EL NÚMERO 111
AVENTURAS DE UNA NOCHE DE ÓPERA



Eduardo Blanco


A mi inolvidable amigo el inspirado poeta
Francisco G. Pardo



Ha transcurrido mucho tiempo y vivo está en mi alma el recuerdo de aquella noche de tentación y de extravío.
Una mala tropa de cantantes italianos inauguraba en nuestro teatro con la simpática Lucía, la temporada musical; y numerosa y festiva concurrencia, en noche tan deseada, asistía a contemplar la cruel ejecución de la más bella, entre las bellas hijas del Cisne de Bérgamo.
Los más apuestos de nuestros pisaverdes, preparados de antemano a ejercitar irresistible seducción en las nuevas artistas, llenaban las lunetas y asestaban a la escena pertinaces gemelos; no obstante que, en la graciosa curva de los palcos entre guirnaldas de flores, aéreas y gasas y deslumbradora pedrería, no faltase uno solo de aquellos astros rutilantes, tantas veces descrito por el galante Fígaro,  bajo caretas mitológicas.
Atraído por los encantos de una de estas diosas tentadoras, que, aprisionado me traía en sus redes, más que por las bellezas de la infeliz Lucía, dirigime al teatro, próxima ya la hora de empezar la función con el firme propósito de hacer hablar aquellos ojos plácidos que a las veces se dignaban mirarme, y de arrancarles la anhelada promesa de mi futura dicha, o la franca manifestación de mi completa desventura.
–¡Ay! ¿Si me fuera dado penetrar sus pensamientos, sería acaso feliz? Me preguntaba a cada paso; y por el pronto, el saber a qué atenerse el hombre, respecto al sentir de los demás, me parecía condición indispensable a la felicidad.
La agitación que producía en mi ánimo la inseguridad de poseer el corazón de quien llenaba el mío de inefables delicias, a par que angustiosas dudas, me indujo a meditar, con profunda amargura, en los crueles engaños a que estamos sujetos por deficiencia de nuestras limitadas facultades morales; y despechado, extraño sentimiento de rebeldía irguiose en mi interior.
Uno de mis amigos, discutidor sempiterno, con quien desgraciadamente acerté a tropezar, y a quien le espeté a quemarropa, como enrojecidas balas, mis descabellados pensamientos, tuvo la ingenuidad de declarar absurdas las ideas que habían logrado preocuparme. Empeñose, a mi pesar, acalorada discusión; tarde alcance a darle punto; llegué al teatro ya empezada la ópera, y las sentidas frases del dulcísimo alegro del dúo final del primer acto:

Verranno a te sull aure
i mici sospiri ardenti.

... ... ...

que entonara la tiple a mi llegada resonaron en mi alma como un tierno reproche de la mujer amada.
Lleno de aturdimiento, cual si en efecto fueran aquellos labios, que nunca para mí se habían abierto, los que tan afectuosamente hablaran a mi oído, me apresuré a solicitar mi asiento en la platea ansioso de mostrarme a los ojos que acaso me buscaban, y pedirles perdón por mi retardo. Pero difícil, si no imposible de realizar, era mi intento: compacto grupo de espectadores, hallábase en pie a la entrada del patio y me cerraba el paso. En vano pedí permiso para entrar, en vano supliqué; nadie me quiso oír, y obligado me vi a penetrar por fuerza, realizando mis deseos en cambio de unos cuantos codazos. Ya en la primera fila de los espectadores sin asiento, procuré distinguir el número del mío, y después de inútiles pesquisas, me convencí con pesar, que el codiciado objeto de mis pertinaces esfuerzos había sido ocupado, y que, a menos de incurrir en la descortesía de ir a arrancar del asiento al intruso ocupante, como se extrae una cuña, no había medio posible de obtenerlo.
