Opoponax Así entra el placer
blandamente,
mas al cabo muerde y mata.
La Imitación Andrés se sentó
al borde de la cama maciza y severa cual
un catafalco; una cama de caoba con incrustaciones de marfil, donde
habían muertos sus abuelos. La luz de la vela, fija en la
penumbra, daba a los objetos una expresión triste, casi humana:
la ropa pendiente de la percha, la flotante cortina del lecho, el
espejo de luna profunda.
Después de cinco años en el extranjero, creía despertar de un sueño, en Caracas, en su antigua estancia de soltero. Andrés volvió los ojos a su alrededor reconociendo los muros que había presenciado su adolescencia inquieta y romántica; allí el miedo le hizo ver el espectro de su padre con el arma suicida en la mano, la madrugada en que aún vagaba por los anchos corredores de la casa paterna, el olor a ácido fénico y a violetas; allí había soñado con los besos devoradores de Linda de Florencia, la divina Helena de Mefistófeles y con Carmen la Sevillana, la bailarina sonora y ancha de caderas como una guitarra andaluza; allí forjó planes de poemas y de líricas aventuras que se desvanecían con el primer clarear de la aurora; sobre aquella almohada olorosa a incienso y alhucema, había sonreído a las quimeras y vertido lágrimas sin causa. Cinco años en París, y ahora se veía en el mismo sitio, como si sus ojos se abrieran después de un sopor producido por el opio. Experimentaba la impresión de que todo estuvo inerte y paralizado en el trascurso de su ausencia, y que al regresar, seres y cosas se habían puesto a vivir de nuevo; semejante a esos grandes relojes de antaño, largos como urnas y cuyo péndulo, callado durante mucho tiempo, comienza a contar los minutos cuando una mano impele el empolvado disco de bronce. ¿Era imposible? Si, allí estaba para convencerlo la maleta de cuero amarillo y el ventrudo baúl de viaje, sobre los cuales se veía la marca tricolor de los vapores trasatlánticos. A su memoria principiaron a acudir los recuerdos: la barba roja del piloto, el delantal de la camarera, la frase que había oído a un pasajero: "a bordo el mareo es una distracción"; después de una bruma dorada, la estación de Saint-Lazare, llena de globos eléctricos, de mujeres, de kioskos de periódicos; con claridad recordaba la cara de un agente de policía y la de un mozo que traía apresuradamente una copa de ajenjo; luego el tren en marcha, una pared, un seto que pasa, un cordón de brasas encendidas, que la máquina deja atrás en su vértigo y que se apaga en el silencio. Con el mentón apoyado en las manos, y los codos sobre las rodillas, Andrés comenzó a recordar los días de su vida pasada. Al través de la almilla se dibujaba las finas y nerviosas líneas de su cuerpo. Un suspiro se oyó en la estancia. Fue en París, una noche ya a fines del invierno, cuando conoció a Marión. Atraído por los violines de una orquesta de zíngaros, entró en una taberna de Montmartre, donde Jehan Rictus acababa de terminar uno de sus soliloquios; el poeta de los pobres, con un codo apoyado en la tapa del piano, era una extraña figura angulosa, un Cristo de larga levita, cuyo labios enunciaban los dolores y rebeldía de la plebe. El humo de las pipas envolvía las figuras en una penumbra azulosa. Andrés se sentó junto a una mesa de mármol, y mientras bebía su copa de cerveza, un perfume intenso se extendió de pronto cerca de él, como si un frasco de opoponax se hubiese derramado sobre sus labios; aspirando aquel aroma carnal, Andrés vio a su lado una mujer alta y ondulante, la boca pulposa, cárdenas las ojeras, los senos arrogantes levantaban el abrigo de pieles cibelinas, de donde emergía una cabeza de ángel boticellesco que la orgía hubiese desgreñado; al agitar el traje esparcía en la atmósfera cálida del café un ambiente de alcoba, poblado con infinitas corrupciones. En las tabernas conocíasela con el nombre de Mademoiselle Opoponax, por ser éste su perfume predilecto, el señuelo invisible de que se valía para atraer a los hombres... Detrás de la iglesia de San Severino, que alzaba su masa gótica en la noche color de perla enferma, caminaba Andrés oprimiendo contra su brazo el cuerpo enervante de Marión, la mano febril y pálida entre el abrigo de pieles cibelinas. El aire pasaba helado por sus mejillas ardorosas, y a lo lejos se oía la canción obscena de un estudiante. Después, la eterna historia de la Safo parisiense: