La fiesta de Belem en San Mateo  


Primer artículo

    Quien dice Santiago de León de Caracas lo dice todo, lector amigo: garbo, gentileza, amabilidad. Y no hay precisión de añadir al nombre indígena Caracas, el añadido español León, para que se entienda naturalmente y como por antonomasia que son suyas la intrepidez, el coraje, la generosidad y todas las demás prendas que se atribuyen a aquel noble cuadrúpedo. Todas estas virtudes y cuantas imaginarse puedan están comprendidas en aquel solo ilustre nombre como en su verdadero centro y receptáculo, sin que haya cabida para otra cosa que no sea ellas. Ni aunque hubiera vacío que llenar, se llenaría con otra cosa que con virtudes; porque los vicios medran tan poco en nuestra ciudad, que no hay para qué mentarlos y huyen de su recinto como de ambiente malsano, que los mata y  extermina.

    Queda, pues, dicho de nuestra ínclita ciudad le más, que son sus moralidades y perfecciones. En cuanto a lo menos, que con sus regocijos y fiestas, ya se puede imaginar cualquiera lo que serán, cuando sus virtudes son lo que son. Sean lo que fueren (que eso Dios lo sabe, lector amigo) yo digo que los pasatiempos nacen aquí como planta silvestre en terreno feraz y que nuestro clima es el que conviene a su naturaleza. De aquí la razón de no encontrarse entre nosotros pasatiempos endebles y raquíticos (que otros llamarían delicados), sino fuertes, robustos, llenos de movimiento y vida, que como las corridas y "coleadas" de toros en las calles, dan idea de los que somos y aun de lo que podemos ser.

    Pero, ¿qué mucho si de todo se cansa uno en esta vida, temiendo y esperando la otra? Cansa el buen vino, la buena mesa, el placer, la alegría; nuestros órganos, débiles e insuficientes para el deleite, no sufren prolongadamente sino el dolor, y para existir necesitan el goce de la privación, como la virtud de combates y el amor de sacrificios. Y a no ser tan fuerte esta razón, no quedaría yo disculpado de ir a buscar diversiones lejos de nuestra gran ciudad, cuando tiene ella tantas y tan exquisitas dentro de sus puertas; pero respaldado con el principio sentado, confieso de plano sentado que, cansado de toros y caballitos y de caballitos y toros, me salí un día de noviembre a buscar en la fiesta de la Virgen de Belem un remedio contra el círculo vicioso que describen perpetuamente en nuestra capital los pasatiempos y con ellos el sufrimiento y la paciencia.

    Era ya noche y las siete, por más señas, cuando columbré las casas de Cantarrana, que contadas diez veces y en todas direcciones, son veinte, y también son un barrio de San Mateo, con todo eso. Y en verdad que al acercarme, aunque de pocas cosas suelo acordarme, me vinieron a la memoria otros tiempos y otros hombres que los de ahora. Por cierto fue aquí, me dije, donde unos pocos valientes hicieron muros de sus cuerpos, en prolongado sitio, contra las numerosas hordas de Boves, y muchos de ellos cayeron; y aquí también cayó Ricaurte. ¿Cómo se llamaban los primeros? ¿Qué monumento atestigua la gloria del segundo y la gratitud de sus conciudadanos? ¡Necia pregunta! Cuando muchos mueren juntos no hay gloria individual: es gloria de montón, gloria sin nombres; cuando uno solo muere, no hay gratitud;  hay envidia. La generación contemporánea de aquellos grandes hechos ha desaparecido, y la que ahora huella los despojos de las gloriosas víctimas apenas sabe que sus padres eran hombres fuertes que sabían lidiar, padecer y morir; único acaso entre tantos reunidos en aquel lugar para ver una fiesta, ningún otro sabía o recordaba que aquel suelo tenía tradiciones y glorias.

