Las cabañuelas Joven, independiente y soltero
(todo el tiempo que el cielo le plazca)
atropello a veces por ciertos convencionales miramientos de la
sociedad; llórolo después como la arrepentida Magdalena,
y torno de
nuevo a ser dominado por mi temperamento de fuego. Pero no me
conformé; ni culpa es ésta fuera de absolución,
que puede dármela un
ministro cualquiera del Dios de la misericordia, de ancha o estrecha
manga; y así me consta por mis antiguas confesiones. Vaya
ésta por
incidencia.
El reloj de la Catedral había sonado las doce en una hermosa noche del pasado diciembre: todo convidaba al amor y al desvelo; el firmamento semejaba un inmenso y rotundo palio de purísimo azul; era transparente y balsámica la atmósfera; la luna brillaba llena de gloria y majestad, y dibujaban sus rayos graciosamente el ramaje de un bosquecillo de tártagos situados en medio de un espacioso corral: un hombre se distinguía en la espesura, y sus movimientos denotaban ansiedad o impaciencia: este hombre era yo. Virgen modesta, cuyos bellos ojos recorran estas frívolas líneas, no al llegar aquí te sobresaltes; no abatas los párpados con instintivo recelo; prosigue sin temor la comenzada lectura, que jamás mi pluma ofenderá al pudor. Y tú, lector desocupado, ¿te quedarás sin tu apóstrofe? ¿Gustas de la cacería de venados? ¿Has estado en un "puesto", listo el oído, atenta la vista, el cuello prolongado y al más leve movimiento el corazón dando vuelcos? Pues si has estado, tendrás una ligera idea de aquella mi emboscada situación. Probé a cambiarla al fin, en busca de mejor suerte, y esto me hizo ver lo que al principio me sorprendió; recobré después la llamada filosofía, y luego hasta el espíritu de cálculo; pues conjeturé con maravillosa rapidez un enristre para mí nada agradable y los medios de evitarlo por una prudente y oportuna retirada. Vi que la pared divisoria de una casa contigua estaba caída: vi en su despejado corral una figura; pero, Dios mío, ¡qué figura! Contra el miedo la mejor receta es estarse quieto y cerrar los ojos: hícelo así algunos minutos; volví luego a despegarlos; me envalentono y avanzo, aunque no con planta de héroe. La figura no se movía sino en reducido espacio: era seca, prolongadísima; vestía de blanco, y por sobretodo, un descomunal chaleco; en la cabeza, y bien metido, un gorro negro; y en una mano cierto trasto como jeringa. A veces apuntaba hacia arriba la jeringa, aplicando el ojo a un extremo; a veces daba medio encorvado una voltereta, y husmeaba como podenco que olfatea la presa; ora azotaba el aire con ademán de nigromántico y sirviéndose de su descarnado brazo como de mágica varita; ora quedábase de repente inmóvil y en perfecta posición vertical. Yo hubiera jurado que era una estatua, que era una copia en yeso de la obra maestra del inmortal Benengeli. Me le acerqué más, estando en esta inofensiva postura; creo reconocerle... No tengo duda..."Sit:, sit:" nada: "sit, sit..." ¡Don Hilario! ¡Don Hilario! El Nuevo prodigio de Pigmalión se conmueve, mira a todos lados; yo me le arrimo, y me embejuca entre sus brazos. -"¿Qué haces aquí, hombre?", me dice. -Eso es largo de contar, repúsele. Y dígame, ¿qué hace V.? ¿Qué asunto es ese que tiene V. en las manos? -Mi telescopio, replicó no sin ternura de acento. Es el mismo con que mi tío don Bruno hacía allá en el Tuy sus observaciones, el que le adquirió tanta y tan bien merecida fama: es un instrumento peregrino: de él se ayudaba mi sabio pariente para coger las cabañuelas; yo lo heredé y las estoy cogiendo. -¡Cabañuelas!, me dije, y ya en la más honda distracción... ¡Cabañuelas...! Yo oigo hablar de ellas a todos los hombres de edad y experiencia, a todos los agricultores; esto debe ser positivo y muy útil a los intereses de la patria. Don Hilario las coge. ¡Qué grande y patriótico debe ser don Hilario! Y efectivamente, creía estar viendo en mi amigucho el gorro de la libertad sobre una pica de cuatro varas. Tal vez el público va a encalambrinarse en que yo escribo para hacer reír o que soy visionario; y en ambos casos está equivocado de medio a medio. No gusto de chuladas, y si veo visiones, es como los demás, porque las hay. Haréle saber, sin embargo, que lo maravilloso tiene sobre mí un poder irresistible; que