Las divinas personas



Cuento del Padre


   Mucho antes de la creación del mundo, ya el Eterno había expulsado de su reino a los ángeles rebeldes. Sólo Azael escapó entonces a la cólera del Señor, a causa de los servicios que le prestó en el descubrimiento y castigo de la celeste conspiración de los malignos.
   Leve había sido su falta y grande su arrepentimiento; así, le fué perdonado por Jehová, a cuya sabiduría infinita no podía ocultarse cuán fácilmente puede sucumbir un espíritu inquieto e ingenuo, como Azael, a las argucias de Satán. Un Instante seducido por éste, estuvo Azael a punto de caer envuelto en la más antigua y tremenda de las calamidades, en aquella de donde se originan todos los dolores del hombre sobre la tierra. Pues ni Eva ni Adán habrían perdido su inocencia primigenia, y descargado de ese modo todos los castigos sobre nuestra mísera especie, si Lucifer, al ser lanzado de los Imperios de Jehová, no se hubiese escondido entre las flores del Paraíso terrenal. Y como Satán antes de la creación del hombre, se aburría en las tinieblas del caos, por no poder tener a quién tentar, acometió a nuestros primeros padres con astucia y furor descomunales.
   Arrepentido, pues, Azael, a los pies del Hacedor confesó sus veleidades y le reveló la trama que se preparaba contra su poder. Y Jehová lo conservó a su lado, se entretenía con sus juegos y ocurrencias y hasta lo aprovechó en misiones confidenciales a los lejanos mundos por él creados.
   Por su parte, Azael comprendía que el Eterno necesitaba de su ingenio ágil y sutil, para distraerse en sus divinos ocios, sobre todo después de que el Hacedor se entregó al reposo, concluido que hubo, en siete días, la obra que perdura por los siglos; además de que el Eterno, en su ancianidad, le había encargado de vigilar los trabajos de los hombres, de cómo obedecían a sus preceptos y se oponían a las maquinaciones infernales.
   Eran así frecuentes los viajes que, desde el cielo a la tierra, hacía Azael, a quien Satán no cesaba de acechar confiado en atraerle al fin a sus dominios; porque recordaba que Azael era y, por tanto, propenso al pecado como cualquier mortal.
   Un día, el Señor, sin disimular su hastío, dijo de repente a Azael
   -Azael, me repites demasiado la historia de la vieja conspiración Luzbel. ¿Crees tú que la ignoraba? Bien sabes que nada hay para mí oculto. Te perdoné porque me revelaste lo que ya sabía. Lo que siempre estará fuera de tu alcance es la razón de por qué la dejé estallar. Ello no será conocido sino al final de los tiempos, cuando todos los seres por mí creados vuelvan a reposar en mi seno paternal, y el mismo Luzbel retorne a mis brazos, convencido de que, sin sospecharlo siquiera, fue un agente mío para purificar por el fuego, la arcilla primitiva y convertirla en purísima substancia radiante. Azael, observo que poco te ocupas ahora de la existencia de los humanos.
   -Señor -le contestó humildemente Azael- como cada vez que visito la tierra escucho y veo las mismas cosas, he concluido por aburrirme de ellas. Nada cambia allá abajo. Siempre las mismas guerras, ambiciones, odios y amores. Confieso que la monotonía sólo es soportable bajo la luz de tu presencia. Pero Señor, tu servidor soy y tus órdenes son inapelables.
   -Azael -exclamó el Eterno- únicamente Jehová puede aburrirse sin que la creación vacile. A ningún ángel le está permitido sino el canto y la sonrisa. Tu incuriosidad a la larga puede perderte. Si la curiosidad perdió a Eva, fue por lo nimio del objeto a que la aplicó. Mas los que con angustia solicitan los caminos que conducen a mi trono, me son tan gratos como los espíritus puros y sencillos que creen haberlos hallado. Sólo los indiferentes son mis verdaderos enemigos. Si esa curiosidad cesara, sería como prescindir de mí. ¡Apártate de mis ojos, Azael, y ve a la tierra!
   -Perdóname, Señor -gimió de hinojos Azael-. ¿A qué sitio de la tierra deseas que me encamine? ¿De qué mortal quieres tener noticias?
   -Al país de Hus, donde mora mi siervo Job, añadió lacónicamente Jehová.
