“Los nervios”. Las Tres Américas, Vol. 3, No. 36, 1895. p. 922.



Peso ciento ochenta libras inglesas: mido cinco pies y ocho pulgadas del talón a la raíz del pelo; y en mi cara se vende más salud que en una farmacia. Cualquiera al observar la cuasi bermeja color de mi tez, juraría que ello es efecto de estimulantes, cuando en verdad ni el zumo de las parras, ni los alcohólicos fermentos entran jamás en mi reino. En un apalabra, soy lo que un Agente de seguros de vida llamaría “un buen riesgo”.
Pero vaya usted a fiarse de apariencias. En oposición a estas saludables condiciones de mi naturaleza, padezco un achaque insufrible, que me hace desgraciado. Tengo nervios.
No hay que imaginarse por esto que soy persona que se desmaye porque delante de mí le rebanen la cabeza a cualquier prójimo. Hombre soy de los de pelo en pecho, y como la cosa sea gorda, la afronto. Mis nervios entonces se templan y engruesan, y pudiera decirse que todo mi cuerpo se vuelve músculos.
Mi especialidad consiste en lo pequeño, en lo diminuto, en aquello que entre otros ni siquiera paran mientes. Un zapato que cruje, un gozne que rechina, un tenor que da gallo, un violín que rasca las tripas, un orador que no acierta con el hilo de su discurso, un hablador que no deja meter baza, un tartamudo que masca las palabras, un bizco que me mira por carambola, son cosas que me sacrifican, que me revientan.
Los amigos más caros a mi corazón los he perdido por causa de esa maldita idiosincrasia. Uno tenía, por quien hubiera dado gustoso la vida. Amistad de diez años, pruebas mutuas de cariño, sacrificios desinteresados, todo se lo llevó pateta en una sola noche. Por la primera vez dormimos en la misma pieza, aunque en distintos lechos. Antes de irnos a la cama fumamos un puro, echamos un párrafo, dímonos las buenas noches y venga el señor Morfeo. ¿Morfeo dijiste? Ni por pienso. Al cabo de un instante, mi amigo comenzó a resollar grueso como quien prepara un fuelle de iglesia para entonar vísperas en el órgano; luego dejó escapar de su garganta unos registros en recalcitrantes escalas cromáticas; pausa de semínima, y de repente un tutti a grande orquesta. Flautas agudas, cuernos graves, trombones profundos, oboes quejumbrosos; ¡que concierto más completo!
-¡Pepe… Pepito… Pepillo! Despierta; chico, que estás roncando.
-¿De veras? Pues es extraño, porque nunca ronco. Será que estoy echado sobre el corazón. Y se volteó del lado del hígado.
Silencio de algunos minutos; a poco rato nuevo soplar de fuelles, probar de instrumentos, afinar del la, y da capo al signo, con redoblado furor y apresurado compás de allegro vivace.
-¡Pepe… Pepito… Pepillo… Pepete!
-¿Qué es, hombre?
-Que vuelves a roncar, querido.
-Será causa de la almohada.- Y volteó la almohada.
Breve rato tardó en proseguir el interrumpido concierto. De la obertura de Lohengrin pasó el inconsiderado amigo a la de Tanhauser, y acaso me hubiera obsequiado con todo el selecto repertorio de Wagner, a no ser que le llamé de nuevo.
-Pepe… Pepito…Pe…
-Vete en horamala, hombre, que no me dejas dormir. !Ahí te dejo tu cama y tu casa!
Levantóse airado, vistióse de prisa y se marchó. Hasta el sol de hoy. Buen amigo, excelente mancebo; te he perdido para siempre. ¿Qué vamos a hacer? Estos nervios…
Viene ahora a mi recuerdo Paco Sánchez, el mozo más cabal que he conocido en la tierra. Una perla de muchacho; pero se comía las uñas. Con disimulo comenzaba por llevarse el dedo a la boca, así como quien se acaricia el bozo. En seguida la carcomida uña entraba voluntaria al holocausto; rasgábase la carne, corría la sangre, y mis pobres nervios parecían que iban a estallar. ¡Qué suplicio! Al fin pudieron más que mi prudencia esos filamentitos invisibles, y me hicieron saltar sobre el voraz antropófago, que se comía cruda y a pedazos. ¡Pobre Paco Sánchez! Si el inocente afán de devorarte a ti mismo te ha dejado siquiera una sola mano útil, a ella alargo yo la mía para implorar tu perdón.
Aseguran que la falta de la letra R en ciertos meses del año enflaquece y enferma a las ostras. Lo propio me sucede a mí cuando oigo suprimir o falsificar el sonido de esa consonante.
-Permítame usted, hermosa niña, que ofrezca a usted ese vaso de sangría, dije en cierta reunión de familia a un agraciada muchacha que acababa de llamarme la atención por su modesta belleza. Tenía yo diez y ocho años, la edad del rococó en el pañuelo y en la galantería, y añadí: -Es usted, en verdad, señorita, la flor más galana de este pensil…
Abrió la niña los lindos labios, y por ellos dejó escapar este inverosímil vocablo:
-Favol…
Esa ele fatal me atravesó la epidermis y fue a herir mis nervios. Flaqueáronme las piernas, tembláronme los brazos, y la fuente, y la copa y el líquido cayeron sobre el traje de la dama. A su lado estaba la madre. ¡Ay! el defecto de pronunciación era defecto de familia, porque al notar mi adefesio, la buena señora exclamó:
-¡Qué horrol!
Sentíme caer y caí, sentado sobre un gordo que en un sillón vecino estaba repantigado, entretenido en cerrar y abrir el abanico de la infeliz doncella. Rompióse el abanico, enojóse el gordo y yo quedé confundido. ¡Esos malditos nervios!
Zagalejo era yo cuando en una sociedad de aficionados se me adjudicó el papel de don Pedro de Castilla en el drama de “El zapatero y el rey”. Una moza del pueblo, una de esas hermosuras de orilla, que son las únicas que por allá suelen hacerse cargo de tales prebendas, hacía de la hija del zapatero, y en su transporte amoroso olvidó las erres que se le habían enseñado, y nos espetó la siguiente cuarteta:

