HECHOS NATURALES Y MISTERIOSOS
Cuento



Eugenio Méndez y Mendoza



    Aún se conservan en la iglesia de San Francisco de Caracas unos tragaluces con reja, abiertos en la parte superior del muro de un subterráneo que puede ver todo el que transite por la calle con que linda por el este aquel antiguo templo, bastándole al transeúnte hacer el pequeño esfuerzo de inclinarse hasta poner la cabeza a la altura de los tragaluces, que distarán apenas media vara del piso de la acera.
    Era el subterráneo en otros tiempos cementerio de la iglesia, no destinado a recibir exclusivamente los despojos mortales de los reverendos padres franciscanos; y parece ser que se hacían allí las inhumaciones en altas horas de la noche, por lo que nunca salía de aquel antro ni luz ni ruido alguno, excepción hecha del día de difuntos.
    Por delante de las pavorosas troneras de que hablo, y que buena parte de mis lectores verá hoy sin el temor supersticioso que antaño despertaban, solía pasar, ya anocheciendo, cierto mancebo conocido de la gente caraqueña a fines del pasado siglo por su vida disipada y turbulenta. Llamábase Manuel de la Puerta y era hidalgo, rico y solo en el mundo.
    Cada aventura del nombrado galán acarreaba la pérdida de la dicha de un hogar, ya porque hiciera para siempre irreconciliables dos esposos, ya porque dejase sin honra a una doncella, ya porque arrastrase a la perdición a un hijo de familia, de ésta orgullo y esperanza.
    Como buen libertino, asaz despreocupado, nunca vio Manuel de la Puerta, como la mayor parte de los habitantes de Caracas, con recóndito recelo las troneras por delante de las cuales pasaba todas las tardes, al subir de su casa al centro de la ciudad y de sus diabólicos enredos, o al bajar, clareando el día, a dar breve descanso al cuerpo trabajado por excesos incesantes.
    En la realización de gordísimo malhecho discurría una tarde al pasar por delante del subterráneo; y justamente a la sazón que llegaba a la última tronera, salió de ésta algo como una ave negra y agorera que le aleteó en el rostro y se coló de nuevo por el tragaluz, después de la última vuelta de las tres que le dio al cuerpo del perdido.
    –¡Murciélago del diablo! –dijo mohíno el hidalgo: y luego, pasándose por el rostro el fino pañuelo de batista, agregó: –¡pues no me ha dejado apestada la cara! Si yo creyera en  aparecidos, diría que esto es un aviso de algún señor difunto.
    No se acordó luego sino de la empresa de esa noche, que mucho le preocupaba, como que empeñado venía en su realización hacía ya más de dos años. Pretendía nada menos que alcanzar, por malas artes, lo que por buenas no había logrado obtener de Doña Leonor Merino, niña de tentadora belleza, huérfana y honradísima, y cuya inflexible honestidad fue siempre barrera donde se embotaron los más finos y mejor lanzados dardos del pérfido galán.
    Servían a Doña Leonor de custodia espontáneamente elegida, una anciana venerable y sin fortuna, y dos criados fidelísimos, todos incorruptibles, así por propia condición, como por el mucho afecto que profesaban a aquella niña desvalida, tan pura y dulce, como bella y generosa.
    Leonor dormía apacible sueño, en la noche de que hablo, cuando la despertó sobresaltada un grito penetrante que cesó de súbito, como si violentamente se hubiese impuesto silencio a quien lo dio, que fue la anciana compañera en el vecino dormitorio. En la puerta de éste apareció en seguida, linterna y puñal en mano, un hombre enmascarado que se descubrió, mostrando a los pasmados ojos de la doncella el rostro aborrecible de Manuel de la Puerta, quien con perfecta calma se dirigió a Leonor en estos términos:
    –No trates de llamar porque está toda tu gente maniatada y con mordaza. De la calle, que está como siempre solitaria, no esperes socorro, porque no te dejaré llegar a donde pudieran oírte. No razones ni supliques, porque vengo resuelto a emplear la fuerza y la violencia hasta el fin. Nadie me ha conocido, ni tampoco a los que me acompañan; y si mañana me delatas publicarás tu deshonra. No me obligues, pues, a la violencia.
    –¡Infame! –dijo Leonor con casi ahogada voz– si no puedo tener socorro, sí tendré venganza. Si escapas a la justicia por tus malas artes, si no hay ser humano que te dé al fin el castigo que mereces, ten por cierto que del subterráneo de San Francisco, donde mi padre está enterrado, saldrá su sombra a castigar tu iniquidad.
    No pudo hablar más la niña porque no supo más de sí: perdió el sentido.
    Cuando a las dos de la mañana salió Manuel de la Puerta de aquella casa donde dejaba nueva huella abominable de sus pasos criminales, se sentía inquieto como nunca lo había estado después de una aventura, y resolvió ir sin dilación a calmar con el reposo su inquietud. Tomó maquinalmente, para dirigirse a su casa, la calle de San Francisco, y distraído, conturbado por algo parecido al remordimiento, se acercaba a las troneras del subterráneo, cuando repentinamente asaltole el recuerdo de las palabras de Leonor y el del negro avechucho que le había aleteado en el rostro. Coincidió con el improviso recuerdo la aparición de un rayo de luz que vibró como un relámpago en una de las troneras, y el eco de una voz que el libertino percibió dentro del subterráneo trajo a su oído estas palabras: «Manuel de la Puerta: al amanecer me pagarás».
    Dio un grito horrible, desesperado, el perdido hidalgo, y cayó produciendo sordo ruido sobre el embaldosado de la acera. Muerto, muerto estaba como herido de un rayo.
    Lo que había sucedido dentro del subterráneo no había sido sobrenatural, sino todo lo contrario. Dos enterradores, socorridos de un farolillo, acababan de cerrar una sepultura; y mientras el uno recogía los utensilios de trabajo, dijo al otro que ya se retiraba, que era el principal y se llamaba Manuel: «cuelga el farol, Manuel, de la puerta. Al amanecer me pagarás... el trabajo, porque necesito eso para desayunarme».
    El libertino no oyó las tres primeras palabras, porque no estaba bastante cerca para oír distintamente sino al pasar frente a la tronera, ni las siete últimas, porque coincidieron con el grito que dio al dejar el mundo de los vivos.

El Cojo Ilustrado, Caracas, 15 de enero de 1896.

Tomado de: Carlos Sandoval, Días de espanto (Cuentos fantásticos venezolanos del siglo XIX), Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V, 2000.