nada descreo porque otro lo dude o ridiculice; que los duendes, brujas y demás entes de esa calaña pueden existir en mi opinión y aun en la de respetables escritores de la moderna escuela literaria. Con semejante modo de pensar, fácil es suponer que las palabras de don Hilario hicieron en mí profunda impresión. Roguéle, desvivido de curiosidad, que continuase la tarea, si no era obstáculo la presencia de un profano; y esto fue aceite al fuego, hablar de campañas a un viejo militar retirado o del objeto de su cariño a un novel amador. -Amigo, me dijo; la agricultura es el arte primera y la más importante al hombre; es respecto a las demás lo que la base al resto de un edificio; y respecto a la agricultura, es la ciencia del cabañuelista lo que la cabeza discursiva al brazo ejecutor, lo que el alma al cuerpo. Luego, la ciencia profunda, misteriosa, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y a la que yo he dedicado mis vigilias, mis estudios, mi vida, es la ciencia que sin disputa debe figurar frente de los conocimientos humanos. Modernamente se hace el augurio de los primeros doce días del mes del enero; los antiguos lo hacían en la primera mitad de diciembre. Yo sigo a éstos y el formulario de los moros de Toledo, práctica que me da resultados infalibles, bien coja para atrás o para adelante las cabañuelas: esto último pide una explicación especial, que daré a V. quizás algún día. Pero no relucirá un relámpago, reventará un trueno, ni caerá una gota de agua, que me sea imposible predecir. Ni a esto sólo se limitó la ciencia en sus épocas de esplendor, cuando el gran Sanchoniaton (a quien el vulgo de los doctos conoce únicamente bajo el menguado título de historiador), rasgando el velo de lo futuro, revelaba a los débiles mortales los más recónditos arcanos; ni a ello sólo está reducida la capacidad de este humilde adepto, que puede señalar los acontecimientos por venir de la vida común y de la política... Aquí subió de punto mi admiración por don Hilario; aquí sí perdí todo tino, toda templanza, y me arrojé a sus pies rogándole me predijese en secreto los públicos sucesos de Venezuela en el año de 39. -Levanta, exclamó; nada puede negarte mi amistad. Y volvió a quedarse en suspenso como la pasada vez. Pero ésta concluyó gesticulando y profiriendo con hueca entonación algunas palabras estrambóticas: temí fuera un conjuro. Y que apareciese el familiar espíritu: al fin, con aire profético y mostrando con el índice un lucerito del cielo, se expresó de esta manera, o al menos parecióme oirlo: -¿Ves la estrella de Venus? ¡Ay del mortal a cuyo nacer preside! (Y me agarró del brazo.) Este fatal planeta ejercerá en el año un influjo maléfico sobre la política; pero a su modo, lento, silencioso, tenaz: una vena rota para dar la muerte, antes produce gradual debilidad, desconcierto de las facultades. Provecho sacará el atento observador de las conjunciones de este planeta; ruina, lastimosa ruina de reputación tocará a otros. El inspirado hace una pausa, baja la vista, prosigue: - Robusta mano dirigirá las riendas del estado. Vigor y aún destreza no le falta... El hombre de la opinión monta un carro aderezado como para el triunfo: llano, preparado es el espacio que va recorrer. ¿Ves que lo para? Di, malicia, ¿ves que se vuelca? Di, añada intención. Haré una tremenda profecía. Observad como la naturaleza enmudece y atención..." En esto disparan unos aguinaldos, allí mismo en la calle, pared por medio, cantados por cincuenta voces, y al son de infinitas zambombas, maracas y panderos, que con su infernal zambra impidieron de todo punto proseguir al malaventurado augur. Busquélo con la vista y se había largado, sin duda poco satisfecho de su dominio sobre la creación. Entonces caí de mi asno: dí a todos los diablos la ciencia de los moros de Toledo pensé en la cita, pero ya todo era tarde. ¡Qué de males! Tal vez mi ninfa vendría a jurarme su casto amor, su constancia y no me halló; y si me halló, echaría a correr viendo el pelaje del cabañuelista. Tal vez este mal digerido y trasnochado artículo priva de un amigo a Mosaico Este artículo de costumbre, atribuido a Baralt, fue publicado en el Correo de Caracas, Nº 3, Caracas 23 de enero de 1939, y firmado con el seudónimo de "Mosaico". |