Cuando ese hombre amod me juda
Lo juda con tal pasión,
Que obliga a mi codazón
A creed en su impostuda

Desgañitóse en risas y en gritos el auditorio, pero yo me enfermé. Aquellas erres se calvaron todas, como tachuelas negras, en mi sistema nervioso, y no me fue posible volver a las tablas. ¡El Rey! clamaba el público, viendo que el fiero don Pedro no salía. ¡Qué había de salir! Detrás de bastidores estaba yo, y… allá va corona de cartón dorado, allá va capa de pañolón carmesí, allá medias blancas de mujer, y allá de la Verónica prestados canelones. Toda la regia pompa de que estaba yo vestido quedó allí por los suelos y yo me fui a casa enfurecido, crispado, hecho un basilisco contra aquella desdichada que me había asesinado en cuatro versos de Zorrilla.
¿Y qué decir de las veces que en banquetes oficiales o en comidas caseras he tenido por delante convidados inicuos, que me han mortificado hasta la crueldad metiéndose el cuchillo entre la boca y sonándolo entre los dientes; y otros que creían indispensables a la masticación el sonar las mandíbulas, a semejanza de ese doméstico cuadrúpedo, al cual no miento ahora porque ninguno de los cuatro nombres que darle solemos cuadra bien en un párrafo literario?
Y nada diré tampoco de aquello de ver a personas que muy bien sabido se tienen que no existe comunicación practicable entre las fosas nasales y la cavidad del cerebro, y que no embargante esta convicción anatómica, se ejercitan distraídos en echar el índice por esos pasadizos de la respiración, como si tuviesen el empeño en tocarse los sesos. ¡Y tenga usted nervios y vea usted eso con sangre fría!
Y a menos que fuera una apergaminada momia egipcia, sin sensibilidad y sin vida, ¿pudiera soportar impasible a los que suenan las coyunturas de los dedos ya entretenido fuego graneado, ya en descargas cerradas de todos los diez mandamientos a la vez? ¿Y los que mientras uno habla remedan con sus muecas todos los gestos de nuestra fisonomía; y los que para hacer cualquiera manipulación, para abotonarse un puño, para formar el lazo de la corbata, para atar la faja del paraguas, etc., etc., sacan a lucir dos pulgadas de lengua, que luego muerden a proporción que aprietan, hasta imaginarse uno que va a caer al suelo el pedazo rojo, amoratado como remolacha?
El mundo, dijo cierto machetón de mi país, es de los audaces.
El mundo, digo yo, es de los que no tienen nervios.