   Y casi sin esperar más órdenes, levantó Azael el vuelo. El Eterno oyó satisfecho el rumor de sus alas en el éter diamantino. Y, apoyando sus barbas caudalosas en la diestra, el Todopoderoso se durmió.
   Despertó Jehová y al sorprender a Azael que jugaba con el borde de su túnica, resplandeciente como el sol, le increpó con estas palabras:
   -¿Qué haces? ¿No has cumplido mis órdenes?
   -Las he cumplido, Señor, mientras dormías por cien horas. Job, el mas perfecto y recto de los que temen a Dios, es también el más rico y dichoso de los varones orientales. Su hacienda se extiende a todos los horizontes y posee siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas asnas, todas con sus aparejos.
   -E1siervo que sólo en trabajar se ocupa, es el mejor de mis siervos -dijo complacido Jehová.
   -Señor, también se regocija en banquetes, junto con sus siete hijos, sus tres hijas y sus tres hermanas.
   Y como Azael observara una arruga profunda en el ceño del Creador, añadió con presteza:
   -Pasados los días de convite, Job se levanta muy de mañana y te santifica y te ofrece holocaustos.
   Pero el Eterno permanecía silencioso y pensativo. Todo se obscureció de súbito, menos el resplandor de Jehová. Unas inmensas alas cartilaginosas hicieron aún más sombrío el espacio. Era Satán, que llegaba llamado por el Señor, que al oído le habló. Breve fue el diálogo, pero terrible para el santo de Hus, cuya paciencia iba a poner a prueba el Eterno. El enorme murciélago se alejó veloz y la luz inmaculada de los cielos imperó de nuevo.
   A poco, los bueyes y las asnas, que pacían en la tierra fecundada por Job, fueron acometidos y tomados por los sabeos, y los mozos pasados a cuchillo. Apenas más tarde, igual suerte corrieron los pastores de las ovejas, sobre las que cayó fuego del cielo.
   Enviado por Jehová, pudo comunicarle Azael con cuánta resignación aceptaba Job las disposiciones del Eterno.
   -Sin acudir a Luzbel, le hizo observar Jehová, podría desencadenar todos los males sobre mis criaturas, pero todavía quiero mantener al rebelde en la ilusión que es tan poderoso como yo.
   Y Satán recurrió a más duras pruebas para turbar la paciencia de Job. Mientras los hijos y las hijas del infeliz varón de Hus comían y bebían, un gran viento del desierto derribó la casa donde se solazaban y únicamente se salvó el mensajero que trajo la nueva a Job, quien, cayendo de rodillas, adoró al Hacedor.
   Lo supo Jehová y quedó admirado de la sublime paciencia del santo. Pero notaba Azael que la paciencia del siervo comenzaba a impacientar a su Señor.

   Tocó entonces Satanás la carne de Job, que se cubrió desde el pie hasta la cabeza de pústulas que manaban humores nauseabundos. Y aunque su mujer le aconsejaba apartarse de Dios y se burlaba de su simplicidad, Job callaba y, sentado en medio de cenizas, con un tejo se rascaba la lepra.
   -¿Será posible tal perfección en un ser hecho de barro?, exclamó Jehová. ¿Podrá el hombre llegar ser semejante a su Creador?
   - Señor, musitó Azael, con los ojos gachos y como ocultando su pensamiento al que todo lo sabe, el Omnipotente puede permitirlo, si así conviene a sus fines. Pero la paciencia de Job -insinuó con genio político impropio de los divinos lugares- me parece la más imperdonable pretensión del hombre, después de la de haber aspirado a conocer la ciencia del Bien y del Mal.
   -Márchate a la tierra, que mayor es tu presunción al pretender juzgar mi obra. Márchate y hazme saber en seguida cómo soporta Job las penalidades con que Luzbel, por orden mía, últimamente le ha agobiado.
   No tardó en oírse la jubilosa risa de Azael, ya de regreso del desolado país de Hus.
   -Señor, -dijo Azael, casi sin tomar aliento-; grandes nuevas te traigo de Job tu siervo. Su paciencia se ha convertido en lamentosa indignación. En vano sus amigos y fieles creyentes suyos, Eliphaz, Baldad y Sophir, se han empeñado en probarle que son merecidas y justas las penas que sufre. Job vocifera, lleno de amargura. Ha perdido al fin la paciencia que, permíteme decírtelo, comenzaba a hacerte perder la tuya.