el amancebamiento, los besos, los golpes, la reconciliación mentirosa. La carne triunfante y la carne triste, el crapuloso hermano de Marión que se pone las corbatas y se viste con ropa de Andrés, la disolución lenta de la voluntad, Marión que se burla, Marión que le da de comer cuando no recibe la pensión que desde su casa le envían, Marión que lo engaña y huye al fin con un obrero de Montrouge... Sentado al borde de la cama maciza y severa de sus abuelos, Andrés suspiraba. De repente, poniéndose de pie, abrió de par en par la ventana para respirar la brisa nocturna, y le pareció que el paisaje se precipitaba hacia él para abrazarlo: el Ávila azul bajo el plenilunio de estío; en los tejados los gatos maullaban, y sus pupilas semejaban turquesa, rubíes y topacios, iluminados por una satánica chispa interior. La ciudad dormía entre su anfiteatro de montañas, entre su inmensa sortija de rocas, cerrada, como un anillo episcopal, por la pura esmeralda del abra. ***
En el restaurant celebrábase el regreso de Andrés, con una comida. Los rábanos, las hojas de lechuga, el tono gualda de la mantequilla, la púrpura del vino, destacándose en el mantel, alegraban con vivos colores la mesa, según observó uno de los comensales, y la conversación giró al tema de la pintura. -Cristóbal Rojas -dijo Marcelo Cazal- es nuestro gran pintor; su Purgatorio es una visión del Dante Alighieri y su Paraíso un ensueño de Dante Rossetti; nuestro público prefiere a Michelena porque es realista. -Todos los pueblos nuevos son realistas; el idealismo no es comprendido sino en las razas que han recibido una larga cultura estética -asentó Ramiro Arcil, el bizarro autor de Cuentos de opio, de los cuales dijo grotescamente un periodista que hacían dormir. -Señores, Michelena y Rojas perdieron su castiza originalidad en los talleres de París; son espíritus franceses; el verdadero pintor venezolano no ha a parecido aún, ni hay síntomas de que aparezca por ahora -agregó Kraun, quien con un nombre alemán, tenía un alma intransigentemente criolla y autónoma. -Se prohíbe hablar de moral -interrumpió Marcelo. ¿Han observado ustedes, siguió diciendo, cómo el vino se hace más suave y delicioso a medida que la copa que lo contiene es más delicada y frágil? En ésta, tersa como una epidermis femenina y sutil como un encaje, el vino es una melodía de Chopin... ¡Señores brindo por el feliz regreso de nuestro querido compañero quien pronto nos sorprenderá con su traducción de los Pequeños poemas en prosa! -Mi traducción de Baudelaire no está aún terminada, dijo con cierta turbación Andrés. La verdad era que nada había hecho durante su permanencia en París. La melancolía formada de fuerzas juveniles y energías sin empleo, que en la adolescencia pareció revelar en Andrés un temperamento de artista, se convirtió en una dicha animal entre los brazos de Marión; una especie de inconciencia había remplazado el exquisito malestar viril de sus diez y ocho años. A un lado de Andrés estaba Sebastián Ferreiro con su enjuta cara de asceta y de bobalicón, y del otro Chucho Díaz, de labios húmedos y ojos saltones e inyectados. Chucho había ido también a París a estudiar escultura, pero de allá volvió convertido en mediocre fotógrafo, y sin embargo con cien proyectos de grupos colosales, que debían adornar según él parques y edificios; llevaba siempre en el bolsillo paletas para trabajar el barro, y llegaba tarde y jadeante a las citas, disculpándose con que venía de concluir en el taller una de sus obras. Ferreiro aprobaba todas las opiniones con la cabeza, por contradictorias que fuesen, pues aspiraba a saberlo y comprenderlo todo, a ser un Leonardo de Vinci, mientras penosamente terminaba su tercer año de medicina en la Universidad. Frente a Andrés, Pepe Valenzuela lo acariciaba amistosamente con la mirada; el pobre no había podido realizar su ilusión de vivir en el Barrio Latino, pero quería con una sinceridad rayana en sacrificio, al último recién venido de París; consolábase con la amistad de los que más afortunados que él, habían tomado el ajenjo con Gómez Carrillo y otros escritores americanos que viven en la gran ciudad. El simple anuncio de un hotel extranjero, lo llenaba de ternura y ansias de viajar, y en su vaga nostalgia, con sólo contemplar un sombrero de casa de Delion, imaginábase el boulevard, tumultuoso y pimpante, según se lo habían