PEDRO CÉSAR DOMINICI






LA TRISTEZA VOLUPTUOSA



NOVELA








    MADRID
Imprenta de Bernardo Rodríguez
1899











Primera Parte




Era una gran Ciudad
que transformaba los
  seres y dejaba en las almas
refinadas sensaciones extrañas


  I


      La Gare Saint Lazare estaba como siempre llena de viajeros, que accionaban nerviosamente, dando carreras en busca de algo olvidado a última hora, o disputándose con los cargadores de equipajes, mientras las locomotaras silbaban de rato en rato, y los trenes entraban y salían pavoneándose como grandes señores. Besos y risas, y abrazos y lágrimas, todo se veía a la vez, en una enorme confusión; en tanto que las agujas del reloj marcaban friamente el tiempo, y los pasajeros, desde el andén, se hacían promesas y formaban planes para el próximo regreso. De uno de los trenes de la "Llegada" descendió un viejo muy afeitado, delgado, vestido de sportman, con un gran carriel en la mano, guantes de piel de Suecia, y un sombrero de paja algo fuera de moda, y detrás un joven de diez y ocho a vein-[10] te años, que lo seguía con aire azorado, y displicente.
    Al salir de la estación el viejo llamó un fiacre, hizo entrar al joven, y le dijo: "Yo iré a verlo mañana. Ya sabe, yo estoy en el Grand Hotel. Cúbrase bien para que no atrape un frío". El coche trotó por la Rue Auber, y perdióse poco apoco entre la multitud de carruajes que van y vienen, rondando como cuervos hambrientos los sitios populosos.
    No obstante haber entrado ya la primavera, esa tarde, un frío intenso se había apoderado de París, y esa lluvia fina, persistente, que cae durante días enteros sin dejar ver un solo rayo de sol, convertía la Gran Ciudad en un pueblo lloroso y triste, con sus calles llenas de lodo  y el fastidioso gotear de sus árboles. Las terrazas de los Cafés, en donde días anteriores no cabía la gente, estaban desiertas, y los garcones del exterior agitaban nerviosamente las servilletas, contrariados de ver sus mesas solitarias mientras adentro los clientes charlaban indiferentes entre el ruido de los platos y el humo de los cigarros. Algunos pesados fiacres de invierno habían vuelto a aparecer, que los transeúntes miraban con cierta irritación acusándolos en silencio de prolongar el mal tiempo, y el cielo color de plomo, cubierto de nubes tormentosas que se arrastraban pesadamente en el espacio como grandes cuerpos macizos, no daba esperanzas de que el tiempo cambiase. [11]
    Los ómnibus corrían más aprisa que nunca, repletos de pasajeros, mientras en los imperiales alguno que otro, por necesidad, soportaba la intemperie, hastiado de no encontrar sitio en el interior. Los agentes de Orden público tenían que hacer mayores esfuerzos para ser obedecidos y evitar la aglomeración de los vehículos, mientras los cocheros burlaban y se insultaban sin doble intención, más bien por costumbre que por cólera, y los caballos marchaban pacientes, trotando cada vez que se creían amenazados por el látigo, resbalando cadenciosamente sobre el mojado pavimento.
    Pero ante los ojos espantados del joven forastero comenzaron a pasar, mientras el coche marchaba algo de prisa, algunos edificios de una majestad imponente, de una belleza sugestiva que él nunca había soñado, la gran Opera, el palacio del Louvre, el Instituto; y su cabeza le daba vueltas, aturdido de mirar tanta gente, de oír tanto ruido. Después, no se atrevió a volver a ver por las ventanillas, y permaneció triste, pensativo, temeroso del misterio, de todo lo que había de sucederle en aquella ciudad que los viejos de su tierra decían era para la juventud, más peligrosa que la guerra, más traidora que el mar. Y su alma meditaba en cosas lejanas, en cosas vagas y melancólicas, como con cierto presentimiento de extrañas transformaciones, de acontecimientos reveladores.[12]
    El carruaje había llegado ya al barrio Latino y se detenía en una de sus calles más solitarias. Atontado, sin poder darse cuenta de nada, el viajero entró en la casa, subió una larga escalera y tocó el timbre. Desde el día anterior lo esperaban. Don Fermín Doria, un rico comerciante de Sud América, hombre bonachón, que años atrás había pasado unos meses en la misma casa, había advertido al propietario.
    Una vieja criada, gorda y pequeña, de cara insinuante, después de hacerle mil cortesías, hizolo entrar a un cuarto, elegante y sencillo, pero que pareció al forastero de un lujo extremado como nunca había visto en los mejores hoteles de su pueblo. La criada descendió para ayudar a montar el equipaje: un baúl algo averiado y un saco de noche que comenzaba  a resentirse de las muchas travesías que había hecho; y el joven quedó solo, tratando de darse cuenta de su situación, sobrecogido de un temor inexplicable, y con ganas de regresar a su país. "Y pensar que tendré que quedarme aquí dos o tres años-se decía.-Pero no, dentro de tres meses yo fingiré que estoy enfermo, y regresaré, aunque mis compañeros se burlen de mí. Es tan triste estar tan lejos de los suyos..." De repente se le vinieron las lágrimas a los ojos y encontrose infortunado, como en una prisión, porque él no se atrevería nunca a caminar solo por esas calles, con tanta gente y tanto ruido y en me-[13]dio  a tanto peligro. Y pensaba en su madre viejecita, a quien tanto amaba, que tan triste había quedado con su ausencia. Recordaba perfectamente sus últimos consejos, cuando acostados los dos en una hamaca, en el largo corredor que daba al mar, y en donde se mecía ya desde la tarde con orgullo de cetáceo invencible el vapor de la línea francesa en que debía embarcarse doce horas después; ella, con sus manos entre las suyas, acariciándole con una voz suave y reposada, le decía: "¡Ten cuidado, hijo mío! París es una ciudad llena de atractivos para la juventud, y hay que ser fuerte y juicioso para no dejarse engañar con esos placeres pasajeros. Acuérdate de tu pobre amigo Vicente Cruz, a quien el Gobierno pensionó para que estudiase la música, y que ha venido a morir aquí después de seis años, tísico, y con grandes sufrimientos". Y él se defendía, y aún se creía interiormente un poco ofendido de verse comparado  con su amigo. Todo el mundo en el pueblo estaba al corriente de que Vicente Cruz era un muchacho sin seriedad, que no dormía todas las noches en casa, y a quien vieron muchas veces entrar al "Club". Mientras que él era insospechable, y modelo de buena conducta, tanto, que el tío Fermín no había vacilado en hacerle venir a Europa a continuar sus estudios de medicina. Pero su pobre madre continuaba aconsejándole, como en un loco deseo de salvar a su hijo, y de [14]
llegar a verlo admirado y respetado en toda la comarca. Y ahora sonreía tristemente al ver los temores infundados de su viejecita. "¿Cómo imaginarse que él podría soportar la vida en esa gran ciudad por mucho tiempo?". Al contrario, al encontrar un pretexto se iría otra vez a su aldea inolvidable, calurosa y tranquila, en donde los naranjos florecen todo el año y son tan bellos los crepúsculos. Y al pensar así, el joven se volvía a ver en aquella última noche, cuando habiendo quedado solo en el largo corredor; la hamaca se movía monótona, y el chirrido estridente de las alcayatas producía un sonido lúgubre, mientras en el mar el buque igualmente se balanceaba, y las luces fijas de sus mástiles se le antojaban los enormes ojos de un monstruo que lo llamaba para devorarlo y que, como en los cuentos de los niños desobedientes, fatalmente se cumpliría el castigo del cielo.
    El equipaje había sido colocado en un pasadizo que estaba a la entrada del departamento, cerca a la cocina, y la criada ordenaba toda la ropa en un armario de espejo, limpio y coquetón como para una recién casada. La vieja charlaba nerviosamente, sin detenerse un instante, dándole noticias de los americanos que habían vivido en la casa, y contándole sobre cada cual una historia llena de peripecias, de la que el huésped apenas se daba  cuenta, por las pocas palabras de francés que comprendía. "Su-[15]pongo que el señor va a comer hoy en casa , dijo de repente, con un tono amable y socarrón...¿Y no hará como esos señores que desde la primera noche se van al D' Harcourt y a Bullier, y al mes ni abren un libro ni se acuerdan de la pobre familia. El señor estudia medicina, no...? Pues yo voy a presentarle un locatario, que habla español, y que ya tiene en la casa como un año. Va todas las mañanas al Hospital de niños. "Es seguro que vendrá esta noche, porque desde antes de ayer está de pleitos con su amiga, y se recoge muy temprano. Muy simpático muchacho, aunque  algo brusco, y no tiene mucha fuerza de voluntad para evitarse disgustos.." ¡Oh! ¡Los jóvenes, los jóvenes...! Y la vieja criada salió murmurando, para aparecer después con un mantel que tendió en la mesa redonda del cuarto, unos platos, un cubierto y una botella de vino. Ya era de noche y apenas se escuchaba como un trueno muy lejos, el ruido que venía de la calle en donde los estudiantes, a pesar de la lluvia casi imperceptible que seguía cayendo, cantaban canciones y reían alegremente como en un día de fiesta .
    El recién llegado, después de haber comido con bastante apetito se sintió de nuevo dominado por la tristeza del país ausente, y el temor al peligro de la gran capital se hacía más fuerte en todo su ser, tan extrañas le habían parecido las historias que acababa de escuchar de [16] los labios de la vieja criada... "¿Será verdad que es París la perdición  para los hombres y que su belleza es como la belleza del pecado?... ¿Y entonces, por qué lo felicitaban todos en el pueblo y los que ya habían vivido en la Roma Moderna lo envidiaban, y al despedirlo en el muelle suspiraban y ponían los ojos blancos, como recordando delicias desconocidas y placeres que nunca han de volver?... No es posible, se pierde el que quiere perderse; él no iba a cambiar sus sentimientos y sus ideas por el simple hecho de venir a una ciudad muy grande, que al fin y al cabo sería como todas, llena de vicios para el vicioso, sana e instructiva para el hombre honrado, educado en la religión y en los santos principios".
  Y fatigado de tantas emociones, con una extraña inquietud en todo su ser buscó en el sueño el descanso para su espíritu, acostándose en su gran cama de tres colchones, bella y limpia como un tálamo de novios, olvidando por primera vez a ser las oraciones que su buena madre le había enseñado en su infancia, y recordando, casi dormido, como iban desapareciendo las costas de su pueblo, mientras en el muelle la familia agitaba los pañuelos, y el buque insensible, marchaba a toda prisa  mar adentro.[17]


