar una, dos y hasta tres asignaturas a la vez. A la semana, a más
tardar, de haber ganado el concurso, ya se supone que tiene que impartir clases.
Se parte incluso de la premisa sobreentendida de que si ganó el concurso no
necesita preparar la clase, olvidándose completamente que una cosa es estudiar
para un concurso y otra estudiar para impartir enseñanza. Y nadie le da la más
mínima explicación de cómo preparar una clase. Ni de cómo desarrollar la
clase, ni de cómo manejarse con los estudiantes, ni de cuáles son los mejores
libros, ni de cómo preparar un examen, ni de cómo evaluar a los estudiantes,
ni de cómo desenvolverse. En este aspecto no hay absolutamente nadie que
explique absolutamente nada. El joven profesor se encuentra así completamente
abandonado, delante de cincuenta, cien o doscientos estudiantes que lo saben
nuevo y están prestos a verlo sufrir. Por eso, cada vez que un nuevo profesor
es medianamente soberbio y trata aunque sea con leve rigidez a los estudiantes,
genera un inmediato amotinamiento de éstos, para lo cual se hace necesario la
inmediata intervención de las autoridades de la Facultad para dirimir el
conflicto y darle los “consejos” necesarios para evitar que la situación se
repita.
Inconscientemente se le
dice al nuevo profesor que tiene que dar las clases en base al mismo patrón que
él observó en su época de estudiante, pues no está en capacidad de fijar un
patrón distinto. Y así sucede. Y así ha sido por años, décadas y siglos,
sin exagerar. Si observamos el punto con atención nos damos cuenta que tenemos
el mismo patrón desde antes de la invención de la imprenta. Una nueva pedagogía
no ha ingresado en el ámbito del Derecho.
El modus operandi es
relativamente sencillo. El profesor, el primer día de clases, luego de dar su
nombre y apellidos completos, expresa ciertas reglas disciplinarias que él
considera que los alumnos deben tener en cuenta. Que si la materia en cuestión
es muy importante. Que si la asistencia es obligatoria y será tomada en cuenta
para el examen, por lo que todos los días, o de vez en cuando y por sorpresa,
“pasará la lista”. Que si después de empezada la clase ya no desea que los
estudiantes demorados entren al salón. Que le resulta poco agradable la
conversación en clase. Que él ha decidido hacer tres o cuatro evaluaciones en
el año sin explicar en absoluto cómo serán las mismas, por lo que en este
punto los estudiantes tienen que remitirse a las opiniones de los estudiantes de
años superiores. Que el apuntismo es el peor mal de los estudios y en
consecuencia los estudiantes son remitidos a la bibliografía del programa;
bibliografía extensa y que nunca el profesor ha leído en su totalidad. Que los
estudiantes podrán hacer las preguntas que consideren pertinentes, etc. Y así
transcurre el primer día de clases: los estudiantes escuchando las advertencias
de los profesores.
El segundo día hay clases.
A la primera palabra del profesor los estudiantes, al unísono, toman papel y lápiz
y comienzan a tomar apuntes con mucho entusiasmo. Una vez ganada cierta
“confianza”, y si los alumnos consideran que el profesor habla demasiado
aprisa, le pedirán que por favor vaya despacio para copiar con mayor precisión.
Algunos, más tecnificados, pero no sin cierto temor, encienden pequeños
grabadores a fin de no perder el más mínimo suspiro del profesor; aparatos que
permanecerán encendidos durante todas las clases a menos que el profesor
manifieste su disgusto hacia tanta tecnología. Y así será la rutina de las
clases: el profesor discurriendo y los alumnos copiando. De vez en cuando y muy
rara vez, si hay cierta confianza, los estudiantes más desinhibidos, y un poco
para ganarse al profesor y un poco para hacerse notar, harán una que otra
pregunta de no mayor importancia.
El profesor comenzará la
segunda clase dando una definición de la rama del Derecho que dicta. Luego las
características de la definición que ha proporcionado y su importancia. Seguirá
con las características de la rama del Derecho en cuestión, su ubicación
dentro del mismo, etc. Y todo de la manera más aburrida y sin dar el más mínimo
ejemplo que pueda iluminar un poco el discurso. Ya a la tercera clase, como
mucho, los estudiantes habrán perdido completamente el hilo del discurso. Pero
no importa, existen los apuntes. Hay un juego sobreentendido entre profesores y
estudiantes mediante el cual las preguntas de los exámenes deben poder ser
resueltas con los apuntes de clase. Por eso los alumnos prescinden olímpicamente
de los libros. Al profesor no se le puede ocurrir preguntar algo distinto,
porque entonces los estudiantes inmediatamente protestarán alegando que lo
preguntado no fue discurrido en clase. Y la protesta será muy seria. Y los
profesores, a la final, cederán ante tan justa petición estudiantil. Los
libros quedan reservados para aquellos pocos estudiantes excepcionales que
sienten que deben hacer algo más, o para aquellos que desean hacer con cierta
seriedad algún trabajo que el profesor haya hecho obligatorio:
...creo que el defecto
fundamental de la enseñanza jurídica universitaria es el tradicional método
“catedrático” (llamado por todo el mundo método “charlatanesco”), según
el cual las lecciones consisten en una prédica que el profesor, gesticulando
desde su “púlpito” inflige a una turba de penitentes inmóviles y
silenciosos. Cambiaban los profesores, pero el método no cambiaba y se tenía
la impresión de que nosotros, desde los bancos, y ellos desde la cátedra, estábamos
tácitamente de acuerdo en mantener en clase aquella atmósfera de frialdad,
aquel vacío espiritual que permitía a los profesores y a los discípulos
despachar con las menores fatigas una fastidiosa formalidad prescrita por los
reglamentos. La explicación “oral”, tal como se suele hacer en nuestras
Facultades Jurídicas, no interesa ni puede interesar a los estudiantes; cuando
es una elevada exposición de principios teóricos hecha en forma rigurosamente
científica, tan sólo unos pocos están en condición de entenderla, al paso
que la masa estudiantil acude a ella extraña y aburrida, como el que oye
recitar un discurso en lengua extranjera; cuando es un modesto resumen elemental
para uso de la mayoría que carece de pulmones para las alturas, los jóvenes
mejores salen de allí descontentos y desilusionados. Pero aunque la explicación
desde la cátedra no tuviese el defecto irremediable de descontentar a una o a
otra parte de la masa estudiantil, merecería ser desterrada por la absoluta
pasividad intelectual a que condena a los estudiantes, obligados a aceptar, sin
posibilidad de crítica ni de refutación, los resultados del pensamiento ajeno.
(Calamandrei)
Y este patrón de impartir
clases no es exclusivo de los profesores que pudiéramos llamar medios. Es
propiedad de todos, salvo contadísimas excepciones. E incluso de profesores
intelectualmente sobresalientes que muy merecidamente terminan siendo diputados,
senadores, gobernadores, embajadores y hasta presidentes de la República. Este
es otro de los problemas de la mayoría de nuestros mejores profesores: en el
fondo también son muy buenos políticos y se olvidan de nuestras Facultades
para acceder a los cargos públicos. Si la energía que consumen en estos
menesteres la dedicaran a la enseñanza, nuestras Facultades serían otras. Y
este sí es un problema grave que parece ser exclusivo de las Facultades Jurídicas.
No es nada fácil imaginarse a un profesor de Biología, de Medicina, de
Odontología y mucho menos de Letras haciendo carrera política en la
administración pública. Pero los de Derecho parecieran tener algo así como
una inclinación natural por los cargos públicos.
Así, pues, no hay interés
alguno en cambiar el statu quo en la enseñanza del Derecho. Las instituciones
cambian y el método se mantiene igual. El profesor utiliza su poder para
mantener sometidos a sus alumnos, poder que no consiste sino en la posibilidad
de aprobar o reprobar al estudiante. El estudiante lo percibe con claridad
meridiana y no levanta la voz porque su meta es aprobar la asignatura, a toda
costa. Y, de levantarla, sabe muy bien que no podría contar con la solidaridad
de sus compañeros a quienes, en su gran mayoría, también les aterra la
posibilidad de cambiar el mencionado statu quo. El salón de clases se
convierte, así, para utilizar palabras de hooks, en el mini-reino del
profesor, quien magníficamente desempeña su papel de opresor sobre los
estudiantes forzosamente oprimidos. Sin olvidar, por un momento, el
hostigamiento sexual del que son víctima, con demasiada frecuencia, las
alumnas. Los mejores estudiantes perciben, pero no comprenden, este estado de
cosas y se sienten decepcionados. Forzosamente, y no sin mucho malestar, se
sienten condenados a entrar en este juego tan degradante.
El defecto fundamental del profesor medio es que se encierra
en lo que Freire ha denominado “círculos de seguridad”. Después de haber
preparado una o dos veces la asignatura que imparte y después de haberse
establecido un modelo propio y típico de lo que el profesor, según él, debe
ser, no hay quien lo mueva de su posición. Considera que siempre está en la
verdad y todo comentario o crítica lo considera como un acto de agresión. No
está dispuesto a aceptar una posición distinta. Considera que siempre tiene la
razón. Ni siquiera le pasa por la cabeza que pudiera estar equivocado en uno
que otro punto. No es posible establecer diálogo con él y mucho menos busca el
diálogo con los estudiantes pues se considera superior a éstos. En su mundo no
hay lugar para la duda. No hay lugar en él para repensarse. No evoluciona. Es
el profesor reaccionario por excelencia.