descrito, y en el boulevard, entre la multitud veía siempre las caras de los literatos y de las actrices célebres cuyos retratos conocía. Pocas veces se había reunido tan selecto grupo de jóvenes "intelectuales", como en aquella comida con que se obsequiaba a Andrés. Días antes, separados por vanas rencillas, se despedazaban mutuamente; pero sin saber por qué, con el regreso de Andrés sentíanse unidos por un lazo fraternal; simpatizaban en un ideal común de revolución artística; sí, era llegado el momento de trabajar en obras e mayor aliento, bastaba ya de croquis, acuarelas y apuntaciones críticas. -Sergio sólo falta aquí -exclamó alguien. -Ayer recibí una carta de él -dijo Kraun -que tiene de filípica y de égloga tropical; algunos párrafos no están del todo mal para ser leídos de sobremesa; ellos nos ayudarían a hacer la digestión de estos platos malsanos y afrancesados. -¿La tienes ahí? -pregunto Andrés -Léela. Todos guardaron silencio. Kraun leyó: "Quisiera hablarte con entera sencillez, pero aún no me he libertado de la atroz manía de hacer frases. Desde que se ha puesto en moda la publicación póstuma de las cartas íntimas, ha decaído la ingenuidad epistolar, pues allá en el fondo todos escribimos como si un día nuestras cartas debieran ser conocidas por el público. Hasta en la lista del lavado somos artificiales. Junto con el aire de las montañas, creo respirar y recuperar un alma joven y nueva, el alma de esta raza de campesinos de los cuales desciendo. Ahora que sacudo el polvo de los libros, mis ojos ven por vez primera el espectáculo que me rodea; ya no es para mí la naturaleza la materia prima de un artículo literario; si hay un arte noble está en la contemplación sin objeto del mundo; los árboles, las nubes, la luna, el rocío no son ya un pretexto para unos cuantos parrafitos triviales. Al fin vivo hundido hasta las entrañas en el amplio universo. El río es claro y fresco con un fondo de áureas arenillas. He presenciado en la pequeña ermita del lugar una primera comunión y el bautizo de una campana; imagínate que visten la campana con velo y azahares como una novia, y en medio de un coro de niñas la embalsaman con incienso y pesjua y la arrojan flores. El toque de Ángelus, en el divino crepúsculo de los campos, me está haciendo cristiano, y como no hay por lo regular amigo que me vea y zahiera, me descubro a esa hora con la fe del carbonero. No me fastidio, no. Aquí está de temporada Maria Luisa, la amiga de tu prima Isabel. Traidoramente he sorprendido, tras los cañaverales del río, su interminable cabellera suelta, el tesoro de gracias de su cuerpo virginal. No ha dejado de contrariarme la noticia de que María Luisa se va pronto para allá en compañía de la hermanita y de su tía gruñona y bigotuda. Vente a pasar unas semanas conmigo; te enseñaré a cuidar las vacas y a pastorear los becerros. Mi rancho tiene dos adorables cuartos de bahareque, y no faltan hamacas y guitarra..." -Sergio está chiflado -exclamó Cazal cuando Kraun terminó de leer la carta. Durante la lectura Andrés permaneció taciturno. Aquel pueblo montañés apenas esbozado por Sergio, tomaba románticas proporciones en su mente; era como si una brisa rústica hubiese pasado por su árido espíritu; su fantasía divisaba un rincón de verdura, que lo llamaba como un regazo para su corazón enfermo. La capital era una ridícula copia europea, la montaña algo grande y verdadero, obre de los cataclismos de la tierra en el transcurso de los siglos. El nombre de María Luisa pronunciado en medio de la cena, entre los dicharachos, carcajadas y las emanaciones casi nauseabundas de la comida, había despertado en él un repentino disgusto por cuanto lo rodeaba. Encendidos los tabacos y aturdidos por los licores, bajaron en tumulto la escalera del restaurant y se dispersaron en grupos. Andrés rehusó acompañar a Marcelo Cazal a un baile en los barrios bajos, a donde iba a tomar notas para su libro sobre la vida licenciosa en Caracas. A lo lejos se perdieron los pasos de Cazal, quien al caminar balanceaba la brasa de su tabaco. Oíase el golpe seco de las mariposas nocturnas contra un foco eléctrico. Un cochero se dormía en su asiento con las riendas caídas sobre el lomo escuálido de los caballos y el reloj de la Catedral dio las doce en el silencio profundo de la noche. Bajo la maravillosa claridad de la luna, la ciudad se embellecía. Las