Ella, estaba en su palco, esplendorosa, como siempre, de hermosura y candor; pero del sitio en que me hallaba, apenas si podía divisar su casta frente, iluminada por refulgente aureola. Cuatro pasos más adelante, me hubiera atraído sus miradas y alcanzado a ver todo su cuerpo. No podía, sin embargo, adelantarme tanto, por más que lo desease, sin llamar la atención. La impaciencia torturaba mis nervios; hube, con todo, de resignarme, al fin, a esperar donde me hallaba el final de aquel acto; e irritado maldecía la contrariedad que no podía vencer, cuando uno de mis vecinos, en quien no había fijado la atención, me tocó suavemente en el hombro, e indicándome un asiento vacío, frente al palco que yo anhelaba a contemplar, me dijo con insinuante amabilidad:
–Mirad, señor mío, he ahí un asiento que os conviene.
Sorprendido por el tono obsequioso, a par que obligatorio, con que se me hacía el ofrecimiento, volvime hacia tan amable caballero, y, a mi pesar no pude reprimir un movimiento de sorpresa, al mirarle los ojos, de donde parecía brotar una azulada llama semejante a la fosforescencia de las luciérnagas. Este singular individuo me era completamente desconocido, y sin embargo, aquella extraña luz que alumbraba sus ojos, así como la expresión sarcástica esparcida en su rostro, despertaron en mí como un vago recuerdo: antes de aquella vez parecíame haberle visto en otra parte. ¿Dónde? No acerté a darme cuenta; acaso en las angustias de una espantosa pesadilla... no puedo asegurarlo; pero es lo cierto, que lo examiné estremeciéndome.
–Aprovechaos, insistió mi interlocutor sin fijarse en mi embarazo, y con manifiestos deseos de ser obedecido. El número 111 está vacante; ocupadlo, es el mío.
Sin contestarle, hícele una ceremoniosa cortesía, y empujado a mi pesar hacia el referido asiento, me dirigí al número 111, del cual distaba apenas cuatro pasos, no ocultándoseme empero, la maligna satisfacción que reveló el semblante de mi singular protector al verse obedecido.
Mal hallado con semejante descubrimiento, detúveme indeciso apoyando las manos en el respaldo del banco, antes de resolverme a ocuparlo; pero instantáneamente, cual si las hubiera puesto sobre un hierro enrojecido, las retiré asombrado.
–¡Esto es inaudito!, exclamé examinando mis tostados guantes. ¡Este asiento es de fuego!
Y profundamente sorprendido, volvime hacia el extraño personaje que me lo había indicado, para pedirle cuenta de tan extraordinaria circunstancia; pero éste había desaparecido, dejándome perplejo.
–No es posible, me dije, comenzando a dudar de la lucidez de mi razón. Lo que he experimentado no pasa de ser un alucinamiento. Probemos de nuevo.
Esta vez fue mi mano desnuda la que aventuré a la prueba, toqué por segunda vez el respaldo del asiento en cuestión, y lleno de terror la retiré abrasada.
–No insistáis, joven no insistáis, dijo detrás de mí una voz dulce y cariñosa. Abandonad tan temeraria empresa, y sentaos aquí a mi lado, si no queréis incendiaros el alma como os habéis quemado ya las manos.
Aturdido y sin vacilar, me dejé caer en el nuevo puesto que me ofrecían; y no pocos minutos trascurrieron antes de llegar a comprender con alguna exactitud, lo que mi nuevo interlocutor se apresuró a decirme:
–Yo también he experimentado lo que vos; y más que vos he padecido de este trastorno cerebral que comienza a perturbaros.
–¡Y qué!, exclamé examinando con sorpresa a mi interlocutor, cuyos cabellos como copos de nieve, no armonizaban con la frescura de su rostro juvenil: ¿no me he engañado? ¿No es alucinamiento de mi razón? ¿Es de fuego en efecto el respaldo de ese asiento?
–Sí
–¿Y decís que como yo lo habéis tocado?
–¡Ay!, algo más que tocarlo, me contestó con profunda tristeza. Lo he ocupado un instante, y en ese instante, como veis, encanecieron mis cabellos, y quedó envejecida mi alma a los veinte años.
–Lo que decís es espantoso, repliqué lleno de desconfianza, y si no fuera...
–Que lo creéis, añadió interrumpiéndome, dudaríais de lo que os digo.
–Habláis con tal acento de verdad que es forzoso creeros.
–¡Oh!, no os pesará. Me habéis inspirado compasión, y voy a haceros un servicio que jamás estimaréis debidamente por la sencilla razón de no haber padecido lo que trato de evitaros.