    Al fin de estas reflexiones, me ocurrió la de que entonces era yo niño y ahora voy para viejo; reflexión inhumana, humillante, con la cual suele mi mala memoria rematar sus importunos recuerdos. Pensando, pues, en la degradación de la naturaleza humana, seguía mi camino a voluntad del caballo de alquiler que me llevaba, y a poco llegué a la puerta de una de las casas; y como si fuera en su caballeriza, en ella se entró pausadamente conmigo mi compañero.  -Apéese V. Esta es la posada.  Apéese V., que estará aquí muy bien, mejor que en otra parte. ¿Viene V., acompañado? ¡Ah!, sí, él y su caballo. Tenemos muchos huéspedes. ¿Y cómo no? Esta es la mejor posada del pueblo, como lo dice mi primo Francisco el sacristán.  No tenga V. cuidado, que no le irá mal y comerá y dormirá como un bendito. Verá V. una fiesta como nunca la ha habido. ¡Qué bailes, que fuegos, que máscaras va V. a ver! ¡Vamos, apéese V. y sea el bien venido! Así habló, sin ser por nadie interrumpida, con femenina locuacidad, una mujer moza, rolliza y de rostro amable, dueña de la "pulpería" que el primo Francisco llamaba posada, por sus buenas razones; a las cuales y a la coacción de la prima conformándome, me desmonté, lo alabé todo, y más que todo la amabilidad de la posadera, y poniéndola las riendas del caballo en la mano y la maleta en el mostrador, salí a dar una vuelta mientras se preparaba mi cena en cuarto separado.

    Aunque distraído al llegar con la desagradable reflexión que al lector he comunicado, noté sin embargo ocho o diez mesitas, que arrimadas unas a los corredores de la casa y colocadas otras en la calle, tomé al principio por mesas de confitura. Cuando volví, lloviznaba; los fuegos de artificio, que se acostumbra a quemar la víspera de esta fiesta, se habían diferido para la noche siguiente; la posadera se ocupaba en preparar mi cena, dándose mucho movimiento y entonando de cuando en cuando una canción en estilo y son de "introito", que le había enseñado su primo el sacristán; varias tentativas hechas por mí para trabar conversación con ella habían parado en hacerme oír algunas alabanzas del primo; tema favorito, que difícilmente dejaba la buena mujer, una vez empezado. Y he aquí por qué me vi forzado a tocar prontamente una retirada, que no paró hasta las mesitas, rodeadas a la sazón por un gran número de personas; entonces conocí que eran de juego.  La más rica de estas "bancas" no tendría diez pesos de capital, y tal bulla hacían los concurrentes, tantos había tal confusión y desorden reinaba, que sin detenerme el riesgo  que corría al arrostrar de nuevo la infatigable panegirista de Francisco, más que deprisa  volví sobre mis pasos, y víctima resignada, me entregué en sus manos: cené, oí, me acosté y quedéme dormido cuando por la quinta vez volvía la posadera a ponderarme las  complacencias de su primo, su  actividad y constante aplicación  al  trabajo.  

No sé cuanto tiempo habría trascurrido, cuando empecé a oír, entre dormido y  despierto, un gran rumor, causado por muchas personas que hablaban junto a mí: "Tire V. la misma". "Voy  al  traido". "A que la pierde". "Cola de ambas" "Pinto y treces". "Ganó V. la cabeza". "Para y pinto". Mezcladas con esta algarabía de voces bárbaras, oía también muchas imprecaciones. Uno lamentaba su suerte: otro decía que los "huesos" no eran "francos"; cual los llamaba "cabros", cual "carretos"; y de cuando en cuando, haciéndose paso por entre aquel turbión de denuestos, juramentos y maldiciones, se distinguía un sonoro "topos a todos", a que sucedía un pequeño instante de inquieto silencio. Comprendí al fin que se jugaba a los dados, y despierto y levantado para entonces, creció mi  admiración al ver un grupo de personas mal encaradas y peor vestidas, que se daban entre  sí  los  títulos  más  honoríficos. Al uno lo llamaban padre, al otro general; tal tenía el título de marqués,  cual  el de  príncipe, y al que menos, se le daban los de comandantes y doctor. Excitada vivamente mi curiosidad por cuanto oía y veía, me acerqué a aquellos personajes, y unos de ellos me informó que aquellos sobrenombres que tanto me habían admirado se daban, según su importancia, a los más hábiles en el juego. Todos ellos eran hombres que  sabían de memoria el almanaque y andaban de fiesta en fiesta estafando a los necios de los pueblos, adonde con anticipación mandaban vender dados falsos y cartas marcadas, conocidas solo por ellos. Claro es, pues, me hallaba  entre los más florido, entre la crema de los tahures del país, y es de creer y de advertir que sabían su oficio, porque la suerte protegía casi siempre a los de títulos más nobles.

