Las indirectas A
todos y a ninguno
mis advertencias tocan: el que haga aplicaciones con su pan se lo coma.
Artículo es éste que no tendrá
pie ni cabeza: pero tendrá verdades,
que es mejor, y dichas con rebozo, que es mejor aún. Pensando
hemos
estado mucho tiempo como podríamos, sin escribir mucho,
sin método y
sin plan, hacer un artículo indefinido, interminable y general,
que a
un tiempo, de modas, de costumbres, de religión, de moral y de
literatura tratase, y de política y administración. A
fuerza de pensar
en ello, hemos venido a concluir que el mejor modo de hablar de todo y
de todos, y de un modo inteligible, era hablar de un modo indirecto,
que no hay cosas como las indirectas y amañadas para ir
directamente a
su objeto; y por esto, por ser torpes y soeces las claridades, y porque
necesidad, favor, celo, codicia,forman tumulto, confusión y prisa tal, que dirás que el orbe se desquicia, vamos a tomar del mundo y con modo los materiales de nuestras observaciones, sin seguir otro orden al escribirlas que el mismo que hemos tenido al formarlas. Primera. Se
advierte a los señores
periodistas que sus muchos o
pocos suscriptores no les pagan para que injurien por la prensa del
modo indigno con que lo hacen. La imprenta debe ser en sus manos un
vehículo de ilustración, no un instrumento de afrenta, y
ellos deben
ser escritores, no verdugos. A veces la mancha con que ensucian el
carácter de un hombre y sus costumbres, por medio de sus sandios
papeles, equivale a la marca de un galeote; y a veces también
"una
palabra, una reticencia llegó al corazón como un
puñal y aniquiló una
vida". El ingenio no se luce en el camino fácil y trillado
de la
injuria, ni la ciencia se prueba con la detracción, ni un
insulto es un
chiste; gala y gloria del saber es una verdad útil, un principio
luminoso y fecundo, un juego inocente y festivo de la inteligencia, una
producción cualquiera en que al par de la gracia, la elegancia y
la
propiedad del estilo, campea la riqueza del espíritu y la bondad
del
corazón. Si no sabéis hacer esto, no hagáis nada,
señores, que mejor os
estará parecer ignorantes que desmañados y perversos.
Segunda. Dinos, Andrés, por tu vida; ¿cómo podremos distinguir a tus amigos de tus enemigos? Tu lengua de dos filos, cual espada toledana, hiere, hiende, corta, punza, rompe y raja a los unos, y a los otros golpea y machuca, cual si fuere "la viperina" una hacha de armas... ¡Ah! Perdona, Andrés, que ya lo entiendo... La diferencia consiste en que magullas y aporreas a tus amigos, a tiempo de que sacas sangre a tus enemigos. Dicen las gentes, sin embargo, que es mejor lo segundo que lo primero, y que por eso vale menos ser tu amigo que tu enemigo. Tercera. Almibarado y empalagoso Miguelito, pláceme dirigirte la palabra en buena paz y armonía. Pregúntote; ¿no sería muy conveniente que cuando vas a visitar a tu adorada lo hicieses a pie o ya que te gustase cabalgar entrases a la casa tu persona y tu caballería? ¡Cuánto mejor es esto que plantarte como un poste en la ventana, y ora estirado sobre los estribos, ora elegantemente "regado en la silla", decir ternezas a tu querida a buena cuenta de la paciencia de su familia y a riesgo de que los cascos de tu caballo santigüen a los transeúntes! Mira Miguelito, el galanteo por las ventanas es ya de suyo embarazoso; no aumentes, pues, la dificultad de tu posición, exhibiendo a caballo tu amartelada efigie, que si bien lo consideras, sustrayendo de ti el cuadrúpedo, te evitarás comparaciones odiosas. Cuarta. Adelina va de propósito muy tarde al teatro, precisamente cuando los actores se hallan en las tablas. Llega, arrastra con entrépito las sillas y después que ha llamado la atención de los espectadores y hécholes perder cuando menos una escena, se sienta dando al patio la espalda. Tus numerosos apasionados se quejan, Adelina, de la inconsecuencia de tu conducta. ¿Por qué, se preguntan, viene a deshora al teatro si no quiere que contemple su hermosura? Y si como es fama lo desea, ¿por qué se oculta a nuestras miradas después de haberlas excitado? Hombre hay que en su despecho "esfinge" te llama, y no faltan atrevidos que te apelliden "la remilgada archicoqueta". Escucha