   -Azael, resonó la tormentosa voz del Altísimo, vete al lado de Satán, con quien debiste estar desde el remoto día de la conjuración de los ángeles. Te creía digno de interpretar mis recónditos pensamientos. Tu inmortal mocedad te incapacita para conocer mi sabiduría. Me has creído decrépito a causa de mis años. Mis barbas blancas te han ocultado mi eterna juventud. Aléjate de mí. Eres indigno de comprender que Job impaciente está más cerca de mí que, cuando con inagotable paciencia, ya ostentaba el orgullo y la serenidad de un dios que se enfrente a mis ejércitos.
   Desterrado entre nosotros, míseros mortales, Azael solicitó a Satán, a quien halló acongojado por su fracaso ante el santo Job que, de nuevo rodeado de riquezas, con tantos hijos como antes de sus desgracias, y con mayores rebaños, se durmió en la paz del Señor a los ciento y cuarenta años.
   Cuando Azael refirió al Tentador lo ocurrido con Job, Luzbel, en el tono de un verdadero pobre diablo, comenzó sus reflexiones con estas simples palabras, que encierran casi toda la ciencia de los hombres y que el Eterno celebró con una carcajada, que de un extremo a otro recorrió los cielos y conmovió la creación:
   -¡El viejo Jehová es incomprensible!



Cuento del Hijo


   En el pueblo, el caso de la negra Higinia era la comidilla de los vecinos. Primero se creyó que los dolores, que le hacían lanzar tan agudos gritos, se debían a que estaba encinta. Pero ¿cómo su flor virginal podía haberse deshojado a los sesenta años de edad, cuando ni mocita se le conoció novio alguno y sólo sonrió fraternalmente entonces, con sus dientes de coco, a los peones que la requebraban, a la sombra de los guamos de la hacienda donde nació de padres esclavos? Y era donosa antaño, con el cesto de cogedora de café apoyado en la cintura, o cuando iba por agua a la acequia, con la tinaja sobre las duras greñas. Después, ya vieja, seguía sonriendo como antes, pero con desnudas encías de color de rosa, y con una bondad tan natural y espontánea como las tunas que crecen al margen de los barrancos y ofrecen su dulce pulpa a la sed del viajero, bajo los soles caniculares.
   Era santa la negra Higinia, como lo es la mota de tierra y el cardo silvestre y el limpio manantial que desciende de las montañas, es decir, inconscientemente, que es como las cristalinas virtudes parecen participar mejor del misterio de la naturaleza. Sin embargo, no se salvó Higinia de la malediencia. Pero, desechada la suposición, porque los meses pasaban y no daba a luz Higinia, se atribuyó su dolencia al mal de ojo, con que se creía la dañara un italiano bizco que, vendiendo zarazas y baratijas, pasó por el poblado, con su caja al hombro, inclinado hacia la tierra, como un nazareno vestido de pana y con zapatos de gruesos clavos. Se hizo venir a la curiosa, que la ensalmó con hierbas mágicas y oraciones de desembrujar; pero el dolor continuó tenaz.
   Aseguraba, por su parte, don Liborio, el boticario, que se trataba de un principio de epilepsia, enfermedad que, a su entender de farmacéutico rural, recogió Higinia por única herencia de su padre, el buen negro Tadeo, que estuvo celebrando, por muchos años, en el mostrador de las pulperías, con aguardiente de caña, la abolición de la esclavitud, hasta que un día lo encontraron muerto en la bagacera del trapiche.
   Es lo cierto que los lamentos de Higinia se oían hasta en la plazuela de la iglesia, encalada y humilde como las de casi todos los pueblos venezolanos, pero con algunas imágenes del tiempo de la Colonia, entre ellas un San Miguel, toscamente tallado en madera, que hería con su espada a Satanás caído a sus pies, con el rostro de bello arcángel adolorido.
   Ya había agotado Higinia todas las pócimas y brebajes que don Liborio y los vecinos le recetaban, y desesperada se abrazaba a los horcones de su rancho de bahareque, cuando su comadre Severiana le aconsejó, como último recurso, que le hiciera una promesa a San Miguel. No olvidaba Severiana que Higinia le había cerrado los ojos a su marido, muerto de un machetazo en una riña con Anselmo, el isleño, y acompañado al campo santo, al paso de la burra, en cuyo lomo macilento se balanceaba la urna de pino. Y no era sólo Severiana quien ponderaba los milagros del arcángel, pues éstos eran famosos en todos los caseríos de los aledaños.