El príncipe de esta turba, creyéndome sin dudas aficionado, me ofreció una silla  "en  buen lugar" tan pronto como me vio; y bien  me  vi en  la  necesidad de aceptarla, pues auque no juego, ni a gustarme jugar me dejara desplumar en aquella corte ambulante, reparé que uno de aquellos señores cortesanos  roncaba  ya  tranquilamente en  mi hamaca. Era uno, que después de haber perdido las  reliquias de su zapatería, y  buscando, en  vano, quien le hiciera algunos adelantos a cuenta de las hormas que le quedaban, se había apoderado de mi hamaca y manta sin ceremonia, como de bienes mostrencos.
 
Allí amanecí dando a todos los diablos al juego que me había despertado, al  arruinado remendón, que me  impedía acostarme de  nuevo, y al  sacristán, que era  parte  a que yo no buscase otra cama en la misma casa.



Segundo artículo

Como no hay tinieblas eternas sino en el corazón del egoísta, del hombre piedra, del hombre estorbo que para sí solo respira, las de aquella noche cesaron a beneficio del sol que asomó por el oriente precedido por su correspondiente aurora; tan parecida a las muchas de paz y bienandanza que ha visto la patria por los ojos de sus politicastros, que yo luego que la columbré (bien que jamás la viera sino por entre las cortinas de mi cama) la conocí y dije alborozado: ¡bienaventurada! Así  me anuncies día nublado, como presagiaste a la patria días serenos.  Y con esto me levanté, me lavé y vestí, mientras la corte ambulante se disolvía para entregarse al sueño,  dándose cita para el alba, como llaman entre sí la prima noche.

            El zapatero entre tanto había desocupado mi hamaca y se trababa de razones con el marqués.  - Preciso es, dijo, que esos malditos  "huesos"  estén "emplomados"  y el  "librito de cuarenta fojas"  marcado; ni unas  "senas" me salieron, ni atrapé una "judía", ni una " contrajudía": casi todos los "albures" los perdía a la puerta. Nunca he tenido la suerte más contraria o ha habido picardía.- ¡Qué disparate! ¿Picardía entre caballeros? contestó el marqués, muy serio. No hay más sino que V. se empeño en confiarse de aquella "zota", viendo que los "sietes y caballos salían a todas manos". Hay días malos, amigo, no hay que dudarlo; pero mientras uno pueda desquitarse, no ha perdido enteramente. Búsquese V. "la aurora" (dinero) para el "alba" y observe bien las "cábulas";  puede ser que al "padre le den menos los cinco del hueso y los siete del librito", o si V. quiere, busque otro "traido", que será lo mejor, y envídele al comandante.

             El arruinado zapatero que, a lo se es cuenta, creyó distinguir en aquellas palabras, dichas pausadamente con imperturbable sangre fría, una profunda ironía o una maldad no menos profunda, montó en cólera, y con la cara encendida y los puños cerrados, se adelantó hacia su interlocutor. -Mire V., le gritó, marqués o diablo, yo no soy ningún "palo de maraca" para que V. me "rasque" como le dé la gana: V. y sus compañeros me han ganado malamente "mis reales" y todos son unos "maulas". Bien sabe V. que he vendido cuantos "corotos" había en mi zapatería y ya no me quedan más que unas hormas viejas que nadie quiere comprarme; y cuando por caridad debía V. hacer que el "padre" me devolviera una parte de lo que me ha robado, para darle de comer hoy a mis hijos, me aconseja V. que busque "aurora"  y vaya a entregársela al comandante.  VV. son unos perversos, y ya me lo habían dicho muchos a quienes  no quise creer, por mi desgracia.

             En mala hora y peor sazón alzó la voz el malhadado zapatero entre aquella turba diabólica. -¿"Maulas"  y  "perversos" nosotros, que somos unos caballeros?, exclamaron todos a una, yéndosele encima.  -V. es un "insultante"  que no sabe lo que dice, ni a quién lo dice.  Y al mismo tiempo empezaron a llover sobre él tantos y tan despiadados porrazos, que movido a compasión hube de intervenir, temiendo lo matasen, y con trabajo lo arranqué de sus manos todo magullado, echando sangre por la boca, ojos y narices. En aquel estado lo conduje a la calle y acompañé hasta su casa, en donde puso de nuevo los gritos en el cielo al reparar que su pañuelo había quedado en las garras de sus aporreadores como último trofeo de la victoria.