Finalizaba mi época de
estudiante cuando una amiga estudiante de Medicina me preguntó qué era el
Derecho. Para mi sorpresa, y mucha pena, no fui capaz de dar una explicación,
ni siquiera una definición básica. Rápidamente corrí a los libros del primer
año y me aprendí la definición clásica de memoria. A la media hora ya la había
olvidado. Retomé el libro y la memoricé otra vez. No mucho más tarde
nuevamente la había olvidado. Decidí copiar la definición en una hoja y
llevarla conmigo hasta aprendérmela definitivamente de memoria. No estaba
dispuesto a pasar por la misma vergüenza de nuevo. Pero nada, los días pasaban
y no había forma ni manera de aprenderme aquella definición que aparentemente
era sumamente sencilla. Y la leía y la releía. Hasta llegué a dudar de mi
capacidad intelectual. Pero no hubo caso hasta varios años después. Y todavía
creo que si me vuelven a hacer la misma pregunta me pondrían en serias
dificultades. Siempre tendré la posibilidad de contestar con la definición clásica
que se consigue en todos los libros introductorios, pero quien me haya hecho la
pregunta permanecerá como antes. No es nada satisfactorio afirmar que el
Derecho es un conjunto (ya algunos más avanzados hablan de “sistema”) de
normas jurídicas que regulan la vida del hombre en la sociedad.
Y así como no es fácil
dar una explicación de lo que es el Derecho, tampoco lo es de muchos otros
conceptos jurídicos, tales como la Justicia, el Bien Común, el Orden Público,
etc. Tomemos por ejemplo la Justicia: La mejor definición que existe data de
hace tres mil años: “dar a cada quien lo suyo”. Esta definición no deja de
ser preciosa considerada en sí misma, pero cuando uno se pregunta qué es dar a
cada quien lo suyo no consigue palabras para explicar. No hay respuesta posible
que sea satisfactoria. Y tratemos de comparar lo justo con lo equitativo. Lo
mejor que se ha podido decir es que siendo lo justo bueno, lo equitativo es
mejor aún. Y así ad infinitum. Estos conceptos que parecen sencillos y
elementales son terriblemente complicados. Las cosas más sencillas son las más
difíciles de entender.
Otro problema fundamental
del Derecho estriba en que estamos obligados a enseñarlo sin tenerlo frente a
nosotros. El biólogo tiene el microscopio para detectar el virus. El médico
tiene el cuerpo humano delante de sí para auscultar el corazón. El arquitecto
puede ir a la plaza y sentarse días enteros a observar cómo fue hecha la
catedral. Pero nosotros, ¿qué tenemos? Ideas y palabras referidas a conceptos.
Nada más. No podemos generar un homicidio para ver cómo se transgrede la ley.
No podemos forzar a nadie a vender su casa para ver cómo se celebra un
contrato. No tenemos más que ideas y palabras. A decir de Carnelutti, nuestras
únicas armas son la razón y la intuición. Armas muy poderosas pero que se
prestan a muchos errores. La razón, para comprender el Derecho, necesita
observarlo y observarlo bien. Observarlo completo. Y para observarlo completo no
es menester sólo la biblioteca, como tampoco es menester la sola práctica.
Ninguno de estos dos caminos nos lleva por sí solos a la claridad. Es con la
combinación de ambos, combinación sumamente difícil de lograr pues siempre
nos sentimos atraídos poderosamente hacia una de las dos vías, como podemos
entender con cierta amplitud el Derecho. La intuición no nace, se hace. A
medida que avanzamos en el estudio del Derecho la intuición se va desarrollando
muy lentamente. La intuición es empírica, pero en nuestro campo es de utilidad
incalculable.
Así pues, es nuestra labor
enseñar una materia que presenta estas terribles dificultades a los
estudiantes. ¿Cómo hacerlo? Considero que la única manera que existe para
enseñar el Derecho es a través del ejemplo. Ejemplos, ejemplos y más
ejemplos. Y siempre poniéndolos delante de la definición. No es nada fácil
entender un concepto jurídico si no se comienza con un ejemplo. En mi
experiencia particular la única forma que he tenido de lograr el ser
medianamente entendido es proporcionándolos a tiempo. Las dos o tres primeras
clases del año las dedico a colocar ejemplos a fin de que los estudiantes tomen
interés en la materia. Luego, cada clase, también comienza siempre con dos o
tres ejemplos que servirán para desarrollar el punto que quiero hacer entender.
Se me dirá que se pierde mucho tiempo con este sistema, pero es el único que
parece funcionar. Es preferible que los estudiantes comprendan pocas cosas a que
memoricen muchas. Es lo que Francesco Carnelutti ha querido decir cuando
manifiesta que la enseñanza del Derecho requiere de imágenes:
Por
desgracia, en la enseñanza del Derecho, este error se repite con increíble
inconsciencia. Yo me acuerdo del esfuerzo y el tormento por comprender qué cosa
fuese la relación jurídica cuando mis maestros, que jamás se habían
planteado este problema de metodología, descuidaban despertar la imaginación,
con lo cual yo habría podido encarnar ese concepto complicado. Mayor es el
recuerdo de la pena que me ha agobiado cuando me ha tocado a mí ser maestro,
para buscar el remedio de tal deficiencia.
Es cuestión de razonar
detenidamente. ¿Cómo puede un alumno entender lo que es el hecho ilícito si
anticipadamente no se ha proporcionado el ejemplo? ¿Cómo puede entender lo que
es una presunción, lo que es una prueba, lo que es un contrato y tantos otros
conceptos? El alumno podrá memorizar la definición, definición que olvidará
al día siguiente del examen, pero nunca podrá comprender el concepto si no
“se despierta la imaginación”.
Por último, está el
problema de la totalidad. El Derecho es un todo que se va enseñando y
aprendiendo por partes. Es imposible entenderlo todo en un instante. Y aquí sí
no puede ser de otra manera. Poco a poco vamos agregando los datos objeto de
estudio y análisis, primero en la Universidad y luego en la experiencia
profesional. Y mientras se tengan conocimientos parciales no se puede llegar, a
un buen resultado. Hasta que algún día, de forma relativamente inexplicable,
comenzamos a entender qué es verdaderamente el Derecho. Estas sólo son algunas
de las grandes dificultades que enfrentamos en la enseñanza de nuestra
disciplina.
ACERCA DEL METODO ACTUAL DE
LA ENSEÑANZA DEL DERECHO
Como dije anteriormente,
los profesores de Derecho siguen un patrón común en la enseñanza del mismo:
el tradicional método “catedrático” que, como Calamandrei ha dicho, es
calificado por todos, en Italia, como método “charlatanesco”. El mismo
supone, en esencia, que el profesor sencillamente monologa durante toda la
“hora” de clase y los estudiantes, con absoluta pasividad, “escuchan” la
lección tomando apuntes de cuanto el profesor diserta. No hay, en absoluto, diálogo
entre el profesor y los estudiantes. Terminadas las clases, viene el examen. Y
entonces, ¿qué pregunta el profesor? Nuevamente Calamandrei nos responde:
...al
estudiante que durante cincuenta clases ha estado condenado a la más absoluta
pasividad mental, es justo que a fin de curso no se le pida más que una
repetición papagayesca de lo que se dijo en la cátedra; pruebas de sentido crítico,
de originalidad de pensamiento, de prontitud para resolver cuestiones nuevas no
se puede exigir a quien durante todo el año ha estado habituado a aceptar sin
discusión las opiniones ajenas, a pensar sin fatiga con la cabeza de los demás.
Aprobada en el examen aquella poquita cosa que a toda prisa se había metido en
la memoria, no es ya sino el despojo inútil del monstruo victoriosamente
acuchillado; y el estudiante tiene el derecho y el deber de olvidarla al
instante para ponerse a pensar en los otros monstruos que un poco más allá
rechinan ya los dientes.
Este sistema en el cual el
profesor habla y el estudiante escucha, sin que medie diálogo entre las partes,
es lo que Freire ha denominado la concepción “bancaria” de la educación.
En este sistema los estudiantes vienen a ser “recipientes” en los cuales el
profesor, de manera mecánica, debe depositar un mínimo de conocimientos. A
decir de Freire, en este sistema, mientras más conocimientos deposite el
profesor mejor educador será, y mientras más “dócilmente” los estudiantes
se dejen “llenar” de conocimientos mejores educandos serán. No creo que
haya método de enseñanza más alienante:
En vez de comunicarse, el
educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras incidencias,
reciben pacientemente, memorizan y repiten. Tal es la concepción “bancaria”
de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los
educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos. (Freire)
Y yo me pregunto, ¿qué
sentido tiene para el estudiante acudir a una clase para exclusivamente
“escuchar” al profesor? Antes de la invención de la imprenta este método
era absolutamente justificable, pues los libros eran cosa rara que estaban al
alcance de muy pocos. Pero hoy en día, cuando se han inventado todas las formas
posibles de reproducción de la palabra, ¿a qué va un estudiante a clase donde
el único que interviene es el profesor, máxime cuando año tras año repite
las mismas palabras? Tal situación me trae a la memoria la imagen de una película
que vi hace muchos años. En la misma, un profesor que repetía año tras año
siempre la misma clase se encontró un día con que le era imposible asistir.
