Cualquiera que tenga alguna experiencia en la enseñanza, sabe que después de algunos años, si la enseñanza es vida y no repetición mecánica, los problemas se amontonan, y se apodera de uno la duda y la comezón de conseguir comunicar la propia vida a los otros, a los alumnos que lo escuchan.
DOMÉNICO BARBERO
Introducción
Hace más de veinte años
que puse pie como estudiante en la Universidad donde actualmente enseño. Como
yo, ese mismo año ingresaban cerca de cien estudiantes por primera vez. Teníamos
muchas cosas en común. Ninguno sabía a ciencia cierta qué era la Universidad.
Ninguno sabía cómo funcionaba la Universidad. Ninguno sabía qué iba a
conseguir. Ninguno sabía cómo desenvolverse. Ninguno sabía qué esperar.
Ninguno sabía qué y cómo estudiar. Ninguno sabía nada. Éramos nuevos. Lo único
que teníamos relativamente claro era que algún día podíamos llegar a ser
abogados. Y no todos llegamos.
El primer semestre fue de
impacto. Una vez que nos fijaron las asignaturas teníamos que descubrir en qué
aulas enseñaban los profesores y quiénes eran. No sabíamos si tomar apuntes o
sólo permanecer atentos a las lecciones. Cada asignatura tenía un programa no
muy inteligible. La bibliografía no era de fácil lectura. Cómo iban a ser los
exámenes, no lo sabíamos. Los estudiantes de años superiores eran quienes nos
infundían miedo hacia determinados profesores o, por el contrario, cierta
tranquilidad. Y así comenzaron a pasarnos los días. Oyendo las lecciones,
especulando un poco sobre todo, anidando ciertos temores, intimando entre
nosotros, observando lo que estaba a nuestro alcance y adaptándonos a una
rutina que nos consumiría cinco años. Por fin, como al mes y medio, llegó el
día del primer examen. Unos aprobaron muy bien, otros bien, otros regulares y
los demás reprobados, como en todo examen. Yo clasifiqué en el último grupo
pero afortunadamente el examen no era decisivo. Sin embargo, el golpe fue
fuerte; todavía lo recuerdo, pues era la primera vez que resultaba reprobado en
todos mis años de estudio. Todos los pensamientos pasaron por mi cabeza. Desde
creerme incapaz para estudiar en la Universidad hasta el de haber hecho una
elección equivocada. No me faltaron las ganas de abandonar. Pero, en el fondo,
sabía que era cuestión de ritmo. No había descubierto todavía cómo
manejarme en este nuevo ambiente. Con cierta dificultad, y no con muy buenas
notas, logré aprobar completo el primer semestre. El segundo semestre fue mucho
más fácil y obtuve muy buenas calificaciones. Ya al tercero todo me resultó
sumamente más sencillo. Había descubierto cómo desenvolverme en la Facultad.
Los estudios no eran
particularmente exigentes. Asistíamos a clase porque sentíamos que debíamos
asistir a clase. Tomábamos apuntes que nos servirían para preparar los exámenes.
Algunos frecuentábamos la biblioteca con cierta regularidad. Comprábamos los
libros que recomendaban los profesores, aunque éramos pocos los que los leíamos.
La mayoría se contentaba con los apuntes, y aprobaba holgadamente. No era difícil
destacar: sólo hacían falta unas pocas horas semanales de dedicación sin
mayores esfuerzos. Los profesores los clasificábamos en buenos y malos. El
criterio principal se basaba en la expresión oral considerada en sí, pues no
estábamos en capacidad de apreciar, en lo más mínimo, sus conocimientos. Pero
también había otros criterios secundarios: la regularidad con que asistían a
las lecciones, el trato que daban a los estudiantes y su sentido de justicia
(que nosotros sentíamos que ellos tenían). Al cuarto semestre hice un
descubrimiento extraordinario: no hacía falta, en esencia, asistir a clases.
Era mucho más sencillo hacerse de los programas, buscar los libros
correspondientes y preparar la materia por cuenta propia. Y así lo hice. No sólo
se me hacía más fácil el estudio, sino que sentía, y no en vano, que aprendía
mucho más. De vez en cuando atendía alguna clase para hacerme ver y sentir el
pulso del profesor. Lo que no estaba en los libros y era dicho por el profesor
lo obtenía de los apuntes, apuntes que lograba gracias a la fotocopiadora. Y así
fue pasando el tiempo hasta que me confirieron el título de abogado. El único
contacto directo y productivo que había tenido con un profesor fue en los últimos
dos años, con ocasión de la preparación del trabajo de grado. El profesor,
como rara avis, fue exigente conmigo. A mí me gustaba leer y obtuve
provecho. Descubrí autores y temas a los que jamás, como estudiante común,
hubiera podido llegar. Además, me brindó toda su amistad. Él quería, en el
fondo, que yo también fuese profesor. Pero yo decidí ser abogado.
Un día, tres años después,
todavía creo que no sé exactamente por qué, resolví inscribirme en un
concurso para profesor. Estudié a toda prisa pues me había enterado con cierto
retardo. Y califiqué. A la semana del concurso y todavía no recuperado de la
fuerte carga de estrés que esto significa, me encontraba impartiendo dos
asignaturas distintas de las cuales no tenía mayor idea. Pero allí estaba yo:
enfrentando dos grupos de cerca de setenta estudiantes cada uno. El primer año
fue realmente duro: trabajaba continuamente no menos de ocho horas diarias a
todo vapor para poder comprender lo que tenía que explicar. El segundo fue más
fácil, afortunadamente. Y así fui desarrollando la rutina del profesor, simultáneamente
con la profesión de abogado.