   -Esta vela te traigo, Higinia -explicó grave y piadosamente Severiana-, para que con toda fe se la ofrezcas a San Miguel. Has de llevarla tú misma, aunque sea arrastrándote por la calle.
   -Si no puedo, mujer, si no puedo, gemía la infeliz Higinia, mientras se arqueaba en su catre y se oprimía con sus encallecidas manos de manumisa el vientre torturado.
   -¿Cómo no has de poder? San Miguel te dará fuerzas.
   A poco, toda la chiquillería y todas las vecinas estaban a la puerta, en la única calle del pueblo, compadeciendo a Higinia que, apoyándose en las paredes, con el rostro demacrado, la vela en una mano y en la otra un pañuelo a grandes cuadros, con el que ahogaba sus gritos, se dirigía vacilante a la iglesia. En verdad, nunca se había fijado en la imagen de San Miguel, que estaba como le explicó la comadre Severiana, un poco escondida cerca del altar mayor, a un lado del penumbroso presbiterio.
   Ya obscurecía, y nadie miró a Higinia cuando regresaba a su rancho, después de ofrendar la vela y las plegarias, con todo el fervor de su  corazón sencillo y según el consejo de la comadre.
   La comadre Severiana vivía del otro lado del río, en el cerro de las Cocuizas, y la tarde siguiente a la de su promesa, el río pasó Higinia, a pie enjuto, ligera como una muchacha, entre la iluminación rojiza del sol poniente, que llaman de los araguatos.
   -Severiana -díjole Higinia, balbuceante y echándole los brazos al cuello-, si no fuera pecado me arrodillaría aquí mismo como lo hice ayer en la iglesia. Dios sólo sabe el bien que me has hecho. Como si con su santa mano me hubiera tocado el pobrecito San Miguel y me hubiera sanado con sólo verme, así comenzó a pasarme el dolor desde que le encendí la vela y principié a rezarle. Ya puedo trabajar -añadió alegremente- y pilar maíz. ¡Si estoy como si tuviera veinte años!
   -Pero ¿cómo fue? Cuenta despacio, mujer -le interrumpió Severiana-. Siéntate en este cajón, que estarás estropeada, hija.
   -Si hasta Caracas puedo ir a pie, sin cansarme. ¿Pero, tú, dónde vas a sentarte?
   -No te preocupes, que sobre esta piedra de la batea estoy como en sofá de blanco codicioso. ¡Pero cuenta, cuenta, pues, mujer!
   -Verás. Apenas principié a rezar, sentí una dormición en las tripas. Así estuve toda la noche, y hoy amanecí sana, sanita.
   -¿Ya ves lo que te decía? No hay como San Miguel bendito. Y después ese zoquete de don Liborio se burla porque creemos en los milagros.
   -Si tú supieras, don Liborio siempre ha sido muy bueno conmigo; él hizo cuanto pudo para curarme. Voluntad no le ha faltado.
   -Pues él me dijo que tu enfermedad era por culpa de tu padre Tadeo, y patatín y patatán...
   -Esas son cosas que se le ocurren a esa gente que se la pasa leyendo. A veces, para distrerme, iba a mi rancho a leerme lo que dicen los papeles de Caracas; pero yo no entiendo nada.
   -¿Pero qué vas a entender, si no son sino embustes? -exclamó airada Severiana, siempre tan propensa a estallar en mal humor a la menor contradicción.
   -¡Dios los perdone! Pero vamos al asunto.
   -Sí, es lo mejor, porque tú eres capaz de perdonar al mismo diablo.
   -Pues, como te decía -continuó Higinia-, me arrodillé ante la vela, y como no había ni un alma en la iglesia, al principio tuve miedo. Pero cuando empecé a rezar me parecía que me levantaban por las greñas y que San Miguel sentía un dolor tan grande como el mío. ¡Y cómo no, con aquella espada que le encajaban en el estómago! Se le comprendía en los ojos que me estaba compadeciendo como yo lo compadecía a él, mientras el diablo se gozaba con la maldad que le estaba haciendo y le ponía el pie sobre la cabeza...
   -¿Pero que estás diciendo, mujer? -gritó, escandalizada, Severiana.
   -¿Qué es, Severiana? ¿Qué te pasa? -preguntó Higinia sorprendida y sin entender el escándalo de la comadre.
   -¿Pero a quién le rezaste, al que encajaba la espada o al que estaba en el suelo?