           Imagínese ahora el lector que contempla el "progreso de la República", y tendrá una idea exacta de lo que a mí me sucedió en las calles de San Mateo.  Diez veces las había recorrido ya, y parecíame  no haberme movido del mismo sitio; hasta que cansado de revolverme a uno y otro lado sin hacer camino chico ni grande, resolví estarme quedo para verlo todo mejor; y  sucedió que al dar el frente adonde tenía la espalda, reparé cerca de mí una cosa que antes no había visto: era un gran número de personas que casi de repente se agruparon alrededor de una puertecita. La pieza a que esta puerta conducía era tan pequeña, que un solo hombre la tenía ocupada, y éste, asomándose de tiempo en tiempo, repartía entre los más inmediatos algunos puñados de tierra. ¡Bendito sea Dios, y lo que puede una trasnochada sobre la imaginación! He tomado por hombre las hormigas, y aun ahora mismo me parece estarlos viendo hablar, reir y moverse. Y así lo hubiera creído hasta el juicio final, que es el único juicio verdadero, si mi buena suerte no hubiera querido que en aquel momento viniera hacia mí, desprendida de lo que creía era "bachaquero", una señora conocida mía. -¡Ah!, señora M., le dije vivamente;  ¡que placer me causa en este instante su siempre amable vista! ¿Son racionales los entes que allí veo reunidos?  ¿Es tierra lo que allí van a buscar? ¿Es tierra lo que V. trae en ese pañuelo? -Sí, señor, gentes honradas del pueblo son aquellas, y es  tierra y tierra santa la que allí se reparte y la que aquí con tanto cuidado traigo. ¿Y por qué tan extrañas preguntas? -Nada, señora, nada, cosa ninguna, la dije un poco avergonzado; he pasado una mala noche en mala compañía y deseaba con ansia conversar con personas sensatas. -Pues si es así, amigo, ya tiene V. lo que busca.  Vengase conmigo, almorzaremos juntos y de camino daréle razón de lo que ha visto y aun le cederé una pequeña porción de esta santa tierra, aunque no sea mucha que me sobre, pues tengo nueve nietas, mi yerno y dos hijas y a todos debo proveer.

            -Sabrá V., pues, continuó, que la Virgen de Belem, objeto de esta fiesta, fue encontrada, según la tradición, por un indio, en el mismo lugar que hoy ocupa esta pequeña capilla.  El indio, luego que la reconoció, la llevó al cura, pero la imagen desapareció de su poder y fue otra vez hallada en el mismo lugar. Repitióse por segunda y tercera vez el prodigio, hasta que entendiendo el cura por tan evidentes señales que quería ser venerada en el sitio de su aparición, hizo construir aquel cuartito que tiene apenas tres varas en cuadro. No se abre éste sino el día de la fiesta y la llave es guardada cuidadosamente por el cura. Y bien que viniendo los tiempos la virgen ha perdido su repugnancia a la iglesia y se ha dejado de transportar  a ella, la capilla ha conservado muchas propiedades milagrosas. Su piso no está enlosado y un puñado de tierra tomado de él basta para fertilizar el terreno más estéril: disuelta en agua y bebida, cura varias enfermedades y puesta al cuello en forma de reliquia, preserva de todo accidente funesto; pero para todo esto, amigo, se necesita tener una fe viva, y como gracias al cielo aún no se ha perdido enteramente, son muchos los devotos que asisten a esta fiesta y ninguno deja de proveerse de una buena porción de esta santa tierra. Y esta es la razón de haberse hecho algunas veces grandes excavaciones en el pavimento hasta dejar los cimientos al descubierto; pero la tierra se repone después por sí misma, según me lo ha informado el señora cura.

          Aún hablaba la señora M., cuando llegamos a su casa. Los manteles estaban puestos y solo se esperaba por ella para servir el almuerzo; y aunque sus amables nietas manifestaban el más vivo deseo de despacharlo, la señora M. declaró que había obtenido del señor cura la gracia de besar la imagen y que no podía hacerle esperar. Quedó, pues, resuelto que todos  participaríamos de la gracia, y nos pusimos en camino para la iglesia.