Desenvolverme como profesor
no me fue fácil. Quería a toda costa que los estudiantes aprendieran y quería
a toda costa hacerme comprender. El dar clase me agotaba pues ponía toda mi
energía en ello. No sabía si lo estaba haciendo bien o mal, no sabía si era
comprendido o no. Iba a ciegas. No tenía absolutamente a nadie en la Facultad
que me guiara ni a nadie que me aconsejara. Estaba solo. Sin saber por qué no
quería ser el modelo de profesor que yo había tenido. Quería ir un poco más
allá, pero no sabía adónde ni cómo. Sencillamente era un sentimiento muy
fuerte que llevaba por dentro. Sólo el tiempo y la inquietud se encargaron de
ayudarme.
Poco a poco fui
comprendiendo. Lo “normal” era que el profesor impartiera su clase un poco
en estilo discursivo y el estudiante repitiera en los exámenes aquello que el
profesor había dicho, todo de memoria y aun sin importar la comprensión. El
estudiante era forzado a esto, consciente o inconscientemente, por el profesor.
Mis estudiantes esperaban de mí un poco lo mismo. Además, ¿por qué tendría
qué ser diferente? Mis primeros exámenes, al igual que los demás profesores,
eran de “desarrollo”. Dos o tres preguntas sobre las que el estudiante
sencillamente tenía que disertar. Al leer los exámenes me sentí terriblemente
mal. Los estudiantes simplemente transcribían mis propias palabras y aun con
mis mismos ejemplos. Era como leerme a mí mismo. No había en absoluto
originalidad y mucho menos comprensión. El mensaje de los alumnos era más o
menos el siguiente: “Mire, profesor, estamos afirmando exactamente lo que
usted dice. Tal cual, hasta con sus mismos ejemplos. Ergo, tenemos
derecho a que nos apruebe la asignatura”. Decidí de inmediato cambiar la
manera de evaluar. Probé todas las formas posibles, incluida la que se suele
llamar examen objetivo o de selección múltiple, donde el estudiante escoge una
alternativa entre varias. Por distintos motivos tampoco funcionó. Ya por último,
y sin una fe exagerada, decidí evaluar básicamente de la siguiente manera:
entre siete y diez preguntas a las cuales el estudiante sencillamente tiene que
contestar sí o no y por qué. Ya sólo con esto logré romper el esquema típico
del estudiante y, en cierta forma, logré una mayor actividad mental por parte
de ellos. Pero no es de olvidar que el examen no es sino uno de los tantos
medios que necesita amplia reflexión. Hay que trabajar también en otros
aspectos.
Las clases fueron
otro sufrimiento. No quería ser yo el único participante. Continuamente les
manifestaba mi deseo de que ellos también intervinieran. Pero no, ninguno lo
hacía. Yo insistía. Y se resistían. Hasta que por fin también comprendí.
Todos los profesores, absolutamente todos, les manifestaban (tal vez no con
tanta insistencia) lo mismo. Pero había miedo. Miedo a ser ridiculizados, miedo
a equivocarse, miedo a desagradar al profesor, miedo con ellos mismos. Entendí
que había que hacer algo más que invitarlos a participar. Tenía que hacerlos
sentir seguros. Seguros de que no serían ridiculizados no importara lo que
afirmaran, seguros de que no me desagradarían sus opiniones y, por ende, sus
calificaciones no serían afectadas. Poco a poco fui generando confianza,
trabajando en dos aspectos fundamentales: abriéndome yo mismo hacia ellos y,
luego, ofreciéndoles seguridad. En ese preciso orden. No fue fácil. Pero
recuerdo vívidamente el día en que, impartiendo clase a un curso relativamente
pequeño en el que había muy buenos estudiantes, la participación de los
alumnos fue tal que casi todos hablaban y discutían acaloradamente y de viva
voz al mismo tiempo. Algunos estaban perplejos y me miraban como diciendo:
“Profesor, tiene que hacer algo. Esto no es normal”. Perdí totalmente el
control de la clase. Llegó un momento en que me convertí, y muy
voluntariamente, por largo rato, en su observador pasivo. Disfrutaba, sin saber
por qué, lo que estaba sucediendo. A este punto uno de los estudiantes se paró
de su asiento y me preguntó un poco en serio un poco jocosamente: “Profesor,
¿esto es una clase o esto es A Puerta Cerrada?” No recuerdo qué le
contesté. La confusión siguió y la clase terminó porque la hora se acabó.
Ese día, al comprender lo que había sucedido, me sentí realmente bien. Por
fin había logrado hacerlos participar en forma realmente activa.
Pero aquí no acabaron mis
inquietudes. A decir verdad, las inquietudes del profesor parecen no acabar
nunca. Siempre se está pensando en la clase, la materia, la Universidad, el país,
los colegas, los estudiantes, etc. Se pasa por buenos y malos momentos. Al
principio se comprende que no se comprende nada. Luego se comprende poco. Después
uno cree que hay muchas cosas que se comprenden. Por último se comprende que
nunca se comprenderá todo. Pero también a veces todo es confusión. Hay
momentos en que no se le consigue sentido a la enseñanza. Hay momentos en que
uno cree no saber qué está haciendo. Son momentos de crisis. Todos pasamos por
ellos.
Cuando me inicié
como profesor todos los otros profesores me llamaban por mi primer nombre, y así
fue por largos años. Un día del año pasado, entrando a la Facultad, tropecé
con un pequeño grupo de nuevos profesores. Todos me saludaron con un “Buenos
días, profesor”. Sentí una cierta extrañeza, sentí que mi responsabilidad
aumentaba. A ellos y a todos los nuevos profesores van dedicadas las reflexiones
que siguen. En ellas trato acerca de la Universidad, los profesores, los
estudiantes, el Derecho y algunas cosas más de carácter metodológico en función
de la enseñanza.
Mauricio Rodríguez Ferrara