UNA VENGANZA PÓSTUMA



Diego Jugo Ramírez


    En la plaza mayor de la ciudad de Maracaibo, capital del Estado del Zulia, se levantaba, hasta el día en que fue reconstruida hace algunos años, una casa ruinosa de antiquísima arquitectura, frente a frente del Palacio de Gobierno. Dicha casa, de dos pisos, estaba como ceñida por un largo balcón o tribuna corrida por toda la fachada del piso superior, cuyas pronunciadas curvaturas revelaban a los ojos menos investigadores sus luengos años de existencia.
    A aquella mansión solían dar algunos ancianos el pomposo nombre de Palacio del Libertador, por haberla habitado Bolívar, a su regreso del Perú; lo que daba pábulo a una de mis vanidades infantiles, cuando hacía constar en tono enfático, entre mis compañeros de Colegio, que era allí donde había visto yo la luz primera.
    El entresuelo o parte baja de tan vetusto edificio acababa de ser desocupado, en la época en que se sucedieron los acontecimientos que trato de referir, por la familia de un amigo y condiscípulo mío, a quien llamaré Manuel, la cual había partido para la Nueva Granada, dejando a mi amigo en aquella casa, al cuidado de una sirviente anciana, mientras terminaba su curso de humanidades.
    La parte alta, siempre cerrada y solitaria, era cuidada por un viejecito bisojo y misterioso, que tenía especial cuidado, al subir la dilatada escalera que a ella conducía, de cerrar la puerta con grandes precauciones, como temeroso de ser acechado; y sólo los lunes en la noche se iluminaban sus salones para recibir una multitud de hombres, vestidos de negro, que celebraban en ellos conciliábulos misteriosos a puertas cerradas; lo que no impedía que se oyesen ruidosas palmadas, murmullos prolongados y chasquidos de espadas que se chocan.
    Cierto día en que aprovechando una distracción del Cancerbero logré deslizarme en pos de él por aquella escalera, lleno de curiosidad, me hallé al fin de mi ascensión en un prolongado corredor con barandas torcidas, que caían al gran patio interior; pero como las puertas de las habitaciones situadas en aquel corredor se hallaban cerradas, sólo descubrí, empujándolas, una abierta por la cual me asomé temeroso; y tuve ocasión de ver un cuarto con las paredes todas revestidas de colgaduras negras, y en el centro de cada una de ellas, nichos triangulares en los cuales resaltaban blanquísimas calaveras. Vi también colgado del techo, en el centro de la habitación, un descarnado y gigantesco esqueleto humano, cuyas cuencas vacías me pareció que despedían llamas. Un destemplado grito del minotauro de aquel laberinto me hizo volver en mí y que me precipitara desalado por la escalera, sobrecogido de espanto. Aquello que había visto era parte integrante de una logia, y por consiguiente masones los que allí se reunían.
    He aquí el teatro de las escenas que os voy a referir; escenas íntimamente ligadas con mi juventud, y a cuyo recuerdo siento que se apodera de mi corazón profunda tristeza, pues vienen a la memoria los nombres de aquellos amigos de la infancia que ya han dejado de existir, las desgracias y martirios de los unos, los triunfos de los otros, el constante cariño de éstos, las traiciones de aquéllos, y por último las fisonomías y caracteres de todos, como evocados por efecto de poderoso conjuro. Aquí, aquí en mi imaginación los veo desfilar como procesión de sombras que me miran como a conocido antiguo, y parece que me interrogan, esperando cada cual una respuesta.
    ¡Poder de la memoria! ¡Y cómo conservas grabado en el corazón el recuerdo de los primeros días de la vida! ¡Y cómo haces renacer las impresiones que conmovieron a un niño en el alma de ese mismo niño hecho hombre, hasta el extremo de hacer temblar la pluma entre sus dedos!...