–Semejante preámbulo no puede ser más misterioso.
Mi nuevo desconocido dejó escapar un prolongado suspiro; y después de un corto silencio, durante el cual su rostro frío y sus ojos sin luz, se fueron animando gradualmente, prosiguió:
–Hace diez y seis años me aconteció lo que voy a referiros. Yo era entonces aún más joven que vos, pero como vos amaba ya apasionadamente a uno de esos ángeles tentadores a quienes vosotros los poetas, ...porque supongo que lo sois...
–No siempre, le repliqué interrumpiéndole.
–Sin embargo, sólo a los forjadores de quimeras les sucede lo que a vos esta noche.
–¿Quemarse?
–¡Exactamente! Abrasarse en el fuego de la propia imaginación, hasta el punto de provocar al diablo a que los tiente a su antojo.
–¿Y creéis que yo me encuentre en ese caso?
–Estoy más que convencido, porque como vos he sido víctima de ese infernal aturdimiento que os hace tomar una aglomeración de sombras por un foco de luz, y un juego del acaso por un rayo de esperanza. Pero volvamos a mi historia. En la época a que me he referido, repito, que amaba locamente a uno de esos ángeles terrenales a quienes vosotros, soñadores o poetas, como querráis calificaros, concedéis mil sublimes atributos. Esperanzas, ilusiones, amor, encerraba mi alma; en venturoso arrobo me extasiaba blandamente a sus pies; sin más prenda de su cariño que una mirada interpretada a mi placer, era dichoso; y apasionado y ciego, corría sin detenerme tras la estela de fuego de su hermosura deslumbradora. Un día vi sonreír sus labios y un himno de entusiasmo se elevó de mi pecho; otro, sentí el contacto de su mano y el perfume de su aliento, y ebrio de felicidad besé la tierra que pisaba mi ídolo, y me sentí tentado a amar el orbe entero a pesar de los defectos inherentes a la raza de Adán. Todas mis facultades le estaban sometidas; mi pensamiento la seguía como pasivo siervo: mis ojos la veían al través de las distancias; y una emoción dulcísima me revelaba siempre su proximidad, mucho antes de que sus formas seductoras me hubieran deslumbrado. En cambio de tanto amor yo nada le exigía, y había vivido mil años, sin pedirle otra gracia que un rayo de sus ojos hasta reposar dichoso en las tinieblas de la tumba. ¡Oh!, esa mujer fue amada como nunca fue amada otra mujer, como jamás será amada otra alguna; para mí su presencia era el cielo, su ausencia el vacío. ¡Y ella... y ella!, exclamó de súbito mi interlocutor, cambiando de tono y arrojando una espantosa carcajada; no lo creeréis... jamás se había fijado ni aún en que yo existía.
Un largo silencio se siguió a esta explosión de profundo despecho, y hondamente sorprendido de encontrar muchas analogías entre el sentir tempestuoso de aquel desventurado y mis íntimas afecciones, esperé que agotara a su alma todo el veneno que al parecer la emponzoñaba. Durante el repentino mutismo de aquel hombre, su rostro pálido coloreose repetidas veces con sangrientos matices, los ojos entre sombras violáceas brilláronle amenazantes, sus cabellos de nieve, casi se ennegrecieron, y un rugido sordo y prolongado, como el que pudiera producir una caverna en donde se removiera un gigante, brotó pausadamente de su pecho oprimido; luego, y sin esperarlo, a la borrasca vi suceder la calma; apagose el resplandor de las fieras pupilas, al rostro volvió la palidez, la nieve a los cabellos; y con una tranquilidad burlesca que me dejó pasmado, me dijo, llevando sobre mi hombro el compás que marcaba la orquesta:
–Y bien, ¿por dónde vamos de mi historia, que ya no recuerdo?
–Por la muerte de vuestras ilusiones, le contesté admirado de tan repentino cambio.
–¡Ah! Entonces nada os he dicho todavía sobre el misterio de ese asiento que os impedí ocupar... Pero, ¿qué queréis? Yo vengo aquí a reírme de todos vosotros, y creo que he encontrado esta noche quien a su vez se ría de mí.