Entonces se le ocurrió “grabar” la clase y dejó la grabadora encima del
escritorio para que los estudiantes la oyeran. Al día siguiente hizo lo mismo,
y en los sucesivos también. Cierta vez, que se dio cuenta que había puesto la
grabación equivocada, se devolvió con urgencia al salón. Pero no encontró
estudiantes en los asientos, sino grabadoras en cada uno de ellos. Sencillamente
el estudiante asiste para “ser visto” por el profesor y para no disgustarlo
con su ausencia: El estudiante sabe muy bien que el poder del profesor está en
aprobarlo o reprobarlo. Y también saben los estudiantes que el profesor ejerce
este poder. Los estudiantes saben muy bien que obteniendo y memorizando los
apuntes del año anterior están en capacidad de aprobar el examen, pero
igualmente asisten a las clases. Ante tal manera de “enseñar” es inútil
esperar de los estudiantes pensadores críticos.
Esta absoluta pasividad es
realmente terrible. Incluso estoy por creer que hasta resulte en daño psicológico
para el estudiante. Me viene a la mente compararla con un niño al cual durante
cinco años se le tiene encerrado en un apartamento sin la posibilidad de
conocer un parque. ¿No se le causaría un grave daño? ¿No es perjudicial para
el estudiante hacerlo sentir ignorante y no sacar provecho de su inventiva y de
toda su capacidad intelectual porque simplemente se encuentra condenado a la
memorización? ¿Es justo impedirle que piense y no estimularle a generar ideas
propias? ¿Es justo que, en plena juventud, se le mantenga con las alas
cortadas? Retomando las palabras de Freire:
Cuanto
más se les imponga pasividad, tanto más ingenuamente tenderán a adaptarse al
mundo en lugar de transformar, tanto más tienden a adaptarse a la realidad
parcializada en los depósitos recibidos. En la medida en que esta visión
“bancaria” anula el poder creador de los educandos o lo minimiza,
estimulando así su ingenuidad y no su criticidad, satisface los intereses de
los opresores. Para éstos, lo fundamental no es el desvelamiento del mundo, su
transformación.
Nuestro sistema educativo
es una tragedia. El estudiante es alienado de la manera más cruel en nombre de
la enseñanza. Se le castra al no permitírsele pensar. Se le castra al no
permitírsele expresarse. Se le castra al no permitírsele desarrollarse. Queda
a los nuevos profesores comenzar a tomar un nuevo sendero.
LOS VANOS INTENTOS CICLICOS
DE RENOVACION
Surge, en nuestras
facultades jurídicas, cada cierto tiempo, la necesidad de hacer un cambio. Es
una cuestión cíclica, por lo general cada diez años. Se percibe que no se está
en buen camino, pero no se detecta con precisión qué es lo que no funciona y
mucho menos por qué. Sencillamente hay algo así como la sensación de que no
se está haciendo lo que se debiera hacer. Se intuye que los estudios debieran
ser otros, se intuye que el método no está dando resultado, se intuyen muchas
cosas pero no se da con la raíz del problema. Entonces, se nombra una comisión.
La comisión se reúne. La comisión discute. La comisión hace encuestas. La
comisión diseña un perfil de lo que debiera ser el abogado. La comisión diseña
un nuevo pensum de estudios. Si el sentimiento no es muy fuerte todo no
pasa de ser una comisión. Si, por el contrario, el sentimiento es muy fuerte
algo se termina haciendo. Se decide que son mejores los estudios por semestres
que por anualidades. Entonces se cambia al sistema semestral pero todo lo demás
queda igual. Luego se decide que eran mejores los estudios por anualidades.
Entonces se vuelve a éstos manteniendo el resto igual. Después se elimina una
que otra materia, por decir algo, el Derecho Minero, e incluso la Introducción
al Derecho Procesal. O se inventa otra, por decir algo, la Lógica Jurídica. Y
se aumentan las horas semanales de determinada asignatura, y se reducen las de
otras. Y así, de esta forma simplista, se hace la reforma con la vana esperanza
de que ahora las cosas sí van a funcionar. Pero en ningún momento se analizan
seriamente los programas de las asignaturas, y mucho menos con la idea de
conjunto, lo cual permitiría, por lo menos, darse cuenta que un mismo punto es
tratado tres y hasta cuatro veces en diversas asignaturas. Ni por asomo surge la
idea de analizar los sistemas de universidades nacionales o extranjeras de mayor
tradición jurídica para ver y comparar lo que se está haciendo con lo que se
puede hacer. Ni por asomo surge la idea de analizar la metodología de la enseñanza
ni mucho menos buscar la cooperación de expertos. Ni siquiera hay una idea
clara de los conocimientos básicos que debieran impartírsele al estudiante al
que se le confiere el título de abogado. Se dan dos o tres toquecitos aquí y
allá a fin de que todo el mundo pueda dormir tranquilo pues ya se está por un
“nuevo camino”. De esta forma quedan aplacados, por otros diez años, los ímpetus
“renovadores” de unos cuantos profesores.
HACIA UNA ENSEÑANZA
COMPROMETIDA
Impartir clases por el método
tradicional no implica mayor dificultad. El profesor asiste al salón de clase y
discurre toda la hora sobre la materia de estudio. Los alumnos se limitan a
escuchar y a tomar sus apuntes. En el mejor de los casos el profesor, cada
cierto tiempo, les hace una que otra pregunta o cuenta alguna anédocta como
para no hacer tan aburrida la clase. Pero resulta igualmente aburrida. Los
alumnos tienen miedo de preguntar, los alumnos tienen miedo de participar, los
alumnos tienen miedo de contrariar. Así, el profesor encerrado en su “círculo
de seguridad” no es molestado. Una enseñanza comprometida implica que el
profesor desciende del pedestal y se coloca al nivel del estudiante, implica que
el profesor dialogue con el estudiante, implica que hay que romper la barrera
existente entre ambos. Implica, como lo advierte hooks, que tanto los profesores
como los estudiantes tienen que cambiar sus paradigmas. Implica que el profesor
tiene que quedar al descubierto frente al estudiante. Implica que la clase ya no
es propiedad del profesor sino que pertenece a todos. Y hacer esto no es nada fácil.
Ante todo inspira mucho miedo. Miedo a perder el control, miedo de quedar al
descubierto, miedo de colocarse al mismo nivel del estudiante. Efectivamente,
cuando se imparte una enseñanza comprometida, muchas veces se pierde el
control, se queda al descubierto, al principio ni siquiera se sabe qué se está
haciendo. Y este tipo de enseñanza es terriblemente agotadora. Se sale del salón
de clase con una fuerte sensación de cansancio, pero también con la convicción
de haber trabajado. Es verdad que no se logra jamás motivar a todos los
estudiantes (utópico por lo demás y mucho menos cuando se trabaja con grupos
demasiados extensos), pero sí a una porción significativa. Se sale del salón
de clase con la convicción de que los estudiantes sí están pensando. Bien
vale la pena el esfuerzo. A mi juicio, la enseñanza comprometida es la única
alternativa de que se dispone para no llegar al desengaño del cual habla
Calamandrei:
Casi
todos los profesores, universitarios son, por lo que respecta a la parte didáctica
de su función, unos desengañados; después de los primeros años de entusiasmo
juvenil, durante los cuales el profesor se esfuerza con ardor de neófito en
dar lecciones originales y largamente meditadas, soñando con dedicar a la enseñanza
todas sus mejores energías y verse comprendido y recompensado por un numeroso
grupo de estudiantes inteligente y fiel, se da cuenta, poco a poco, de que la
lección de la cátedra, tal como hoy la imponen los reglamentos, sirve
solamente para disgustar y alejar a los discípulos...
No pretendo establecer un
modelo para enseñar. En cuestión de enseñanza cada profesor es único, cada
quien tiene algo así como su propia huella digital. No es posible ni
recomendable enseñar siguiendo al pie de la letra un manual, como si se
estuvieran siguiendo instrucciones médicas para la cura de una enfermedad. Tan
sólo quiero compartir experiencias y conocimientos con la ilusión de hacer más
fácil la enseñanza a los nuevos profesores.