    Corría el mes de junio de 1856, y como nos preparábamos a sufrir los exámenes que debían efectuarse en julio, nos reuníamos en casa de Manuel para hacer el repaso general de las materias, Luis Pérez, Juan Gil y yo, pasando en esta ocupación la mayor parte de las noches.
    Una de ellas, ya a horas avanzadas, pues habíamos estado hasta muy tarde escribiendo las innumerables fórmulas y permutaciones del binomio de Newton, conversábamos tendidos a la bartola sobre nuestras camas, con la cháchara inagotable que es carácter peculiar del estudiante, cuando se me ocurrió fingirme loco, con el objeto de divertirme a costa de mis amigos, a quienes había sorprendido varias conversaciones en que pretendían haber descubierto en mí manifiesta propensión a aquella enfermedad.
    No me detendré a referir la multitud de incidentes y episodios a que dio lugar mi fingida locura: basta al propósito asegurar que desempeñé con tal maestría mi papel improvisado, que mis compañeros se alarmaron hasta el extremo de enviar a Juan en busca de un médico, quedando conmigo Manuel y Luis, a quienes hice pasar tormentos indecibles con mis fingidos raptos de locura.
    Cuando Juan regresó, jadeante, acompañado del médico, fingía yo uno de los más furiosos accesos, comprendiendo por las fisonomías de mis compañeros que se hallaban profundamente impresionados. Al acercárseme el galeno, temeroso de que no se le escaparía mi ficción, y satisfecho ya de los resultados obtenidos, me quedé instantáneamente serio; hice luego algunas cabriolas, parecidas a las que debió ejecutar Don Quijote en la peña pobre, y dando de repente rienda suelta a mi hilaridad, prorrumpí en estruendosas carcajadas, burlándome a satisfacción de la credulidad de mis amigos.
    Ellos, indignados, juraron hacerme pagar caro la burla, tanto más pesada, cuanto el médico, hombre irascible y vanidoso, se desató en improperios contra todos nosotros, y aun nos amenazó con citarnos ante la policía por haber pretendido burlarnos de él.
    Pasó por fin el mes de julio, y con él nuestros sustos y fatigas ocasionados por los exámenes anuales. Llegaron las vacaciones de agosto, y como Manuel no podía ir a reunirse con su familia hasta que no llegara el bongo que había de conducirle, nos suplicó le hiciéramos compañía. En aquella casa pasábamos el día y la noche juntos los cuatro amigos leyendo, escribiendo versos o jugando al ajedrez; y varias veces intentaron vengarse de mi burla, preparando ingeniosamente las suyas. Ya era un ladrón que me asaltaba al volver una esquina, a hora avanzada de la noche, ladrón en quien reconocía a Luis, no obstante la horrible catadura que le daba su disfraz; ya una carta amorosa escrita por Manuel, en la cual se me daba una cita, etc., pero yo caía o no en la burla sin dar muestras de desagrado; por el contrario celebraba el suceso, y esto quitaba a la premeditada venganza la mayor parte de su mérito.
    A pesar de estos juegos inocentes que daban a conocer nuestro íntimo cariño, creía notar siempre en Juan una invencible predisposición contra mí, la que atribuía a los galanteos que prodigaba yo a una primita suya de la cual se hallaba él enamorado; y como yo obtenía mejor acogida, él, para vengarse, jamás desperdiciaba ocasión de buscarme camorra por cualquier tontería.
    Una vez se presentó a nosotros con la mirada amenazadora. Manuel y yo jugábamos una partida de ajedrez y Luis leía en voz alta Los tres mosqueteros, por lo que al pronto no observamos el aire trágico que traía. Mas acercose a mí sin saludar a nadie, y poniendo bajo mis ojos un billetico escrito en papel color de rosa.
    –¿Conoces esta letra? –me preguntó.
    Tomé la carta y leí lo siguiente: «Elena: eres una coqueta vulgar, digna sólo de ser amada por un hombre de la estofa de tu primo Juan. Aburrido de ti he resuelto enviarte a paseo. Llama a Juan en mi reemplazo». Y seguía mi firma.