II


    "...Adelante..." Don Diego Hernández empujó la puerta y entró al cuarto. Correctamente vestido, con un largo sobretodo marrón, sombrero de copa, y guantes, el compañero de viaje de Eduardo Doria tenía el aspecto de un viejo parisiense acostumbrado a las comodidades y a la vida de gentilhombre. En efecto, era la décima vez que visitaba París, y ya se había habituado a venir todos los años a pasar los meses de la primavera, y a tomar, como él decía, fuerzas para gastarlas en América. Había pasado su juventud trabajando en el comercio, y a los cincuenta años se había retirado de los negocios, dejando a su yerno encargado de la casa, que, como siempre, tenía buenas entradas. Su firma era de las más respetadas en la Bolsa, y una vez el Gobierno de su país, para salir de una crisis económica, le ofreció la cartera de [18] Hacienda. Hombre práctico y perspicaz, comprendió muy pronto el juego del Gobierno, que quería abrirse créditos e inspirar confianza con semejante nombramiento, y renunció el cargo un mes después, sin pedir ni dar explicaciones. Sin embargo, desde entonces tenía un poco la manía de la política, e interiormente, aunque él no se lo dejaba adivinar, deseaba volver a ser Ministro, Gobernador o algo de importancia. Esperando que llegase el momento, se había hecho escribir un opúsculo: Estudio comparativo de nuestras finanzas, en donde, entre otras cosas, sostenía que el tesoro debía manejarse en arca de cristal, y que la bancarrota de los Gobiernos de América provenía del abuso de no limitarse a pagar el presupuesto y del deseo de lucro de algunos altos empleados. El folleto produjo buena impresión entre los comerciantes, que en cada cambio de Gabinete corrían la voz  de que don Diego iba a la Hacienda,  cosa que los del Poder no pensaban ni por asomo. Pero él repetía después a sus íntimos, con aires de misterio, "que sí, que le habían insinuado el asunto, pero que no aceptaba, porque él no quería meterse en esos embrollos de la política".
    Amigo de muchos años de D. Fermín Doria, compañero de negocios, y de ideas muy semejantes en la manera de comprender las cosas, éste esperaba el viaje de su amigo para entregarle a su sobrino, recomendándole su instalación, y de [19] distraerlo un poco al principio, para que el muchacho no echase de menos a la familia y al pueblo, evitando, por supuesto, hacerle conocer aquellos lugares soeces de Montmartre  adonde lo había llevado D. Diego una noche y que tan fatal impresión había producido en su espíritu. Hombre circunspecto y amigo del orden, D. Fermín había asignado a su sobrino cuatrocientos francos de pensión, advirtiendo a su comisionista que en los casos de gran apuro en que el muchacho se atreviera a pedirle algo más, se lo diera, pero diciéndole que le estaba prohibido hacerlo, y reprendiéndolo un poco para que esto no se repitiese con frecuencia.
    -¡Cómo!... ¡Está usted todavía en la cama! ...
    -¡Ah!... Es usted D. Diego. Le pido mil perdones; pero estaba fatigadísimo, y he dormido, sin recordar que usted podría venir...
    Y Eduardo no se atrevía a saltar del lecho, pensando que sería irrespetuoso vestirse delante del Sr. Hernández, y que un joven como él no debía permitirse semejante acto delante de un hombre mayor... D. Diego lo sacó de estas vacilaciones, diciéndole:
    -Bueno. Mientras usted se viste yo voy a charlar con  "Monsierur Jean". Almorzaremos juntos, y verá usted algo de París... Pero no se distraiga, porque son ya las diez.
    "Monsierur Jean", el propietario, era [20] un hombre viejo, obeso, casi redondo, con un cuello grueso de apoplético, piernas muy cortas y pies demasiado grandes, que pasaba horas enteras echado en la cocina es un gran sillón, sin preocuparse por nadie, y dejando a la criada, que era la verdadera dueña de la casa, que dispusiera a su antojo de todo. Es verdad que ella lo acompañaba desde doce años atrás, y que tenía entera confianza en su honradez y en sus conocimientos del negocio. Esto no impedía que la criada lo regañase de tiempo en tiempo, cuando perdía en las carreras de caballos, su única pasión, o refunfuñase cuando ganaba. Aparte Le Petit Journal, "Monsieur Jean" no leía sino La Cote des Courses, Le Jockey, Le Sport, periódicos de carreras, y pasaba el día tomando notas para los caballos que debían ganar el día siguiente, y enterándose de los que estaban en toda forma, de las caballerías y de los jinetes. Generalmente él no iba sino una vez por semana a Longehamps, su pista favorita, o en un caso extraordinario, cuando alguien de mucho saber le revelaba como gran secreto, un tuyan, que debía dar mucho dinero.
    -¿Y el Sr. Doria está siempre bien? -preguntó el propietario con su voz cavernosa, casi sin timbre, depués de haber hecho muchas cortesías a D. Diego.
    -Si señor. Por allá no se enferma nadie. Nosotros poseemos un clima maravilloso, una primavera perpetua, y en [21] cuanto a salubridad, la América es el primer país del mundo. Sin que le quepa a usted la menor duda. ¡Oh!, si ustedes tuvieran nuestra naturaleza y la riqueza de nuestro suelo!
    Y D. Diego continuó alabando sin medida al Nuevo Continente.
    -Ese es el país de la verdadera libertad, el único, tal vez, en donde la democracia existe sin reparos de ninguna especie y en donde no es posible que vivan los anarquistas. La igualdad completa, comprende usted, completa.
    Siempre le sucedía lo mismo. Él tan enemigo de las cosas de su país, en cuanto hablaba con los extranjeros, se deshacía en alabanzas y en exageraciones, defendiéndolo todo, como en un deseo desesperante de convertir su desorganizada República en un país a la altura del más civilizado; y hablaba sin darse cuenta de lo que decía, moviendo los brazos y la cabeza, de nuestra armada, que estaba, como el ángel del castigo, custodiando la frontera para impedir que ningún soldado extranjero manchase con su planta usurpadora el suelo nacional; de nuestra marina, pequeña en cuanto al número, pero con buenos acorazados y, sobre todo, muy buena tropa; del servicio militar obligatorio, de las elecciones para Presidente, por el voto directo, el sufragio universal, no como en Francia que lo nombra el Parlamento. Parecía más bien que relataba los sueños que los buenos patriotas tenían por allá; [22] pero con cierta buena fe, sin que su corazón de hombre honrado le criticase ese lirismo que se permitía a tantos centenares de leguas de la patria.
    -Pero no, qué ha de haber allí fiebres-continuaba. -Es decir, hay como en todas partes; pero no epidémicas. Esas son cosas de los periodistas que no hallan qué inventar para hacernos mal.
    -Pero ustedes tienen siempre guerras civiles-se atrevió a agregar Monsieur Jean-lo que impide que los europeos vayan a establecerse por que no tienen seguridad para trabajar...
    -¡Oh! Eso es falso, falsísimo. Los europeos ignoran enteramente lo que pasa en América, y eso a mi modo de ver, es a causa del idioma español, que nadie habla hoy, y de la decadencia de España que ha perdido su antiguo poderío, y que ya ni tiene literatura, ni bellas artes, ni ciencia.
    -Perdón, pero no comprendo qué tienen ustedes que ver con España, ni con el idioma español, puesto que en América no hablan sino inglés.
    -¡No, amigo mío!...
    Y D. Diego comenzó a explicar, con cierta cólera contenida, al desorientado propietario, que estaba medio arrepentido de haberse metido en ese terreno, como Centro y Sub América no era lo mismo que la América del Norte, en donde si hablan inglés porque perteneció anteriormente a la Inglaterra, y exagerando siempre la extensión de nues-[23] tros territorios, la belleza de nuestros cielos, nuestra infinita variedad de frutas, flores y pájaros, la riqueza incalculable de nuestras minas de oro.
     -Ve usted. Hay lugares en que no hay sino bajar hasta el río, y usted encuentra en sus arenas piedrecitas de oro...
    "Monsieur Jean" lo escuchaba con gran atención, pero de repente recordó que era domingo y que debía almorzar temprano para vestirse e ir a Auteuil, en donde había una gran carrera de obstáculos, en que jugaba más de cien francos, siempre con la esperanza de ganar con los caballos que no eran favoritos. Ya se veía de regreso, en uno de los grandes carros, tirado por seis caballos, escuchando los gritos de los conductores que se abrían paso entre tanta gente, trayendo en el bolsillo dos mil francos de beneficio; y sonreía con malicia creyendo su triunfo seguro, y pesando en la cara que pondría la criada cuando él le mostrase los billetes de banco.
    -¿Y tienen ustedes por allá buenos caballos de carrera?...
    -¡Oh!... Nuestros caballos no tienen igual-replicó don Diego.
    Mientra el viejo propietario sentía como un intenso calofrío de emoción, pensando en lo que iba a suceder a eso de las cuatro en la bella pista de Auteuil, donde la yerba recién cortada despide un olor agradable a campo y hace [24] renacer en su alma los recuerdos de su niñez, cuando corría como un loco sobre la verde  pelousse de Saint-Quen.
     El sol, que había estado vacilante y tembloroso toda la mañana, se había decidido por fin a aparecer, y lo había hecho con todo esplendor, en un cielo muy azul, sin ninguna sombra, en plena primavera. En las calles, los gorriones saltaban alegremente, con la seguridad de que nadie se atrevería a contrariarlos. Sólo aquel que ha pasado los tres meses del invierno en París, cuando los jardines semejan grandes campos de algodoneros, y la nieve cae días enteros,  silenciosa y triste, en tanto que la gente va de carrera por las calles, con pesados sobretodos y guantes gruesos de lana, huyéndole al viento frío que corta  la cara y quema la nariz y las orejas, entrando a los hogares a acurrucarse cerca de la chimenea, sin poder respirar libremente, rodeados de crepúsculos  melancólicos y de horas de infinita nostalgia, como asistiendo a una lenta e interminable agonía, puede imaginarse como la alegría lo invade todo cuando comienza a brotar de las entrañas de la tierra nueva vida, y los árboles se cubren de hojas  y los pájaros cantan.. Es como un renacimiento para cada  alma. Una  fiebre de locura se apodera de los seres, y se siente la sangre que corre caliente por las venas, clamando a gritos por la juventud, y un himno sagrado vibra en el [25] aire, entonado al amor y a la voluptuosidad.
    Una brisa agradable que traía fragancias lejanas de lilas y miosotis, soplaba sobre los boulevares, en donde la gente dominguera, vestida de nuevo, se había apoderado de las aceras y subía el boulevard Saint Michel hasta llegar a la plaza del Chatelet. Eran las obreras de toda la semana: cajeras de almacenes aprendices de modistas, confeccionadoras de sombreros, señoritas semiburguesas que han sabido conservarse honestas entre tantas tentaciones, vigiladas de cerca por las mamás, y que solamente pueden gozar de los placeres de la calle en los días de fiesta, terminando estas correrías en las Tallerías o en el Luxemburgo, para escuchar la música, alegres y satisfechas de haber aprovechado el tiempo y de poder respirar al aire libre, gozando de la bella externa de la ciudad.
    Don Diego Hernández y Eduardo Doria entraron al Café Vachette, uno de los más elegantes del barrio Latino y cuya clientela era en su mayoría extranjera, preferido desde muchos años por los estudiantes americanos. Después del almuerzo todos venían al salón del primer piso a tomar café, que el gerente decía ser legítimo de la América, traído expresamente para ellos. Y allí echaban sus partidas de billar, sin haber sacudido enteramente la indolencia del trópico, charlando y discutiendo sobre [26] cualquier cosa, entre risas, chascarrillos e indirectas. Habían convertido el salón en un pedazo de la América Latina, donde reinaba la fraternidad que sueñan por allá nuestros hombres de Estado, la generocidad propia de nuestra raza, y cierto desdén por el dinero, gastando cada cual más de lo que poseía, y ayudándose todos para llegar con algunos francos hasta fines del mes. La mayor parte eran estudiantes de Medicina, que visitaban con bastante regularidad las clínicas y los hospitales, algunos, médicos ya, para perfeccionar sus conocimientos, otros, para llevar a sus países el tan deseado diploma de la Facultad de París. Con menos frecuencia venían algunos jóvenes pintores, músicos y escultores, que tenían sus estudios un poco más lejos del barrio, y que, apasionados con sus obras de arte o por cierto espíritu de bohemismo, preferían estar distantes del centro y aislarse de los compañeros. A las dos de la tarde y a las nueve de la noche estaba allí toda la banda leyendo los últimos cablegramas y comentando los acontecimientos del día, acalorándose y defendiendo sus opiniones como en un Congreso del cual se esperase el voto para resolver la dudas e invenciones de los periodistas, y generalmente esto terminaba con chistes y farsas que alguien prudentemente deslizaba para traer la paz, en tanto que el patrón, enormemente gordo, cuyas comidas pantagruélicas terminaban con [27] una bien sazonada ensalada de diferentes clases de hojas y yerbas, se había quedado dormido delante de la mesa de sus amores, roncando como un cerdo, y cuyo gruñido inarmonioso se esparcía por toda la sala produciendo una consiguiente onda de hilaridad y de malos deseos. De cuando en cuando venían del otro lado del Sena personajes importan­tes de nuestra política, banqueros y ricos hacendados, a pasar una hora con los estudiantes, y esa  noche se hablaba de cosas serias y se tomaba CHAMPAGNE brindando por la prosperidad y el porvenir de cada país,  pero quedando después todos silenciosos recordando los aires de la patria y los afectos sinceros y solícitos de la familia ausente.
    Después del almuerzo, don Diego con­dujo a su joven compañero al primer piso, a fin de tomar el café arriba, con los compatriotas. Habían llegado ya unos diez o doce, a quienes fue presentado sin cortesías ni fórmulas, y fue recibido como un hermano que venía a vivir la misma vida de estudiante y a identificarse con ellos  en los mismos sentimientos y bajo el gran cielo de la Francia,  que amaban como un segundo cielo de la libre América. Eduardo Doria encontrose menos solo, y se entregó lleno de alegría a conversar con todos como si los conociese desde muchos años. Su alegría aumentó al saber que uno de sus grandes amigos de la infancia, Carlos Lagrange, confidente de sus [28] primeras tristezas y a quién  no veía hacía tres años, se había venido de Londres y estudiaba Filosofía y Literatura en la Sorbona. Algo como un gran alivio inundó su alma, y por algunos momentos a la sola idea de volver a ver a su amigo, vivió en el pasado, en la época en que estudiaban Latín y Griego y redactaba un periodiquillo revolucionario en el colegio contra uno de los profesores, de quien querían vengarse, y en donde Langrange publicó sus primeros ensayos literarios.
-¡Cómo! ¡aquí!-gritó su amigo al entrar.-¿Y desde cuándo? No te per­dono que no me hayas avisado tu viaje. ¡Cuánto gusto hubiera tenido en ir a esperarte a la estación!
    A Eduardo Doria se le humedecieron los ojos, y apenas pudo articular, dándole  un estrecho abrazo, con muchas ganas de llorar.
    -¡Si yo te creía todavía en Inglaterra!...
     Y mientras don Diego hablaba de política y finanzas con el tono de indiferencia que lo era peculiar al tratar de estas cosas, y decía horrores de su país y de nuestros gobiernos, asegurando que allí estaba todo por hacer, y que tocaba a los jóvenes moralizar y regenerar la patria, los dos amigos, retirados en un rincón, después de una pausa sugestiva en que sus espíritus volaron tras los recuerdos en el mar de la vida, como esas tristes gaviotas que en el Océano, al [29] acercarse a una isla silenciosa, van tras los buques, tristes y fúnebres, se entregaron a llenar el vacío de tres años de ausencia, en que sus dos almas gemelas no habían vibrado al unísono, separándose momentáneamente para entrar con mayor  fortaleza en las luchas ignoradas.
    Cuando Eduardo Doria, pasada media noche, entró en su casa, un gran anhelo de soledad lo dominaba. Estaba como fuera de sí, sin tener voluntad para pensar, sin poder reflexionar en nada, ebrio de emociones. Desde la tarde había que­dado fascinado en los Campos Elíseos, cuando desde la plaza de la Concordia contempló la grandiosa avenida, que sigue recta y ancha, llena de árboles florecidos,  perdiéndose a lo lejos como una vía misteriosa, entre jardines y pala­cios, como aquellas que los caballeros de las leyendas atravesaban, locos de amor para libertar a las princesas encantadas, y en donde muchos perecían cegados por la belleza del camino. Los miles de ca­rruaje que subían y bajaban en hileras interminables, daban todavía vueltas en su  cabeza. Al pasar delante del Arco de la Estrella, que allí se alza imponente y fiero, orgullo de los hombres, con sus piedras blancas llenas de relieves y sus estatuas colosales, tuvo deseos de gri­ta; pero luego, al penetrar en el Bosque de Boloña, embriagado por el aroma voluptuoso de las acacias, en una calma [30] aparente, quedose como en un sueño, con los ojos muy abierto, viendo apenas el gran lago de agua plateada, en donde los cisnes de ojos tristes nadan majestuosos y sobre el cual las palomas revolotean en un deseo insaciable de amar y de gozar.
    Después, fueron a comer a un magnífico restaurante de la Rue Royal, para terminar la noche en Folies Bergére, en donde comenzó a sentir cosas extrañas, un desasosiego desagradable que lo ha­cía sufrir. Sin saber por qué estaba ner­vioso, intranquilo, contrariado, y una honda tristeza se apoderaba de todo su ser, produciéndole como una laxitud en el cuerpo y un repentino tedio de la vida. Tuvo miedo de continuar en aquella sala llena de luces y de perfumes, en donde mujeres muy hermosas paseaban con to­da libertad, entre el lujo y la elegancia más exquisita, y en la escena, bailarinas de trajes sutilísimos ejecutaban una ce­lebrada pantomima, finalizando con un gran paso de baile de sesenta o setenta figurantas, vestidas con gasas vaporo­sas, blancas, rojas, azules, vestales y sa­cerdotisas que columpiándose al ritmo de la danza, arrojaban flores traídas en ánforas a los pies de la más bella, que, cubierta apenas con un velo suavísimo, hacía la Afrodita inmortal, la indestructible diosa del amor y del placer.[31]