El supuesto fundamental de una enseñanza comprometida es el diálogo. El profesor tiene que dialogar con los estudiantes si quiere ir más allá. El diálogo implica descender de las alturas y colocarse, en cierta forma, al nivel del estudiante. Nadie mejor que Freire para entender el valor del diálogo en materia de enseñanza. El diálogo implica llegar al salón de clases y poder decir, de alguna manera, algo así como lo siguiente: “Bueno, aquí estoy yo. Yo soy el profesor y se supone que mi función es enseñar. La función de ustedes es aprender. No quiero llegar todos los días a clase y ser el único que habla. Quiero que ustedes participen. Quiero que ustedes manifiesten sus ideas, sus experiencias, sus inquietudes. No quiero llegar y hablar con las paredes, quiero hablar con ustedes. Si algo anda mal quiero que ustedes me lo hagan saber. Si no me entienden quiero que me lo hagan saber. No quiero que me complazcan, quiero que me entiendan. Quiero entenderlos a ustedes. Sepan que yo también tengo defectos y virtudes como cualquier persona. No soy perfecto. No soy muy distinto a cualquier otra persona. Tal vez nuestra única diferencia como personas sea que yo tengo mayor experiencia y conocimientos sobre la materia que enseño. Del resto somos iguales. Mi función será tratar que ustedes la comprendan. La función de ustedes es comprenderla, no memorizarla. Quiero que al terminar el curso ustedes sientan que algo han aprendido, que el mismo les ha sido de utilidad. Quiero que en este curso todos nos involucremos y aprendamos algo. También tengo yo que aprender de ustedes. No quiero ser yo el único que piensa, quiero que ustedes también piensen. No quiero ser yo el único que establezca las reglas y la metodología. No quiero, en definitiva, ser el único que actúe". Todo lo anterior no quiere decir que haya una absoluta igualdad entre profesores y estudiantes, pues tampoco la hay entre estudiantes, simplemente que tenemos que involucrarnos. Puesto en palabras de hooks:
Cuando
entro al salón de clases al principio del semestre está sobre mí el peso de
dejar establecido que nuestro propósito será crear, por breve tiempo que sea,
una comunidad de educandos juntos. Esto me coloca como un educando. Pero además
no estoy sugiriendo que yo no tenga más poder: y no estoy tratando de decir que
aquí todos somos iguales. Estoy tratando de decir que aquí todos somos iguales
en la medida que estamos todos por igual comprometidos en crear un contexto de
aprendizaje.
Pero para poder dialogar, como bien lo advierte
Freire, se requieren determinadas cualidades: entre otras humildad y esperanza.
Los abogados, al igual que los médicos, tendemos a ser más que ningún otro
profesional excesivamente arrogantes. No sé por qué nuestra profesión ha
hecho que nos consideremos superiores a los demás. Tal vez la circunstancia de
que la libertad de una persona o las propiedades importantes de otra estén en
un momento determinado gravitando sobre nuestras manos, en vez de llenarnos de
humildad y preocupación, han hecho que escojamos el camino de la soberbia. Con
esta cualidad no puede haber diálogo. Si queremos dialogar tenemos que retomar
el camino de la humildad. No somos en lo absoluto superiores a los estudiantes.
Por otro lado, tenemos que cargarnos de esperanza y de fe. No debemos ver a los
estudiantes como un fastidio que tenemos que soportar. No podemos verlos como
seres incapaces de asimilar y recibir conocimientos. No podemos ver las clases
como simple rutina para ganarnos el sustento diario. Es menester ir un poco más
allá cargados de un profundo amor. Tenemos que creer en nosotros mismos y en
los estudiantes. Imaginar en cierta forma que son nuestros hijos.
Comenzar
el diálogo en clase no es fácil. No es cuestión de meras palabras, de simple
manifestación de voluntad. Ante las palabras los estudiantes desconfían, y con
toda razón. Tampoco podemos esperar que la iniciativa provenga de ellos. Tiene
que partir de nosotros. El siguiente paso consiste en romper la barrera.
Nunca
el primer día de clases me resulta cómodo. Tampoco es cuestión de desagrado.
Sencillamente siento como un vacío que tengo que llenar. Tal vez sea la
interrogante ante el curso que tendré por delante. Tal vez sea la preocupación
por hacerlo bien, tal vez sea la convicción de que las primeras clases son
determinantes en el establecimiento de la relación. Llegada la hora de la
primera clase entro al salón y me siento. Mientras espero que entren y reine el
silencio, trato de observarlos a todos: sus caras, sus expresiones, su forma de
vestir, etc. Ellos, simultáneamente, me observan a mí. Luego me paro y
me siento encima del escritorio. En este momento comienzo la conversación más
o menos de la siguiente manera: “En esta clase se supone que tengo que enseñar
el Derecho de Obligaciones. Me gustaría saber qué esperan ustedes de mí”.
Nadie dice nada. Entonces me miran como pensando: “¿Y a este profesor qué
bicho le habrá picado?” Entonces continúo: “Quisiera saber cómo les
gustaría que fuesen las clases. Me gustaría saber si quieren que les haga un 'dictado' o prefieren algo más
participativo”. Todavía es muy difícil conseguir respuesta de los
estudiantes. Intervengo nuevamente: “¿Les gustaría los exámenes de
desarrollo u objetivos?” Ya en este punto es imposible que ninguno intervenga,
pues hablarles de los exámenes a los estudiantes es poner el dedo en la llaga.
Entonces comienzan las intervenciones. Los azuzo más con otras preguntas como
si prefieren dos o tres evaluaciones parciales, si diez o veinte preguntas, etc.
Una vez roto el primer bloque de hielo vuelvo atrás con el tema inicial. Les
digo: “Bueno, ya hablaremos de los exámenes. Vamos con orden. Vamos a hablar
primero de cómo les gustaría que fuesen las clases”. Todavía queda un
cierto recelo pero entienden que pueden hablar. Para animarlos les hago
preguntas como las siguientes: “¿Están contentos con la forma que han venido
recibiendo clase? ¿Creen que los dos años anteriores de clase les han sido
fructíferos? ¿Creen ustedes que han tenido buenos profesores? ¿Creen ustedes
que vale la pena venir a clase? ¿Creen ustedes que se puede hacer algo mejor?
¿ Qué sugieren ustedes que podemos hacer?” Y así, el primer día de clase
se va desarrollando solo. Siempre la primera hora de cada año es distinta
porque son ellos quienes van marcando la pauta con sus intervenciones. Al final
les dejo bien claro que ellos están allí para aprender. Que mi obligación es
enseñar y que para eso me pagan, que ellos tienen derecho a exigirme. Que no
soy sólo yo quien tiene la responsabilidad de la clase, que también hay
responsabilidad de ellos. De esta forma la primera clase, y a veces me valgo
también de la segunda, sirve fundamentalmente para poner la primera piedra en
la ruptura de la barrera. Las siguientes dos o tres clases no las considero
menos importantes.
Aquí
ya cambio de sistema. Las dedico completamente a exponerles aproximadamente
cincuenta preguntas que ellos deben tratar de responder oralmente, generando
discusión. Les advierto que no tienen por qué saber las respuestas, pues
pertenecen a la asignatura que comenzaremos a estudiar. Simplemente les pido una
opinión y que me gustaría saber qué consideran ellos correcto. Expondré tres
preguntas a título de ejemplo. 1) Supongamos que Miguel necesita el domingo ir
a una fiesta en casa de unos amigos. Miguel le pide el carro prestado a Juan y
éste se lo presta. Miguel, durante la fiesta, ha estacionado el carro en el
lugar más seguro que ha conseguido tomando todas las precauciones que cualquier
persona ordinaria hubiera tomado. Sin embargo, unos ladrones logran llevarse el
carro de Juan para nunca más aparecer. Pregunta: ¿Miguel tiene o no la
obligación de pagarle a Juan el valor del carro? 2) Antonio, que vive en Mérida,
ha comprado una casa de playa en Margarita. Por un motivo o por otro durante dos
años no ha podido disfrutar de su casa, pues no ha tenido oportunidad de
pernoctar en ella. El vecino de Antonio en Margarita, y ambos apenan se conocen,
decide espontáneamente, y sin que Antonio nada le manifieste, encargarse de lo
básico de la casa: paga los recibos de luz, agua, arregla las filtraciones,
pinta las rejas y hace lo necesario por conservar la casa. Pregunta: ¿Está
Antonio obligado a pagar a su vecino los gastos que éste ha hecho? 3) Ramón
debe un millón de bolívares a Juan. Juan fallece y todo el mundo da por un
hecho que el único heredero de Juan es José. Incluso éste está en la misma
creencia. Dadas estas circunstancias Ramón entrega el millón de bolívares a
José. Pero luego se descubre, por un testamento que todos desconocían, que el
verdadero heredero de Juan no es José sino Víctor. Pregunta: ¿Puede Víctor
exigir de Ramón el millón de bolívares que debía a Juan?
Este
tipo de preguntas genera discusión inmediata en la clase. Es muy interesante
ver cómo se obtienen las más variadas respuestas de todos los estudiantes.
Incluso discuten entre ellos mismos. La tercera pregunta, por ejemplo, da lugar
a mucha discusión. Si ellos responden que Víctor puede exigir de Ramón el
dinero yo inmediatamente les pregunto si Ramón le puede pedir de vuelta el
dinero a José. Si ellos responden que no, yo inmediatamente les pregunto si
entonces José no estaría pagando dos veces. Y así voy profundizando y viendo
qué tanto saben y hasta dónde puedo llegar. También rápidamente uno se da
una idea general del curso y del interés que tienen. Lo que hace interesante
las preguntas son dos aspectos fundamentales: por una parte se trata de
preguntas sumamente sencillas en su formulación; por la otra son preguntas del
acontecer diario de la gente, no tienen nada de fantástico ni de irreal. Además,
como todos ellos llevan por dentro un abogado latente no dejan de participar en
las respuestas y opiniones. Lo que ellos no entienden, ni yo se los hago saber
sino hasta el final, es por qué llevo esas preguntas a clase para su discusión.
