Las tertulias

    Tengo un amigo de los pocos que pueden tenerse: siempre igual, siempre risueño;  rara vez me visita, y cuando lo hace, sabe distinguir desde el saludo el humor en que me hallo: si con murria, dice un par de nonadas, tararea, me da una palmadita en la espalda y se escurre; si de fiesta, charla, rebosa en joviales chistes, y consigue lo que nadie: que yo parezca amable. ¡Feliz Manuel! Tú eres un digno huésped de esta incómoda y vasta posada del mundo: si te sirven, bueno, y bueno, si no te sirven. Para ti dijo Pope "todo está bien", aunque para los demás dijo un rematado dislate. Tu pasta  es admirable; Guiteras haría con ella, y por la primera vez, deliciosas confituras. Si yo deseara la sempiterna posesión de una cosa sería tu amistad... Manuel... ¿eres ideal? ¿No te pareces tú a esos demás cilicios que en la romería de la vida se llaman amigos?.... ¿Qué sé yo? Encontróme de rosita el domingo, y empezó mañosamente a suavizar mi genial aspereza con la precaución que se manosea un loro arisco por temor a las picadas. -"Mosaico", me dijo, "¿por qué no frecuentas la sociedad? Ella es el único remedio al fastidio; tus pretendidos compañeros, los libros, no la suplen, que sólo ensimisman y aislan al hombre y le predisponen a las dolencias, estragándole el estómago e irritándole la bilis. Con el roce, serías otro. ¡Otro más aburrido, más escarmentado! ¡Bah, bah, bah, bah! Mira que esas son exageraciones de una chaveta recalentada; mira que ciertas lecturas te perjudican; tú no puedes pensar así. Ya; ¿te refieres a Larra? Pues en muchas producciones de aquel malogrado escritor noto lo que gusto llamar plagio de mis ideas o sea una coincidencia sorprendente con mi modo de ver.  Yo no pretendo ser su payaso, ni menos imitar la ultima de sus extravagancias; pero la sociedad que él pinta es, muy aproximadamente, la sociedad que conozco y la sociedad que no apetezco. Déjate de eso. Para mí sería de mucha satisfacción que mudases de parecer en el particular. ¿Quieres complacerme? Esta noche tertuliamos en casa de las Gutiérrez; ¿no me acompañaras? La reunión será escogida, del mejor tono, como que allí no puede haberla de otra especie. -¡Válgame Dios!, dije yo entre mí; todo es bueno, todo es óptimo para este bendito. Y recio: te acompañaré... Y nos fuimos a comer, no sin meditar yo, según mi costumbre sobre el móvil de mi resolución que hallé sin mucho esfuerzo en el interés de no desagradar a un amigo tan precioso, tan único como Manuel.

     Llegó la hora, interrumpí una conversación harto animada para mí sobre "el placer de no hacer nada", tomé el sombrero y partimos. Era una noche calorosa.

Entrando, reparé al extremo del corredor una mesa en que estaban colocadas, no sin estudio, algunas bandejas con huecas o voladas, botellas como de vino, limoncillos agrios y alcarrazas que contendrían agua. "Este buen tono," me dije, "es colonial", es adquirido en la emigración: lo refrigerante y económico lo prueba". Pasemos a la sala.