I I I




    Carlos Lagrange había alquilado un departamento amueblado en la Rue de Rennes, tal vez la calle más elegante del barrio Latino, que comienza en el Boulevard Saint Germain y continúa con sus altas casas nuevas y limpias, hasta terminar en la Gâre Montparnasse, vie­jo y feo edificio, sin estilo alguno arqui­tectónico, con sus dos subidas pesadas y  fatigosas, hechas de duras piedras que ni el agua humedece y que están siempre secas, como tostadas por un eterno sol de estío. Había escogido este sitio, porque estaba un poco fuera de las calles generalmente habitadas por los estudiantes, y por consiguiente, era más tranquila, no obstante estar muy cruzada de ómnibus y tranvías. El de­partamento era también muy cómodo para él, compuesto como estaba de un salón y de tres alcobas.[32]
   Había convertido el salón en una especie de estudio, que daba a la calle, adornado con bastante gusto, dominando de un lado un magnifico espejo de marco veneciano, del otro, un escritorio que había hecho construir a su capricho y que tenía encima una pequeña biblioteca; compuesta de sus poetas, críticos y filósofos preferidos. Sobre la mesa del centro, entre retratos de escritores célebres y recuerdos de su viaje a Italia, se mantenía en pie una Venus Capitolina, la mejor que había encontrado entre las copias no muy costosas, pero de admirables líneas y con una cabeza de grandes rasgos de artista. Decían siempre con cierto respeto al enseñarla a sus amigos:  "El que ha hecho esta copia llegará a ser un verdadero escultor." En el Salón no tenía sino dos cuadros, copias en cromo-litografías. Uno, a la derecha del espejo, representaba a la deliciosa Gioconda, de Leonardo de Vinci, con aquella sonrisa enigmática que ponía a sus mujeres el gran maestro. A la izquierda un sujeto sobre Rolla de Musset, impregnado de voluptuosidad, y que tenía como epígrafe los versos del poeta:                   

'Ainsi tous deux fuyalent las cruautes du sort.
L'enfant, dans le sommeil, et l'homne dans la mort