–Supongo que no aludís...
–Poco me importa, pues que unos hoy y otros mañana, todos tenéis que pagar vuestro ridículo tributo a la debilidad humana. En cuanto a mí, lo he satisfecho ha largo tiempo y estoy saldo con ella. Pero volviendo a vos, no sé cómo explicarme la compasión que me habéis inspirado: mi muerto corazón que creía sordo a todo sentimiento generoso, parece despertar a la idea del peligro que corréis. A muchos he visto en vuestro caso y los he dejado perecer... quizás eran indignos de que yo les hiciera el sacrificio de mi completa indiferencia; pero son tan inexplicables los misterios de nuestra naturaleza, que a veces nos vemos arrastrados a obrar contra nuestra decidida voluntad... Os han elegido para el sacrificio de esta noche porque padecéis la misma enfermedad que mató mis ilusiones...
–¿Cómo podéis saberlo?
–Porque yo sé muchas cosas que los hombres ignoran.
–¡Qué los hombres ignoran!
–Sí.
–¿Podíais decirme entonces, lo que siente mi alma cuando sus ojos...?
–¡Vaya!, ¡tan bien como vos mismo! Para mí nada hay oculto bajo el cielo.
–¡Cuánto os envidio ese poder!
–Sin embargo, si lo poseyerais, acaso os pesaría.
–¡Puede ser! Pero tened entendido que no hay sacrificio a que no me encuentre dispuesto, por adquirir, esa ciencia suprema.
–Eso decís porque no tenéis la más remota idea de todos los tormentos que encierra ese poder sin límites.
–¿Y creéis me haga padecer menos la estúpida ignorancia en que vivo acerca del sentir de los demás?
–¡Quizás!
–Verdaderamente no os comprendo. Cambiáis a cada paso de manera de raciocinar y de sentir.
–El que cambiáis sois vos. Hace algunos minutos que no hago otra cosa que seguir vuestro pensamiento, y os confieso que da vértigo el giro acelerado de las ideas diversas que lo agitan.
–¿Y lo extrañáis?
–Absolutamente, porque así me encontraba yo la noche en que fui impulsado a ocupar el 111.
–¡Oh!, exclamé lanzando una mirada de terror al asiento vacío. ¡Lo había olvidado!
–Lo sabía.
–Sin embargo, me ofrecisteis explicarme el arcano que encierra, y aún no lo habéis hecho.
–Creía que ya lo habíais adivinado.
–¿Qué queréis que adivine, cuando cada una de vuestras palabras es un misterio impenetrable para mí?
–¡Vamos! Veo que necesito llevar de la brida vuestra curiosidad. Empecemos por volver al deseo que hace poco me habéis manifestado.
–Sí, exclamé impacientándome. Volvamos a él, si es que conduce a explicarme lo que hace un cuarto de hora experimento.
–Es el camino más corto.
–¡Adelante!
–¡Insensato!, ¡vais a perderos!, exclamó deteniéndome.
–Dejadme, le repliqué. Juego gustoso la tranquilidad del alma en la partida.
–Esa no la tendréis nunca.
    –Pero en cambio sabré en lo adelante a qué atenerme.
    –¡Oh!, mirad mis cabellos encanecidos y mis ojos cansados.
–¡Nada, nada!, le repliqué luchando por desasirme de sus manos. Estoy resuelto a todo; y si ese asiento portentoso, no sólo es la silla de Satanás, sino el infierno mismo, a él me arrojaré para saber lo que deseo.
–¡Deteneos! ¡Aún es tiempo! ¡Deteneos!
–No os esforcéis en disuadirme, le repliqué dando un paso adelante. La duda es un suplicio mil veces mayor que el desengaño; y enajenada la razón cai febricitante en el asiento infernal.
–¡Humanidad!, ¡humanidad!, exclamó el desconocido con estridente alborozo, convirtiéndose de súbito a mis ojos en el fantástico personaje que me ofreciera el 111. ¡Siempre la misma!... pretenciosa y débil.
En presencia de semejante metamorfosis comprendí mi extravío; quise dar un grito, y no pude; pretendí levantarme del asiento y me encontré como clavado a él. Un fuego abrasador encendió mi cerebro; mis pupilas se dilataron, y mi sangre se heló.
