Pedro Emilio Coll, "El
Sueño de una Noche de Verano". El
Cojo
Ilustrado, Caracas, Año VII, N° 152, 15 de abril de
1898. p. 290-92.
El Sueño de una Noche de Verano Nel
mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva oscura, Che la diritta via era smarrita . Por el
balcón abierto penetraba el aliento
del jardín. El sol, muerto entre luces de heliotropo,
había dejado en el aire de la noche el recuerdo de su oro
encendido. Respiraba el jardín como un cuerpo desnudo y el
cielo, cual una inmensa flor azul, parecía perfumarlo. Se
diría que una aroma de lirios descendía de la Vía
Láctea y que en la tierra los lirios formaban otra
constelación tan alba y pura como la del cielo, que cada
estrella derramaba divinas fragancias sobre los pétalos y cada
corola era un pebetero que enviaba su invisible incienso a las
estrellas inmaculadas. En los senderos espolvoreados de diamante, las
finas siluetas de las ramas fingían encajes de sombra y
arabescos de ébano.
Busqué en mis labios una palabra que unir al alma tranquila de las cosas, pero mi voz se desvanecía antes de profanar la santidad del silencio. Las rimas revoloteaban alrededor de mi boca y se volvían al corazón llorosas y avergonzadas. Necesitaba de una música inefable que pusiera a mi espíritu en contacto con tanta belleza dispersa y, sin quitar los ojos de la fronda, tendí la mano para tomar el volumen de Shakespeare y leer en él El Sueño de una noche de Verano, pero la mano tropezó con otro que sobre la misma mesa estaba, el de los Dramas filosóficos de Renán. En la tarde había estado comparando, en el tomo de comedias de Shakespeare, La Tempestad, con las exquisitas ficciones en las cuales Renán cuenta los diálogos que en su alma tuvieron las queridas imágenes de Próspero, Ariel y Calibán. Leí en alta voz bajo la iluminación de la luna, y el follaje mismo pareció inclinarse extático, acariciado por la música del Verbo; pero lentamente y a medida que las frases se hacían más desencantadas y la ironía más densa, el jardín tornábase mustio y melancólico; y cuando Ariel, símbolo del Idealismo, desparece acompañado por la armonía de sus alas y vencido por Calibán, símbolo de la Fuerza, oí un sollozo que no sé si del jardín partió o de mi propio corazón... Y por no turbar con inquietudes humanas la serenidad de la hora en paz, cerré el balcón y en la sombra me dormí. En sueño me vi de nuevo en el jardín, mas los arbustos crecían, las hojas de sedeñas y tiernas volvíanse ásperas y recias, la savia corriendo febrilmente por los tallos los engrosaba y convertía en troncos de agria corteza, las ramas alargándose se cubrían de ortigas y orquídeas; la tierra se arrugaba como la piel de un hipopótamo; una flora extraña crecía por todas partes; pronto una cripta de verdura me ocultó el cielo. Estaba en una selva llena de lamentos y rumores inauditos; los leones debían haber pasado por allí porque en las hojas muertas quedaban señales de garras y en el ambiente un olor de melenas y de sangre. Quise correr pero los pies se habían adherido a una espesa resina; ya a punto de perder el sentido, vi avanzar hacia mí un eclesiástico obeso y de corta estatura; los cabellos sacudidos por el viento le formaban una aureola plateada. Era Renán vestido de seminarista de San Sulpicio. -Maestro, sálvame!, le grité. -¿Por qué me llamas Maestro? ¿qué te he enseñado? Indudablemente Renán se disgustaba de que alguien lo encontrase en traje talar, pero luego, comprendiendo tal vez lo brusco de su respuesta, continuó con voz suave y con bondad un tanto forzada. -¿Qué buscas en esta selva tenebrosa? Conoces el secreto de domar las fieras? Ve que tus músculos son débiles para romper la fragosidad y abrirte camino entre zarzas y espinas. ¿Sabes tú la ruta que conduce a la balsámica floresta de la Eterna Ilusión? -No sé nada, Maestro; estaba en un vergel florecido y meditaba en el problema de la Vida y de la Muerte, a mi alrededor la naturaleza se puso hosca y tejió esta red de maleza inextricable. Ha sido un milagro, Maestro. Y Renán sonrió discretamente al oírme hablar de milagros. -Ven hijo mío, sígueme y marcha con cautela, me dijo, porque la senda tan escueta es, que más parece la hoja de una espada tendida sobre el abismo. Según la leyenda -siguió diciendo mientras caminábamos, él ágil a pesar de su obesidad, y yo a tientas y lleno de pavor- según