LA DANZA DE LOS MUERTOS



Julio Calcaño



A Doña Lastenia Larriva de Llona

Todo valle será alzado y todo
monte o collado será abatido,
y lo torcido se enderezará, y lo
áspero será caminos llanos.
(Isaías, Profecías)






I

    Yo, Stargiro, había aprendido a tocar la lira de siete cuerdas bajo los muros de Tebas; y a mi canto se alegraban las campiñas griegas, y las ninfas bailaban coronadas de flores y de yedra desplegando las gracias del amor; y yo acompañaba siempre a Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, porque la armonía de mi lira y la dulzura de mis versos, distraían los pensamientos de muerte y regocijaban el corazón implacable del pérfido tirano.
    Era el año de 1282.
    Recuerdos terribles se me agolpan a la mente, y siento el corazón como si despertase de angustiosa pesadilla, porque crímenes llenos de infamia y acontecimientos sobrenaturales habían conmovido extraordinariamente mi pecho y perturbado mis  facultades intelectuales durante esa época de terror y de sangre.
    Cosas hay que parecen sueños de imaginaciones enfermas; mas el que no tenga fe que no crea y viva rodeado de tinieblas.
    El que tenga ojos que vea, y el que tenga oídos que oiga, y el que tenga pensamiento que medite y aprenda en las enseñanzas de la historia, pues cosas he visto que hacen temblar las carnes y enloquecen el espíritu, y todo porque los cantos del descendiente terrible del incestuoso Edipo habían venido infiltrando en las multitudes la corrupción y la anarquía.
    Dos años antes de los hechos sangrientos y misteriosos que voy a relatar, Juan de Prócida había sido despojado de sus dominios por Carlos de Anjou, y como éste levantase pendones para apoderarse de la Sicilia, Juan de Prócida dio avisos a Miguel Paleólogo, y Miguel Paleólogo juró tremenda venganza en contra del francés, y por espacio de dos años tejió en la sombra del misterio los hilos de odiosa trama, arrastrando poderosos ejércitos y preparando en ira el corazón del pueblo, siempre celoso e impresionable, para la horrible matanza.
    Miguel Paleólogo y Juan de Prócida esperaban un pretexto que hiciera estallar las pasiones que bullían ya en las multitudes de las ciudades; y como la víspera del día de Pascuas de ese año fatal, dos o tres soldados franceses ofendiesen en Palermo el decoro de una dama noble, la joven Paula, los conjurados hicieron oír el grito de una venganza que había de hacer estremecer al universo.
    La campana sagrada que debía tocar la víspera de Pascuas, tocó lúgubremente a degüello en el silencio de la noche, y ocho mil cabezas francesas cayeron bajo el hierro del pueblo colérico, sediento de sangre y de exterminio.
    Las alas de la desolación y de la muerte se desplegaron, y la ciudad quedó como vasto cementerio; y el viento soplaba triste y frío sobre los muros de mármol, cargado de gemidos lastimeros y fantásticos; y durante muchos días los carros de los sepultureros estuvieron recogiendo los cadáveres de los franceses, horriblemente desfigurados; y recogieron también el cadáver de la joven Paula y los de otras nobles damas de Palermo, muertas en la embriaguez de la matanza, a los pórticos de los templos.
    Italia se cubrió el rostro avergonzada, y Francia se vistió del color de las sombras de la noche; pero bárbaro regocijo, como viento eléctrico soplado del Orco, atravesó el Oriente del uno al otro extremo.
    Mas, yo Stargiro, que había bebido en el vaso de oro de los profetas, recordé aquellas palabras del Evangelio de San Mateo:
    «¡Ay del mundo por los escándalos! Porque necesario es que vengan escándalos: mas ¡ay de aquel hombre, por quien viene el escándalo!»
    Y vestí de crespón la lira de siete cuerdas, coroné mi frente de flores pálidas, tomé las sandalias del peregrino, y me fui a las soledades, porque mi corazón estaba lleno de tristeza.
    Y canté, y mi canto resonó como una lamentación en medio del desierto.
    Y oí que de las concavidades del viento brotaban profundos gemidos, quejas lastimeras, ayes de muerte; y me estremecí de horror, porque percibí sombras inultas que vagaban como nubes siniestras de invierno; y vi que el cielo de Oriente estaba cubierto de rojos arreboles que anunciaban la tempestad.