          Hombre como de cincuenta años, rostro alegre, lleno y colorado; modales francos, aunque broncos a veces: tono decisivo, frases concisas, sentenciosas, suavemente dichas y con todo eso imperiosas; persuasión completa de hablar con inferiores ignorantes, persuasión que arraigó la costumbre y que el trato de la buena sociedad no ha corregido; tal era el cura.  Hízonos entrar por la sacristía, para evitar el tumulto de los curiosos; mandónos hincar, y mientras murmurábamos una salve, tomó la imagen con una banda  que tenía en el cuello, se sentó gravemente, después de haber puesto a su lado un platillo de peltre, y nos mandó a acercar uno a uno. Cuando mi turno llegó, hice lo que había visto hacer a los otros: besé y deposité mi moneda en el platillo (cuyo uso conocí de este modo a mis expensas);  empero, observando el cura la curiosidad con que yo veía la milagrosa imagen, tuvo la complacencia de dejármela examinar, volviéndola de un lado a otro.

    En una plancha de metal amarillo, como de nueve pulgadas de largo y seis de ancho, está imperfectamente estampada una Virgen, distinguiéndose con dificultad el relieve que figura un niño en sus brazos. -Tiene V. a la vista, me dijo el cura, uno de los mayores portentos que jamás han admirado los hombres. La materia (si acaso es materia) de que está hecha esta imagen no es oro, no es plata, no es de cobre, ni es estaño, ni plomo, ni hierro; luego no es metal; luego no es obra de este mundo. No tuve que contestar a este raciocinio, aunque sin la aserción del señor cura yo hubiera creído que era cobre. Y con esto, después de rezada otra Salve, despedímos del cura y nos fuimos a almorzar.

    Aún estábamos en la mesa, cuando se dejó oír un rumor de voces e instrumentos.  Llena estaba la calle de gente de todas clases, que al pasar se precipitaron por el zaguán adentro, como sucede con el agua de una acequia cuando se le abre un rumbo. Delante de todos se dejaban ver extraños figurones, que a guisa de mal gobierno, a la vez que guiaban, movían a curiosidad y risa aquella tumultuosa concurrencia. El uno estaba vestido con unos trapajos que imitaban fustanes; el cuello y los dos velludos y descarnados brazos traía descubiertos y en la cabeza una especie de gorra formada con un sombrero viejo de "palma". El otro vestía "uña de pavo", sombrero apuntado, chaqueta de paño raída con presillas y charreteras de papel, grandes antiparras de suela y por la tapa de un perol; ambos tenían pintadas de negro sus caras, manos y pies.  Luego que estuvieron en la sala, comenzaron a cantar alternando coplas de galerón, acompañándose con el "cinco" y las "maracas".  Habían aprendido los nombres de todos los de la casa y dirigían a cada uno una copla lisonjera, que tenía por objeto arrancarles una propina, que todos dimos porque a todos nos repasaron; y ya iban a retirarse, cuando repararon en el general Q, que estaba como oculto en un rincón de la sala. Al punto, acercándose a él, entonó uno de los mascarones la siguiente copla:

Aunque más te has escondido,
no te has podido ocultar;
que no debo desairar
a un general aguerrido.

    Al principio, me pareció que el general se turbaba; pero luego se sonrió, movió  los labios como un hombre que habla para sí, llevó la mano a todos sus bolsillos con inquieta distracción, y sacando el pañuelo, se comenzó a sacudir con él al mismo tiempo que el trovador, creyendo recibir algo, colocaba a sus pies el sombrero de tres picos.  Entonces, el que hacía de mujer, sacando fuertemente el guitarrón, dijo:

Si te canto una cuarteta,
me quedas debiendo un real;
si dos, es cuenta cabal,
que ha de ser una peseta.

    El general, tomando un tono serio, les dijo: -Bastante han recibido VV. ya por sus malas coplas; es tiempo de que se vayan y dejen de incomodar a la familia. El hombre levantó gravemente su sombrero, se lo puso y cantó:

Aunque tengas buena ropa,
tú no eres buen caballero;
que es un hombre sin dinero
como general sin ropa.

La víctima de esta escena mortificante parecía no atender a lo que se cantaba. Una risa mal reprimida de los circunstantes acabó de turbarlo: llevó por la cuarta vez su mano al bolsillo con la angustia de un hombre que busca lo que está cierto de no encontrar y dirigió la vista a su alrededor como pidiendo socorro.