la leyenda, en ese paraje en donde te encontrabas hace poco, y que se llama el Bosque de los Suicidas, vivió en los primeros días de nuestra Era, un piadoso anacoreta el cual se alimentaba con frutas y por único compañero tenía un cordero tan humilde y blanco como el Cordero Pascual. Cuando el alba mojaba la selva de rocío y el anacoreta elevaba su oración matutina a la gloria del Creador, el cordero también decía su plegaria balando al cielo diáfano y a la aurora recién nacida. Después de haber saltado por lomas y aguas vivas venía el cordero a secar su vellón en la barba del anacoreta, quien ya, antes que Francisco de Asís, llamábase hermano de los animales; en inocente égloga vivían el anacoreta y el corderillo. Pero en aquellos tiempos los paganos echaban a las fieras los que profesaban la fe en Jesucristo. Cuenta la leyenda que el anacoreta arrastró hasta su retiro el cuerpo muerto de un cristiano que al siguiente día debía ser pasto de los tigres, y como quería darle religiosa sepultura, púsose a excavar con las uñas la fosa que debía ocultarlo de los sicarios paganos. Trabajó tres horas sin tregua, pero la fosa era apenas como el alveolo de un riachuelo; rendido de fatiga y de angustia arrodillóse y dijo: ¡Señor, Señor, mi tarea es obra pía, pero mis brazos son frágiles; Señor, préstame tu omnipotente auxilio! Al decir esto apareció un león, el cual gravemente comenzó a escarbar la tierra, y tan profunda fosa cavó que hubieran cabido en ella dos hombres. Después de bendecirla, el anacoreta y el león comenzaron a echar tierra y hojas sobre el cuerpo del cristiano. Lleno de místico regocijo, el anacoreta levantó las manos a lo alto y exclamó: ¡Señor, Señor, tu sabiduría y bondad son infinitas; permite que este león, que ha salvado de la profanación el cuerpo de un servidor tuyo, realice su mejor deseo!; y entonces el león que estaba hambriento fue hacia el cordero, que dormía con un nimbo de luz en torno de la frente, y lo devoró en presencia de la noche estrellada. A la mañana cuando los sicarios fueron en busca del cristiano, encontraron en su lugar al anacoreta muerto, con el cilicio atado al cuello. Desde esa época el sitio en donde te encontrabas hace poco se llama el Bosque de los suicidas y allí vagan y sucumben por su propia mano los que han puesto en duda la justicia suprema. Con tan hondo acento fue referido todo esto, que estuve próximo a creer que aquello no era una inverosímil improvisación con la que mi buen Maestro quería confundirme y atemorizarme. En el fondo sabía que el anacoreta no había existido jamás, pero por no dejarlo comprender, dije después de un breve silencio: -He leído en no sé qué viejo infolio la historia que me acabas de recordar; pero, dime Maestro, ¿no crees que la duda, que debió inspirar al infeliz anacoreta su acto desesperado, es un sentimiento que debemos apartar de nuestro corazón? -En este caso especial, el anacoreta obró como un hombre sin filosofía y que tuvo la desgracia de ignorar las ventajas de mi diletantismo. Por algo he puesto un cordón sanitario entre Dios y la naturaleza que el anacoreta confundió deplorablemente: "la naturaleza es inmoral; el sol ha contemplado sin turbarse las más horribles iniquidades, ha sonreído a los más grandes crímenes; pero de la conciencia se elevaba una voz santa que habla al hombre de un otro mundo, el mundo del ideal, de la bondad, de la justicia. Si sólo existiera la naturaleza habría que preguntarse si Dios es necesario." Pero concretándome a tu pregunta: ya sabes que he escrito en alguna parte que la alta moralidad no es estimable sino si ha atravesado por la duda. La seguridad de la recompensa destruiría el mérito de la acción. -¿Según lo que decías anteriormente debemos obedecer el consejo interior de la conciencia y no seguir el ejemplo de la naturaleza? Tu compañero Taine era de opinión contraria; él, de acuerdo con el estoico Marco Aurelio, pensaba que no hay mejor guía que la naturaleza y que nuestra vida debe adaptarse a sus fines. -Sí... es verdad... tal vez... vivimos en la contradicción... "Quien sabe si la fineza de espíritu consiste en abstenerse de concluir"... Quien sabe si mi amigo Taine está en la verdad. Quien sabe si a pesar de la aparente unidad de su pensamiento y de su método vaciló tanto como yo... ¡Oh, yo tal vez he sido mas sincero y he confesado mis