–¡Vamos, valor, audacia!, exclamó mi tentador demonio colgándose del respaldo de mi asiento, e inundándome con su aliento satánico. Tendrás lo que has pedido; ¡mira!
Y mis ojos vieron lo que difícil me será expresar.
–¡Oye!, mandó de nuevo.
Y oí distintamente, sin que se confundieran en mi oído, las pulsaciones aceleradas unas, pausadas otras, de cuantos corazones palpitaban en aquel recinto.
–Y ahora, añadió Lucifer, que parecía cernerse sobre mi cabeza con la crueldad de un ave de rapiña: ¡siente y reflexiona! ¡Eres mío! Te presto mi poder.
Mi mente se iluminó de súbito; oprimido sentí el corazón; mis sentidos se acrecieron, y el velo que limita las humanas facultades rasgose ante mis ojos que, deslumbrados por tanta claridad, se fijaron inciertos en ardoroso foco. Luego, como por efecto de una infernal potencia, el teatro comenzó a girar en torno mío, cual una inmensa rueda cuyo eje fuera mi cabeza. Cintas, flores, diamantes, rizadas cabelleras, ojos de fuego, rostros fascinadores, manos de nieve y pechos de alabastro, en confuso tropel pasaron a mi vista: una música extraña, atronadora, tempestuosa, marcaba el rápido compás de tan vertiginosa danza; y un rayo de luz, vivísimo, siniestro, como un reflejo del infierno, abrasaba en su lumbre aquel cuadro fantástico.
–¡Mi cabeza estalla, mis ojos se queman!, exclamé suplicante.
–¡Valor!, oí exclamar con estridente voz a mi verdugo.
–¡Oh! ¡Dadme en cambio de lo que veo la oscuridad eterna!
–¡Energía!, repitió el Tentador con imperioso acento.
Y rápido, y más rápido el círculo infernal siguió girando, hasta serme imposible distinguir los objetos. Con ávida insistencia seguía no obstante, las múltiples ondulaciones de aquella sierpe de fuego en movimiento, sin que me fuera dado precisar sus detalles. Mis ojos deslumbrados cegaban, mis facultades se agotaban, y haciendo un postrer esfuerzo, traté de fijarme en una mirada cariñosa que en medio de aquel tropel de centellas alcancé a distinguir; pero los ojos que la producían se dilataron hasta abarcar el círculo, formando en torno mío un nuevo anillo de Saturno.
–¡Llegó el momento de la penetración!, exclamó mi dominador, viéndome anonadado por aquel espectáculo.
Y la escena cambió sin cesar el movimiento: fijáronse mis ojos, y como al través de una ventana abierta de improviso ante ellos, vi aparecer sucesivamente las lunetas, los palcos y los diversos grupos que se agitaban en el patio, sin que por esto dejaran los otros de seguir su acelerada rotación.
–¡Prueba mi ciencia!, continuó el Tentador extendiendo a mi derecha su descarnada mano: ¿Penetras cada uno de los corazones que componen aquel grupo?
–Sí, sí, contesté admirado y balbuciente. Todo lo veo... Jamás lo habría creído.
El anillo continuó girando, y otro grupo, no menos interesante que el primero, se presentó a mi vista.
–¿Ves?, preguntó de nuevo la imperativa voz.
–¡Oh, espantoso!, exclamé. ¡Cómo puede mentirse así, Dios mío!
–¡Calla! ¿Y ese otro grupo que aparece a su turno?
–¡Da lástima y horror!
–¿Y ése que llega?
–Ya conocía esa historia.
–Peregrina, por cierto.
–Diabólica.
–¿Y aquél?
–Abate el alma.
–¿Y ése que pasó?
–La irrita.
–¿Y el que tienes a la vista?
–¡Cuánta perfidia!
–¿Y aquél que se detiene?
–¡Cuánta maldad!
