Pedro Emilio Coll, "El colibrí". El Cojo Ilustrado, Caracas, Año V, No. 98, 15 de enero de 1896. p. 96,98.


El colibrí


ESCENA FIN DE SIGLO
LUCIANO, escritor público, aire de vividor, 33 años.
ALINA, su mujer, alegre y nerviosa, 24 años.
   Sala elegante en casa de Luciano; éste vestido a la última moda, fumando en
boquilla de ámbar, se pasea distraídamente. Alina en una mecedora, con los ojos
entornados, se balancean con la punta del pie. Después de almuerzo. Primer año
de matrimonio.
ALINA.-¡Ay, qué divertido!
LUCIANO. -Qué dices?
ALINA. -Estaba pensando en Nana.
LUCIANO. -¿En quién, en tu mamá?
ALINA. -¡Caramba! (dándose con la palma de la mano en la boca) y yo que no
quería decirte nada hasta que no hubiera concluido de leerla.
LUCIANO. -¿Pero qué es?  No comprendo.
ALINA. -Mira es... Yo quería sorprenderte, pero ya te lo dije (coquetea
picarescamente; va hacia su marido, quien se deja acariciar mientras quita con
la uña la ceniza de su cigarro). El otro día me puse a oír por la cerradura...
LUCIANO. -¿Por la cerradura?
ALINA.-Sí, por la cerradura de la puerta de tu cuarto de estudio. Hablabas en
alta voz y dabas voces como si se te ocurriera algo; yo me dije: ¿Qué tendrá
Luciano? Y fui en puntillas y miré por la cerradura. Fue sin culpa. Tú ibas de
un extremo a otro de la habitación, gesticulabas mucho y parecía que estabas muy
nervioso; de repente te detuviste delante del poeta aquel, que sentado junto a
tu escritorio se retorcía como LUCIANO. -¿Qué poeta, Alina? No entiendo nada de
lo que dices.
ALINA. -¡Jesús! el poeta aquel que escribió unos versos muy bonitos en el álbum
que me regalaste el día de nuestro compromiso, ¡te acuerdas que me llamabas!
Torre de marfil, colibrí de oro.
LUCIANO (con repentino disgusto). - Bueno, bueno, sigue.
ALINA. -Te detuviste y con voz casi colérica le decías; me acuerdo muy bien
(fingiendo seriedad e imitando la voz de Luciano) "Al fin tendremos que hacer un
manicomio para  meterlos a ustedes. La poesía se va, se va y se va: nuestro
siglo es de positivismo, de industria, de civilización. La fisiología ha cogido
a todos los rezagados del progreso y los ha puesto en la mesa de disección; el
gusto por la rima es un atavismo, un estado morboso, la crítica patológica lo ha
comprobado. ¡Señor, venirnos a hablar ahora de idealismo después de lo que ha
escrito Claudio Bernardo". (Luciano golpea el suelo con el pie y hace un
movimiento de impaciencia al oír decir a su mujer Bernardo en lugar  de Bernard.  
Alina no se apercibe y continúa).  Algo que no pude oír te contestó entre
dientes el poeta... ese que me llamó Colibrí, pero debió ser muy malo porque te
pusiste como rabioso y dando un golpe sobre el escritorio le replicaste:  "¿Sí,
¿y qué mayor honra para el naturalismo que proceder de tal estirpe? Eso es lo
que los subleva a ustedes los que no pueden soportar de frente la luz de la
verdad. Pues bien, yo declaro que haría una pira con todo ese fárrago de
sentimentalismo y antiguallas que solo sirve para engañar a las mujeres y a una
docena de desequilibrados. ¡Sí, todos al fuego! Hasta ese Bourget y la cáfila de
mojigatos que lo siguen; el tal Bourget que toma agua de Lourdes para el
reumatismo, como he visto en un periódico de Madrid. Solamente a Zola con su
obra inmensa dejaría en pie,  y que lo lean todos, en las escuelas, las mujeres,
los niños, todos. Tú hablas sin saber. ¿ Has leído tú La Tierra? ¿Has leído tú
El Dinero? ¿Has leído tu esta obra insigne?"... Y con un movimiento rápido
sacaste del estante de los libros uno que arrojaste con furia sobre la mesa; el
poeta lo miró de reojo y sonriendo socarronamente, exclamó: "Anda, Luciano,
ponte el sombrero y vámonos a la calle; te conviene el aire fresco", y tomándote
del brazo, casi te arrastró fuera de la habitación,  dándome apenas tiempo para
ocultarme detrás de la cortina, porque no quería que supieras que te había
escuchado. Habías dejado al salir abierta la puerta, entré a tu cuarto, sobre la
mesa estaba todavía el libro; el pobre. Con tu brusquedad había sufrido mucho;
miré curiosamente la primera página, en la carátula amarilla con gruesas letras
negras leí "Nana, por Emilio Zola."(Lucía no palidece y se muerde los labios)
¿No era ese el escritor que tu decías que era el único bueno, el que debían leer
las mujeres? ¡Ay qué gusto para ti sería cuando supieras que yo lo había leído!