debilidades! No olvidemos que Taine temió siempre la influencia de sus libros y lamentó no haberlos escrito en latín para hacerlos menos accesibles al público; no olvidemos que nació católico, vivió lejos de toda ortodoxia y sin embargo sus últimos deseos fueron ser enterrado cristianamente según el rito protestante. "La inconsecuencia es un elemento esencial de todas las cosas humanas". -Las almas dóciles, Maestro, que se sienten dispuestas a ser guiadas, padecen por esas contradicciones de los sabios encargados de encaminarlas hacia un estado mejor y más perfecto. -¡Ah, cierto! Nuestro siglo después de su tarea de análisis y demolición, está ansioso de afirmaciones. Es torturante la actitud de las inteligencias que, volviéndose a los cuatro puntos cardinales, con la inquietud de un navío sin brújula o de un viajero perdido en un desierto, esperan la estrella que ha de conducirlos a la tierra prometida, o cuando menos al oasis, a la isla incógnita en donde reposar. Cada hora una nueva voz parte del septentrión o del mediodía, del este o del poniente, anunciándose como el Apóstol esperado; preséntase con una recia armadura de lógica, invencible a la vista, pero que cae disuelta en polvo cuando una nueva voz sopla sobre ella, y ésta a su vez sufre el mismo destino cuando otro eco se levanta. Hace poco hemos tenido por aquí el último Profeta. -¿El último Profeta? -Sí, llegó precedido de una orquesta formidable de trompetas y címbalos. Venía de Alemania, vestido con serpientes y pieles de lobos, se llamaba a sí mismo el Zarathustra y era saltimbanqui y discípulo de un monstruo fabuloso. En medio de danzas macabras enunciaba su evangelio que es el del retorno a la crueldad y a los instintos primitivos. A su juicio, la piedad es el más grande de los delitos y la destrucción la mayor de las alegrías. Todos los nobles de la ciudad se reunieron alrededor de su estrado ambulante y escucharon la enseñanza que los encarnizaba contra los débiles; los nobles todos creyéronse Super-Hombres -que es así como el Zarathustra llama al futuro e inmisericorde dominador- y al rayar la aurora incendiaron los falansterios de obreros y quemaron en las plazas públicas á los ancianos, mujeres y niños que se habían refugiado en los hospitales. El Zarathustra va de pueblo en pueblo diciendo la buena nueva porque se ha propuesto cambiar la faz del mundo. -Al levante, hacia donde el Zarathustra había ido, el espacio estaba impregnado de vapores sulfurosos y purpúreos. Renán, continuó: -Lo que me acongoja, por qué no confesarlo, es que cuando el Zarathustra hablaba, fijando en mí sus ojos fulgurantes, yo reconocía en muchos de sus aforismos la consecuencia lógica de algunas de mis ideas llevadas a su máximum de ampliación. Así sobre mi frase "la civilización es obra de los aristócratas," el Zarathustra ha levantado un castillo feudal y celebrado un festín dyonisiaco en conmemoración del tirano de Syracusa. Renán inclinó la cabeza como bajo la presión de un gran dolor; yo preparaba una serie de consolaciones más o menos repetidas, cuando rompió de nuevo el silencio. -Y no obstante, este culto de lo que llamo la verdad ha sido el sostén único de mi existencia. Es imposible vivir sin una filosofía, es decir sin una concepción del universo. El más insignificante hecho diario engarzado en un sistema filosófico adquiere una belleza superior, o cuando menos no parece la revelación de una ciega fatalidad; la observación aislada de los hechos puede conducir a la anarquía social ó intelectual; la indagación de la causa suaviza la aspereza del efecto. ¿Ríes? Sí, ya supongo que me vas a oponer la novísima teoría de la mentira vital, del imaginario motivo de vivir que cada hombre se forja. Bueno, porqué no? La mentira no existe o es una de las formas de la verdad, la mentira que cuantas veces como ésta, ¡oh, más que ésta! ha arrastrado y arrastra a los hombres a las más grandes acciones y heroísmos. Sí, creo en la virtud redentora de la ciencia, del arte, de la filosofía. La criatura que concibe los fenómenos como formando parte de un sistema universal y las apariencias como la epidermis de un Espíritu, puede formarse una vida interior elevada y alcanzar la armonía consigo mismo, al contrario del que los considera sin vínculo alguno. Ahí tienes a Herbert Spencer, débil y nervioso, trabajando por espacio de treinta