El propósito mío es doble. En primer lugar, y lo considero lo más importante,
la finalidad es comenzar a romper la barrera. Quiero que ellos sientan que
pueden intervenir, que pueden dialogar. A través del desarrollo de las
preguntas les dejo bien sentado que quiero que piensen más que memoricen, y que
cualquiera puede participar sin importar la respuesta que puedan dar en un
momento determinado, por más fuera de lugar que sea. En ningún momento los
ridiculizo ni los descalifico por muy absurda que pueda ser la opinión del
estudiante que ha levantado la voz. Si así lo
hiciera todo esfuerzo por romper la barrera sería en vano. A veces las
opiniones o respuestas son tan fuera de lugar que todo el salón se ríe a
carcajadas y yo, aunque haga esfuerzos sobrehumanos, tampoco puedo dejar al
menos de sonreír. En este caso inmediatamente intervengo más o menos de la
siguiente forma: “Bueno, aquí todos nos podemos equivocar. Incluso yo me he
equivocado más de una vez impartiendo clases. Todos tenemos derecho a
equivocarnos”. De esta forma queda tranquilo el estudiante que ha hecho la
intervención. El segundo propósito de las preguntas es que los estudiantes
tengan una visión general de la asignatura y de su importancia. Al terminar de
discutir las cincuenta preguntas les hago más o menos el siguiente comentario:
“Las preguntas que hemos discutido no tienen nada de irreal. Todo abogado, en
su ejercicio diario, se consigue a menudo con este tipo de interrogantes. Las
preguntas son sencillas en su formulación pero la mayoría de ellas implican
respuestas muy complejas que sólo adquiriendo conocimientos fundamentales se
pueden desarrollar. La idea es que ustedes, con el estudio de esta asignatura,
estén en capacidad de
dar respuesta a éstas y a muchas otras interrogantes. Las preguntas que hemos
discutido implican un panorama muy general de la materia. Sólo con el estudio
de esta asignatura podrán encontrar las respuestas de las preguntas formuladas.
Más nunca, en lo que les queda de estudios en la Facultad, volverán a
conseguir otra asignatura en la cual puedan conseguir respuesta a estas
preguntas. Así, pues, queda en ustedes poner un poco de voluntad y esfuerzo si
quieren tener un mínimo de conocimientos”. Ya pasada esta segunda etapa
quedan sentadas algunas premisas. Los alumnos saben ya, a vuelo de pájaro, de
qué trata la materia. Los alumnos descubren, cuando les doy las respuestas
correctas, que utilizando sólo el sexto sentido
no hubieran llegado jamás a éstas. Los alumnos descubren, al ir desarrollando
las preguntas, que muchas ideas que ellos tenían acerca del Derecho no son
ciertas. Pero esto no es lo más importante. Lo que realmente me importa es que
ellos sientan que pueden intervenir, conversar, dialogar. Lo importante es que
se sientan libres. Libres de participar. Que sientan que digan lo que digan yo
les prestaré toda la atención. Que sientan que pueden y necesitan aprender. En
esta segunda etapa todavía la barrera no está del todo rota. Harán falta unas
cuantas clases para que se sientan del todo cómodos.
En
nuestra Facultad todos los salones tienen un escritorio. Algunos muy grandes y
otros pequeños, pero escritorios al fin. El escritorio marca algo así como la
separación física entre estudiantes y profesores. Los profesores están detrás
del escritorio y los alumnos están delante del escritorio. Los primeros años,
como todo profesor, daba mi clase detrás del escritorio. Sentado o de pie,
caminando o parado, pero siempre detrás del escritorio. Un día, no recuerdo ni
cuándo ni por qué, se me ocurrió dar la clase delante del escritorio, sintiéndome
lógicamente más próximo a ellos. La sensación fue totalmente distinta. Sentía
que los tenía más próximos espiritualmente, sentía que no tenía un escudo
delante de mí. Sentía que ya no estaba “impartiendo una clase” sino que más
bien estaba conversando. Sentía la ausencia de una barrera, sentía que ahora
podía llegar más hacia ellos. Desde ese día más nunca volví a dar la clase
detrás del escritorio. Con el tiempo se me ocurrió dar la clase sentado encima
del escritorio, lo cual me pareció sumamente cómodo y me sentía aún más próximo
a ellos. A la semana de este descubrimiento me llegó una circular de una
de las autoridades de la Facultad en la cual se me recordaba que debía mantener
ciertas normas mínimas de compostura en clase, entre ellas “no sentarse
encima del escritorio”. La circular me causó todo tipo de sensación: desde
extrañeza hasta rabia. Pero igual seguí dando mis clases sentado en el
escritorio sin que el asunto pasara de ser una simple circular. En mi cabeza
quedó rondando por un tiempo la razón de la mencionada circular. No le conseguía
nada de anormal al hecho de dar clase sentado encima del escritorio. Pero en el
fondo sí había una razón inconsciente que ni la autoridad ni yo descifrábamos.
El escritorio no sólo sirve para sentarse, también tiene su simbología. El
escritorio, para la enseñanza clásica, viene a ser el símbolo del poder del
profesor. El profesor es el único que se puede sentar en el escritorio. El
escritorio está puesto para que el profesor se defienda. El escritorio sirve de
escudo al profesor. El escritorio merece cierto respeto. El escritorio es
propiedad del profesor. Los estudiantes tienen que estar delante del escritorio,
tras la barrera. Y a mí, nada más ni nada menos, se me ocurrió sentarme
encima de tan preciado símbolo. Leyendo a hooks conseguí un poco más o menos
la misma idea:
.
La
pedagogía liberatoria realmente requiere que uno trabaje en el salón de
clases, y que uno trabaje con los límites del cuerpo, trabajar a la vez con y a
través y en contra de esos límites: los profesores pueden insistir en que no
importa si uno se para detrás del “podium” o del escritorio, pero sí
importa. Me recuerdo mis primeros días de clase cuando trataba por primera vez
de moverme fuera del escritorio. Me sentía muy nerviosa. Recuerdo que pensaba:
“Esto realmente tiene que ver con el poder. Realmente
siento que tengo 'el control' cuando estoy detrás del 'podium' o del escritorio
que cuando estoy caminando hacia ellos, parándome cercana a ellos, tal vez
incluso tocándolos”. El darme cuenta que somos cuerpos en el salón de clases ha sido
importante para mí, especialmente en mis esfuerzos por romper con la noción del
profesor como mente omnisapiente, que todo lo sabe.
Una
enseñanza comprometida no puede partir de una clase que resulte pasiva para los
estudiantes. No hay una fórmula para mantener atentos a todos los estudiantes,
ni hay una fórmula específica sobre cómo debe impartirse la clase, ni hay una
fórmula para generar discusión. Pero, en la medida en que se genere una clase
activa, se logra en buena parte la atención de los estudiantes. Queda en cada
profesor mediante la experimentación y la lectura de obras especializadas el
lograr un compromiso en clase, además de una fuerte voluntad de cambio. Es
menester apelar a toda la creatividad que se tenga a la mano.
El
principio de cada clase es fundamental. Supongamos que tenga el propósito de
hablar acerca del pago y comience con la definición del mismo, para luego
explicar los sujetos del pago, el objeto del pago, formas del pago, etc. A los
diez minutos de haber comenzado la clase la mayoría de los alumnos habrá
perdido el hilo de mi discurso. Muy distinto es que comience la clase más o
menos de la siguiente manera: “Supongamos que Pedro me pidió prestado un
reloj por una semana. Transcurrió la semana y se resiste a devolvérmelo. ¿Puede
haber una forma para obligar a Pedro a devolverme mi reloj?” O también:
“Supongamos que Juan y yo vivimos aquí en Mérida. Y supongamos que Juan,
para el próximo mes de enero, tenga la obligación de entregarme un caballo
cualquiera. Llega enero pero Juan ya no vive en Mérida sino en Ciudad Bolívar.
¿Dónde tiene Juan la obligación de
entregarme el caballo: en Mérida o en Ciudad Bolívar?” Este tipo de
interrogantes genera interés en los estudiantes y les da un asomo de lo que va
a ser tratado en clase. Así, después de intercambiar opiniones por unos
cuantos minutos uno les puede decir: “Está bien. Hay diversas opiniones. Pero
tenemos que empezar por el principio. Tenemos que entender primero qué es el
pago, cuáles son sus elementos, sus características, etc. Luego estaremos en
capacidad de responder éstas y otras interrogantes más”. Y así, a medida
que se va desarrollando la clase, es menester ir generando otras interrogantes
que mantengan vivo el interés.