    Lagrange era seis años mayor que su amigo; su padre, exministro de Francia en una de las república de América, habíase casado en el Perú con una her-[33]mosa limeña de grandes ojos negros y de carácter voluntarioso, pero después del saqueo de Lima por las tropas chile­nas, abandonó el país, y fue a establecerse a otra de las repúblicas, más al norte, en donde la paz era  completa y no se pensaba en la guerra civil, trayen­do consigo a su señora y a su hijo, que tenía los mismos grandes ojos negros que su madre y el mismo carácter volunta­rioso.
    Carlos Lagrange comenzaba a gozar de cierta reputación literaria. Su último libro, Paradojas filosóficas, produjo un torbellino de polémicas entre clericales y librepensadores, y hasta el autor había aprovechado el momento para escribir una brillante defensa de las teorías de Spencer, con ironías insultantes y un lujo de argumentaciones que enfureció mucho más a los católicos, quienes tra­taron de ridiculizar el tema y terminaron criticando unos versos algo prosaicos que Lagrange publicó en sus primeros ensayos literarios. Sin embargo, él no había sido siempre anticatólico. Fue más bien indiferente a las cuestiones religio­sas, respetuoso de todas las creencias, y sin preocuparse mucho de las propias, hasta la noche de la muerte de su padre, en que desesperado se echó a la calle en busca de un sacerdote que compla­ciese al pobre anciano, que había pedi­do, creyéndose iluminado por la fe, los santos óleos. A las dos de la mañana, medio loco, como si solicitase la salva-[34]ción de su padre, llamó a la raida puerta de una sacristía. Un fraile flacucho y mal humorado le contestó en un tono seco, con voz metálica, que él  no era el cura de la parroquia, y que le estaba prohibido salir a esas horas. Voló donde el señor cura, y después de estar gol­peando durante media hora, febril y colérico, apareció en el balcón un cura gordiflón y reposado, con una nariz chata a manera de aldaba, que le dijo le buscase un coche porque estaba fatigadísimo de todo el día. Después de espe­rar largo rato, pasó un carruaje, cuando llegaron a la casa, el pobre señor acaba­ba de morir, preguntando por su hijo, en los brazos de su esposa.
    Carlos sintió una inmensa desespera­ción. No haber podido recoger el último aliento de su padre, no haberle dado un último beso, no haber oído su voz que lo llamaba y tenido entre sus brazos su cabeza caliente  aún, tal vez extrañando la ausencia de su hijo en el momento de la muerte. Y fue presa de una crisis nerviosa, y lloraba a gritos, pareciéndole adivinar la mirada empañada de su padre que lo buscaba en toda la estancia como un ciego busca la luz que ha huido de sus ojos. Desde entonces, un fondo de rencor quedó en su alma con­tra los culpables de aquel martirio horrible, y, en su manía de generalizar, condenólos a todos, creyendo cumplir un deber de humanidad desenmasca­rando a los falsos apóstoles, y dejando [35] caer sobre ellos toda la hiel de su pluma. En efecto, una nueva era de lucha se inició contra el clericalismo, y una parte de esa generación que dormitaba indiferente, despertose al escuchar una voz sincera que anunciaba los peligros futuros si se perdonaban las prerrogativas del momento. Los católicos preten­dían formarse en partido político, y los viejos ascetas dirigían una poderosa propaganda. Fundaron los jóvenes pe­riódicos enemigos, instaláronse sociedades, y de escándalo en escándalo, los clericales desistieron de sus propósitos y abandonaron la partida para época más propicia. Tres años después, muer­ta su madre, Carlos Lagrange huyó para Europa con el alma destrozada, y dedicóse a viajar y a estudiar, escribiendo poco, por la propia satisfacción, por una necesidad de su organismo, por hacer algo, como él decía, pero con cierta tristeza de vivir, indolentemente escéptico, sin soñar con la gloria, deseando tan solo ser dueño de su voluntad y dispo­ner de sí mismo sin dar cuenta a nadie de sus actos. Su carácter tenía esos brus­cos cambios de neurópata, decian algu­nos, de hombre que vibra y en quien el sol influye notablemente. Su alma era una planta. Vivía con la atmósfera, y, cosa rara, en los días de pleno sol en que el cielo es intensamente azul, y más verdes están los árboles y más trinos cantan los pájaros, su espíritu se hacía avieso, y pasaba horas enteras pensati-[36]vo, irresoluto, negándose las más de las veces a salir de su cuarto, como si fuesen horas de duelo para su espíritu aquellas en que la naturaleza se viste de fiesta. Sin embargo no amaba el campo ni deseaba la soledad. Las ciudades más bulliciosas eran su preferida, y decía con desdén de Roma, que "era un pueblo en donde no se veía gente sino los domingos en la Vía del Corso". Suspiraba deseando las mañanas oscuras, porque no sufría el martirio de la belleza; tenía miedo de volver a amar; había sido muy desgraciados en sus amores, y cuando sus amigos le decían que era necesario que se casase para que fuese feliz, él les respondía riendo, como para chancear, pero creyendo vagamente en su destino: "Soy como el personaje de la tragedía griega. Lo que toca el soplo de mi aliento, parece."
    Habíase formado su teoría filosófica, una mezcla de panteísmo y de darwinismo, que explicaba a su manera, con cierto refinamiento, más propio de un soñador que de un hombre de ciencia. En el fondo, más que un convencido, era un curioso, un revolucionario, que se complacía en contrariar al público y en despreciar la opinión de la mayoría. Su Dios no era la providencia de los cató­licos, el Juez cruel e inexorable que anda tras los hombres como un espía, para castigarlos y tomarles cuenta exacta de  todas sus acciones. Sostenía que el cristianismo era una bella doctrina, imposi-[37]ble de llevarse a la práctica, y que Jesús, al imitar a Buda y a los filósofos de la India, habría debido continuar en la lucha por sus ideas y no dejarse crucificar, imitando a Sócrates, a quien envenenaron en medio a sus discípulos, por ser el más santo de los hombres; de ahí que el mudo, al cambiar de teoría, no hubiese ganado nada en la práctica, y que la injusticia y la maldad reinasen hoy con más fuerza que nunca. El Papa, prisionero en el Vaticano, ha quedado siendo un símbolo, publicando encíclicas, cuyas ideas lo hubiesen llevado a la hoguera hace tres siglos, y soñando con atraerse la iglesia ortodoxa, mientras los protestantes ganan cada día más conciencias y más prosélitos. En cuanto a sus teorías sobre el arte, era todavía más intransigente: el arte es grandioso, encierra el alma del universo, y las mediocridades no pueden vivir en su seno; la obra de arte que no lleve el sello del genio debe rechazarse como inservible e indigna de veneración.
    Y leyendo y escribiendo pasaba el tiempo en su discreto salón de la Rue de Rennes, soñando con el pasado, sin fe en el porvenir, creyéndose fuerte porque tenía el derecho de disponer de su per­sona y de su vida; presa a veces de su terrible nostalgias, en que recitaba a Hamlet, y se tendía indolentemente días enteros sobre el sofá, llenando el cuarto con el humo azulado de su pipa turca, que flotaba en el aire en espirales ca-[38]prichosas, como pensamientos y ensueños de poetas moribundos.
    Desde temprano lo esperaban dos de sus amigos, que comenzaban a estar impacientes, curioseando todo el salón para pasar el tiempo, leyendo una revista ilustrada de la América, y criticando las costumbres de por allá, terminando con las frases de siempre, que repetían después de algunos minutos de silencio, mirando displicentemente hacia el techo, y balanceando una pierna sobre la otra: "Y estar destinados a vivir en esos países."
    "Pero qué porvenir te espera a ti que eres pintor, al llegar a tu país", decía nerviosamente Sánchez, un muchacho alto y fuerte que accionaba siempre, de aspecto poco simpático por su brusque­dad, y de una franqueza casi salvaje, pero de  buen corazón, y de ideas sanas y honradas.
    "Nosotros hemos tenido grandes pintores, que han obtenido primeras me­dallas en París, y que nunca han llega­do a  hacer dinero con sus cuadros, ni el Gobierno se los ha comprado. Hemos tenido músicos de gran talento, que han regresado para ser escribientes en un ministerio. Si nuestros poetas y literatos -los buenos, se entiende- escribirán en francés, en inglés o en ale­mán, estarían todos ricos; pero allí se ven cosas muy raras,  y casi siempre un Doctor es el Ministro de la Guerra, y un General el Ministro de Instrucción [39]  Pública y Bellas Artes. ¡Qué país!... ¡Qué país!" Y accionaba siempre aun cuando no hablase, en tanto que Iriarte, el pin­tor, sonreía con su aire melancólico, sin preocuparse mucho de lo que decía su amigo ni de que sus cuadros se vendieran o no, como convencido de que el artista debe trabajar por la obra de arte, por el don superior concedido solo a algunos de los elegidos, de crear, de dar forma a lo que vive en su intelecto, engendrando por la necesidad de obedecer a la cultura de su espíritu, como engendra la madre para que se cumpla la ley de la procreación. Y pensaba contemplando a la Venus a tres veces santa, que sobre la mesa en desorden mostraba su busto perfecto, y la pureza de sus líneas inmaculadas. "¿De qué sirven sus riquezas al millonario si no es capaz de experimentar el placer interior, refinado y único de comprender la obra de arte?" Es verdad que los artistas han degene­rado, y que hasta los más célebres han hecho de la pintura una profesión lucrativa, pintando solamente para vender sus obras, las más de las veces pagadas de antemano, diciendo el comprador lo que desea ver en el lienzo, como un pe­dido que se haga a cualquier comisio­nista, y que el pintor de hoy no sueña sino con la vida de los placeres, con po­seer un magnífico hotel en la avenida del Bosque, y una villa en Saint-Germain, o en Biarritz, o en Niza, en donde dar tertulias y llamar la atención con sus [40]  equipajes y sus caballos de pura sangre, o con la elegancia de sus fluxes cortados por el mejor sastre de Londres. ¿Pero, acaso el arte no es siempre el alma del universo? ¿Acaso la naturaleza ha variado porque sus intérpretes hayan perdido el ideal? No, el arte que no reconoce patrias ni fronteras, no puede morir por el dandismo y el flirtaje de los artistas."Estamos en una época de transición, enfermiza para todos, y es necesario trabajar para formar nuevas almas." Y en tanto que su amigo continuaba hablando de las rarezas, como él decía, de su país. Iriarte seguía pensando en el artista moderno, recordando que los autores de todas esas obras maestras que hoy van a visitar en peregrinaje los curiosos y los apasionados, ni siquiera se preocuparon en firmarlas, y que allí viven anónimas y rodeadas de misterio, muy diferente de lo que se estila hoy que con banquetes e interviews se lleva la par­tida ganada. Recordaba sin odio, pero con una amarga decepción, como habían rechazado en el salón su último cuadro: la Magdalena, porque inspirado en el Tintoreto había imaginado a la pecadora arrepentida en el momento de su muerte, demacrada, convulsiva, desmayada por la agonía; y el jurado le hizo decir que su Magdalena estaba demasiado fea. Ese mismo día aceptaron el cuadro de uno de sus compañeros, que presentó una Magdalena muy hermosa, envuelta en un manto azul, que dejaba adivinar [41] sus formas elegantes y voluptuosas, casi copiando el gran cuadro del Corregio.Pero él no desistía de ciertas ideas que quería poner en práctica, y había comenzado ya su nuevo cuadro para el próximo salón, El Suplicio: una mujer que ponía una cara convulsiva, mientras los verdugos le quemaban el cuerpo con hierros rojos ardientes. Quería ver si se atrevían a decirle que era fea esa figura, para entonces probarles que nin­guna mujer podía ser bella en semejante momento.
    Daban las once cuando entró Lagrange, acompañado de Eduardo Doria, y se deshizo en excusas por haberse retarda­do tanto. Pero lo cierto era, que desde hacía dos meses se había dedicado ente­ramente enseñarle París, a su amigo, a iniciarlo poco a poco en los secretos de la estética, haciéndolo visitar los museos, el Panteón, los Inválidos, Nues­tra Señora, las Bibliotecas, todo lo que pudiese contribuir a una rápida evolución en sus ideas y en sus gustos; y estaba contento, su amigo no parecía un recién llegado, en sesenta días comenzaba a asimilar de una manera increíble lo que de intelectual y refinado existía en la gran Ciudad, con un deseo de conocerlo todo; nervioso y de fuerte salud, era infatigable, se había echado como un desesperado en esa vida del visitante curioso a quien no le conceden sino pocas horas de permanencia en un lugar, y que no quiere olvidar ni un [42] solo detalle importante, digno de ser observado. En la noche, después del movimiento de todo el día, se iban a los teatros a descansar el cuerpo, haciendo trabajar la inteligencia. La co­media francesa y la gran ópera, habían sido los más frecuentados. Cuando oyó el Lahengrin cantado por Van Dick, y la Carón, y cuando vió Edipe roy, hecho por Mounet Sully, se sintió orgulloso, como si hubiera, aumentado de tamaño, feliz de haber podido medir el genio de Sófocles en la interpretación magistral del trágico francés, dichoso por no haber vacilado en aceptar la grandiosidad de la música de Wagner. La música había sido su pasión favorita, tocaba bien el piano, y había compuesto algunos Noc­turnos que fueron muy aplaudidos, deseando el Gobernador pensionarlo para que se dedicase a estudiar armonía y composición en Milán; pero el tío Fermín, que no entendía gran cosa del arte, y que le repetía a toda hora que eso no era porvenir para un hombre serio, sino una distracción buena para la gente rica, lo hizo desistir de sus proyectos, y lo obligó a estudiar medicina; sin em­bargo, él no olvidaba su piano, que ama­ba como a una mujer prohibida, y de tiempo en tiempo, entre unos capítulos de higiene y otros de fisiología, se huía a su cuarto y se entregaba solitario a interpretar a Beethoven y a Chopin, o se olvidaba del cuaderno, y seguía im­provisando melodías llenas de tristezas [43] y de quejidos dolorosos, que después no recordaba, sometido como estaba a las arduas vigilias del estudiante. Y era lo que más envidiaba, la gloria del compositor. Revelar un estado de alma por medio de arpegios y armonías, hablando un lenguaje universal, comprendido por todos, pudiendo vivir en el pasado, no como los recuerdos que al fin se secan como las flores y van al polvo, sino con la vida única de los sentimientos, de la pasión, del amor y del dolor. Volver a amar la misma mujer que se creyó olvidada para siempre, volver a sufrir por ella, reviviendo los antiguos florecimientos de un amor sepultado en la nieve de los años al solo ritmo mágico de un piano que canta, o de un violoncello que solloza. Razón tenía Lagrange para estar contento, un cambio repentino había comenzado en el alma de su amigo; él tan estudioso meses atrás, no se había preocupado por visitar las clíni­cas y los hospitales, sus libros de medicina estaban en un rincón de su cuarto, y la mesa de trabajo yacía llena de foto­grafías y de libros de crítica y de historia. Un nuevo ser germinaba en su cere­bro, y la ideas que trajo de su pueblo y que a todo trance hubiera querido conservar, desaparecían rápidamente, como un inmenso campo de trigo devo­rado por la insensible llama de un incendio.
    Carlos tocó un botón, que se disimu­laba al lado de la chimenea, y presentóse [44] una muchacha, con muy buenos colores en la cara, y ese no se qué de la cam­pesina, que hace pensar en la buena leche y la brisa refrescante del río. "¿No se ha levantado todavía la señora?" preguntóle. "La señora se está vistiendo", respondió la criada con una voz tímida, de persona no acostumbrada a ver gente de fuera. "Bien, dígale que la esperamos para ir a almorzar, y denos un poco de brandy" "Es apetitosa la criadita", dijo Sánchez, sonriendo maliciosamente. "Lo que significa que no durará muchos días en la casa", replicó Carlos. Luciana está cada día más celosa, y hasta las criadas la asustan. Las mujeres son muy extrañas; como para ellas la vida solo tiene un objeto: amar y ser amadas; se imaginan que el hombre no piensa de día y de noche sino en la misma cosa. Vaya usted a hacerlos comprender que cuando estamos por la calle no corremos detrás de otra mujer, o tenemos una cita o pensamos en una futura traición".
    Luciana entró, saludando amablemente con la cabeza, mientras se ponía sus guantes, de un amarillo color de paja muy seca; su sombrero estaba ador­nado con plumas blancas y azules, medio cubiertas por un velo muy sutil, de puntos del mismo color. El traje era todo gris claro; toilette casi de estío y cortado en esa forma que las modistas llaman costume de tailleur. Luciana era de un tipo bastante general entre las france-[45]sas; sin ser grande, estaba vestida de modo a parecer más alta, bien ajustada, sin fatigas, habituada a llevar siempre el corsé. De ojos negros y vivos, más dispuesto a expresar la cólera y la des­confianza, sabían también hacerse  amables y esparcir en todo su rostro una aureola de amor. Su boca era grande y sensual; boca para ser besada todo el tiempo; boca de amiga, de compañera de juventud; y aunque todo su cuerpo respiraba voluptuosidad, en los momentos en que se quedaba pensativa., con la cabeza inclinada a un lado, la frente serena, y sus cabellos, de un suave tono de oro, caían sobre el pecho y la espalda, como formando un marco para su cara; toda ella rodeábase de un aire de inocen­cia y de candor, tomando un aspecto de niña voluntariosa a quien la mamá no ha traído los dulces y los juguetes pro­metidos para que fuese juiciosa. Amaba, furiosamente a su amigo; para ella no existían los términos medios; incapaz de fingir, después de muchos días de vacilación, en que Carlos la esperaba a la salida de  los almacenes del Louvre, en donde trabajaba hasta extenuarse para ganar unos cuantos francos, se entregó a él con toda su alma, sin condiciones, con la sola promesa de que él no la olvi­daría jamás. Sus padres, humildes obre­ros de la Rue du Temple, no quisieron verla más, si no seguía en su trabajo, y ella, apasionada y ciega, como una mariposa que busca la luz, fue a quemarse[46] las alas en los brazos de su amante, y a tener una nueva casa, en donde era complacida y mimada, y que ella. alegraba con su belleza y con su risa. Carlos había tomado aquella unión como una distracción agradable, sin darle mucha  importancia, creyendo que  le sería muy fácil romper en cuanto se le hiciese pesada la cadena, que hasta ese instante no le había dado sino regocijos y ale­grías, salvo algunos ratos de mal humor, en que Lucilina se ponía insoportable con sus celos, y en que  lo amenazaba con darle la muerte y suicidarse después, escenas que terminaban con lágrimas de  parte de ella, y con besos y caricias de parte de él.
    El Duval más próximo estaba lleno, como siempre, y aunque era ese el restaurant donde solían ir con más frecuencia, tuvieron que esperar que la directora, una señora alta y muy flaca, vestida siempro de negro, de aspecto enfermizo, los hiciese preparar una mesa para cinco personas. Las cria­das bajaban y subían la gran escalera cargadas con platos que los clientes aguardaban con impaciencia, siguiédonlas con los ojos por temor de ser olvi­dados. Todas con el tradicional vestido negro, con un peto blanco, entreabierto para meter las cartas, y un casquete también blanco, que llevaban prendidos a manera de gorras, como formando parte del peinado, y que desde lejos las hacía aparecer con cierto aire candoroso[47]de Hermanitas de Caridad. Los hombres iban siempre a las mismas mesas, prefiriendo aquellas que servían las mucha­chas bonitas, que ponían buena cara con la esperanza de mejor propina, y que ellos enamoraban mientras comían las frutas y el queso, acabando la botella de vino entre  sonrisas y largos suspiros.
    Grande fue la sorpresa de Luciana al ver entrar a su  amiga Marieta, a quien creía en Venecia, según su última carta de hacía un mes, pero no igual a la que experimentó Eduardo Doria al sentir a su  lado a la única mujer en quien pen­saba de rato en rato, cuando sus visitas a los museos le dejaban el espíritu tranquilo. De noche, en los teatros, sin dar cuenta, la buscaba distraídamente entre  los palcos y balcones, con el deseo de llegar a encontrarla, por el inocente  placer de contemplarla desde lejos, sin atreverse a esperar nada de ella. La ha­bía encontrado algunas veces por la ca­lle, sobre todo al regresar de visitar a su corresponsal, en la Rue Le Pelletier, y sólo una noche había logrado verla en la Opera Cómica; cantaban la Manón de Massenet, y ella estaba arriba, en un palco, dejando fuera de la barandilla de pelouche muy rojo su manecita bien guantada, y que él hubiera deseado besar muchas veces. Esa noche, ella había observado que el joven no la quitaba los ojos un solo instante, y por distraerse lo había visto fijamente con el binóculo, encontrándolo bastante simpático, con[48]sus cabellos muy negros y su ancha frente de hombre pensador.
    Luciana le ofreció un puesto en su mesa, y al sentarse frente a Eduardo, lo reconoció inmediatamente. Durante el almuerzo, él no habló una palabra, en tanto que ella, nerviosa y contenta, en cantadora con su elegante traje  todo blanco, de tela muy gruesa, con  puños y cuello de hombre, y un sombrerito redondo de paja, que tenía a un lado un pajaro  de ojillos de cuenta, charlaba y reía  contándole a su amiga las curiosidades de Italia:  los cocheros  que llevan todos grandes paraguas para no mojarse, la ropa tendida en cuerdas sobre los balcones, viéndose  balancear los calcetines y las camisas y los pañales que se secan al sol, algunas mujeres que andaban con bastones en  la mano en pleno día, los hombres que fuman algunos cigarros muy largos con una vela encendida por delante; y ambas reían como dos locas entre las chanzas y exageraciones dichas por Langrange  para divertirlas, y los gritos semi-indígenas que daba Sánchez, mientras atacaba con un apetito de ogro, digno de mejor mesa, un despechugado pichón con petits pois, limpiándose a cada momento el bigote lleno de salsa, y poniendo ojos dulces a la criada, que contaba en un rincón su puñado de fichas numeradas, recibidas de la Caja en cambio de dinero.[49]
    Eduardo creía soñar al verse solo en su casa con Marieta, a quien el día an­terior imaginaba intocable como una diosa. No se  hubiera nunca atrevido a hablarle, si ella, por la tarde, en el salón de la Rue de Rennes, no se hubiese sentado a su lado, a confesarlo y a enlo­quecerlo con sus ojillos burlones, y un vago perfume de voluptuosidad que salía de su cuerpo como el aroma de una flor.
    Allí le dijo que la amaba, que desde la noche en que había escuchado la mú­sica penetrante de Manón, se sentía desgraciado, y sufría en silencio, pensando cruelmente en ella, como piensa el que tiene sed en un manantial de agua cristalina. Ella reía, y lo
desesperaba con sus dudas e ironías, pero en lo íntimo de su ser experimentaba una grata sensación inexplicable al verse amada sinceramente por un hombre, casi un niño, que venía de un país desconocido, ignorando los peligros y los  refina­mientos del placer, y que se entregaba a ella todo entero, feliz de obedecerla, dispuesto a probarla por cualquier medio su pasión, idealizándola, y contemplándola, como a la suprema belleza de que tanto le habían hablado en su lenguaje mundano los artistas y los poetas. Un deseo repentino de romanticismo se había apoderado de  ella, vivir con él una vida de poesía y de candor, volviendo a ser la  niña honesta y sana de sus primeros años, abandonando la atmósfera as-[50]fixiante en que por desgracia había caí­do, siendo otras vez  casta, como cuando huyó loca de amor, en los brazos de su primer amante, dejando para siempre su  familia y su pueblo. Se complacía en hacerlo sufrir, en hacerle creer que nunca le pertenecería y cuando Eduardo, con los ojos humedecidos, llevando en el alma un tormento que le quemaba todo el ser, tomó el sombrero, desesperado, para salir a la calle y estar  solo con su dolor, ella lo detuvo, y conmovida, frente a la Venus vencedora, que parecía mover su seno majestuoso, como las ondas del Océano, le dio un beso de fuego en los labios, los ojos contra los ojos, embriagándolo con su aliento, como en  un paroxismo de amor, y le dijo fuera de sí, con una voz ronca y tem­blorosa. Yo te amo... Yo te adoro...
    Eduardo creyó morir de emoción, desvanecido, se dejó caer sobre el sofá, mientras ella volvía a tomar su  aspecto, sereno y confiado, de reina adorada; y Luciana, que adivinaba lo que había sucedido, entraba, sonriendo y satisfecha, trayendo en la mano un manojo de rosas rojas y de lilas perfumadas para adornar la estancia, abriendo de par en par los balcones por donde penetró una bocanada de aire fresco, y desde donde se veía descender, entre claridades de oro y grana, uno de esos últimos crepúsculos sugestivos de primavera, en que el sol, como un vidrio empañado se oculta lentamente en el horizonte.[51]