y seis años en una de las obras más completas y portentosas de este siglo, sin más apoyo que su fe en la ley de la Evolución y adaptando a ella todos los movimientos de la humanidad y aun los sacudimientos de su propia alma; ahí tienes a Guy de Maupassant, joven y vigoroso normando atenido sólo al "documento humano", a la observación sagaz y fría del hecho, según lo enseñaba Faublert, quien por otra parte no lo practicaba al pie de la letra y a quien salvaba su abundante dosis de romanticismo; ahí tienes a Maupassant, loco, buscando sus ideas, el que con su admirable talento no buscó siempre sino el hecho menudo y minucioso sin hacerlo converger y depender de una Idea central. ¡Oh! hay que poner al extremo de la vida una ilusión, un ideal para no ir dando tumbos por el camino. Yo mismo, que a pesar de mi exceptisismo orgánico, he tenido dos o tres principios fijos, yo mismo hubiera sido como ese pobre Verlaine, con el que tengo más punto de semejanza de lo que parece. Tal salida inesperada me dejó perplejo. Renán jugaba con la paradoja y me obligaba a seguirla en sus caprichosos giros. ¿Qué semejanza podía existir entre el poeta bebedor de ajenjo y el profesor de hebreo del Colegio de Francia, académico y perpetuo aspirante a senador? -Verlaine, hijo mío, como yo fue un microcosmo y recorrió tantos estados de alma como un Goethe; sólo que lo que el uno sabía canalizar, por cauces abiertos anteriormente a fuerza de genio y de filosofía, el otro dejaba esparcirse en direcciones contrarias sin imponerles la presión de la Voluntad; de ahí que su existencia fuese incoherente y su obra multiforme y atolondrada. El pobre Verlaine que cantaba la "impresión del momento", según su expresión, no creía ese momento fugaz y pasajero sino que lo consideraba como un estado de conciencia que en lo adelante sería inmutable, y era ingenuo en ese momento, pero presto una nueva sensación cambiaba el paisaje interior, y un nuevo canto, canto de alondra, surgía de su boca lacia y desencantada. Y con un suspiro agregó: -... Yo hubiera podido ser un bohemio como Verlaine... ¡Pobre Lelian! Estábamos ya al final del angosto desfiladero, por el cual ya caminaba con más seguridad, cuando Renán me dijo con cierta timidez y casi al oído: -Hijo mío, al descender la cuesta sembrada de tomillo y albahaca que ves allá abajo me esperarás un instante. No estamos lejos de la ciudad y es probable que encontremos algunas parejas de amantes, de poetas y pintores en busca de asuntos y no quiero -mi reputación de libre y pensador sufriría un fracaso- que me vean en este traje de eclesiástico, que uso en recuerdo de mis días de infancia y de juventud en el Colegio de Treguier y en el Seminario de San Sulpicio; cuando estudió en la soledad ó cuando medito en el bosque este traje me reviste de una amable beatitud. Renán se entró en una ermita sin campanario, ceñida de trepadoras lianas, y al rato volvió tal como Bonnat lo retrató: amplia levita y chaleco alto que a duras penas le sujetaba el vientre voluminoso. Para borrar la malicia de mi rostro Renán se apresuró a decir: -Tu sabes que me he comparado al hircorserf de la escolástica, el cual se comía las patas sin advertirlo: una de mis mitades se acaba de comer a la otra. Por lo demás esta doble naturaleza, que consideraba como una distinción y como un signo de aristocracia intelectual, según voy viendo es común a todo el género humano. ¡Oh, el traje civil no me va bien, yo había nacido para predicar! En el camino Renán me habló de sus proyectos literarios: "Quisiera reunir en un pequeño formato algunas páginas sinceras para los y para las que el viejo misal no satisface. Mi última ilusión estaría colmada si pudiera esperar entrar en la Iglesia, después de mi muerte, en la forma de un pequeño volumen in-I8, empastado en marroquín negro y sostenido entre los dedos largos y delicados de una mano finamente enguantada". Y como el aire convidaba a la divagación ligera, Renán saltaba de idea en idea como un colibrí sobre un rosal en flor. Dejamos la fangosa orilla, y navegamos a través de un lago rizado por el aleteo de plateados pecesillos; la barca penetró entre un flotante jardín de algas y descendimos a la balsámica floresta de la Eterna Ilusión. Desperté. En el vergel cantaban los ruiseñores sobre los follajes tamizados de oro. Era una clara noche de verano. |