un consejo, Adelina, un consejo de amigo. Tu cuerpo es elegante, esbelto, de formas admirables; tu brevísima cintura es deliciosa y tus espaldas desnudas las más tentadoras que conozco; pero tu rostro, niña hermosa, es más bello aún que todas esas cosas. Llega, pues, al teatro a hora o a deshora, no importa; haz o no a tu gusto un ruido infernal al tomar posesión del palco; muy bien; coge ahora la silla y en ella blandamente colócate; corriente... Empero, ya sentada, vuelve hacia el público el hechicero gesto. Yo te faculto, si lo que te aconsejo practicas, para que hagas del ojo a tu chichisbeo a ciencia y paciencia del concurso. No puedo negártelo, Adelina, tus juegos me divierten y a ocasiones, cuando es mala la comedia, veo con gusto la que tú nos representas. Quinta. Amigo Frasquito, no te devanes los sesos y los pongas más huecos buscando anécdotas, cuentos, logogrifos y charadas con que lucir tu ingenio en las tertulias. Acaba de llegar un copioso diccionario de este ramo importante de amena literatura, y ya ves, con un diccionario de chistes y agudezas vas a hacerte un hombre graciosísimo, y lo que es más, un hombre afortunado. De aquí en adelante, armado con ese precioso libro como un talismán, vas a ser el terror de padres, amantes y maridos; nada se opondrá a tus deseos; serás irresistible, inaguantable e insufrible. ¿Qué parecerán a tu lado los famosos seductores de que hablan las novelas? Pigmeos, insectos, nada. ¡Animo, amigo, ánimo! Gracias a vuestro admirable diccionario, en cualquiera situación y sobre cualquier asunto, con sólo tener memoria y entender lo que leas, puedes cómodamente y mejor que nadie hacer rabiar a tus oyentes. Sexta. Tu lima literaria es excelente, Basilio; tan bien muerde lo malo como lo bueno y todo lo deshace. Tu juicio crítico es maravillosamente exacto, Basilio; siempre está en contradicción con el del público ilustrado; grande es también y laudable tu buena fe, Basilio; si la producción tiene por base un argumento nacional, es mala porque en el país no hay argumentos que valgan la pena tratarse; y es mala también si el plan es extranjero, por la sencilla razón de que no es nacional. En todo lo demás eres un censor amable, indulgente, lleno siempre de gracia y de consejo; la flor y nata de los censores. Séptima. No arrojes, Pablito, a la crecida acequia de la calle cuando llueve sino las basuras que puedan flotar, y reserva cuidadosamente las más pesadas, que sólo sirven para el abono de las tierras, hasta que con ellas puedas engrasar tus campos. Si a seguir este mi consejo no te moviere tu propio interés, muévate siquiera el lastimado y suplicante olfato de tus vecinos. Octava. Ocho días a razón de tres visitas diarias..., veinticuatro pesos...; ocho id., a id. de dos id..., diez y seis pesos, son cuarenta; esta es la cuenta. Veamos... cinco... diez... veinte... veinticinco. treinta... treinta y cinco... cuarenta; muy bien; están completos. Y V., ¿cómo va, don Serapio?... ¿Malito todavía?... -No, doctor, me hallo bueno enteramente. -¿Enteramente?... Déme el pulso, don Serapio... -Duermo como un canónigo, como y bebo del mismo modo, no siento ningún dolor y estoy ágil, y... -¡Disparate! ¡Crasa equivocación, don Serapio! A V. le parece que duerme y no duerme; su apetito está muy lejos de parecerse al apetito sano de os señores canónigos, y es por el contrario un apetito desordenado, una gulimia. Dice V. que no siente nada y sí siente, aunque no lo haya reparado, y por más que se crea ágil, no hay tal, pues se halla más pesado que un plomo. Son necesarias aún algunas recetas. Aquí V. una, y mañana volveré a reconocer el efecto que produce. No está V. bueno todavía, aunque le parezca, señor don Serapio; mejorcito, mejorcito y nada más.(1) Con efecto, el dolor tenía razón. Apenas tomé la receta, cuando me sentí enfermo de nuevo y reconocí que la naturaleza se había engañado groseramente en ponerme bueno sin la anuencia de su venerable antagonista. 1. Se hace alusión a ciertos individuos, mengua de la profesión, no a los que honran la humanidad y la ciencia. Este cuadro de costumbre se publicó en El Liberal (Caracas), N° 173, de 20 de agosto de 1839, sin firma de autor. |