    –Demás está el reconocimiento, le contesté levantándome: ¿no conoces tú mi firma?
    –Temí que la negaras.
    –Pretensión bien singular es ésa, Juan, le repliqué. Cualquiera diría que crees inspirarme miedo, y te juro por mi honor que me das risa.
    –¿Te reirás de la misma manera con una pistola en la mano?, me replicó con tono insolente.
    –¿Me desafías? Cuando gustes, avísalo, querido.
    –Esta misma tarde en los Haticos; mi padrino es Luis.
    –El mío Manuel. Los dos cuidarán de los preparativos.
    –Muy bien. Y volviéndome la espalda, se alejó con aquella petulancia tan común en los mozos de 18 a 20 años, de que yo tampoco estaba exento.
    Manuel salió con Luis a preparar lo necesario para el duelo, no sin haber hecho antes cuantos esfuerzos pudo para evitarlo; y yo quedé entregado a esa multitud de reflexiones que despierta en el ánimo más frívolo un paso tan serio como el que íbamos a dar en el camino de la locura.
    Por aquellos años tenía Maracaibo marcada afición a las aventuras y escenas novelescas, debido sin duda a la lectura de dramas y novelas de capa y espada que se devoraban con avidez; y en ningún gremio habían hallado tan buena acogida como en el de los estudiantes, los cuales no había día que no hicieran alguna barrabasada.
    Ya principiaban a ostentar las nubes los mil colores en que se tiñe el cielo maracaibero, al descender el sol para hundirse en las ondas del lago, cuando llegaron a buscarme Manuel y Luis.
    Todo estaba preparado para el duelo.
    Nos dirigimos al muelle, y habiéndosenos incorporado Juan en el tránsito, nos embarcamos en un bote que nos esperaba, e hicimos rumbo a los Haticos.   
    Mostrábase la tarde con sus brillantes vestiduras de gasa, a la tibia luz del sol moribundo, que dirigía sus últimos rayos tangentes a la superficie del lago, dorando sus serenas aguas; y una que otra gaviota se remontaba en los aires, después de haber apresado el pececillo de plateadas escamas que había subido a la flor del agua, jugando con la espuma, sin sospechar que era acechado.
    El bote se adelantaba con rapidez, al acompasado esfuerzo de dos remeros, hacia el punto designado de antemano; y ¿por qué negarlo? mi corazón se oprimía al recuerdo del objeto de nuestro viaje, y corría por mis nervios involuntario escalofrío.
    Llegamos al fin a tierra. Después de dar orden a los remeros que nos esperasen, cruzamos una playa arenosa, sembrada de palmeras, y de arbustos cargados de hicacos, que blanqueaban como si fuesen de nácar, y nos internamos por un terreno escabroso, como media milla, hasta llegar a una planicie oculta por un bosquecillo. Allí era donde debíamos batirnos.
    Nadie había desplegado los labios.
    Manuel y Luis midieron veinticinco pasos y, colocando una piedra a cada extremo del terreno medido, nos invitaron a ocupar nuestros puestos.
    Cargaron las pistolas, observándonos a hurtadillas, como quien espera sorprender en los adversarios un signo cualquiera de terror o cobardía.
    Tan luego como hubieron concluido, entregaron a cada uno de nosotros una de las pistolas, y se colocaron a cierta distancia, en una pequeña eminencia que se hallaba al lado izquierdo del campo.
    El instante en que todo esto tardó en verificarse fue para mí una eternidad, durante la cual experimenté sentimientos encontrados y dolorosas alucinaciones. Unas veces creía ver a Juan rodando por el suelo, bañado en su propia sangre, y escuchar una voz que me gritaba –¡asesino! Otras sentía el corazón atravesado por mortal herida y entonces, en el fondo de mi alma creía oír el acento de mi madre que clamaba –¡suicida!