calles desiertas eran como ríos de un agua luminosa; en la plazuela de la Universidad las magnolias deslumbraban y las rosas empalidecían; las hojas de la ceiba gigantesca fingían innumerables pupilas verdes y plateadas. Solo, en medio del arroyo, Andrés se sentía invadido por la inefable poesía de la hora; amaba así a su vieja ciudad sin ruidos, sin parodias de civilización, sin gente que la afearan. Por un minuto creyóse el único sobreviviente de un pueblo desaparecido. Sentóse en un escaño del Capitolio, y la imagen de María Luisa, tal como la recordaba antes de su partida apareció como una blancura de lirio en el horizonte de su alma. ¡La interminable cabellera de María Luisa! Sí, la recordaba con la castaña trenza sobre la espalda, a la salida del Colegio. Sus compañeras gustaban peinarla por hundir los dedos en aquella profunda fuente de seda. Andrés desde lejos la seguía, tímido, avergonzado, sin atreverse ni siquiera a mirarla de frente; fue su primer amor de niño, un amor casto, material, incógnito hecho con la más pura esencia, con la mayor blancura de su espíritu. Con los párpados cerrados se representó Andrés a Sergio, espiando sigilosamente a María Luisa entre los cañaverales del río; y un impetuoso acceso de rabia lo hizo poner de pie. Dolíanle las sienes, y echó a caminar a la loca, hasta encontrarse en el sitio donde en su niñez esperaba a la colegiala linda y ágil, de la larga trenza sobre la espalda. La antigua casa del Colegio había sido derribada, y ahora veíanse las fuertes puertas de un almacén, atravesadas con barrotes de hierro. Y Andrés sintió romperse un globo de lágrimas en su seco corazón. Tres días después, en la sala de la Exposición, estaba Andrés al lado de Ernestina, contemplando las soberbias carnes desnudas de las amazonas del cuadro de Arturo Michelena. El caso de Ernestina era singular. Casada muy joven con un médico, comenzó a estudiar el canto; hacendosa como una hormiga, honesta y reposada fue, hasta que la música comenzó a efectuar en ella una transformación. Bella y de activa apariencia, las más altas notas de su garganta enunciaban el grito delirante de una oculta sensualidad. Cuando cantaba, quería Ernestina experimentar los sentimientos que inspiraron al autor de la obra lírica en el momento de la concepción, y de ese modo, inconscientemente, su propia voz fue penetrando como un mágico filtro en sus nervios, hasta convertirla en una exquisita máquina de perversas y complicadas sensaciones. Semejante a la heroína de El Fuego, llevaba en el rostro la huella de cien máscaras que habían simulado las pasiones mortales. La imaginación, aguzada por la música, despertó en ella el gusto por las literaturas de decadencia, el amor secreto por los hombres de alma errante, envenenados por el arte. Amiga de la familia de Andrés, sabía que era de una sensibilidad enfermiza, y hasta sus oídos llegó la historia de los desórdenes de Andrés en París; así, a la llegada de éste, buscó la oportunidad de encontrarse con él y ninguna mejor que aquella Exposición, donde un ambiente de elegancia y refinamiento favorecía las conversaciones que en otro lugar hubieran pasado por imprudente. -¡Qué hermosas carnaciones! ¿No le parece a usted, Andrés? -decíale Ernestina con su voz de contralto. -¡Oh, yo tendría en mi alcoba esta Pentesilea! Ya que nuestro siglo prosaico nos condena a la monotonía, ese fresco admirable sería para mí un baño de juventud. ¡Oh, en un paisaje agreste, ir a horcajadas en un caballo, acariciada por la crin, sentir palpitar sus flancos sudorosos! Una orgiástica ola de vida pagana hinchaba el pecho y la voz casi andrógina de Ernestina, mientras Andrés pensaba en la inspiración, que cual un soplo de efímera salud, había guiado la triste mano tísica del pintor. Ernestina guardó silencio, y como Andrés con un suspiro exclamara: "¡Pobre Michelena!" tendió ella desdeñosamente el tibio guante de cabritilla, diciéndole con un mohín en los labios: -¡Estáis muy filosófico, Andrés! Y al alejarse nerviosa murmuraba: "Debe de ser mentira cuanto de él se cuenta; es un hombre como todos". El recuerdo de María Luisa, creciendo en el alma de Andrés, había derramado una amable paz en sus sentidos. París se esfumaba en su memoria; la abominable Marión, al fin había desaparecido para él, y, como si hubiera vuelto a nacer, sentía revivir el antiguo candor de la niñez.