            Sospechaba yo el motivo  de su embarazo, como lo habrá sospechado el lector, y aunque no tenía amistad con él, me decidí a sacarle del aprieto. Comenzaba el mascarón  mujer a entonar una nueva copla, de tan mal gusto como las otras y tal vez más picante que la última, cuando acercándome al general y aparentando decirle algo al oído, le eché el brazo por la espalda y dejé caer, en su bolsillo un par de pesetas. Luego que me hube separado algunos pasos, las arrojó él a sus verdugos, quienes se lanzaron a recogerlas con la avidez con que solemos ver una bandada de pretendientes dispararse a un destino cuyo propietario (quizá por devoción y no por peligro de la vida) acaba de recibir la extremaunción.



Artículo tercero y último

     Un instante después de haber desaparecido aquellos figurones poetas, que de algunos que por acá conocemos sólo se distinguen en que más modestos, o más temerosos de la vergüenza, se disfrazan para versar, me despedí de la amable familia, prometiendo acompañarla aquella noche al baile que en la casa del señor cura, por ser más que las otras capaz, debía hacerse.

Y casi sin moverme, por la ya apuntada razón, recorrí de nuevo el pueblo, y llegada la tarde, vi... cuanto hay que ver en nuestra tierra de oriente a poniente y de setentrión a mediodía: vi una corrida de toros, es decir, unos toros que corrían por la plaza huyendo de unos hombres que los perseguían montados a caballo, para recrearse limpiándoles la cola, que tomaban por el tronco, dejándola deslizar por entre la mano hasta la punta de la "cerda"    y enjugándose después los dedos en las crines del caballo.  A estos tales los oí llamar  "sacadores de cocuisa".  En una palabra, se hacía lo mismo que con tanto aplauso hemos visto practicar en la plaza de Capuchinos.
    
Y llegada la noche, vinieron los fuegos de artificio; y aquí fue Troya. Debían concluir estos juegos con la quema de un grande árbol situado en medio de la plaza, el cual presentaría rodeada de luces la imagen de la Virgen de Belem; y he aquí que cuando los espectadores saboreaban de antemano el gusto de ver aquel esfuerzo del arte, y que, los ojos fijos y la boca abierta, ni respiraban ni pestañaban, ni hablaban, ni se movían, esperando la prometida representación, llega el momento, y el lienzo que contenía la imagen se niega a desarrollarse, sin que para conseguirlo valgan sacudidas al árbol, juramentos y bregas del malhadado pirotécnico que no era otro, lector, que nuestro amigo el sacristán; el cual, mohíno y conturbado, viendo salir vanos sus esfuerzos, procuró escabullirse boniticamente,  buscando en la iglesia abrigo y protección contra la zumba del concurso. Allí le alcanzaron, sin embargo, los silbidos del pueblo y la rechifla de los muchachos, que a grito herido le denostaban, por más que el infeliz levantaba la voz, protestando que aquel suceso disposición divina era, que males y trastornos anunciaba, y no falta de su ciencia, nunca mejor que en aquella ocasión dispuesta y ensayada.  Por entonces no valió al amigo Francisco "un tour du métier".
 
    Terminada esta diversión, fui a buscar a mis introductoras para acompañarlas al baile, y aún  no había comenzado éste, cuando llegamos a la puerta de la casa del párroco, donde nos vimos detenidos por un concurso extraordinario.  El señor cura se dejaba ver en medio de todos, recibiendo a dos manos las limosnas que le daban los devotos, para misas y fiestas a que estaban comprometidos por alguna promesa; y tan ardiente era la devoción y tal el crédito de la Patrona, que el señor cura se vio forzado más de una vez a entrar en la casa y descargar las faltriqueras.  Más al fin, esta "áurea lluvia", como todas las cosas de este pícaro mundo, tuvo su término: la nube que la causaba se disipó, y despejada la puerta, proseguimos nuestro viaje hasta dar fondo en la sala del proyectado baile.
    
    Y no es por querer cometer una figura de retórica, sino para ser verídicos, que representamos aquella sala como un mar, y un mar proceloso; ¡tan grande,  tan tremenda era la tempestad que ella nos aguardaba!