Me lo lleve y a hurtadillas de ti lo leía para darte después una sorpresa! Pero
aún no he llegado al fin y no sé como terminará la pícara Nana, de seguro se
casa con... (Luciano no sabe qué responder. Alina habla Aturdidamente). ¡Ay Dios
mío!... lo malo fue que la otra noche estuve leyendo hasta muy tarde, tú no
habías venido del Club; me latían las sienes y me acosté, pero a poco entre
dormida y despierta soñé... ¡ay que vergüenza! que había salido al teatro, al
escenario, yo veía miles de pecheras blancas, como Nana, así... desnuda, sin
nada, oí un atronador aplauso, como una inmensa voz de admiración y me desperté
agitada... ¡Ay qué vergüenza! (se cubre el rostro con las manos).
LUCIANO. -(angustiado y colérico, habla febrilmente y casi sin saber lo que hace
aprieta con fuerza el brazo de su mujer). ¡Basta!... ¿en dónde está ese
libro?... pronto!.... dámelo... dame el libro,  te digo!
ALINA.-¿Pero qué es Luciano?... ¿Qué tienes?
LUCIANO. -El libro!... el maldito libro!... si no quieres que...  
ALINA. - ¿Pero qué tienes?... Yo no sabía!...
LUCIANO. -¡¡Dámelo!!
ALINA. -Sí... Sí... Pero si yo no sabía... Toma (saca el libro de un cofre de
bordados; Luciano se lo arrebata de las manos).
LUCIANO. -Ah!... (se enjuga la frente con el pañuelo). ¿Es decir que te has
propuesto revolver mis papeles extraviar mis libros!... Luego no debías ignorar
que no es esta lectura para una mujer, para una señora honrada como supongo
debas serlo tú.
ALINA. -(sorprendida). ¿Pero no decías el otro día que...
LUCIANO. -(tratando de contenerse). No tienes necesidad de desorganizar mi
biblioteca cuando te he formado una para ti de obras morales, versos...
     ALINA. -¿No decías que eso solo sirve para engañar?
-LUCIANO. -Mira... Alina. Sé lo que digo y tú hablas torpemente. Hay razones que
no tengo para qué exponerte; y... además el primer deber de una mujer es
obedecer sin replicar lo que le imponga su marido.
ALINA (comprendiendo y con disimulada ironía). Ah!... no es eso lo que sostienes
en uno de los últimos números de la "La Revista Independiente", al tratar de
"Los Derechos de la esposa".
LUCIANO. - ¿También has leído?...
ALINA. - Sí, y creo que he cumplido con una obligación. ¿No es obra tuya? ¿No
proclamas allí los vínculos que a juicio tuyo deben constituir el verdadero
matrimonio? ¿En dónde buscar mejores máximas para mi comportamiento en el hogar
que en tus propios escritos? Pues bien en ese articulo te sublevas contra los
que franca ó hipócritamente creen que en el hogar el hombre es un amo y la mujer
una esclava que "debe obedecer sin replicar".
LUCIANO: (iracundo) ¡Cállate! Y no me contradigas!!... Ya hasta quieres quitarme
el derecho de escribir para el público! ¡Aquí no hay más señor que yo! Una cosa
soy de la puerta de la calle para fuera y otra en mi casa!... ¡Ah, no es posible
vivir de esta manera!...(Entra con ímpetu en su cuarto y cierra con violencia la
puerta. Alina inmóvil. Silencio).
ALINA. - Luciano!... Luciano! (Llamando con voz suplicante) ¡Dios mío, Dios mío
y yo que no sabía que eso era malo!  (se echa a llorar sobre el sofá cubriéndose
la cara con los brazos)