***
Nunca como aquella
noche experimentaba Andrés mayor
bienestar al hundir el rostro en el agua de la jofaina. La fresca
batista de la camisa lo acariciaba dulcemente; un ligero
escalofrío recorría su cuerpo. De frac ante el espejo,
colocaba en el ojal un botón de rosa.
Después de interminables días iba a ver a María Luisa, en el baile con que el Club obsequiaba a los marinos alemanes. En la calle los coches resonaban con estrépito, y desde lejos veíanse avanzar los triángulos blancos de las pecheras. Al entrar al salón, Andrés recibió una caliente bocanada de aromas, un efluvio de gasas, de flores, de epidermis. Bajo los árboles lánguidos del patio, quemados por los globos eléctricos se amontonaban las parejas; de los senos descotados colgaban en un hilo de seda los diminutos lápices de los programas, que aleteaban como mariposas, en los corpiños. Entre un grupo reconoció Andrés la ancha espalda de Sergio, quien, atraído por un poder magnético, se volvió rápidamente, y soltando una carcajada, cayó en los brazos de Andrés. -¡Chico!...eres el mismo... ¡Caramba! -exclamaba Sergio en alta voz y atolondradamente -¡cuánto tiempo sin vernos!... Tenemos que hablar mucho... he venido... ya sabrás por qué... Un arranque de celos y desconfianza atortojaba a Andrés hasta el punto de no saber qué contestar a los ruidosos cariños de Sergio. -María Luisa está aquí y me ha preguntado por ti, continuó Sergio. ¡Cómo! ¿lo recordaba? ¿Había adivinado la colegiala el amor del joven que la seguía? ¿Había pensado en él? Tales preguntas surgían en tropel en la turbada mente de Andrés. -Ven -dijo Sergio -y con el brazo campechanamente echado sobre el hombro de su amigo, se abría paso entre la multitud. En un banco del jardín, cerca de la orquesta, estaba María Luisa junto con Isabel, la prima de Kraun. Vestida de violeta, el traje diseñaba las formas de su busto de magnolia y las líneas firmes y redondas de sus piernas. Al llegar ante ellas, Andrés se inclinó con cortedad, y en ese instante pensó que había olvidado la corbata, llevándose rápidamente la mano al cuello para asegurarse de que no era así. -Señorita: mi amigo Andrés -dijo Sergio a María Luisa. -Ya sabía por los periódicos que había llegado usted -respondió María Luisa, con una franca sonrisa de sus labios en flor. -Si señorita, va para tres semanas que estoy en Caracas. -Y tendrá usted ganas de regresarse... es tan divertida, según cuentan, la vida de París. Un letargo se apoderaba de Andrés, un veneno sutil penetraba por sus poros; como Marión, el cuerpo de María Luisa emanaba un perfume de opoponax. ¡Por sus ojos, por su garganta, por su boca asomábase el alma pervertida de Marión! ................................................................................................................................................. Y en la melodía voluptuosa de un valse de Strauss, Andrés giraba vertiginosamente con María Luisa, por cuyas venas parecían correr mil fuentes de Opoponax. En una fiesta, moría entre sus brazos la blanca ilusión, el puro ideal, el inefable candor de la niñez; e invisible para todos, menos para él, sobre las negras casacas y las espaldas desnudas, surgía triunfante la lúbrica imagen de Marión. Tomado de: Pedro Emilio Coll, Caracas: Academia Venezolana de la lengua, 1966. pp.135-144. Colección Clásicos Venezolanos, N. 14. |