La
regla de oro para lograr una buena clase participativa, además de generar
interrogantes, es la de proporcionar ejemplos. Ejemplos, ejemplos y más
ejemplos. Como señala Carnelutti, hay que despertar las imágenes en los
estudiantes, y el ejemplo es la mejor forma de hacerlo. Ejemplos sencillos, prácticos,
de la vida cotidiana. Nada de ejemplos irreales pues se pierde la atención de
los estudiantes. Esto de despertar las imágenes generando interrogantes y
proporcionando ejemplos puede llevar a pensar que el desarrollo de la materia se
hace más lento. Si se compara con el método tradicional donde se obvian los
ejemplos, las interrogantes y la discusión, sin duda alguna que el desarrollo
es más lento. Pero con el método tradicional los alumnos no aprenderán sino
memorizarán. Pero bien vale la pena sacrificar cantidad en beneficio del
aprendizaje. Uno tiene que establecer con claridad qué es lo que se quiere que
el estudiante aprenda. Para mí el estudiante debe aprender lo básico, lo
esencial, las primeras ideas, las ideas fundamentales. Si el estudiante domina
los principios fundamentales podrá luego llegar, sin necesidad de ayuda, a lo más
complejo. La clase debe servir, además de elemento para enseñar las ideas
fundamentales, para que los estudiantes aprendan que pueden “descubrir” y
que hay muchas cosas por “descubrir”.
Es
esencial aproximar al alumno de Derecho a las leyes. A fin de cuentas el abogado
se maneja principalmente con leyes. Las interpreta, las aplica, las reforma, las
crea. Que los estudiantes se den cuenta de que las mismas no son tan sencillas
como muchas veces aparecen a primera vista; que se den cuenta de que detrás de
cada ley hay todo un complejo de circunstancias que la ha generado. Que se den
cuenta de que hacen falta ciertos criterios básicos para su correcta
interpretación y que también se den cuenta de las lagunas e implicaciones que
muchas veces se presentan. A estos efectos, suelo repetidamente tomar en clase
un artículo del Código Civil y discutirlo largamente con ellos. Por ejemplo,
comienzo leyéndoles el artículo 1294: Si la deuda es de una cosa
determinada únicamente en su especie, el deudor, para libertarse de la obligación,
no está obligado a dar una de la mejor calidad ni puede dar una de la peor. Luego
de la lectura les pregunto si entienden a perfección la norma. Todos contestan
que sí. Insisto sobre si la norma no les genera ninguna duda. Responden que no.
Luego comienzo a preguntarles más o menos de la siguiente manera: “¿Qué
sucedería si es imposible para el deudor conseguir una calidad media? Imagínense
ustedes que Miguel tiene la obligación de entregar diez toneladas de azúcar
sin especificar la calidad y sólo haya de dos tipos: una de buena calidad
(refinada) y otra de menor calidad (no refinada). ¿Cuál debe entregar?” A
este punto ya empiezan a inquietarse y a dividirse las opiniones. Luego les sigo
preguntando: “Imagínense por un momento que el acreedor, ante esta
circunstancia, pretende la mejor. Y el deudor, por su parte, se resiste a
entregar la mejor alegando que no hay calidad media. Y que el acreedor entabla
juicio contra el deudor. Imagínense que ustedes son los jueces. ¿Qué
determinación tomarían?” Y así, entre pregunta y pregunta y entre opinión
y opinión, fácilmente se puede ir una hora de clase ya veces más. Esto
resulta sumamente útil en la comprensión de casi todas las materias jurídicas
y enseña a razonar.
Es
particularmente importante desmitificar las leyes y ciertos conceptos jurídicos
básicos. Para los estudiantes, conceptos como la Constitución o el Legislador
tienden a resultar sagrados. Ellos tienden a ver algo de “divino” en esos
conceptos, como si hubieran emanado de una fuerza misteriosa sobrehumana. Ellos
mantienen una mentalidad alienada acerca de la Constitución, como si estuviera
más allá del bien o del mal, como si hubiera sido un dios quien la hubiera
dictado. De ahí que hablan del respeto a la Constitución como si se tratara de
la palabra de Dios. La Constitución para ellos no admite discusión. En cuanto
al concepto del “legislador” sucede lo mismo. Los estudiantes se imaginan al
legislador como a alguien del más allá al cual no se le puede contrariar y que
no está sujeto a la posibilidad de error. Algunos profesores se encargan de
reforzar esta creencia cuando, a la pregunta de algún estudiante, contestan con
la consabida frase de que “el legislador así lo quiso”, o de que “hay que
investigar la voluntad del legislador”. No menos que asombro (por no decir
terror) expresan los estudiantes cuando les explico que la Constitución fue
redactada por hombres normales y corrientes que pudieron haber tenido las
virtudes y defectos de cualquier mortal. Que entre ellos ha podido haber avaros,
brutos, necios,
egoístas, cortos de mente, etc. , así como pudo haber gente de la mayor
inteligencia y competencia. Y que el legislador no es otra cosa que gente común
y corriente que por determinadas circunstancias se encargan en un momento
determinado de elaborar las leyes. No menos asombro manifiestan cuando les hago
ver cómo ciertas leyes responden a intereses particulares de un pequeño grupo
muy poderoso con intereses no precisamente altruistas. Mi intención no es, bajo
ningún aspecto, generar irrespeto hacia la Constitución o hacia las leyes.
Sencillamente trato de hacerles ver, en forma sencilla y realista, verdades y
situaciones que difícilmente les serán explicadas en otros lugares. Después
de todo son ellos quienes serán nuestros futuros jueces, abogados,
legisladores, etc. De ahí que hooks afirme:
Ciertamente,
el exponer ciertas verdades y prejuicios en el salón de clases a menudo genera
caos y confusión. La idea de que el salón de clases debe ser siempre un lugar
“seguro” ha sido desafiada.
Una
vez al mes aproximadamente, y con el fin de romper la monotonía de la clase,
traigo a colación un tema de candente discusión. Puede ser algún
acontecimiento relevante que suceda en los días de clase como puede ser un tema
de continuo interés, como la pena de muerte, el feminismo o el aborto. Lo que
no hago es tomar partido hacia ninguna de las posiciones; trato de mantenerme
neutral para que cada quien pueda expresar sus ideas libremente y no traten de
complacerme. Si noto que un grupo de estudiantes está inclinando mucho la
balanza hacia un lado destaco argumentos del lado contrario, para estimular a
los estudiantes de criterio opuesto a fin de que no se sientan coartados por una
mayoría opuesta. Y así voy dirigiendo la discusión por el camino del medio,
en la medida de lo posible, hasta el final. Estas discusiones son de utilidad
incalculable. Por una parte representan un descanso en la materia diaria que,
por mucho esfuerzo que uno haga, no deja a veces de ser monótona. Por otra
parte ayudan mucho a romper la barrera entre profesores y estudiantes. No menos
importante es el hecho de que ellos aportan conocimientos y experiencias sobre
temas en los cuales se sienten a la par con uno, por lo que perciben en la
discusión un sentimiento de igualdad. Cosa que no sucede cuando se discute un
punto de la materia, ya que aquí ellos sienten que el profeso conoce más que
el alumno (uno es visto como la “autoridad”) y, por ende, uno siempre tiene
la última palabra.
En
una enseñanza que vaya más allá del simple discurso también es muy
importante el estado de ánimo del profesor. En el momento en que uno se
involucra con los estudiantes, y pierde la distancia, queda al descubierto. Ya
no hay escudo detrás del cual refugiarse, no hay nada que pueda esconder
nuestro verdadero ser. Los estudiantes, al igual que cualquier persona cercana a
nosotros, percibirán inmediatamente el estado de ánimo con que hayamos entrado
al salón de clases. Podrán percibir si estamos contentos o tristes, cansados o
no, deprimidos o de buen genio. No es cuestión de no asistir a clase si uno no
se siente perfectamente bien. Lo importante es darse cuenta de que al entrar al
salón de clases hay que hacer lo imposible por dejar afuera todas nuestras
preocupaciones y problemas, angustias, tensiones, temores y depresiones. Es
menester que nos vean tranquilos y en calma, serenos y aplomados. Es cuestión,
cuando se entra al salón de clases, de sentirse que se está entrando
a otro mundo en el cual se requiere de toda nuestra habilidad y destreza, toda
nuestra fuerza y serenidad.
Así
como no hay fórmula única para impartir la clase tampoco la hay para
prepararla. En este aspecto cada profesor tiene que fiarse de sus conocimientos
y de su intuición y, con el tiempo, la práctica le hará más fácil la tarea.