IV

    A fines del estío, huyéndole al calor sofocante de la estación, resolvieron irse al campo a veranear, y pasaron mu­chos días pensando el sitio, prevaleciendo al fin la opinión de Luciana, que deseaba ir lejos  de París, hacer un largo viaje de recreo, a un lugar donde nadie los conociera, y poco poblado, para gozar de verdadera libertad. Escogieron un pueblecito pintoresco a las orillas del Marne, y una mañana, muy temprano, tomaron el tren y partieron alegres y felices, ellas, riendo y cuchicheando como pájaros madrugadores, ellos, con cierta seriedad artificial, previéndolo todo, e imaginándose ser ya hombres casados. Habían alquilado dos casitas unidas por un jardín, con una sola reja, que daba al río, y que cerraban de noche para evitar que los perros del vecindario entrasen a molestarlos y a romper [52] dos hermosos geranios que el mayordomo les había recomendado especialmente. Desde las ventanas se contemplaba un camino angosto y largo que conducía a  la floresta, poblada de grandes árboles, de alisos florecidos, y de frondosos tilos, los más bellos de la comarca, según repetían los campesinos con or­gullo. Atravesando un puente de hierro, en cuyo extremo vivía un viejo cojo, alquilador de botes, que fastidiaba a  los clientes relatándoles como habían perdido los austriacos la batalla de Solferino, en que fue herido defendiendo al emperador, se llegaba a la plazoleta en donde se estacionaban los tranvías de vapor que comunicaban interiormente to­dos los pueblos. Los domingos por las  tardes era ese el sitio más concurrido, muy frecuentado por los  militares y ciclistas que decendían al Gran Hotel, una mala fonda de tres pisos, con un corredor delante lleno de mesas, y en donde vendían cerveza legítima de Poucet, como lo anunciaba un gran cartel con letras rojas. A veces llegaban saltimbanquis y equilibristas, que en el centro de la plaza,  rodeados de gente, en diversos grupos, alzaban gruesos pesos de hierro, enseñando en un cartón con número, los kilos que pretendían levan­tar; otro, daba saltos mortales, y caminaba de cabeza, con los pies mal calzados hacía arriba, y haciendo muecas con la cara; otro, en fin, que era el clou del espectáculo, mascaba vidrios, dejan-[53]do para finalizar lo más grueso y difíciles de triturar, fondos de botellas y de vasos, que hacían sentir calofríos y grima a los espectadores, que les tiraban centavos y se alejaban formando comentrios  y filosofando rústicamente sobre los necesitados de la vida.
    Desde temprano se levantaban para bañarse en el río, en la parte más solitaria, algo distante de la casa, y al regreso deteníanse a esperar que pasasen las vacas para beber leche fresca y espumosa, en tanto que el perro color plomi­zo del conductor daba saltos de contento al reconocerlos, y que Carlos tomaba datos sobre las ideas políticas y sociales de los lugareños, divididos todavía en monarquistas y republicanos. El placer de Marieta era llegar bajo los tilos en los pesados medios días, y echarse largo a largo sobre los sahuquillos, con la cara al cielo y los ojos entreabiertos, dejando ver el comienzo de sus piernas bien ajustadas en las medias negras y sus botitas amarillas, siempre muy lustrosas, como en la ciudad; mientras Eduardo la hacía cosquillas para obligarla a sentarse, y ella, con los párpados pesados de sueño, se adormitaba, vencida por la hora, refunfuñando contra los mosquitos, que la chupaban su sangre. Entonces Eduardo se extasiaba con­templándola,  feliz de poseer aquella criatura deliciosa, que en un momento de romanticismo se le había entregado, abandonando el lujo a que estaba, habi-[54]tuada, por el amor sincero y apasionado de  un niño, y ella  era dichosa, sintiéndose deseada con pureza, como se ama a una novia o a una esposa, sin la mal­dad de los hombres,  hambrientos de placeres falsos y viciosos.
    En una de esas tardes bajo los tilos, en que Eduardo le besaba las mejillas enrojecidas y tibias con el sopor de la siesta, y ella le retiraba suavemente la cara, con sus manos amorosas, para que no la despertase de un todo, sentóse de repente, y acariciándole la cabeza, con movimientos nerviosos de gata mimada,  preguntóle: ¿Tú me amas siempre?... Te adoro, replicó él... ¿Después de tres meses?... Te amaré toda mi vida... Cásate conmigo entonces, le dijo, seremos tan felices estando juntos para siempre, sin pensar en la separación..., ¡Oh! ¡Y cómo adoraría yo a mi maridito!...
    Eduardo no supo qué contestar. Vacilante, sin atreverse  a mirarla, y contra­riado, con un gran ardor en el pecho, sufriendo cruelmente, sin haber nunca imaginado semejante proposición, quedóse mudo de sorpresa; mientras Marieta, poniéndose en pie, y sacudiéndose con indiferencia el vestido, lleno de hormigas amarillas y de animalejos inofensivos, le dijo con voz conmovida, mirándolo fijamente con sus ojos melancólicos: "Ya sabía yo que tu serías como todos "...
    Ella se fue adelante, descendiendo muy despacio el estrecho camino de la [55] floresta, llevando abierta su sombrilla color celeste, reflexionando en la tristeza de su existencia y en su fatal condena de vagar solitaria por el mundo. Eduardo la seguía a alguna distancia con la cabeza baja. Era la primera vez que pensaba en el pasado de su amiga y sufría horriblemente, recordando a la pobre viejecita,  que tan lejos de su amor vivía, al tío Fermín, que tantos sacrificios había hecho para educarlo, a las niñas de su pueblo, y en especial a Isabel, una chiquita delicada y sencilla como un lirio del valle, a quien  había enamorado y a la que había ofrecido escribir to­das las semanas, al llegar a París, sin haberle cumplido una sola  vez su pala­bra. Pensaba que no había vuelto a estudiar medicina, y que en sus cartas hacía creer a su familia que vivía en  los hospitales y sobre los libros, que se había hecho aumentar su pensión a 600 francos, fingiendo tener cursos preparatorios con nuevos profesores,  y que a persar de eso, pasaba trabajos por la falta de dinero, y comenzaba a contraer deudas y a hacer sospechoso al corresponsal por sus pedidos. Recordaba los con­sejos de su buena madre, proponiéndose ser más fuerte y tener voluntad para vencerse en sus tendencias al placer; pero al ver a Marieta con su bello cuerpo grácil y erguido, irresistible en su humilde traje campestre, con su donaire voluptuoso, que marchaba delante silenciosa y enojada, un martirio infinito le [56] oprimía el alma, y tuvo ganas de correr, de alcanzarla, de arrojarse a sus pies, y decirle que si, que seria su esposo, su esclavo, todo lo que ella quisiera  hacer  de él, pero que no lo abandonase, que fuera  misericordiosa con su pobre corazón; y un miedo repentino de perderla para siempre lo obligó a apresurar el paso  para unirse a ella y pedirle perdón.
    Cuando entraron al jardín en donde vagaba un intenso olor de resadá, Luciana, desde el balcón, al observar  que Marieta  había  tirado con  fuerza la  reja y que  Eduardo venía detrás, como sin querer llegar hasta ella, les gritó con una voz amable y burlona: ¿Cómo que han tenido su primera disputa los no­vios?...
    Después de la comida no salieron, como acostumbraban, a  dar una vuelta por el pueblo, temerosos de que una nube que amenazaba caer los empapase, o los hiciese volver a la carrera.  Marieta, empeñose antes de comenzar una partida de manilla, en tirarse las cartas para saber que cosas les auguraban, pero antes, para interesar a Luciana, que era muy supersticiosa, quiso tirárselas a Carlos, resultando, después de caer muchas cartas, entre las que se repetían la dama de corazón y el as de pie, que Carlos la engañaba con una rubia, Luciana se ponía colérica de ver siempre en el juego de su amigo la misma rubia, deseando saber si seria más bonita que ella, y todos reían ante ese ataque de [57] celos intempestivos. Tocó su vez a Eduardo, a quien nunca había  tirado las cartas y que estaba esa noche silencioso, dominado por ideas sombrías, quizás porque Marieta no había hecho enteramente las paces. En su juego todo fue negro; casi todos los pies, y las peores cartas de la baraja, el valet de trofel, le anunciaba también desgracias. El aullido lúgubre de un perro se dejó oír del lado fuera, impresionando de tal modo a Marieta, que abrazó a su amigo, llena de miedo, recordando que la noche anterior había soñado con serpientes. Y Eduar­do dichoso de volverla a tener a su lado, amorosa y complaciente, después de sus dudas y tormentos, se entregó a ella para hacerla olvidar la escena de la tar­de, con toda la pasión que corría por su impetuosa sangre de meridional.
    El día amaneció muy bello; la lluvia ti­bia que había caído por la noche, había re­frescado la atmósfera, y el viento del Nor­te soplaba con fuerza, alejando algunas nubes pesadas que se habían quedado rezagadas, aisladas, en medio del cielo azul. Dos birlochos algo viejos y derengados de ruedas altas y fuertes, de esos que se alquilan en los campos para que los viajeros dirijan ellos mismos a su capricho, esperaban a la puerta, vigila­dos los caballos mansos y andariegos por un muchacho aldeano, de tez rosada, vestido de dril, y que daba vueltas entre las manos a su cachucha, mirando de tiempo en tiempo hacia la quinta que [58]
mostraba sus ventanas sin balaustres, coronadas de enredaderas, en el fondo del jardín.
     En el confín del oquedal aparecía un sol de otoño, grande y redondo, con una luz fortísima que dañaba la vista, y al descender las gradas de piedra de la entrada, Marieta lo mostraba a sus compañeros con aire de triunfo, mientras prendía claveles en los negros cabellos de Luciana y metía entre los ojales de su corpiño botones fragantes de rosas amarillas.                    Montaron en los coches, tomando ellas las riendas, nerviosas y complacidas, y balanceando ellos las fustas para amenazar a los caballos, que cogieron, como conocedores del terreno, el sendero más ancho a la entrada del bosque, dejando atrás un surco continuo de las ruedas sobre la tierra recién húmeda, y en el aire el sonido armonioso de los cascabeles que se perdía poco a poco en el ambiente sereno de la campiña.
    Al llegar a la arboleda del centro, en donde los álamos se yerguen majestuosos, y el camino sigue siempre plano, principiaron las bromas, alabando cada pareja su caballo como más brioso y más veloz, y picándose el amor propio, hasta que se cruzaron apuestas, fatigando las pobres bestias, no acostumbradas a semejantes atropellos, que corrían empapadas echando espuma, castigadas por el golpe incesante del látigo, entre los gritos coléricos que daba Marieta al sen-[59]tirse derrotada y las angustias de Luciana, que temía volcarse con los saltos del cabriolé.
  Detuviéronse al fin en la granja que hacía de límite al bosque, y agasajados por los dueños, resolvieron quedarse allí a almorzar.
    Sobre un árbol corpulento, a gran altura, había sido construido, como una enorme casa de palomas, un piso sólido y seguro, en donde preferían comer los visitantes, con una mesa para seis personas, sillas, un espejo, y hasta colgadores formados con cabezas de ciervos.
    Subíase por una empinada escalera en espiral, presentándose un panorama sorprendente: el Marne con sus aguas muertas, se movía muy lejos, apenas envuelto en una luz glauca, reflejo de la verdura de los árboles, y de cada orilla, extendiase una fila de pueblos paralelos, construidos todos del mismo modo, con sus casas rojas y sus torres cónicas, entre inmensas planicies cultivadas, y rectas rayas de humo negro que de trecho en trecho brotaban de algunas chimeneas contrastando con el fondo azul del cielo y con el vaho blanquecino que, como aliento de las poblaciones, flotaba sutilmente sobre cada aldea.
    Después del almuerzo, entre los últimos vasos de licor, hubo besos y risas, ternezas de corazones jóvenes, en medio a la purificante libertad del campo, sobre la elevada copa de un viejo roble. Al regresar en los birlochos derengados, no [60] hubo apuestas ni carreras, los caballos marchaban a su antojo con su pequeño trote de bestias de alquiler. Los hombres guiaban y ellas con las pupilas brillantes, recostadas sobre los hombros de sus amigos, regando distraídas flores silvestres sobre el suelo, entraron a casa, borrachas de sol y de amor. [61]

 