   -¿A quién había de ser? A San Miguel, al que estaba sufriendo. Al malo, que lo hacía sufrir, no podía ser.
   -¡Hoy sábado?... ¡Le rezaste al diablo! ¡Fue el diablo el que te hizo el milagro! -vociferaba Severiana-. ¡Estás endemoniada! ¡Vete, que hiedes a azufre!...
   Y con súbito estupor, sintió Higinia que caían sobre su cabeza todos los castigos del cielo. Sus piernas se doblaban, cuando Severiana empujándola violentamente fuera del rancho, se santiguaba, hacía cruces en el cajón donde Higinia se había sentado, en el suelo, que había pisado y hasta en la puerta por donde entró.
   Era ya de noche. A lo lejos, el torreón, como un inmenso índice apuntado al cielo, lanzaba llamas de la molienda de la tarde hacia las nubes de color de hollín. Por el camino obscuro, Higinia semejaba una gran piedra negra, que una fuerza desconocida impulsara lentamente. Tuvo miedo a los cocuyos luminosos, que volaban en los cañamelares y que ahora le parecían infernales chispas. ¡Ella endemoniada, por haberle rezado al maldito y no al ángel del Señor!
   Arrodillándose y besando el polvo árido del camino desierto, Higinia rogó a Dios que, en señal de perdón, le hiciera sentir de nuevo sus dolores. Aguardó un instante el supremo prodigio pero, por lo contrario, sintió que suave caricia le recorría todo el cuerpo, con el frescor de un agua milagrosa. Y convencida de que Dios no escuchaba sus preces y castigaba de ese modo su herejía, negándole el dolor que imploraba, la pobre Higinia, en la desolación de su inmensa soledad, rompió en llanto. Severiana tanía razón. Estaba endemoniada.
   Un calofrío de terror erizó sus arrugadas carnes, cuando al entrar en su rancho divisó debajo de su catre dos pupilas encendidas como brasas. Y dió un alarido de espanto.
   -¿Qué es? -le preguntó soñolienta y desperezándose su sobrina Ruperta, que la acompañaba durante su enfermedad y que dormía vestida, en una estera, sobre el suelo gredoso del rancho-. ¿Otra vez el dolor?
   -¡No; mira, es el diablo! -balbuceó Higinia, mostrando a Ruperta los carbunclos de fuego.
   -¡Ave María Purísima! -exclamó la muchacha. ¡Qué diablo ni qué diablo! Es el gato de don Liborio, que siempre se mete aquí a robarle la comida al cochino.
   Con los gruesos labios entreabiertos, a poco Ruperta comenzó a roncar. Higinia se sentó al borde de su catre, y los ronquidos de Ruperta, que a veces tanto la molestaban, era ahora como la única voz que la acompañaba en el mundo. Escuchándola roncar, fue aletargándose como bajo la influencia de un calmante. Sus recuerdos se evaporaban como en un sopor de opio, y cual si descendiese por una pendiente de seda, cayó rendida sobre su almohada de paja, con las alpargatas llenas de barro, con su traje de flores moradas y con sus ásperas greñas canosas, ceñidas por el pañuelo de Madrás.
   En un silencio profundo, como si todos hubieran muerto en el pueblo, sólo se oía el roncar de Ruperta y a lo lejos el canto de los gallos.
   En sueños, se vió de nuevo Higinia arrodillada en el camino obscuro. De pronto divisó, a distancia, un farol del pueblo que avanzaba hacia ella, que al aproximarse tomó forma humana y caminaba como don Liborio; pero cuando estuvo cerca de ella, quedó deslumbrada por una luz extraordinaria. Y en el centro de la luz, vió maravillada Higinia a Nuestro Señor Jesucristo.