     Era ya numerosa la concurrencia y estaba constituida en su mayor parte de jóvenes de ambos sexos. Nuestros saludos generales llamaron en cierto modo la atención; algunos se rebulleron en sus asientos, pero nadie se levantó a recibirnos; y tomamos cuanto antes y al acaso las primeras sillas vacías que a la vista se presentaban por no figurar el solo de un rigodón. Arrelléneme en la mía, y ya más tranquilo y sosegado, eché una mirada escrutadora sobre la concurrencia. A todos conocía, a todos podía calificar; por todas partes una Venus, un Adonis, cuyas cabezas llevaban rizos, cintas o flores en vez de ideas. ¿Es ésta la tertulia...?, iba a filosofar, cuando se sentaron al piano dos señoritas. Empezaron, y la celestial armonía de la música embargó como siempre mis potencias. ¡Infeliz de aquel que oyéndola puede emplearlas! Tocaron y cantaron a dúo y separadamente. La ejecución fue apenas sufrible, pero la voz cualquiera de una bella joven tiene cierta electricidad que nos conmueve deliciosamente, que nos penetrará siempre a fuer de espada, aunque estuviésemos armados de la égida de Minerva. Todas las composiciones eran recientes, todas de una serie que hoy día se publica. El aire no pareció mal y la letra  revelaba que Apolo había dado al autor su lira, más no el numen del canto. Cesaron; y algunas señoras de aquella edad que jubila, que da autoridad a precio de gracias, que exenta del cumplimiento de más de un enfadoso deber, excitaron a las demás jóvenes a mostrar sus habilidades filarmónicas. Esforzada fue la insinuación, blando el ruego y todo inútil, porque la una (según ella), tenía un resfriado terrible, en la otra asomaba un espantoso dolor de cabeza, y no faltaron quienes tuviesen abatimiento de espíritu y melancólica afección:  cualquiera hubiera dicho que las que sabían hacerlo ya lo habían hecho, y no sin ensayos.  Al oír sus remilgadas excusas, y después y por sobrado tiempo, al verlas secretear en ofensa, tal vez inocente, del decoro, ganas daban preguntarles quiénes y por qué causa las habían impulsado a concurrir en tan lastimoso estado de salud. ¿Sería la mamá por precaución higiénica? De esta duda pudiera haberme sacado la joven Narcisa, que estaba sentada a mi derecha; pero al volverme con ánimo de hacer la consulta, noté que me había estado viendo atentamente, que lo hacía entonces de hito en hito y diciendo a su compañerá: "¡Qué abandono! ¡Qué lastima!; Ni usa trabillas, ni tiene carreras en el peinado". Yo me sonreí, quizás maquinalmente, y dirigí la palabra a su abuela, que me quedaba al lado opuesto.
    
    Ésta era nada menos que la patrona, dama nada fácil de ocultarse: de grueso bulto, fresca de cara, fresca de ideas, fresca de charla y sabrosa; pelota elástica, que da bote en los pesares y rechaza a veinte varas; hija de la alegría, que todo lo ve de color de rosa; vive, según ella, idolatrada de los suyos, muy estimada de los extraños y en la abundancia del paraíso. -Mi Señora, le dije, (y Dios me perdone la intención), selecto es el concurso de damas, y parece que esto no es común a las demás  tertulias de la ciudad. -Así lo creo, me repuso; pero como mis yernos y yo estamos tan bien relacionados, bástanos para celebrar con lucimiento un cumpleaños en la familia o para reunir estas tertulias, de que rabiarán las que no pueden lograrlas, pasar la voz entre nuestros numerosos amigos. He sido, señor, muy afortunada en la colocación de mis hijas; todas han obtenido los mejores partidos, y ciertamente que lo merecen: bien parecidas, amables y formales, hacen la felicidad de sus maridos y son idolatradas por ellos. A todos los dominan (porque la buena esposa debe dominar a su marido), y todas tienen por mí la mayor deferencia; yo me veo, pues,  convertida en el ídolo, en la reguladora de la familia. Nada apetezco, todo me sobra... Acordándome estaba de un hecho muy reciente que lo prueba. Vino a verme mi hija Juanita, y curioseando allá adentro, abrió el escaparate y empezó a examinar mis trajes y joyas; tanto tiempo gastó, que el yerno y yo, que estábamos en esta sala, hablando como siempre sobre nuestra felicidad, nos habíamos olvidado de la tal Juanita; pero quiso el acaso que ella contase los túnicos o camisetas, y no hallando más que veintitrés, porque confieso me había descuidado algo con esta parte del vestido, corre despavorida hacia nosotros, gritando al marido: ¡"Anacleto, Anacleto, qué vergüenza! ¡Mamá sin túnicos!" Debo decir que al principio sus palabras me causaron gran sorpresa, y aun mayor a mi yerno, que me veía estuperfacto de arriba abajo; pero la niña se explicó, y nos reímos por mucho tiempo y con muchas ganas, y tan recio, que los vecinos vinieron a aguaitar por las ventanas, pues ha de saber V. que cuanto hacemos nosotras llama la atención, da la norma o cae en gracia. A breve rato después se ausentó el yerno, y volvió inmediatamente con dos piezas de guarandol. En el siguiente día los maridos de Carmela y de Rufina, las otras dos hijas mías se aparecieron cada uno con tres piezas de la misma tela; y aquí me tiene V. con ocho piezas.