V


    La casa del señor Faringe, el corresponsal de Eduardo en la rue Le Pelletier, era, como todas las destinadas a alma­cenes y negocios al por mayor, expresa­mente construida y con las comodidades indispensables para el oficio. Una ancha puerta cochera conducía a un pasadizo, con su calzada y sus aceras para los de a pie, interrumpido por grandes patios, que servían de depósitos a las mercaderías, mientras se enviaban a su destina­ción, y cuyos techos eran de vidrio para evitar la lluvia, corriendo el agua en el estío incesantemente sobre los cristales inclinados, a fin de refrescar la atmós­fera, pesada y asfixiante por la falta de aire. La oficina estaba en el primer piso, con sus puertas llenas de timbres, y era un constante ruido de campanillas, por los que entraban y salían.
    A la derecha estaba la caja, con avisos sobre las horas de pago y recomendacio-[62]nes para la entrega del dinero, llena de empleados, que apenas daban abasto el último día de cada mes, en que llegaban las facturas y los cheques de plazo el cobro de intereses y de deudas y otros réditos propios de las casas de banca, y comisión. Al frente estaba el burcau del jefe, precedido de una antesala, seria y correcta, con pocos muebles, decorada con una tapicería oscura, con flores de lis, y que tenía una mesa larga en el centro, donde había bultos para escribir, plumas y tinta, periódicos de la Bolsa, guías de vapores y de ferrocarriles. En el extremo, un portero de uniforme, estaba de pie, cerca a la entrada del escri­torio, yendo y viniendo con tarjetas y recomendaciones de los solicitantes. El  señor Farigne, aunque ya muy rico, tenía el hábito del trabajo, y era tan exacto en sus horas de oficina como el último de sus empleados. Había vivido algunos unos años en la América del Sur, sobre todo en la Argentina y en Venezuela, en donde comenzó su fortuna con unos con­tratos de vapores fluviales para la nave­gación del Plata y del Orinoco, protegi­do por los gobiernos de ambas repúbli­cas, y con los cuales se enriquecieron también unos cuantos ministros que en­traron en la especulación, y aunque ha­cía muchos años que no regresaba a esos países, se interesaba en las cosas que pasaban por allá, hablando con en­tusiasmo de sus grandes fuentes de ri­quezas naturales y de la hidalguía de [63] sus habitantes. En su salón se discutía siempre sobre la América, y en sus fiestas de familia nunca faltaron amigos y personajes americanos. Esa mañana se encontraban allí algunos de ellos que, en tanto que llenaban las formalidades para recibir el dinero, charlaban sobre la próxima reunión del Congreso y so­bre los planes de guerra que forjaban los del partido caído, para llegar al po­der. El más apasionado era un joven flaco y amarillo, bilioso, que había  ve­nido a tomar las aguas de Vichy, y que, después de dos meses, todavía no había encontrado hora de dejar a París, yen­do todas las noches al Moulin Rouge a ver bailar el schotisch y el cán cán; discutía con el doctor Ortega, un viejo abo­gado, pequeño de cuerpo, que tenía un movimiento nervioso en la nariz, hacia un lado, como si fuese a estornudar. El viejo este, clerical empedernido y moralista, que atacaba la inmigración y la instrucción como progresos que dan origen a la impiedad en el pueblo, no se le había ocurrido ir una sola vez a misa des­de su llegada, y pasaba las noches en los cabarets de Montmartre, con el con­suelo, sin embargo, de que al volver a su país echaría todas sus suciedades en un confesionario, al oído poco escrupulo­so de un cura amigo; y así estaba conten­to porque, aunque es cierto que no en­traba en sus hábitos lavarse con frecuen­cia el cuerpo, lograba al menos llevar por dentro limpia la cabeza. [64]
    El señor Farigne estaba esa mañana algo contrariado. "¿Ha avisado usted al joven Doria de venir a verme?..."- preguntó con esa voz suave del que está acostumbrado a ser obedecido, a un amanuense, que desde la entrada del patrón se volvía todo ojos tratando de adivinar lo que éste podía necesitar.- "Sí, señor, esta mañana temprano ha debido recibir mi carta, no quise ponerle un telegrama para no alarmarlo".     -¿Sucede algo de nuevo?"...- preguntó el abogado. -"Sí; malas noticias para este pobre joven. Su padre, un gran amigo, murió en mis brazos en nuestra últi­ma excursión a la Guayana, y ahora, quince años después, me toca a mí anunciarle la muerte de la madre"... -El antiguo explorador quedóse pensativo, co­mo recordando aquellos tiempos tan le­jos ya, cuando en su afán de riqueza, cansado de vejetar como empleado en una aduana francesa, salió una tarde en una barca de Marasella, con viento hacia la América, en busca de fortuna. Cuán­tos trabajos inútilmente bajo aquel cli­ma traidor de la Guayana, respirando la muerte, abrasado por un sol de fuego, pero con una sed insaciable de oro, abriendo la tierra, y creyendo encontrar en cada zanja, como el maná por tantos siglos deseado, la beta aurífera, inagotable e infinita como su ambición. Va­nos esfuerzos, hasta que al fin deshecha la salud, tiritando de fiebre huyó a Ca­racas, y de allí pasó a Buenos Aires pa-[65]ra hacerse millonario, cuando menos lo pensaba, sin trabajos de ningún género, viviendo cómodamente en un buen hotel. La fortuna no viene a quien la llama, pensaba; cada vez que en las minas trabajaba por cuenta de la Compañía, como jefe de sección, encontraba filo­nes de oro, de donde la empresa sacaba fortunas colosales; cada vez que se iba por su cuenta, con una cuadrilla de peones, el vientre de la tierra se hacía es­téril, y la roca dura e inservible respondía al golpe seco de las picas, quedando al fin los zapadores extenuados, con los rostros sudorientos sobre la tierra movida, sin atreverse a desistir, llenos de esperanzas. Seguros de que algunos metros más abajo estaba el deseado te­soro que los haría regresar felices para siempre a las soñadas costas de Francia.
    Mientras tanto, el bilioso bañista de Vichy y el viejo moralista lúbrico, bajaban las escaleras enceradas del alma­cén, con nuevos billetes de banco en los bolsillos, debilitados de la orgía de la noche anterior, en la que el abogado solterón, había, medio beodo, cantado can­ciones lascivas en español, entre las bur­las de los garçones y las risas argentinas de las muchachas alegres, que en­contraban bestia, aquel extranjero de aire jesuítico, de traje algo sucio y de tez carrasposa. [66]
    Desde la escena bajo los tilos había guardado Eduardo remordimientos de conciencia, y ahora, que estaba de regreso a su tranquilo cuarto de estudiante, meditaba, afligido, en su porvenir, pensando en la familia y comparando sus ideas actuales con las que había traído de su pueblo, perfumadas con la honestidad y el buen ejemplo de sus mayores. Había comenzado a estudiar y a visitar los anfiteatros de anatomía, para preparar su primer examen, pues debido a la influencia del ministro de su país, había logrado que le perdonasen las pruebas del Bachillerato; y estaba dispuesto además a romper con su ami­ga, buscando un pretexto saliendo fuera de París, para olvidarla más pronto, contemplando nuevas ciudades y nuevos paisajes. Pero Marieta, que observa­ba que algo extraño pasaba por el cerebro de su amante, por sus largos silencios en que se quedaba con los ojos muy abiertos, mirando fijamente un mueble cualquiera, por sus conversaciones evasivas en cuanto ella le hablaba, de sus proyectos para el invierno, para una infinidad de detalles que a, ella, refinada y suspicaz en las lides del amor, no se le escapaban, preparábase también a la lucha, segura de vencer.
    -"El me ama, yo soy la más fuerte": -se decía-y cada día hacíase más cui­dadosa en su toilette, más extremosa en sus caricias, enloqueciéndolo con su co­quetería y haciendo por todas partes [67] triunfar la elegancia de sus formas, y el esplendor de su belleza.
    Eduardo, sin embargo, se hacía tam­bién más fuerte, releyendo las cartas de sus parientes, colocando sobre la mesa el retrato de su buena madre, y escribiendo con más frecuencia para su pueblo, a fin de estar en más intimidad con su pasado, en más contacto con sus recuerdos, insistiendo al propio tiempo en su viaje a Londres, bajo pretexto de ha­ber sido llamado por D. Diego Hernández para asuntos importantes. Su deseo era acabar de una vez, sin reflexionar, por un acto de suprema voluntad, con aquel abismo de voluptuosidad hacia donde se sentía fatalmente arrastrado, comprendiendo que si no era vencedor, es­taba perdido. Y sabía que la amaba, que sufriría lejos de ella, que las prime­ras horas de ausencia, iban a ser eternas para su alma, llenas de sufrimientos y de martirios, mucho más desde que los celos comenzaban a quitarle la calma.
    Creía encontrarla indiferente y sentía una sorda cólera mal disimulada, cuan­do ella le relataba con entusiasmo sus viajes por Suiza e Italia, en pleno in­vierno, atravesando las montañas blan­cas, como gigantescos bloques de sal, en donde un sol muy triste refractaba sus rayos entre colores de iris, como visto con un gran espejo, y el tren marchaba leguas enteras, todo rodeado de nieve, como en un inmenso lago de leche, pa­reciendo el horizonte muy cerca, fácil de [68] agarrar con sólo extender la mano fuera de la ventanilla del vagón. O le explica­ba su nostalgia en Venecia, en aquella ciudad dormida, silenciosa como un ce­menterio, que el agua muerta de los canales y la indolencia de sus góndolas hacían más lúgubre y en donde ella había vivido suspirando por París, su Paris delicioso y único, fuera del cual, todo era triste y todo era feo. Eduardo, enardecido, ni la escuchaba, pensando que en ese largo viaje ella no estaba sola, y que al hablar de eso tenía  que pensar en el otro. Ese otro, que lo po­nía de mal humor, y que penetraba en su corazón como una afilada punta, torturándolo y fastidiándolo dolorosamente. Cada vez que Marieta se entretenía en hablarle de su pasado, poniase som­brío, contestando a sus preguntas con brusquedades y malas crianzas a las que ella no estaba acostumbrada, siguiéndose escenas desagradables para ambos, en que él salía tratado de inculto y mal educado, y en que ella, con su cara muy seria, se retiraba a un rincón a hacer como que leía, esperando que su amigo viniese humildemente  a suplicar la paz, a pedirle perdón, ofreciendo dominar sus momen­tos de rabia y de despecho, perdón que le otorgaba a condición de que cumplie­se su promesa. Por fin un día él le supli­có que no la hablase nunca de su pasa­do, porque esas cosas le hacían mucho daño a su espíritu, y ella reía, contenta de verlo celoso, comprendiendo, ahora [69] sus asperezas y sus ideas negras, y repitiéndole al oído entre besos y caricias, abandonada voluptuosamente al presente, sin una sola sombra de ese pasado que el odiaba, y que ella también hubiera querido borrar para siempre, a fin de amarlo sin malicia y sin comparaciones.
    -¡Oh!... Qué niño eres. ¡Y cuanto te  amo!...
    En su inmenso amor por Marieta, él iba tomando, sin sospecharlo, todos sus gestos, todos sus movimientos, viéndose a veces de tal modo penetrado del aspec­to exterior de su querida, que estando solo, se creía estar con ella,  y por la calle entablaba conversaciones consigo mis­mo, haciendo coqueteos con la boca y la cabeza, como si su amiga marchase con él, confundidos los dos en un mismo cuerpo. Y sin embargo, en aquella pasión carnal que sentía por Marieta exis­tía una inexplicable onda de castidad, él se engañaba voluntariamente a sí mismo, y la veía pura, virginal, como a la más candorosa de las novias.
 
  Cuando Eduardo Doria salió de la casa del corresponsal, llevaba un peso enorme en la cabeza, los ojos inyectados, y la mirada extraviada, vacilante, sin saber por donde marchaba, ni qué hacía. Cogió por los grandes bulevares, y des­cendió a toda prisa, nervioso y agitado, tropezando con los transeúntes, y co­rriendo hacia donde había más gente, [70] hasta llegar extenuado a la Plaza de la Republica. Siempre que había sufrido una gran desgracia, la primera idea que se agitaba amenazadora en su cerebro era la del suicidio. Protestar contra las leyes de la naturaleza, rompiendo para siempre con la vida. Era  un grito rebelde contra el dolor, un temor al sufrimiento, que lo dominaba, encerrándole en un  círculo egoísta, y haciéndolo gritar fuera de sí: "Yo no quiero sufrir". A pesar de que el Sr. Faringe lo había prevenido con todas las precauciones de que puede rodearse un hombre inteligente, el golpe había sido seco, porque Eduardo, desde las primeras palabras, lo había comprendido todo, y ahora que su cabeza ardía, encontraba estúpido que pretendieran engañarlo como a un niño. Su primer momento de dolor, fue rabioso, con cólera contra la Providencia a lo que fuese, que envía las criaturas a la tierra para hacerlas padecer, ocupación que encontraba poco digna de un Dios. Una confusión de doctrinas y de ideas venían a embrollarse en su cerebro extraviado, mientras corría  por las calles, atropellado por los carruajes, seguido a veces por miradas curiosas que lo encontraban raro. "¿Es un castigo para mí? ¿Y por qué? Suponiendo que yo fuese culpa­ble de algo, ¿debo yo adorar a un Dios  vengativo, con pasiones pequeñas, de hombre cruel, que no me concede siquiera el derecho de defenderme? Y ella, la pobre viejecita, tan creyente, tan buena [71] con todos, incapaz de desear mal a nadie, que pasaba su tiempo haciendo caridad, ¿de qué la acusaban? ¿No es cruel, no es horrible, verse morir en una cama, dejando tras de sí sus afectos, los seres queridos abandonados para siempre, en una lucha en que el dolor y la injusticia salen siempre triunfantes? Está bien; si somos los más débiles, debemos por lo menos protestar contra esa fuerza desconocida y pensante, que nos ha echado al mundo condenados al sufrimiento, y que sabiéndolo prever todo, con el abuso despótico del más fuerte, nos destroza el alma como el más despreciable de los sicarios". Está bien que se nos diga que es una lucha desigual entre el Mal y la Debilidad, entre la Fuerza y el Esclavo, pero que no se pretenda hacer sagrada una teoría que tiene como base el eterno camino de lágrimas por donde se perpetua la humanidad, como ley, el temor a la fuerza suprema, como ideal, la mezquina recompensa póstuma después de una vida de miserias y de humillaciones.
    Eduardo subió tristemente la escalera de su casa, paso a paso, agarrado a la baranda, como si no pudiese con su cuerpo. Tuvo necesidad de detenerse en el primer descanso, con los ojos muy abiertos, y en la frente un surco som­brío de desesperado. Al dejar de oír el ruido de la calle comenzó a darse cuen­ta de la horrible realidad, y las lágri­mas empañaron  sus ojos, que de coléri­cos habíanse tornado en dulces y vagos. [72]
    Al llegar a su cuarto, Lagrange, que lo esperaba lleno de angustias, le tendió sus brazos fraternales, y él se arrojó en ellos, encontrando al fin alguien que pudiese comprender su pena, y estalló en sollozos, sollozos de un indecible des­consuelo, sin reflexiones y sin vitupe­rios, nobles y espontáneos, y murmu­rando sobre el pecho varonil de su amigo palabras tales de honda amargura, que Carlos no pudo impedirse de llorar, removiendo todas sus tristezas pasadas, y enviando nuevos recuerdos aflictivos sobre las tumbas solitarias de sus padres.
    Marieta había esperado discretamente que pasara el primer encuentro entre los dos amigos, pero desde una hora an­tes miraba por el balcón, nerviosa y lle­na de miedo, temiendo no le sucediese algo al saber la noticia imprevista; él, que esa misma mañana le había hablado con amor de su madre adorada; comenzaba ya a impacientarse, deseando que Lagrange saliese a buscarlo, cuando entró Eduardo, y ella se escurrió sin ser vista al cuarto contiguo. Cuando él la vio aparecer toda vestida de negro emocionada y pudiendo apenas contener sus lágrimas, tuvo un segundo acceso de do­lor, y ella, sentada a su lado, le besaba las manos tiernamente y le suplicaba se calmase, por su salud, con su voz mimo­sa, como quien consuela a un niño, pa­sándole sus manos blancas y elegantes por la ardorosa frente, después, fatiga-[73]do, con los párpados hinchados y las mejillas enrojecidas, en medio de un prolongado silencio que nadie osaba in­terrumpir, el recostó su cabeza ardiente sobre el seno de su amiga, experimentando un gran alivio físico, quedóse dormi­do escuchando el tic tac cadencioso de su corazón, sin que ella hiciese un sólo mo­vimiento, siguiendo atentamente su res­piración entre cortada, mientras Lagrange en la mesa más próxima, leía algunas pá­ginas admirables de la Filosofía Natural.
    Fue todo un largo mes de tristezas. Las primeras cartas recibidas del tío Fermín, llenas de detalles sobre la enfermedad. La pobre señora en sus últi­mos días, no pensaba sino en su hijo, deseando tenerlo a su lado, y llamándo­lo en sus momentos de delirio, o cuan­do después de un largo sopor, la morfina le permitía darse cuenta de su estado, calculando el número de leguas que los separaba, siguiendo pensativa el vasto Océano, y murmurando entre sus labios rígidos y secos, delgados y amarillentos como un papel. "Imposibles". "No llega­rá a tiempo". La habían hecho creer que su hijo vendría, y en efecto el tío pretendió llamarlo, pero los médicos le aseguraron que la enferma no viviría más de seis días. ¡0h! ¡Qué de martirios en aquella pobre casa durante dos semanas! Su única hermana, casada con un ingeniero, que vivía en el interior del país, vino volando al pueblo a ayudar  morir a la madre. [74]
    Las conversaciones en voz baja, a escondidas, entrecortadas con gemidos y crisis de nervios, para volver aparentando tranquilidad a la estancia  infectada con los olores de los medicamentos, que en la ventana se alineaban en frascos y botellas, a medio comensar, en donde se descubrían las vacilaciones de los médicos que ya no sabían qué cosa prescribir para complacer a la familia. Y después, el día de la muerte, un do­mingo, en la madrugada, la brisa del mar había refrescado la atmósfera, la casa estaba llena de gente, y la pobre viejecita se extinguió como una luz, sin fuer­zas para morir, hasta el último instante en que abrió los ojos, inmóviles ya como de vidrios, y se fue, bañado el rostro por las lágrimas de su hija, y apretando convulsivamente la mano del tío Fermín, que le dijo, sollozando, con su voz seca y fuerte: "Hasta mañana". Y el día siguiente, el entierro, al cual asistió to­do el pueblo, conduciendo en hombros el féretro, hundido entre flores todas blancas o moradas, como se estila por allá. Y luego, la inmensa casa solariega, con sus grandes sótanos y sus fuertes muros de piedra, que parecía haber quedado desierta con la eterna ausen­cia de la anciana que la había habitado durante tantos años.
    Eduardo desesperábase al leer todas las noticias que de su pueblo recibía. Cómo hubiera deseado estar allí, al lado de su madrecita; vivir con ella sus últi-[75]mos instantes, tener su parte íntegra de dolor, haber visto y sentido todo lo ocu­rrido; mientras que ahora era un pesar imaginativo, una escena de tragedia, formada a su capricho, como leída en un libro, y vivida más en los recuerdos de su infancia que en las tristezas del presente. Recordaba las malas acciones, sus desobediencias de cuando era niño, los momentos desagradables que la había hecho pasar. Un día, que hu­yó de la escuela con otros compañeros de su edad, y se fueron a la montaña a matar garzas, y a bañarse en el agua fría del arroyo, que caía desde lo alto, formando encajes de espumas, y conver­sando cosas melodiosas. Ya entrada la noche, cuando comenzaban a encender los faroles y la campana de la iglesia llamaba a la salve, volvió a su casa todo lleno de lodo, desgreñado y pálido, y con una fiebre muy fuerte que puso su vida en peligro. Su madre había llorado loca de angustia, sin saber su paradero. Lo recibió con enojo, pero al verlo en­fermo, olvidó todo para cuidarlo y mi­marlo como al más obediente de los hijos. Y aquella otra vez, cuando ella por hacerle un gran regalo, le había comprado un bulto para meter sus li­bros, hecho con cordones morados, y que tenía una gran asa para llevarlo en el brazo, y él lo lanzó furioso, diciendo que eso sólo lo usaban las mujeres. ¡Oh! si hubiera sabido en aquel tiempo que las madres también morían, cómo nun-[76]ca le habría causado el menor pesar a la suya, y hubiera vivido de rodillas, con­templándola y amándola por los días aciagos en que ya no la poseyese más.
    Recordaba el cementario del pueblo, en plena campiña, donde su madre lo conducía los días de fiesta, después de la misa; y volvía a ver el jardín de su padre, los hermosos rosales rodeados de agua para impedir que los bachacos los destruyesen; las dalias, inclinada perezosamente sobre los tallos, como con tedio de vivir, los dos sauces silenciosos, que dejaban caer sus frondosas ramas sobre la tumba, coronada con una cruz de hierro con puntas doradas. Y se veía de regreso por el camino del ce­rro, sin pensar en  nada, corriendo inocentemente tras las mariposas, y deteniéndose desde lo alto a esperar a su madre que subía muy despacio, reflexiva y triste con profundas amarguras en el rostro, pero con el consuelo de poder ir a visitarlo cada domingo, llevándole siem­pre flores, muchas flores, malabares y jazmines, lirios y heliotropos, las que poseyesen más aromas para que él no quedase luego tan abandonado.
    Por las noches, al acostarse, en la oscuridad, se imaginaba el cadáver de su madre con los miembros rígidos y yerta aquella santa cabeza que él tantas veces había besado. Creía ser el también un cadáver, y permanecía inmóvil sobre la cama, sin atreverse a hacer ningún mo­vimiento, y conteniendo la respiración [77] como si estuviese muerto. Por la mañana al abrir los ojos sorprendido por la claridad del alba que atravesaba con un tinte azulado las cortinas de la alcoba, parecía ver huir en el aire, como una gasa vaporosa, la sombra de su madre que había obtenido en las regiones eternas el permiso de ver a su hijo, en recompensa de esas largas horas de ausencia que tanto lo había deseado.