Si yo hoy tuviera que preparar por primera vez una materia procedería de la
siguiente manera. En primer lugar me haría de los manuales que hayan sido
escritos, así como de las obras más especializadas, más reconocidas. Papel y
lápiz en mano (por no decir computadora, que es mejor) me sentaría
pacientemente. En primer lugar con los manuales y luego con las obras
especializadas. Los leería tratando de obtener la mayor comprensión posible de
los aspectos fundamentales y, paralelamente, iría tomando notas sobre la
materia. Ya con esto en la mano me sentaría nuevamente a desarrollar el esquema
de cada clase teniendo siempre presente los siguientes parámetros: qué
considero lo más importante, qué considero que los estudiantes tienen que
aprender, cómo tendré que plantear cada punto en la clase y de cuánto tiempo
dispongo. Sin olvidar en ningún momento que cualquier estudiante me puede
preguntar el porqué de cualquier afirmación que haga en clase. Por último,
salpicaría los esquemas con un poco de jurisprudencia. Esto es lo que le da el
toque final a una clase de Derecho bien preparada: la posibilidad de explicarle
a los alumnos lo que han sentenciado los tribunales acerca de algunos puntos en
particular de la materia. Así pues, esquema en mano, me largaría a dar mi
clase. Algunos profesores sólo se apoyan en la memoria durante la clase, pero
no lo considero prudente a menos que se la tenga excepcional. Siempre se corre
el riesgo de dejar por fuera algún punto importante o de alterar un orden
establecido. Yo, en particular, y a pesar de los años, no dejo de aparecerme en
clase sin mi hojita de papel que poco a poco voy desarrollando.
El
apuntismo es el gran mal de nuestras Facultades de Derecho. Todos los
estudiantes, salvo contadísimas excepciones, se preparan para los exámenes
apoyándose exclusivamente en los apuntes. Y los hay de diverso género.
Hay los propios, hay los de los compañeros y, por último, están los apuntes
“profesionales” que, por lo general, los venden en algún negocio
relacionado con las fotocopias. Pero todos tienen un punto en común: errores y
omisiones. Así las cosas, todos los días todos los profesores desaconsejan los
apuntes, y todos los días, todos los estudiantes, como si nada se les hubiera
dicho, siguen tomando apuntes. Entonces uno se pregunta: ¿Por qué? Las razones
son varias. En primer lugar, estudiar por los apuntes es mucho más rápido,
pues su extensión no llega a la décima parte del manual más sencillo. En
segundo lugar, los apuntes garantizan al estudiante las opiniones del profesor,
pues siendo tomados en clase no se corre el riesgo de disentir. En tercer lugar,
los alumnos suponen que en los apuntes se encuentra todo cuanto el profesor
puede preguntar en el examen, pues ellos parten de la premisa bien
sobreentendida de que el profesor no puede, o no debe, preguntar nada que no
haya sido dicho en clase. Es curioso ver cómo los alumnos le prestan mayor
atención a los apuntes de los profesores más calificados. Esto por la sencilla
razón de que los profesores más competentes nunca siguen una obra o texto en
particular, sino que sus clases son el fruto de largos años de estudio y de la
más variada lectura y reflexión. Y los estudiantes lo perciben con claridad
meridiana. Luego, si no apelan a los apuntes les es prácticamente imposible llegar a formarse
una idea de los conceptos que maneja el profesor.
No
habiendo discurso que valga en contra de los apuntes, uno lógicamente se
pregunta qué hacer. El problema no es sencillo. Sin embargo, y después de
mucho razonar, considero que sólo hay tres salidas. La primera de ellas, por
extraña que parezca, es proporcionarle a los alumnos nuestros propios apuntes.
Con esto se elimina de plano los errores y omisiones de los apuntes ajenos. Los
apuntes propios, por lo demás, de estar mejor elaborados y con una buena y
precisa indicación bibliográfica, resultarán de valor incalculable, pues
suministrarán las ideas básicas del profesor y su propia metodología. Es
especialmente útil si la materia que se imparte tiene escasa bibliografía o la
misma es sumamente dispersa. También tiene la ventaja de que se logra una mayor
concentración en clase al tener los alumnos la seguridad de que le serán
proporcionados apuntes “oficiales”. Se podrá argüir que con este sistema
los alumnos prescindirán de los libros, pero no necesariamente es así. Basta
con dejar establecido claramente, al principio del año, que las evaluaciones se
basarán en los propios apuntes y en la bibliografía citada en éstos. La
segunda salida radical en contra de los apuntes consiste en hacerles saber a los
alumnos que todas las preguntas de las evaluaciones provendrán única y
exclusivamente de determinados textos que les serán indicados con claridad al
principio de cada periodo. La tercera consiste en escribir nuestro propio texto
de estudio.
La
segunda es la más sencilla en cuanto a esfuerzo para el profesor, y tiene la
ventaja de que el alumno deberá consultar una bibliografía variada. La
desventaja sería que tal vez los textos de lectura no son de fácil acceso o de
fácil comprensión. La tercera implica el sueño de todo profesor: escribir su
propio texto. Esta tarea no es fácil pues se requiere de muchos conocimientos y
experiencia que sólo largos años de estudio pueden dar, además de que no
puede ser inferior a los ya existentes. Por otra parte, está el hecho de que
los alumnos estudiarán la materia desde una óptica única. Pero no deja ser la
mejor. La primera alternativa, bien administrada, puede muy bien combinar las
dos anteriores. En todo caso, considero válida cualquiera de las tres. Lo
importante es erradicar el apuntismo.
No
en balde no falta quien afirme que si no fuera por el proceso evaluativo la enseñanza
fuera la profesión ideal. Evaluar a los alumnos realmente es una de las tareas
más arduas y delicadas que tiene todo profesor, sin dejar por fuera el hecho de
que en cierta forma es un trabajo que uno tiende a considerar desagradable. Además,
uno siempre tiene la sensación, cualquiera sea la forma o método que adopte,
que nunca está siendo del todo justo u objetivo. Para los estudiantes la
evaluación no resulta menos traumática y nunca dejan de pensar, por mucho
esfuerzo que uno haga, que han podido merecer una nota mejor.
Cuando
se trabaja con un grupo pequeño, digamos alrededor de quince estudiantes, el
problema es sencillo. Como es posible seguirlos a todos durante el curso, uno
puede, a lo largo del mismo, irse formando un criterio de cada estudiante sin
necesidad de mayores complicaciones. Evaluaciones continuas, orales o escritas,
permitirán formarse un criterio bastante justo y aproximativo. El problema se
presenta cuando los grupos de estudiantes son numerosos, cuando el número no
permite conocerlos a todos y mucho menos seguirles la pista individualmente.
Entonces surge la interrogante trascendental: ¿Cómo evaluarlos? Tampoco hay un
modelo ni fórmula precisa para evaluar a los alumnos en el campo jurídico. Aquí
no queda nuevamente más que fiarse de la intuición y la experiencia que, poco
a poco, van afinando nuestra capacidad para evaluar cada vez mejor. Sin embargo,
es posible establecer algunos lineamientos básicos que pueden servir de ayuda.
El
problema central implica decidir qué tipo de examen se debe aplicar. Logro
vislumbrar tres modelos básicos que pueden dar lugar a infinidad de variantes.
El primero de ellos es lo que nuestros estudiantes denominan “examen de
desarrollo”. Aquí los estudiantes, por lo menos durante una hora,
“discurren” sobre dos o tres preguntas muy generales. La gran ventaja
estriba en que, si los estudiantes son buenos, rápidamente uno se da cuenta del
alcance de sus conocimientos así como de su capacidad de síntesis y otros
factores, y todo con muy buena precisión. La gran desventaja estriba en que
este tipo de examen hace que el estudiante, y sobre todo el estudiante medio,
tienda hacia la memorización no meditada. Así, terminaremos leyendo nuestras
propias palabras o las de algún conocido manual y hasta con los mismos ejemplos. Un segundo tipo de examen es el denominado “objetivo”, en el
cual los estudiantes principalmente deben seleccionar (por lo general marcando
con una “x”) una respuesta alternativa entre varias. Este examen tiene dos
grandes ventajas: la corrección del mismo es sumamente rápida y se presta a
menos subjetivismos pues las respuestas serán correctas o no, sin posibilidad
de que haya un término medio. Pero también presenta serias desventajas. La
primera es que la redacción de las preguntas es extremadamente laboriosa pues
deben ser hechas con la mayor claridad y teniendo siempre presente que no haya
posibilidad de confusión, cosa sumamente difícil de lograr. En segundo lugar,
si se quiere ser bastante aproximativo, se requiere elaborar no menos de sesenta
preguntas para cada examen. Aquí la precisión es proporcional al número de
preguntas elaboradas. Por último, la experiencia indica que uno no termina por
saber hasta después de aplicado qué tanta dificultad implica el examen
elaborado. Considero que lo mejor, en nuestro campo jurídico, es desplegar una
media de diez preguntas (consistentes en afirmaciones, negaciones o situaciones
muy sencillas) en las cuales el estudiante se vea obligado a contestar
afirmativa o negativamente y razonando cada respuesta. Puesto en pocas palabras:
preguntar sí o no y por qué. Este sistema constituye una especie de híbrido
entre los dos anteriores. Aquí la redacción de las preguntas presenta una
dificultad intermedia, el tipo de examen obliga al estudiante a razonar y
permite darse una idea, por pequeña que sea, de la capacidad de expresión, síntesis,
imaginación y hasta ortografía.