    Hubo un momento en que me sentí impulsado a arrojar la pistola que empuñaba mi convulsa mano y lanzarme en los brazos de Juan; mas el temor de aparecer como un cobarde me contuvo; y rígido como un cadáver esperé.
    Juan estaba tranquilo, muy tranquilo. Parecía desafiarme lanzando sobre mí insolentes miradas, como quien está seguro de su triunfo.
    Los padrinos hicieron al fin oír las tres palmadas convenidas, y a la última dos tiros salieron a la vez...
    Yo permanecí en pie; mi corazón latía con violencia y mis ojos cerrados convulsivamente, no querían abrirse. El silencio que reinaba a mi alrededor acabó de amedrentarme, y abrí los ojos espantado.
    Juan, bañado en sangre, yacía por el suelo.
    Manuel y Luis lo examinaban con ansiedad.
    –¡Muerto!, dijeron con voz lúgubre; y al oírlos sentí erizarse mis cabellos; fijé con tenacidad involuntaria los ojos en el cadáver, hasta que una nube de sangre los nubló, y rodé por tierra sin sentido.
    Cuando volví en mí, sentí una brisa húmeda que azotaba mi rostro y escuché el ruido de los remos al cortar las aguas.
    Luis y Manuel se hallaban a mi lado en el bote, y creí notar al mirarlos, una sonrisa desdeñosa que vagaba en sus labios; lo que me hizo avergonzar de mi debilidad.
    La noche se había venido encima y el cielo, cubierto de negros nubarrones, daba a conocer que iba a estallar una tormenta seca de las que en Maracaibo son tan frecuentes.
    Las ondas, poco antes serenas, principiaban a alborotarse; y los buques fondeados en el puerto se aprestaban a afrontar el temporal. Yo lo veía todo negro, tenebroso como mis pensamientos.
    Los remeros bogaban con tal vigor, que en cuatro brazadas atracamos al muelle de la ciudad. Desembarcamos, y después que Manuel hubo pagado a aquellos hombres, y hablado con ellos a media voz, como recomendándoles la discreción, nos fuimos a casa.
    Cuando nos encontramos en ella, después de cerciorarme de que nadie nos escuchaba, pregunté a los amigos con voz temblorosa:
    –¿Y el...  cadáver?
    –Quien lo encuentre creerá que se ha suicidado, pues dejamos a su lado la pistola –me dijo Luis, cuya voz parecía temblar también de emoción.
    Yo me tendí en la cama, y absorto en mis meditaciones, mejor dicho, en mis remordimientos, no quise ir, como solía, a la casa de mis padres, donde acostumbraba esperar la hora en que Manuel se recogía habitualmente, sino que preferí quedarme solo.
    Hacía rato que los amigos habían salido a fin de no provocar sospechas, caso de que hubiera ido alguno a tropezar con el cadáver de Juan.
    Cuando me vi solo, enteramente solo, y sin temor de ver asomar a los labios de mis compañeros aquella sonrisa burlona que tanto me avergonzaba; sonrisa que yo traducía como de lástima por mi debilidad, di rienda suelta a mis lágrimas, pensando con dolor inmenso en que hacía pocas horas que Juan, joven y vigoroso, era la esperanza de la familia; y en aquel momento, su cadáver, abandonado en un lugar desierto, servía de pasto a las aves de rapiña...
    Dos largas horas pasé abismado en semejantes reflexiones. Las campanas de la iglesia mayor doblaban como es costumbre a las nueve por las almas de los muertos; los relámpagos se sucedían unos tras otros, trazando en el espacio espirales de fuego, acompañados del sordo rumor del trueno: algunas gruesas y escasas gotas de lluvia, como si fuesen la difícil traspiración de una atmósfera calenturienta, humedecían el suelo; reinaba profunda soledad en las calles; y el sombrío caserón en que me hallaba, enteramente solo y silencioso, parecía agobiarme con el peso de sus antiquísimos techos.