Y de los labios de Jesús, como una música divina, escuchó Higinia estas palabras:
   -Apóyate en mi seno, porque desde la Eternidad escuché la oración que dirigiste al ángel que un día se rebeló contra mi Padre. Sin él habría sido innecesaria mi venida al reino de los mortales. Es cierto que sin aquella rebelión, Adán no habría pecado; pero hecho de barro como era, el hombre no habría conocido la absoluta perfección, ni visto a un Dios sobre la misma tierra que pisaba. Sin el pecado original, el hombre no habría conocido mi presencia. Desde muy alto, entre relámpagos y tinieblas, hablaba mi Padre a sus criaturas. Yo quise vivir entre ellas, hablarles dulcemente al oído y agonizar como ellas. Suspendí las piedras del Decálogo, que pesaban demasiado sobre las débiles espaldas de la humanidad, y sobre la ley mosaica grabé el Sermón de la Montaña. Bienaventurada eres, Higinia, porque eres simple de espíritu. En tu ignorancia conoces de mi vida lo que es esencial, la fraternidad y la justicia. Perdono a los que ponen en duda mi divinidad, porque de mi poder infinito esperaban la desaparición del dolor universal. Están menos distantes de mí esas almas atormentadas que las que de mi historia sólo averiguan lo que es perecedero. La que te creyó endemoniada procedía como los que encienden hogueras inquisitoriales en su ciega manera de adorarme. Tú has amado, como yo, el dolor, que tu ingenuidad contempló en Luzbel y no en el Arcángel a quien el dolor del vencido regocijaba. No supusiste, buena mujer, que el Bien pudiera ser representado con una espada tinta en sangre. Sin saberlo, a través de una tosca imagen de madera, te elevaste a un concepto más perfecto que el de la generalidad de los humanos. Yo compartí el dolor de tus entrañas. ¿No sentiste cuando orabas al que veías sufrir, una mano que mitigaba tus penas? Fué mi mano. ¿No sentiste en el camino oscuro, una suave caricia cuando, en signo de perdón, implorabas de nuevo tu dolor? Era yo quien acariciaba tu negra carne virginal. ¡La paz sea contigo!
   Un inmenso resplandor llenó el rancho de Higinia, y se oyeron las campanas de la Jerusalén celeste, que, en realidad, eran el amanecer del domingo y las campanas de la iglesia vecina que llamaban a la misa de cinco.
   -¡Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo, -exclamó Higinia, con matinal alegría y evangélica unción.
   Porque Higinia, que nunca logró entender las lecturas de don Liborio, el boticario, comprendió ahora, con la sabiduría de los que nada saben, las palabras de Jesucristo.



Cuento del Espíritu Santo


   En Granada, la bella, vivía Angélica con su padre, Juan de Florencia, así llamado porque nació en la Ciudad del Lirio Rojo, a las orillas del Arno.
   Finalizaba, con el siglo, el imperio de los árabes en España. Sólo el virtuoso Macer había sabido descifrar en los avisos del cielo, que es como nombran los alfaquíes a los signos del tiempo, que, en breve, entre las rosas del Alhambra, iba a morir Alá. Así lo dijo al viejo rey Abul Hasen, bajo las áureas filigranas del propio Alcázar: "Las ruinas de este pueblo caerán sobre nuestras cabezas. Permita Mahoma que me engañe; pero el ánimo me da que el fin de nuestro señorío es llegado". Y sin escuchar los consejos del anciano, continuaban los encendidos odios de los padres y de los hijos, que, más que en las enseñanzas del Corán, bebían en copas de oro el vino que enloquece a los dominadores. Entre tanto, desde Sevilla atizaban la discordia muslime, con astutas promesas, Fernando el maquiavélico y la católica Isabel, quienes ya habían clavado, en la torre arábiga de la Giralda, el pendón de los castillos y de los leones rampantes.
   En el barrio de los cristianos, Juan de Florencia parecía un artista del Renacimiento. Su hija Angélica, cuyos años eran como los quince pétalos de una flor, embalsamaba el taller de su padre, con la gracia primaveral de una virgen de Sandro Botticelli. Leve como los pañuelos que tejía en su rueca, blanca como los marfiles a que el artífice daba contornos de mujer, era Angélica, la hija de Juan de Florencia, el de las barbas de plata, y de Rosario la toledana, que  se durmió en la paz del Señor, dejando por herencia a la niña los ojos de color de avellana y los dorados bucles, su  belleza, sus virtudes y su fe en el Dios de los cristianos.
   En Toledo aprendió Juan de Florencia a damasquinar el acero; en los conventos de dominicos, el simbolismo de las iniciales de las Biblias incunables y el de la flora de los facistoles; con los judíos, a tallar las piedras preciosas. De su trabajo de perfumista vivía en Granada; pero era su ocupación predilecta pintar en pergamino los tercetos de la Divina Comedia, cuyo sentido recóndito aspiraba a revelar por medio del color, según el sentido místico del canto. En un silencio de ofertorio indagaba Juan de Florencia el color de los cantos del Paraíso, que debía de ser como la luz de un infinito azul, recogida por sus finos pinceles. Fue así, por ahondar en los secretos del poema, como Juan de Florencia conoció a Ben Alahmar, que era erudito en las letras antiguas y modernas, y, con los cristianos que habitaban Granada, el más tolerante de los mahometanos.