    Larga la llevara esta mujer dichosa, sin unos de sus trescientos yernos no se hubiese acercado a pagarle sus respetos; interposición que yo aproveché, deslizándome boniticamente y sin ver atrás. Incorpóreme a varios grupos, imitando sin quererlo a seis u ocho mozuelos, que con la agilidad de una tara brincaban por todas partes y daban a la concurrencia la semejanza de títeres.  Aquí se hablaba de modas, del peinado y cuerpo de fulanita y también de su conducta; allí, del vómito prieto, describiendo entre risas y chistosos comentarios el doloroso fin de una hermosa joven que esa terrible enfermedad arrebató a la ternura de sus parientes; más allá, y entre dos marisabidillas, la política hacía el gasto: México iba a ser presa de los franceses, las débiles naciones de América eran el juguete de las fuertes y poderosas de Europa, el gobierno de Venezuela ha sabido conservar la paz exterior, etc., etc., etc., y todo según El Liberal. Pero como ver y oír no se excluyen, al mismo que regalaba mis orejas, reparaba en Manuel, que con su cara de bienaventurado, sostenía hacia un rincón la animadísima conservación de una soltera señorita de treinta y cinco corridos. Picóme la curiosidad de oírlos, y al disimulo me fui aproximado y entré en parleta a cierta distancia con uno de esos hombres que todo se lo dicen, que todo se lo celebran y nos dejan a nuestras anchas: hombres preciosos en algunos casos, como el presente, y en los demás, dignos de una cartuja.

    La solterona estaba haciendo su agosto: echaba pestes contra las tontuelas, que confiadas en sus quince abriles, pretenden disfrutar exclusivamente de todos los obsequios, que se sofocan cuando aspiran el incienso que algún hombre juicioso quema en las aras de otra divinidad; echaba rayos contra la maldad de los que con sus venenosas lisonjas vuelcan el juicio de aquellas simplecillas y las ponen en disposición de tragar hasta ruedas de molinos; echaba fuego contra el matrimonio, la tiranía del marido..., y al mismo tiempo asestaba contra mi cuitado amigo la mortífera batería de sus dos negros, rasgados y chispeantes ojos. Ignoro aún si la fortaleza resistió el bombardeo. Yo dejé de oírlos, ya enbebecido en profundas meditaciones. "Doncellas viejas (dije entre mí, y no antes que otro), ¡qué interesantes sois! ¡Qué fatal suerte os persigue en este mal sistemado mundo! Con toda la conciencia del amor y de su necesidad, con una tormentosa exuberancia de vida, os veis condensadas como el hidrófobo a rechinar con la vista del agua apetecida, como flor en sequero a sufrir perpetuamente la influencia abrasadora del sol, a sentir la eterna ausencia del rocío del cielo, y lánguidas y mustias... ¡Doncellas viejas! Os amo de todas veras. Una condición, una sola condición: ¿Queréis casaros todas conmigo?"... Pero el rumor y movimiento de varias familias que se despedían deshizo el sueño de mi ardiente caridad, y me despedí también dando al cuadro una mirada de aficionado. El ojo de la soltera relumbraba aún en el rincón; la "espiritual" Narcisa, emblema de la flor de nicua, no había cambiado de postura, la cara presentada, entreabiertos los labios, como que seguía diciendo: "Aquí estoy yo"; su verde abuela dejaba oír su voz sobre la voz de los demás, a guisa de jefe de parada, y mi oreja fue recogiendo hasta el portón las palabras "festín",  "música", "baile", "guarandol", que continuaron zumbándome mientras descendía paso a paso por la calle de leyes Patrias. Poco después, y medio dormido, estampaba estas notas, que comentará el leyente según su genio y humor. Al despertar esta mañana las reclamó el editor del Correo, y ya no puede reverlas el disgustoso,

     Mosaico.

Este cuadro de costumbres, atribuido a Baralt, se publicó en el Correo de Caracas, N° 2, 16 de enero de 1839, con el pretítulo de   "Costumbres caraqueñas" y la firma de " Mosaico" como seudónimo.