    De pronto oí tres golpes secos en la puerta de la calle, y conociendo que eran Luis y Manuel, corrí a abrirles. Eran ellos en efecto: mas detrás de ellos, se deslizó también una sombra blanca, envuelta en un sudario manchado de sangre...
    –¿Habéis visto?, les dije, trémulo y azorado.
    –Qué, preguntaron ambos a la vez.
    –La sombra de Juan que ha entrado con vosotros y ha desaparecido por la escalera que conduce al alto.
    –Niño, replicó Luis; estás viendo visiones; la puerta de la escalera está cerrada; mira, añadió sacudiendo aquella puerta que resistía al impulso.
    Efectivamente, la puerta tenía corrido el cerrojo.
    Sin embargo, yo temblaba como azogado; sudores fríos corrían por mi frente, y a la luz de los relámpagos creí ver desde el patio, deslizándose por los balcones del interior, aquella misma sombra cuya imagen me helaba de pavor.
    –Vente, querido, no seas necio; me dijo Manuel, arrastrándome tras de sí; vamos a acostarnos y déjate de tonterías; de lo contrario creeremos que te has convertido en un niño de escuela.
    Seguí maquinalmente a mis dos amigos. Mi imaginación, excitada tal vez por los terribles acontecimientos de aquella tarde, sufría una continuada alucinación, pues no habíamos entrado aún a las piezas que se hallaban a oscuras, cuando, al rascar un fósforo, sentí que se deslizaba junto a mí, quemándome el cuello con su cálido aliento, la misma sombra blanca y ensangrentada.
    Sin embargo nada dije, temeroso de continuar dando motivo a las burlas de mis compañeros.
    Nos acostamos en silencio; y bien fuera por las agitaciones que había sufrido nuestro espíritu, bien porque la noche anterior la habíamos pasado en vela, nos quedamos dormidos al ruido de la tempestad que bramaba a cada instante con mayor violencia.
    Presa el alma de atroces pesadillas, no sé cuanto tiempo pasé aletargado por un sueño muy parecido al que produce la fiebre. En una de aquellas pesadillas creí ver a Juan delante de mí, pálido, desencajado, con la mirada vidriosa que me decía:
    –«¡Asesino!, ¡tu mano ha cortado el hilo de mi existencia! ¡Eres un homicida!»
    Y  sintiendo que me había despertado, miré en torno mío...
    ¡No era sueño, no! ¡El espectro de Juan se inclinaba sobre mi rostro y repetía con voz cavernosa las mismas palabras!
    La tempestad se dejaba aún oír a lo lejos como el rugido de un gigante: me incorporé en la cama y con ojos extraviados y el pelo erizado de pavor quise gritar, mas la voz espiró en la garganta.
    Al fin, reuniendo toda la fuerza de voluntad de que era capaz en tal momento, me puse en pie y traté de huir.
    Dos manos rígidas, frías y descarnadas, manos de esqueleto, se posaron en mis mejillas: ¡eran las del fantasma que me contenían!
    Ya era imposible resistir a tantas emociones; di un grito agudo, y caí al suelo sin sentido.
    Cuando recuperé el conocimiento era de día. Manuel y Luis me prodigaban sus cuidados.
    De pronto veo que se abre la puerta que de nuestro cuarto conducía a la sala, y por ella entra con un sudario en el brazo y dos manos de esqueleto en la izquierda, Juan, el mismo Juan que yo creía muerto, y que adelantándose hacia mí, con semblante risueño y rebosando satisfacción, me dice con su voz de siempre:
    –El golpe ha sido rudo. ¡Nos hemos vengado en regla!

El Cojo Ilustrado, Caracas, 1 de febrero de 1894.

Tomado de: Carlos Sandoval, Días de espanto (Cuentos fantásticos venezolanos del siglo XIX), Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V, 2000.