II

    Y sucedió que Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, libre ya, por medio del crimen, de sus numerosos rivales, levantó banderas y marchó en son de guerra en contra del príncipe de Tesalia, llevando de refuerzo hordas tumultuosas de tártaros, que como chacales vivían de la sangre y el botín.
    La presencia de los tártaros, soberbios e insubordinados, llenaba de inquietud el corazón de Miguel Paleólogo; pero lo cierto era que el alma del emperador sufría bajo el látigo de la conciencia; y por ello, anhelando ahogar sus terrores en el delirio de la orgía, llevaba vinos exquisitos de color de púrpura, perfumes de la Arabia, flores de Italia, delicados manjares y hermosísimas griegas de ojos negros y rasgados.
    Los tártaros ardían en sed de combate y atronaban el viento con gritos salvajes. Parecían leones que rugen y escarban la arena para caer sobre la presa.
    Pero el emperador sentía el alma cada vez más enferma, e hizo alto y alzó su regia tienda en medio de los campos, y llenó las ánforas de vino rojo y espumoso como sangre, y pidió música y bailes y cantos y locuras.
    La tienda del emperador se iluminó como para los días de gran fiesta, y la música rasgó los aires, y los vasos chocaron con estrépito en el delirio de la embriaguez, y el vino se derramó manchando el pavimento con un color rojo, sombrío, siniestro; mientras el viento azotaba las paredes y los tártaros rugían en las afueras, aguardando impacientes la hora del combate.
    El emperador estaba sentado en un extremo de la tienda, al frente de la entrada, y cerca de él bebían y reían y cantaban alegres mujeres y la flor de los guerreros del Oriente.
    Mas yo estaba silencioso y triste, presintiendo algo lleno de misterio, y hallando pesado el aire que respiraba; y veía que la risa del emperador, cada vez más pálido, era una risa forzada, y que el rostro de los convidados, ebrios ya, y que bebían y cantaban como arrastrados por la voluntad del emperador, palidecía y se diafanizaba por instantes, a la luz de los hachones que fulguraban siniestramente.
    Había algo todavía más terrible en medio de aquella escena lúgubre como un festín mortuorio.
    En la sombra formada por el sitial y el cuerpo del emperador, se alzaba una figura de mujer pálida, indefinible, vaporosa, envuelta en una larga clámide virginal, y viéndome fijamente con una mirada magnética, que resplandecía en la oscuridad vaga que la circundaba como una niebla extraña.
    Y nadie parecía haber advertido su presencia; ni yo había visto entrar a aquella mujer, cuya actitud y silencio me llenaban de pavor.
    –¡Stargiro!, exclamó de improviso el emperador, he aquí que estás más pálido que la rosa marchita; y cualquiera diría que estabas pensando en la región de las sombras. ¡Ea, Stargiro, despierta y canta, que tu lira es digna de los dioses!
    Y en tanto que el emperador apuraba el vino rojo, que le manchaba la larga barba, ya blanca por el tiempo y el dolor, tomé la lira y canté lúgubremente, como impulsado por un genio invisible, las estrofas de Eurípides lamentando el suplicio de Prometeo.
    –Calla, dijo el emperador con angustia, ¡parece que mis tártaros tienen hambre de carne humana y sed de sangre! ¡Silencio, fieras, silencio! Mas, ¿a qué esos cantos de desesperación ¡oh, Stargiro! cuando el vino purpúreo se derrama en medio de la orgía y mis leones rugen ansiosos de exterminio?
    Y el ruido se acrecentaba cada vez más poderoso y fantástico.
    Y a un soplo helado que circuló por la tienda algunos hachones chisporrotearon y se apagaron, y la llama de los restantes tomó un color azulado como de lámparas funerarias.
    Y la mujer misteriosa se me acercó con lentitud, sin que nadie más al parecer la sintiera, y oí que me dijo con imperio:
    –El emperador está alegre: toca la danza de los muertos.
    Y me estremecí, y me puse en pie dominado por un terror invencible, escapándoseme la lira, que rodó por el pavimento dejando oír notas fantásticas y terribles que hicieron estremecerse a todos los circunstantes.
    –¿Qué es eso?, ¿qué es eso?, exclamó espantado el emperador.
    Y en medio de un silencio mortal la mujer misteriosa tomó a su vez la lira y principió a tocar una música desconocida, llena de armonías rápidas y broncas que semejaban una creación de la locura.
    Las puertas se abrieron de súbito, y hordas de tártaros penetraron con violencia y algazara, y tártaros y mujeres se pusieron a bailar y a cantar con una alegría infernal aquella música extraña.
    Y descolorido ya y tembloroso, me estremecí de horror, porque vi que los que bailaban se desvanecían como sombras de otro mundo, como habitantes de las regiones desconocidas; que el emperador estaba muerto, tendido a lo largo de su sitial, y que aquella voz que me había hablado y aquellas facciones de la mujer misteriosa, eran las de la joven Paula, muerta en la horrible matanza de las Vísperas Sicilianas.
    Me lancé desatentado a los campos, corrí a la ciudad, penetré en mis habitaciones; y durante mucho tiempo no volví a tocar la lira de siete cuerdas, y en las noches mantuve siempre mi palacio espléndidamente iluminado, porque mi propia sombra me llenaba de espanto.


Mi Tertulia, Caracas, 12 de septiembre de 1873.

Tomado de: Carlos Sandoval, Días de espanto (Cuentos fantásticos venezolanos del siglo XIX), Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V, 2000.