          A nuestra llegada estaban reunidas la mayor parte de las parejas y a poco empezaron los músicos a tocar una contradanza.  Solo el que ha visto una turba de muchachos precipitarse sobre un puñado de reales regados en la calle por un padrino y allí darse de puñetazos y patadas, romperse la ropa y cabezas disputándoselos entre sí, puede juzgar de la impetuosidad, el tropel y algazara con que los bailarines se lanzaron al puesto, y de los empellones y coces que se dieron; hasta que al fin, empujando aquí una pareja, pisando más allí otra y manoseándolas todas, quedaron colocados por orden de robusteces, para que se vea que en los bailes parciales, como en el general del mundo, la ley de la fuerza, si no es siempre la del orden, es constantemente la de las colocaciones.

          Pero he aquí que apenas hubo cesado el rumor ocasionado por este movimiento, cuando se dejaron oír voces descompasadas en el extremo superior de la salsa; causábanlas dos fuertes antagonistas, que se disputaban el derecho de poner la contradanza.  Era el uno un joven de color rubio, grande estatura, facciones prominentes y miembros agitados.  -He "sacado" para "poner", decía, y no haré a mi "pareja" el desaire "de ceder el puesto".  Su antagonista, hombre que por su obesidad más parecía destinado a presidir un banquete que un sarao, defendía su derecho con no menos poderosa razón.  Había recogido la suscripción y hablado a los músicos; el día entero lo había pasado solicitando sillas, mesas, espejos y otros mil cachivaches, y, en fin, el baile podía verse como obra suya.  Cada vez levantaban más la voz, de manera que la música calló, las mujeres tomaron el partido de sentarse y los hombres, en lugar de proponer algún medio de conciliación, prefirieron rodear a los contendores, como se hace con los gallos de riña, alegres quizá de añadir esta diversión a la que se proponían gozar en toda la noche.  -¡Músicos! toquen ustedes, dijo entonces con voz estentórea el joven Patagón.  -No toquen ustedes, gritó el adversario; no les pagaré.  -Yo respondo por todo, decía el primero.   -Yo les prohíbo  tocar, decía el segundo.

    El violinista era un hombre que por el color exaltado de su rostro y por los ribetes encarnados de sus ojos, más parecía un devoto de Baco que un discípulo de Apolo.  Era de aquellos que teniendo por humillante la profesión y viéndose forzados a vivir en ella, se dan el nombre de aficionados, sin desdeñarse de tocar (cuando le pagan) en bailes, entierros y "rosarios".  Al principio pareció no tomar un interés en la cuestión;  pero al oírse interpelar con la palabra músico, malsonante a su oído, montó en cólera y declaró que no tocaría.  -V. tocará, le dijo furioso el joven, o yo le haré tocar el violín con la cabeza.  Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando el violinista, alzando el instrumento por el mango, le descargó con tal violencia, que hubiera efectuado en el presuntuoso mancebo su propia amenaza, a no haberse interpuesto la hoja de la puerta entre el violín y cabeza.  Saltó éste hecho mil astillas y armóse a este golpe (como a una convenida señal) espantosa y nunca vista batahola.  Voces de hombres de distinta fuerza en distinto tono se alzaron entonces a un mismo tiempo: llantos y gritos de mujeres, agudos y penetrantes como de chicharras, se dispararon en acompañamiento de la masculina vocería, y para que nada faltase, los que presenciaban por defuera de las ventanas esta escena unieron  sus chiflas y palmadas al abominable concierto, sin que fuera parte  a acallarlo que el cura, afligido y justamente alarmado con la discordia, elevase su voz por entre aquel conjunto de desapacibles sonidos, y con todas sus fuerzas gritase:  "Pacem sequimini cum omnibus, et sanctimoniam sine qua nemo videbit Deum".

    Con todas las penas imaginables conseguí sacar de la casa a mis compañeras y conducirlas a la suya;  y mientras las amables señoritas protestaban no volver a bailes de "escote", yo juraba no llamar nunca a los hombres por el nombre de su profesión, antes de saber si la creen o no deshonrosa.

Este cuadro de costumbre fue publicado en tres artículos en el Correo de Caracas, N° 8, 10 y 12, de 26 de febrero, 4, 12 y 26 de marzo de 1839, y firmado con las iniciales A.A.A.