VI


    Algunos meses después, pasado ya el invierno riguroso de ese año, en que el Sena se había helado y necesariamente habíase suspendido el tráfico de los vaporcitos que como grandes peces lo cruzan, ligeros y graciosos, Eduardo, toda­vía algo impresionado con su desgracia, y fastidiado de la vida de estudiante en el Barrio Latino, que encontraba estú­pida desde el momento en que había decidido no engañarse por más tiempo y abandonar la medicina, profesión, como él decía, indigna de un artista, había alquilado un departamento del lado del Bosque de Boloña, casi en las fortificaciones, para llevar una vida campestre en medio de la cultura y el refinamiento de París, y fortificar así su alma, que él sentía en un peligroso período de transición.
    En efecto, después de la muerte de la [79] madre, su manera de raciocinar y de entender el objeto de la vida había cam­biado por completo. Todas sus dudas y vacilaciones se transformaban, y en el fondo de su ser germinaba, como una nueva planta, otro yo, algo degenerado en sus ideas y sentimientos, un escéptico a su manera, creyendo en Dios y en el alma, pero no en las felicidades del otro mundo, y mucho menos en que ese ideal supremo que él entendía por Dios se entrometiese en las cosas de la tierra, ni como protector ni como vengador de los humanos. Hecho el mundo, sin objeto alguno, el hombre, como la planta, como el mineral, están sometidos a las mismas leyes en la evolución del tiempo. Con el fin de la vida, que es solamente un movimiento, la materia no perece, se transforma; y esa fuerza que él entendía por alma, y que posee en la misma esencia, pero en diversos gra­dos de perfección el hombre, el animal y el vegetal, tampoco perece; sigue su transformación hacia el supremo ideal, pero sin conservar ni sensaciones, ni ideas, ni memoria, ni voluntad, cosas todas que no pueden existir sino en contacto íntimo con la materia. Es un absurdo creer que los muertos recuer­dan, o sufren, o gozan. Para darnos una idea exacta de lo que seremos después de muertos, no tenemos sino que pen­sar que hemos pasado a través de los siglos en la muerte, y que, por consi­guiente, no es ese un misterio para nos-[80]otros. En aquel tiempo, ¿sufríamos, go­zábasmo, recordábamos? No. Luego entonces, ¿por qué ese temor pueril a un estado que nos es más conocido que la vida? La muerte es nuestro estado na­tural; la vida es lo anormal, lo misterioso, lo ilógico. Que  cada cual se rodee de toda la poesía que desee; las religiones y sus ideales son detalles sin importancia, que no han de revelarnos nada en el misterio de la existencia y que no merecen discutirse, porque todas tienen como base lo que exista más allá de la tumba. Pensemos solamente en el enig­ma de la vida, en esta santa unión de la materia y de la fuerza, que es la que engendra todos los dolores, y la única que puede mostrarnos todos los pla­ceres.
    Habíase entregado a leer filosofía, prefiriendo los autores alemanes; pero una vez conocidas las diferentes teorías antiguas y modernas, formóse una más enfermiza que las otras, sin dar mucha importancia a las divagaciones, y con el deseo de llevarla a la práctica. La manera de esperar la muerte era su ma­yor preocupación. La juventud es la vida; desde que comienzan la vejez y las enfermedades, ya no se vive, se es­pera la hora del tránsito, y nada más; y puesto que la verdadera vida no dura sino un instante, la época del placer y del amor, amemos y gocemos, que tiem­po de sobra tendremos para pensar y padecer. [81]
    Sin embargo, Eduardo Doria era el menos egoísta de los hombres, y jamás llegó a su boca la copa del placer sin que quedasen en sus labios heces de amarguras desconocidas. E1 amor apasionado que sentía por Marieta, estaba siempre mezclado con tristezas y desen­gaños; y cuando después de esos instantes de suprema felicidad, en que ambos, como dos palomas, olvidaban el mundo, aislados y silenciosos, con las almas re­bosantes de alegría, él abría la ventana, y allí, solos, acariciando con una mano los cabellos negros y sedosos de su ami­ga., entregábase a contemplar la oscuridad del bosque, imaginándose perci­bir voces lejanas que lo llamaban detrás de los árboles, espectros de sus dolores futuros que le hacían muecas y burlas para significarle que esa felicidad de po­seerla era efímera y falaz, y que muy pronto el olvido y la separación ven­drían diligentes a tocar a su puerta. En­tonces la veía y la besaba dolorosamente, como a una futura muerta de su alma, que había de llevarse consigo un pedazo de esa juventud y de ese placer que en su filosofía representaba la ver­dadera existencia. Y ella, sin sospechar esos martirios ocultos, creyéndolo di­choso, sin una sombra de melancolía, respondía a sus besos con nuevos besos ardorosos, sonreída y deliciosamente vo­luptuosa. Luego lo traía hasta el piano, y él se entregaba a improvisar; sus dudas y sus nostalgias transformábanse en [82] arpegios y armonías, que terminaban por entristecerla, y Marieta respetaba sus pensamientos, y lo seguía, recostada en un rincón del salón, colocando sus pies chiquitos y nerviosos sobre un co­jín azul, sin atreverse a interrumpirlo, pero sin prever que fuese ella la causa de esas tristezas no vividas. Eduardo pensaba, entre tanto, que con los nue­vos amores desaparecen las virginidades de las impresiones, y que al extinguirse la última sensación, la vida es el hastío, como al reventar la última cuerda de una cítara, el instrumento se hace in­útil. Esta criatura que yo amo tanto, tal vez mañana no tenga en mi alma reflejo alguno. Olvidarla es comenzar a morir con mi pasado. Ella, que me ha revelado una nueva vida, que ha hecho vibrar en mi ser células dormidas, cuya exis­tencia yo nunca sospeché; ella, por quien yo he sufrido y amado, también está destinada a perecer en el incesante mo­vimiento de las cosas. Y su alma lloraba en el piano las penas que han de venir. Al fin Marieta, de pie, detrás de él, le tapaba la boca con sus manos perfuma­das, y Eduardo se las besaba como dos tesoros inestimables, temiendo que ese dolor del mañana no se aproximase a grandes pasos, y creyendo que cada beso impreso sobre su suave cutis, dis­minuían la cuenta de los que fatalmente le faltaban para llegar al del olvido y la separación.
    -Tú eres muy malo, le decía. ¿Por qué [83] tocas esas cosas tan tristes? Al oírte me imagino que estoy sola en un valle desierto, y que te he perdido para siempre. ¡Oh! si yo supiese, qué de cosas alegres te compondría para festejar nuestra felicidad y nuestro amor. Tócame algo de Manón. ¿Te acuerdas cuando tú me querías comer con los ojos, aquella no­che en la Opera Cómica? ¡Qué raro! Y, sin embargo, algo extraño me decía que yo debía amarte. La noche siguiente vol­ví a oír Carmen, y te busqué por todas partes. Yo me decía: pero qué torpe, cómo no piensa que yo podía estar aquí. ¡Qué extraño es todo eso!...
    Entonces Eduardo, para distraerla, le tocaba el dúo del primer acto, cuando De Brieux invita a Manón a huir a Pa­rís. Haciéndola reír, imaginándose escu­char a la joven provincial, vestida con su saya corta, que respondía al caballe­ro, juntando las manos, como si la invi­tasen a ir al cielo: ¡A París!... ¡Tous les deux!... Pero Eduardo no pensaba en Manón, pensaba en ella y la veía arriba en el palco, dejando fuera de la baran­dilla de pelouche muy rojo, su manecita bien guantada, y que él había deseado besar muchas veces. ¡Cuán cambiado se sentía en tan corto tiempo!... Si estaría destinado a no conocer que era feliz, sino cuando la felicidad había ya huido, por la comparación de las horas trans­curridas. Esos recuerdos de sus prime­ros días de amor, le mortificaban. Eran sensaciones desaparecidas para siem-[84]pre, exhaldas por su alma, como la esencia  odorífera de un ánfora, y ahora podía amar otras mujeres más bellas, más seducientes, pero ya no volvería a experimentar del mismo modo sus viejos deseos, sus primeros delirios de amor, cuando al llegar de su país, fascinado ante aquel brusco cambio entre su pobre aldea y la esplendente ciudad que llena el mundo con sus bellezas tentadoras, la vio, y la amó, apasionadamente, con los deliquios de un triste efebo ante una diosa pudorosa, sin atreverse a  tocarla, creyendo fuese un sueño que aquella mujer deliciosa, vestida de seda, con joyas y oro sobre su cuer­po, llegase a ser toda suya. Y la había amado en esos primeros días con humil­dad, feliz de obedecerla como un escla­vo, contemplándola por la noche horas enteras, mientras ella dormía como un niño, hundida la cabeza entre las almohadas, con su rostro sereno y confor­me de quien no tiene conciencia de la vida.
    -Y pensar que todas esas sensacio­nes han muerto ya para siempre en mi alma.
    Los amigos de su pueblo lo envidia­ban porque él vivía en París, sin darse cuenta de la gravedad que ese acto encie­rra para un degenerado hijo de europeos en un país exótico, que al encontrar su medio de acción, se desarrolla fatalmente y se dirige con pleno conocimiento de sí mismo hacia la muerte. ¿Y acaso no lle-[85]gará, dentro de algunos años, el día en que sea él quien los envidie, porque ellos serán los fuertes, los equilibrados, y poseerán todavía sus sensaciones vi­vas, sus deseos latentes? Ellos, los sanos de espíritu, robustecidos en el campo, con fe en la lucha, con la alegría de vi­vir para la familia y para la patria. El, joven de cuerpo y de salud, como ellos, pero llevando en su organismo los vicios de una raza no mezclada, será tal vez en esa época un desgraciado, que por haber vivido demasiado de prisa, ha agotado sus últimas células sensibles entre refinamientos intelectuales y deseos irrealizables. "Mi alma semejará en­tonces un hosco cementerio abandona­do, poblado de cruces, con sus inmensas puertas cerradas, y sólo del lado fuera crecerá esa yerba estéril que nada logra marchitar. ¿Qué hacer entonces? ¿Hacia dónde buscar la calma?..."
    Marieta habíase al fin dormido sobre el sofá, envuelta en una semi oscuridad rojiza que reflejaba la lámpara coronada de un gran quinqué, en el centro del sa­lón. Y Eduardo continuaba insensible­mente tocando cosas tristes en su piano, dando formas a esos escépticos pensa­mientos de su cerebro, sin atreverse a contemplar desde el balcón la soledad del bosque, temeroso de escuchar toda­vía detrás de los árboles los espectros desesperantes de sus dolores futuros. [91] 