Y siguieron pasando los grupos, y los palcos, a cuyas puertas, como multiplicándose, veía asomado siempre al pertinaz demonio que a mis espaldas me aturdía los oídos con su risa sarcástica. Y todos los secretos se me iban revelando, y las pasiones más ocultas surgían del corazón y se presentaban a mis ojos; y duelos, y engaños, tenebrosos designios, ruines aspiraciones, maldad, odio, venganza, mezquindad y vileza, perdieron sus caretas.
–¡Oh!, cuánto sé, Dios mío, ¡qué no querría saber!, murmuré arrepentido de mi punible indiscreción. ¿Cómo haré para olvidar mañana ese cúmulo de miserias que de hoy en adelante veré estampadas sobre todas las frentes? Si pudiera arrancarme la memoria, lo haría en obsequio tuyo, mezquina humanidad, para quien todo sentimiento generoso está vedado.
–¡Prevente!, exclamó de improviso mi ángel malo, interrumpiendo con su eterna ironía las desgarradoras reflexiones que cruzaban por mi mente. Se acerca el fin de la revista que pasas a esa tropa de comediantes a quienes llamas tus hermanos: prepárate a ver lo que más has deseado.
A semejante anuncio el aire me faltó, y agotado el espíritu por la horrible gimnástica a que se hallaba sometido, sentía desfallecer mi ánimo, cuando una dulce melodía, mensajera de gratos y queridos recuerdos acarició mis oídos, devolviendo a mi alma la perdida energía. Mis ojos, deslumbrados, tornaron a mirar; y a la desierta abertura por donde como al través del cristal de un lente prodigioso, había descubierto tantos secretos íntimos, vi aparecer entonces entre auroras de rosa, un palco resplandeciente, semejante a una góndola de nácar; y en él, cubierta de blancas y vaporosas gasas, una de esas criaturas privilegiadas, de angélica belleza, que más que hijas de la tierra parecen encarnaciones del cielo.
–¡Ella!, exclamé fijando sobre su frente pura una mirada llena de angustia y timidez; ¿ella también sometida al escalpelo de mi diabólica penetración? ¡Jamás! ¡Jamás!
–Ya la tienes delante; mírala, díjome el Tentador con voz terrible, apenas la hube reconocido.
–A ella... ¡nunca!
–¡Sí! Mírala y sabrás a qué atenerte.
–¡Imposible! Lo que de mí exigís es imposible.
–¡Obedece!, exclamó con enérgica entonación.
–¡Oh!, esta vez el amor me dará fuerzas que oponerte.
–Vana quimera. El amor desertó del corazón del hombre apenas entró en lucha conmigo.
–Te engañas. Yo lo siento.
–Oye, pues, si es que no quieres ver.
–¡Cállate! No me atormentes más.
–¿Y el deseo vehemente que abrigabas?
–Ya no lo tengo.
–¿Y la duda que torturaba tu alma?
–¡Ah!, la prefiero ahora al desengaño.
–Pues verás, oirás y sentirás mal que te opongas.
–¡Piedad!
–¿Acaso sé yo lo que me pides?
–¡Piedad!
–¡Por el infierno! Mira, exclamó Satanás irritado, asiendo con sus crispadas manos mis cabellos, que electrizados a su contacto se erizaron al punto. ¡Mira!, ¡te lo ordeno! Deseabais, poseer como yo, la facultad de arrancar sus secretos al corazón más cerrado.
–No sólo lo deseo si no que compraría esa facultad al precio de mi sangre.
–¡No vayáis a dar nada por ella! Os la ofrecen de balde.
–¡Cómo!, le dije. Nadie me la ha ofrecido.
–Y con instancia.
–¿Os burláis de mí?
–¡Por mis cuernos!
–¿Qué habéis dicho?
–Que tenéis un candor admirable.
–Pero, en fin, exclamé exasperado, ¿quién me ha hecho tal oferta?
–El desconocido que os indicó el 111, contestó mi vecino cubriéndome con su mirada fascinadora.
–No comprendo nada de cuanto me decís, exclamé estrechándome entre ambas manos las sienes, que me latían con violencia: nada, absolutamente nada.
–Oídme, pues; y pésele a vuestro empeño.