   En un sillón de cuero cordobés, solía sentarse Angélica a leer la Vita Nuova, del mismo Dante Aliguieri, que reposaba cual un ramo de jazmines en la pulpa diáfana de sus dedos. Así la encontró Ben Alahmar, cuando, por vez primera, vino al taller de Juan de Florencia, de donde, y desde entonces, al salir el joven sarraceno, de aquilino perfil, suspiraba al pensar que entre él y la cristiana se alzase terrible el alfanje de Alá.
   Y desde aquel día también, cuando por las tardes paseaba Angélica con su padre, por los alrededores del Generalife, tímida miraba hacia a los laureles de la Alhambra, bajo los cuales con frecuencia Ben Alahmar meditaba. Nunca como entonces había percibido la música de las aguas por el declive de los arrayanes.
   Como la sintiera una tarde desfallecer apoyada en su brazo, díjole Juan:
   -¿Qué tienes, hija mía? ¿Es el crepúsculo el que te hace mal, o es que te han enfermado los perfumes?
   -No sé, padre -balbuceó Angélica. E inclinando la cabeza sobre el hombro del viejo artista, volvió de nuevo los ojos hacia la a Alhambra, delicada como un encaje de piedra en el atardecer violeta. Pero no vió a Ben Alahmar.
   Sosteniendo a su hija por la cintura, cual un trémulo junco, bajaron por las bermejas calles del Albaicín hasta el barrio de los cristianos. En el taller, ya en sombras, se sentaron taciturnos. Pero Juan de Florencia pensaba en el matiz de cobre oxidado que quería dar a una mayólica, y Angélica, en Ben Alahmar. Y, como Ben Alahmar suspiró, pero porque entre el amado y ella se alzaba la cruz de Jesucristo.
   Se hicieron cotidianas las visitas de Ben Alahmar al taller de Juan de Florencia. Discurría Ben Alahmar, con el sutil ingenio de su raza, acerca do las reminiscencias musulmanas que se encuentran en el poema de Dante. Por su parte, Juan de Florencia creía haber acertado en su interpretación pictórica del Infierno y el Purgatorio, pero en vano solicitaba en los pomos de colores la vibración luminosa de los tercetos etéreos del Paraíso; lo que, un poco engreído de su pincel, atribuía, más que a propia incapacidad de artista, a no haber penetrado el pensamiento de Alighieri. De ese modo prolongaba sus conversaciones con Ben Alahmar, respecto a aquella parte de la obra en que el alma llega a su vértice espiritual.
   Con la barbilla apoyada en la concha de su mano, atendía Angélica a las citas de los libros arábigos, que Ben Alahmar compulsaba con la Divina Comedia, en la cual, a su vez, Ben Alahmar aspiraba el místico aroma de una fe que no era la suya, pero que, a su pesar, le penetraba como incienso por los calados arabescos de una mezquita cerrada.
   E intrincándose en complicadas exégesis, argumentaba Ben Alahmar, arrebatado por su ardiente imaginación oriental:
   -La paloma que, para nosotros, es el arcángel que en secreto hablaba a Mahoma, es para los poetas la encarnación de la belleza inmortal; para los filósofos, el desconocido hálito de la vida universal. Es el Espíritu Santo para vosotros, cristianos, el Paráclito, el Dios deshumanizado libre de vestiduras humanas, el alado símbolo de la máxima transfiguración de la divinidad.
   Y la alegoría columbina iba tendiendo un hilo invisible entre el alma de Angélica y la de Ben Alahmar.
   Pero un día hubo de descender Ben Alahmar de su Paraíso, que no ya en el jardín de las huríes estaba, sino en los ojos de Angélica, pues cuarenta mil infantes asediaban la ciudad y diez mil caballos de las huestes de Gonzalo de Córdoba rompían con sus cascos vencedores la vega de Granada, la bella. Le opuso Muza Ben Abil Gazan, famoso capitán del rey Boabdil el Chico, veinte mil mancebos, y entre ellos a Ben Alahmar.