Sea
cual fuere el método de examen que se adopte, también hay otros lineamientos básicos
relacionados que no se deben dejar de lado. El estudiante tiene derecho a saber
con bastante anterioridad a qué tipo de examen será sometido. Esto le permitirá
enfocar su estudio final en función del tipo de examen y se logrará, con
notable diferencia, un mayor rendimiento. Resulta de mayor utilidad realizar un
simulacro de examen con anterioridad a la primera evaluación. Simulacro que es
recomendable hacer bajo las siguientes directrices: a) debe parecerse lo más
posible al tipo de examen que se va a aplicar; b) se les hará saber a los
estudiantes que ellos no tendrán que entregar la prueba a fin de evitar engaños;
c) explicarles con atención las respuestas correctas, y d) escuchar con atención
cualquier sugerencia que los estudiantes puedan hacer. El estudiante también
tiene derecho a saber de cuánto tiempo exacto dispone para contestar el examen.
Y no está demás sugerirles que dediquen cierto tiempo (por ejemplo, quince
minutos) al análisis de las preguntas, y el resto del tiempo al desarrollo de
las mismas y a la revisión. Uno de los problemas fundamentales es que el
estudiante tiende a contestar muy rápidamente las preguntas sin haberlas
analizado en profundidad, lo que lo lleva frecuentemente a cometer errores, aun
teniendo los elementos para dar una respuesta correcta. También tiene derecho
el estudiante a conocer las respuestas correctas del examen. Lo ideal es
explicarles las mismas a la primera oportunidad, pues los estudiantes todavía
lo tendrán fresco en la mente, y se podrán formar ellos mismos una idea
bastante aproximada del éxito obtenido. Por último, no es de olvidar que el
estudiante siempre tiene la sensación de que está siendo atropellado por el
profesor, y para él el examen constituye la expresión máxima de este
atropello.
Si
hay algo que puede resultar de extraordinario valor para el estudiante de
Derecho es el trabajo de grado. El mismo, bien concebido, implica que el
estudiante debe hacer una investigación bajo la dirección de un profesor. El
estudiante se plantea un problema o inquietud. El estudiante lee, razona,
comprende, compara. El estudiante discute con el profesor. El estudiante se
acerca al profesor. El estudiante pone en práctica todos los conocimientos
adquiridos dentro y fuera de la Universidad. El estudiante crea una obra. Buena,
regular o mala, el estudiante siente que puede concluir algo por sí mismo. El
estudiante se siente capaz, se siente vivo. El estudiante trabaja. Sin embargo,
la mayoría de las veces no es así. Los profesores no están prestos a
colaborar con el estudiante. La mayoría de las veces los profesores le dan poca
importancia al trabajo de grado. Es una molestia más. Entonces el estudiante no
se esfuerza, no investiga, no razona. O lo hace sin motivación o de mala gana.
El trabajo de grado termina, muchas veces, siendo una copia de algún otro
trabajo presentado en años anteriores.
Curioso
y alarmante es el fenómeno sucedido en la Facultad donde enseño. Como eran
pocos los profesores que realmente prestaban atención a los trabajos de grado,
los estudiantes, sabiendo que los profesores ni siquiera se tomaban la molestia
de leerlos, sencillamente los copiaban de algún otro trabajo o transcribían párrafos
completos de libros poniendo como propias palabras ajenas. La oficina encargada
de los trabajos de grado conocía la situación pero no lograba ponerle remedio.
Recuerdo que una de las tantas medidas tomadas fue la de prohibir determinados
temas que año tras año se repetían con las mismas palabras: legítima
defensa, aborto, menor en situación irregular, etc. Pero igual: los estudiantes
inventaban alternativas. Cierto día, ante petición estudiantil, el Consejo de
la Facultad decidió eliminar el trabajo de grado como requisito para obtener el
título de abogado, bajo el argumento de que la mayoría de los trabajos
constituían plagio y, por ende, era inútil mantener dicha “farsa”. En ningún
momento pensaron que el problema radicaba en la falta de atención de los
profesores, sino que dieron por sentado que los estudiantes eran más astutos
que los profesores. De este modo se acabó con una de las instituciones más
productivas que puede tener una Facultad de Derecho.
Debe
buscarse a toda costa el cambio del arcaico sistema de estudio de nuestras
Facultades de Derecho, pues ya hoy no tiene razón de ser, ni proporciona
utilidad. Lo primero que debe definirse es qué tipo de abogado ( o como se le
quiera llamar al que egresa de nuestras Facultades) se quiere. Yo, de plano, me
olvidaría del abogado dedicado exclusivamente a evacuar consultas y a llevar
pleitos en los tribunales. Ya esa no es hoy la única función propia del
abogado. Es más, si se hiciera una estadística de cuántos abogados realmente
se dedican a esta actividad muy difícilmente sobrepasaría el diez por ciento.
Los demás terminan siendo abogados que podríamos llamar “consultores” que,
sin poner pie en los tribunales, realizan una tarea no menos importante y propia
del abogado moderno. Asesoran cooperativas, sindicatos, bancos, sociedades y,
muy especialmente,
la Administración Pública. Debe tenerse presente que el abogado ya no puede
ser omnisapiente. La infinidad de información y leyes que existe hoy en día
hace absolutamente imposible que el abogado pueda manejarse con todo. El
abogado, entonces, tiene que especializarse. Y esto no parece haberse
comprendido. Son pocos los abogados especializados, mientras la gran mayoría
sigue siendo simplemente abogados. Caso contrario con los médicos, quienes no
se sienten como tales sino después de haber logrado una especialización. Hoy
es casi imposible concebir un médico que no sea especialista, pero no sucede lo
mismo con los abogados.
Ya
definido el primer punto, viene el de la organización de los estudios. Lo
primero que tendría presente es que el estudiante de Derecho necesita tener,
como paso previo al estudio del mismo, una idea de conjunto. Una idea de la
globalidad. La idea no podrá ser sino básica, pero idea al fin. Debe
establecerse un curso introductorio, previo y no paralelo a cualquier enseñanza
(seis meses bastarían), que le dé al estudiante un panorama general de lo que
va a estudiar. No es posible seguir enseñando el Derecho sin que el estudiante
tenga la posibilidad de conocer qué relación tiene una materia con la otra, qué
posición ocupa dentro de todo el sistema, sin saber qué utilidad tiene lo que
está estudiando. Y sobre todo, sin tener una noción mínima de cómo funciona
el Derecho. Es igual que si a un estudiante de Mecánica se le da un curso
profundo sobre carburadores o bielas sin todavía saber cómo funciona un motor.
Podrá fácilmente memorizar, pero difícilmente comprenderá. Es esto lo que
está sucediendo con nuestra enseñanza jurídica. Y me atrevería a señalar
que es el principal problema que enfrentamos.
El
diseño del pensum no es menos importante. No es posible enseñar todo el
Derecho, pero sí es factible enseñar los conocimientos fundamentales, lo
elemental, lo básico, lo sustantivo. Deben suministrarse las herramientas básicas
con las cuales el abogado se pueda manejar por sí solo, en la mayor parte de
las ramas. En otras palabras, hay que enseñar al estudiante a ser autónomo,
independiente. Que él pueda, al final, tener los elementos para resolver
cualquier situación. Enseñarle a estudiar, podríamos resumir. No tanta
dispersión como tenemos hoy sino principios fundamentales. Lo fundamental, lo básico
de cada rama es lo que debemos enseñar al estudiante. Y más que aprenda que
comprenda. De esa manera y de acuerdo con su vocación, deberá lograr la
especialización en la rama que le interese.
Por
último, hace falta un tipo de profesor nuevo, deseoso de cambiar el actual
statu quo. Un profesor que comprenda la realidad y que tenga fe en que las
instituciones están sujetas a cambios. Un profesor que comprenda el valor del
diálogo, quiera a los estudiantes y se quiera a sí mismo. Que no se deje
llevar por el pesimismo o el desengaño. Necesitamos un profesor cargado de una
inmensa fe.
Debemos
encaminarnos hacia una nueva enseñanza jurídica más abierta, más libre, más
comprometida. Una enseñanza verdadera compartida por profesores y estudiantes.
Una enseñanza que se corresponda con el mejor mundo que todos, en el fondo,
deseamos tener. Y el punto de partida hacia este modelo no está en el
estudiante, ni está en los pequeños toques y retoques que se le puedan dar a
la organización de los estudios. El punto de partida, el punto inicial, el
punto de arranque, está en nosotros los profesores. No es en otro lugar ni en
otras fuerzas donde puede comenzar un cambio. Está en nosotros. Debemos
repensamos continuamente. Debemos ser creativos. Debemos ser críticos.
Radicalmente críticos. Necesitamos constante actividad, constante movimiento.
Dudar, dudar y dudar. Dudar de lo que estamos haciendo, dudar de cómo lo
estamos haciendo. La duda genera interrogantes, la duda es un buen principio
hacia un cambio. Por más seguridad que podamos tener debemos dejar siempre
lugar para la duda. Cuando desaparece la duda ya no avanzamos más. Habremos creído
que todo está bien. La seguridad es el peor enemigo de la creatividad. Todo se
puede mejorar pero nada se puede completar. Humildad y fe serían mis últimas
palabras. Humildad y fe son las dos características que más apreciaría en
un
profesor.
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©
1996 Mauricio Rodríguez Ferrara