–Esa ciencia oculta que tanto ambicionáis, de leer en el corazón de los otros tan claramente como en un libro abierto, no se adquiere sino depurando antes el alma en ese asiento de fuego. ¿Comprendéis ahora? Todo se mira entonces desnudo del velo del fingimiento y la mentira: la verdad salta a los ojos: el engaño desaparece; y en posesión de los más íntimos secretos, podréis ocultar mejor los vuestros tan fáciles hoy de adivinar.
–¿Lo que decís es cierto?
–Tan cierto como que ya penetro vuestras locas intenciones. Abandonad ese anhelo insensato; resistid a la tentación de penetrarlo todo. ¡Ay!, no sabéis cuánto se llora luego la pérdida de la cándida ignorancia y de la inocente credulidad. Ese misterioso desconocido, a quien jamás he vuelto a ver para exigirle me devuelva la venda bienhechora que arrancó de mis ojos, me indujo, como a vos, a ocupar ese asiento, y lo ocupé; y desde entonces ¡cuánto he visto que deseara ignorar eternamente, y cuánto más habré de ver para tortura incesante de mi alma!
–¿No me engañáis?, exclamé poniéndome de pie en un arranque de admiración.
–No.
–¡Voy a probarlo! Deseo conocer lo que sabéis, y acabar de una vez con la duda que me atormenta.
Dominado por una fuerza sobrenatural abrí los ojos, que en mi desesperación había cerrado para no presenciar la muerte de mis queridas ilusiones, y obedeciendo a aquel genio malévolo, volví a fijarlos en la inocente víctima de mi loco desvarío.
–Ahora, añadió, sacudiendo mi cabeza con ímpetu salvaje: ¡penétrala!
No pude resistir por más que quise, y como la sonda del marino a las profundidades del Océano, así atravesó mi vista la magia seductora de la exterioridad de aquella criatura tan amada, hasta penetrar su corazón.
–Gózate ahora, prosiguió Satanás riendo malignamente, y confiesa que no eres otra cosa que un pueril visionario.
–¡Oh!, nada veo, nada de lo que tú pretendes, exclamé sorprendido.
–¿Con todo mi poder nada descubres?
–¡Nada! En vano procuro entre las sombras en que vaga mi vista, descubrir en su alma un sentimiento, una aspiración, un deseo, algo en fin que revele una dañada pasión, un sentimiento mezquino... y nada, ¡nada encuentro!
–¡Maldición!, rugió Satanás sacudiendo con rabia mi cabeza. ¿Quién se opone?
–¡Espera, y lo sabrás!, exclamé dando un grito de indecible alegría... ya lo distingo... algo así, aéreo y brillante como las alas del ángel del amor, la defiende de tu saña infernal.
Un rugido espantoso ensordeció mis oídos, la tierra tembló bajo mis pies, y reaccionándome de súbito con extraña energía, exclamé, divisando la airada sombra del Réprobo desaparecer tras las bambalinas de la escena:
–¡Infame tentador!, te has engañado; ¡el cielo la protege!
–¿Qué tienes, qué acontece? Oí que me preguntaban varios de mis amigos, que llenos de profundo asombro me vieron abandonar precipitadamente el infernal asiento.
–¡Oh!, ¡el número 111!, ¡el número 111!, exclamé horrorizado, señalándoles el asiento que dejaba.
Y loco, despavorido, con los cabellos erizados de terror y el alma profundamente acongojada, salí de aquel recinto para jamás volver.

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Carísimo lector, cree de esta historia, que, como me la contaron te la cuento, lo que más pueda servir a tu provecho; y comoquiera que sea, acepta este consejo: cuando vayas al teatro, si quieres conservar todas tus ilusiones, no ocupes jamás el número 111; pues, según una antigua tradición de no recuerdo qué país, el diablo está abonado a dicho asiento. Pero como no faltará quien pregunte ¿por qué el cornudo caballero, monarca del infierno, se ha prendado tanto del sobre dicho asiento?, llana y sencillamente contestamos, que sería provechoso investigarlo; mas como este asunto está erizado de bemoles, frisa allá en los dominios de la alta filosofía positiva, y, donde ella principia yo termino.


Revista; álbum de la familia, 29 de marzo de 1873.

Tomado de: Carlos Sandoval, Días de espanto (Cuentos fantásticos venezolanos del siglo XIX), Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V, 2000.