   Trabóse la batalla, y a poco, como si la tierra se cubriera de claveles, toda la vega se empurpuró de sangre.  Y en un carmen granadino, herido por los acubuceros de Isabel y Fernando, los católicos, desplómose moribundo Ben Alahmar.  Un velo de carmín cubrió sus ojos, y en trance de agonía, vió a Angélica, como la Beatriz de Dante, en el cielo de su Dios.  Y en el estrépito de los tambores y el piafar de los corceles, en la furia del combate, nadie oyó esta su postrera invocación:
   -¡Alá, Dios de mis abuelos, te di mi sangre; pero mi vida es de Angélica! En el cielo prometido a los cristianos he de esperarla. ¡Alá, perdóname! ¡Jesús ábreme las puertas de tu Paraíso!.
   Llegó el sol a su ocaso, y antes de hundirse en lontananza, incendió con sus rayos a la ciudad amedrentada.  Como un león herido,  y seguido de sus jeques, retornó Muza a Granada. Cruzado en la roja gualdrapa de un caballo de ligeras ancas y flamantes crines, reposaba el cadáver de Ben Alahmar. Goteaba sangre su frente, sobre el suelo maternal, mientras sus pupilas, cuajadas por la muerte, parecían buscar en la Vía Láctea, en la inconmovible serenidad de la noche estrellada, los senderos del Dios de Angélica la cristiana.
   Después que los arcabuceros de sus hermanos en Jesucristo habían muerto a Ben Alahmar, el bien amado, ya no fue Angélica un marfil. Fue nardo, espuma, botón de lino que el viento deshacía. Suave como la de una paloma, fue su lenta agonía de amor inmaculado. Y en un gemido, desde su corazón virginal, invocó así a su Dios, con aliento apenas perceptible:
   -¡Jesús, Dios de mis abuelos, mi vida es tuya; pero mi alma es de Ben Alahmar! En el cielo que Alá tiene prometido a los suyos he de hallarle. ¡Jesús, perdóname! ¡Alá, ábreme las puertas de tu Paraíso!
   Y como blanca nubecilla, fue Angélica, cuando Juan de Florencia, el de las barbas de plata, la palpó exánime, como la perfecta obra de arte que mortal alguno puede realizar...


* * *

 
   Volaba el Espíritu Santo a las puertas del cielo, donde Ben Alahmar, en la espera de la amada bebía las linfas del Leteo, que tienen la virtud de hacernos perder el recuerdo de los pecados. En tanto, Angélica aguardaba al amado en el maravilloso jardín islámico de las arenas perfumadas, que riegan también dos ríos, cuyas aguas diamantinas limpian los corazones de impurezas terrenales. Allí, donde las doncellas dan la bienvenida al esposo, estaba Angélica en espera de Ben Alahmar. Acaso ya Alahmar trepaba la montaña de jacinto, después do atravesar la llanura del Purgatorio, que es la cima del Paraíso prometido por Mahoma a los hijos de Alá. Lejos se escuchaban, balanceados por los céfiros, el gorjeo de los pájaros, el canto de las huríes y el rumor armonioso de los árboles cargados de pomas.
   Las huríes, que al son de las guzlas tañidas por querubes, se bañaban en fuentes cuyos fondos eran de menudas perlas y de polvo de rubí, vieron volar una paloma que con sus cándidas plumas rozaba sus carnes desnudas. Corrieron tras ella, pero en sus brazos se deshacía la blancura de la impalpable paloma, pues el Espíritu Santo está formado de una inmaterial albura, de una luz desconocida a los hombres, y su apariencia de paloma es una ilusión aun para los que están al lado del Señor.
    Tomó entre sus alas el Espíritu Santo a Angélica la cristiana, a la amante engañada por el amor, y la colocó suavemente en los brazos de Alahmar. Y comulgaron los dos en las aguas del Eunoe, que son las de la eterna felicidad.
    Mil liras y mil arpas resonaron en el infinito azul del empíreo, en la celebración de las celestes bodas de Angélica y Alahmar.
    -¿Qué ocurre? -preguntó Jehová a Jesús, que estaba a su diestra.
    Y Jesús, con la sonrisa con que perdonó a María de Magdala:
    -Es el Espíritu Santo, que ha perdonado a la que también amó mucho.
    Y Jehová dijo entonces:
    -Tu reino y el mío pueden perecer; pero nunca desaparecerá el reino del Espíritu Santo.

1926


    Tomado de: Pedro Emilio Coll, Caracas: Academia Venezolana de la Lengua, 1966. pp. 231-245. Colección Clásicos de la Lengua, No. 14.