Pedro Emilio Coll, "Crepúsculo Caraqueño". El Cojo Ilustrado, Caracas, N° 115, 1896. p. 748. Crepúsculo caraqueño El sol de oro y sangre caído
hacia el poniente parece la enorme pupila de un monstruo que lanzara,
en el adiós de la tarde, una mira de odio supremo, de tristeza
infinita sobre la ciudad impasible.
Es la hora en que las puertas de las cigarrerías derraman mujeres que van dejando en la atmósfera tibia vahos de tabaco. En las fábricas las máquinas de vapor gritan por sus válvulas de desahogo y la última palada de carbón se apaga, con culebreos de fuego ante la boca abierta de la caldera, mientras el maquinista cuelga la blusa grasienta y canta a media voz. En los cafés la cerveza helada refresca las gargantas y pone locuaces a los trabajadores fatigados por la rudeza y el calor del día. Los tranvías van lentos; el colector tiende el billete por sobre las cabezas bamboleantes. Entre el grupo obscuro de los trajes de hombres, ríen los sombreros florecidos. A lo lejos, en la suntuosidad del crepúsculo, los rieles brillan semejantes a lingotes de bronce, a trechos sombríos. Los coches sonoros con el capacete abierto como grandes fauces, desbordan en pecheras blancas, abanicos y bustos multicolores. Las ruedas giran rayos nerviosos. El sol sesgado va poniendo un tono brillante en los sombreros de copa, en las libreas de los cocheros, que tienen las botas cruzadas de zig-zags luminosos. Se va el sol; ya no es sino una punta de brasa en la cima de las colinas del oeste. La torre de la Catedral tiene una banda de luz purpurina; los faroles chispean escarlata y los mástiles de los teléfonos cortan e1 cielo con sus líneas rígidas: encajados en la avenida, paralelos y rectangulares cual buques anclados en un muelle muy largo, junto al agua inmóvil. Una línea de bicicletas baja por la Calle real. Los timbres golpean con notas metálicas el aire en paz. Un tanto tendidos hacia adelante van los ciclistas luciendo sus gorritas de seda y sus piernas escuálidas; van en presencia del cielo del este, diáfano, por donde asciende la hoz pálida de la luna creciente. De pronto un faro rompe la penumbra, un globo de plata cuelga sobre la acera; es la Cervecería Nacional que prende su estrella eléctrica y atrae hacia ella las sutiles bicicletas, que se acercan en todas direcciones como las mariposas que aletean al rededor de los focos y rompen sus alas y mueren amando el arco voltaico. Se cerraron ventanas y balcones. En los comedores las muchachas están ante la caliente sopa, pensando en el joven que pasó, en el desdeñoso ciclista; y por la Calle real regresan los coches con los dos ojazos de luz muy separados, mirando imbécilmente las bicicletas que salpican la noche con sus fanales rojos y azules. Sensación de septiembre. |