La tristeza voluptuosa

Segunda Parte




Fue una pobre alma

 siempre atormentada,

 rodeada de dolores y

 de ensueños voluptuosos



I
­

 

   Era el 6 de Junio, y Longchamps, como todos los años, ofrecía al extran­jero un espectáculo maravilloso. Se co­rría el Grand Prix, doscientos mil fran­cos para el caballo que llegase primero en la tercera carrera, y era ese un día en que el lujo y la elegancia de la gente rica se mostraban muy exigentes. En las tribunas ya no había más sitios, repleta hasta la arena, en donde hombres y mujeres, montados sobre sillas, obser­vaban con largos anteojos, llenos de emoción, aguardando el momento de la lucha. Un sol abrasador quemaba el sue­lo, y la atmósfera se hacía pesada; las sombrillas, los abanicos y los pañuelos no descansaban. En la tribuna del cen­tro se esperaba la llegada del Presidente de la República y de los ministros, con el aparato militar de estilo. Una larga fila de coraceros custodiaba la entrada, [92] con sus cascos brillantes, de donde salían gruesos mechones de cabellos negros, que caían sobre las espaldas atléticas de los soldados, dándoles un aspecto romanesco de héroes invencibles. Era allí en donde las mujeres del gran tono lucían sus exquisitas toilettes, refinamientos costosísimos, obras maestras de las grandes modistas. La nobleza se dis­putaba esa tarde en riqueza y elegancia con las artistas y las demi-mondaines, y eran siempre ellas las que salían vence­doras, calificando a todas las otras, e imponiendo la moda con sus trajes caprichosos de amorosas refinadas.
    Un suave aroma de lilas vagaba sobre el campo, como un hálito sensual de ju­ventud y primavera. El cielo estaba in­tensamente azul. Y abajo, en la inmensa pelouse, medio millón de almas vibra­ba y se movía como una tormentosa ola humana, yendo y viniendo, con lápices y periódicos, tomando notas y consejos sobre cada carrera, dirigiendo miradas de impaciencia hacia el poste central, en donde debían aparecer los números de los caballos y los nombres de los jockeys. La multitud deseaba la hora del azar. La pista, ancha y limpia, cubierta de yerbas, perdíase de uno y otro lado, en figura de elipse, y el musgo era todo verde, ligeramente humedecido para suavizar el calor, pareciendo a la dis­tancia todo salpicado de oro por los ra­yos del sol. En la sombra, bajo el ropaje lujurioso de los árboles, los curiosos, [93] los que no venían en busca de emoción ni de dinero, gozaban de una tarde excepcional en que aquel campo poético y deshabitado habíase transformado repentinamente en una ciudad populosa.
    Los forasteros se distinguían por el aspecto de asombro o de curiosidad que se revelaba en todos sus movimientos, y los ingleses en particular eran los más fervorosos visitantes en ese día. Amantes del sport, venían desde Londres a discutir la superioridad de sus caba­llos, aunque hacía ya algunos años que no lograban ganar el premio; sin embar­go, apostaban por el honor de sus razas, por espíritu de disciplina y de orgullo británico. Los vendedores de billetes no podían atender a todos los pedidos, y en las taquillas permanecían centenares de personas, unas detrás de otras, ha­ciendo cola, sin poder adelantarse hasta las ventanillas, furiosas y vociferando contra la impericia de los empleados, que, sin embargo, eran maestros en el arte de sellar cartones y despachar com­pradores. Cerca a la reja de salida esta­ban agrupados, como abejas en una col­mena, los que solicitan los últimos datos y las impresiones de los caballericeros, variando sus juegos al saber que tal ca­ballo había dormido mal, o que tal otro en la prueba de la mañana había corrido admirablemente y estaba en toda forma.
    De repente, del lado en donde los ca­ballos de las apuestas paseaban, envuel­tos en grandes mantas, para evitar que [94] se enfriasen y tenerlos siempre fogosos, conducidos paso a paso por los mucha­chos del oficio, corrían hombres, como alocados, atropellando a todo el mundo, y dando gritos para prevenir a los que esperaban del otro lado de la pista, disiéndoles con claves y signos los caballos que iban a ganar; y los otros, con los rostros desfigurados, echaban a correr a su vez hacía las taquillas de venta, como si ya sintiesen entre las manos las ganancias que creían seguras. Era un delirio de esperanzas y de deseos ocultos, en que cada uno se veía de regreso con los bolsillos repletos de billetes de ban­co y de luises de oro.
    Las dos primeras carreras pasaron sin interés alguno, muy de prisa, como para cumplir el programa, y al fin, un mur­mullo general semejante a un lejano trueno sordo se dejó oír en la extensa planicie. El sol había bajado un poco, y la brisa comenzaba a soplar del oeste. En la tribuna del centro, las apuestas particulares se hacían exageradas entre los amos y partidarios de cada favorito. Los caballos saltaban a la pista elegantemente, haciendo cabriolas y coqueteos, reconocidos por los colores de los jockeys, y el público, por el impulso de la salida, se daba cuenta de la fuerza de cada con­tendor. El starter bajo la bandera, y los catorce aspirantes desaparecieron en un pelotón, en medio a un silencio glacial. Los hombres fumaban sus cigarros ner­viosamente, las mujeres agitaban sus [95] sombrillas cerradas dando golpecitos so­bre las sillas, y los que tenían anteojos no quitaban la visual del pelotón, que se veía muy lejos como una masa informe en movimiento, entre el ramaje des­mayado de los árboles, sobre la menuda alfombra que formaba el césped. Por la primera vez pasaron los caballos delante de las tribunas, los favoritos iban prudentemente en segundo término, los que tenían menos probabilidades, preten­dían, adelantándose, ganar distancia a la llegada. My Queen, una yegua alaza­na inglesa, llevaba cincuenta metros de ventaja, seguida de cerca por Le Nestle que le hacía el juego para fatigarla; los ingleses gritaron: ¡hurra! para animar al jockey, y los otros caballos comenza­ron a acortar sigilosamente las distan­cias. ¡Derobé! gritaron miles de voces al unísono, grito, que fue seguido de discu­siones y de palabras fuertes. Merlín, el segundo favorito, se había caído, tiran­do fuera al jinete y corriendo a escape desensillado en otra dirección. Desde ese instante los pechos se ensancharon, y todas las arterias latieron con más fuerzas; faltaban apenas cuatrocientos metros para llegar al poteau. Las gentes de los anteojos gritaron emocionadas, señalando los que iban a la cabeza. Al llegar a la línea recta un intenso escalofrío se apoderó de todos los seres, y to­dos daban gritos, accionando con los sombreros y con los bastones, de una manera grotesca, con las órbitas ensan-[96]chadas y los ojos inyectados, como en un paroxismo general; pero la lucha se había entablado decididamente entre Yanthis, y el favorito, y Quickly el favori­to inglés, seguidos de Omnium, el outsider más dado por la prensa, del cual podía esperarse una sorpresa, que avanzaba con gran ímpetu, ganando terreno, en medio al más espantoso tumulto. Unos segundos todavía de máxima emoción. Los tres corceles volaban, incitados por el látigo, y los jockeys se incli­naban hacia adelante, apenas apoyados los pies en los estribos, pareciendo muñecos automáticos tirados por una cuer­da para agitar las piernas y los brazos. Un estruendoso aplauso saludó a Omnium que había triunfado, por medio cuerpo. El caballo continuó corriendo, perdiendo poco a poco el impulso, hasta detenerse, siempre entre los gritos entusiastas de la multitud, que veía vencer con el noble bruto al honor ecuestre de las razas francesas.
    La tensión nerviosa calmábase en to­do el campo, y la concurrencia se exten­día por todas partes, cambiando impre­siones, con esa laxitud espontánea que se apodera de las grandes masas huma­nas después de los grandes esfuerzos. La brisa del oeste seguía soplando, refres­cando las pasiones y las iras taciturnas de las esperanzas desvanecidas y de los deseos no satisfechos, y ante la vista del público, la naturaleza imponía su miste­riosa serenidad en la belleza silenciosa [97] de aquella clásica tarde de primavera.
    En la pelouse, en un magnífico carruaje, frente a frente de la gran tribuna, desde donde se veía distintamente la elevada casucha de los jueces, estaba Eduardo Doria con una graciosísima cantante de los Cafés-conciertos, muy corte­jada y alabada por todo París, y por la cual habían dado escándalos algunos jóvenes elegantes del gran mundo. Delgada y bien formada, con su talle flexible como un junco, Niní Florens era la gracia misma. En su cara vagaba incesantemente una sonrisa picaresca que era el tormento de los hombres que se le acercaban, y cuando reía de veras, sus dientes, blancos y pequeños, se asomaban maliciosos a una boca grande de la­bios rojos y sensuales. Contaba apenas veinte años, y sobre la escena parecía una muñeca, con sus trajes muy cortos, sus enormes sombreros extravagantes de plumas colosales y sus zapatitos de raso con grandes tacones. La fastidia­ban entonces, haciéndola cantar canciones picantes, con una vocecita ligera­mente ronca, que agradaba al oído, y al poco rato era ella la dueña del público, y daba saltos y hacía piruetas, dejando ver sus fondos de encajes vaporosos y sus ajustadas mallas color de carne. Bur­lábase cruelmente de sus adoradores, haciéndolos sufrir; complacida de verlos humillarse y suplicarle como a una reina. Cuando alguno de ellos se creía más seguro y llegaba hasta imaginarse  que [98] lo amaba, Niní, escogiendo la noche en que su amigo estuviese más apasionado, loco de amor y de deseo, lo abandonaba por más o menos tiempo, castigándolo, como ella decía, para que no fuese malo con su mujercita.
    Aquel que le entregaba su corazón, lo recibía al fin destrozado, y la convale­cencia era terrible y funesta para muchos. Su gran fama comenzó desde un drama en que fue ella la heroína. Un periodista, despechado por los desdenes de la cantante, se propuso vengarse es­cribiendo contra ella en varios periódicos. Niní, herida en su amor propio, y profundamente ofendida por las burlas que hacían de ellas sus compañeras de bastidores, juró vengarse. Comenzó a po­nerle buena cara y a sonreírse, y coque­teaba con él, fijándole sus ojos voluptuosos y electrizándolo con sus miradas de fuego. El periodista terminó por caer en la red hábilmente tendida por las manos de la artista, y al fin se entregó a ella, ebrio de pasión. Niní jugaba con su alma como una gatita mohína con un ratón; se fingió enamorada y después de obligarlo a hacer mil locuras, en un pe­ríodo de tres meses, una noche se fue de París, escribiéndole una carta, y enviándole los artículos en que él tan injustamente la había atacado. El joven le pidió perdón, la siguió, se arrastró a sus pies como un siervo, y pasados algu­nos días horribles, de pena infinita, viendo que el alma de su amiga era in-[99]flexible y que para él la vida sin ella sería un martirio, decidió darse la muerte, encontrándolo la portera una mañana, bañado en sangre y con el retrato de su insensible amada sobre el pecho. Es­ta tragedia, de la cual no conoció el pú­blico sino una parte, convirtió la linda cantante de la Scala y el Alcázar d' Eté, en una estrella de la escena. Sus salidas lo anunciaban grandes carteles que con­ducían por las calles más concurridas hombres vestidos todos iguales, con sombrero de copa y largos sobretodos, y so­bre los boulevares se leía por las noches el nombre de Niní Florens en caracteres de fuego. Muchos habían quedado arrui­nados por causa suya, pero ella reía siempre, indiferente a todos los dolores como una estatua de mármol cuyas líneas de perfección engendrasen pasiones y delirios orgiásticos, fuentes de los más exquisitos refinamientos y de los más detestables desvaríos. Su secreto estaba en no amar, y su mayor placer consistía en hacer sufrir o gozar a los hombres por su solo capricho, manejando los sen­timientos como una máquina con ayu­da de mañas y resortes, por su sola vo­luntad de mujer hermosa.
    Eduardo Doria había comenzado a de­rrochar una parte de su fortuna con la indomable y seductora cortesana. Tres años después de la muerte de su madre, su tío Fermín, viejo y achacoso, que no había logrado olvidar el gran pesar de esa desgracia, murió también, nombran-[100]do a su sobrino su único heredero, y dejándole cuatrocientos mil francos, fruto de un arduo trabajo de treinta años, llenos de privaciones y de sacrificios. Eduardo liquidó los negocios y se trajo para un Banco inglés casi todo el dinero, colocándolo de cualquier modo y gastando al propio tiempo el interés y el capital, sin preocuparse mayormente de si se disminuía o no, dedicándose a hacer la vida de señor, viviendo con gran lujo y en los círculos más escogidos del París gastador, teniendo algunos amoríos y aventuras, hasta caer bajo las ga­rras delicadas de Niní, a quien amaba rabiosamente, sin el mayor asomo de idealismo, por sus encantos corporales, por sus trajes de seda, y los refinamientos de sus toilettes sobre la escena, en donde ella era la más fascinante y dege­nerada criatura.
    Estaba sometido a sus caprichos y vi­vía lleno de miedo, previendo los dolores que le esperaban, sabiendo ya que no tendría fortaleza para decidirse a romper esos lazos indestructibles de la materia rebelada. Era un placer doloroso. Por un instante de suprema dicha, pasaba días enteros con el corazón acri­billado a flechazos, y su amiga, de rato en rato, complacíase en hundir o sacar las flechas de la herida, sometiéndolo a un perpetuo martirio que aumentaba gradualmente su pasión. Esa tarde misma mientras en Longchamps la alegría y la esperanza se habían dado cita para [101] aquella espléndida fiesta del sport, en medio a la pureza conmovedora del cam­po, entre las últimas brisas primaverales,  Eduardo había padecido cruentamente. Niní, de pié sobre los cojines del coche, no quitaba el anteojo de un grupo de dandys de las tribunas que igualmente la veían, y le hacían señales con mucho disimulo. Eduardo no osaba enojarse temiendo empeorar  su situación, conociendo el carácter de su ami­ga, pero por su rostro pasaban sombras de cólera contenida, y su boca se contraía nerviosamente. Ella lo veía de sos­layo, entre sus grandes y negras pestañas, comprendiendo todo lo que pasaba en su interior, pero con la curiosidad de ver si él se atrevería a protestar. La tar­de había sido un martirio para él, y se sentía, fatigado, extenuado de no poder desahogarse con alguien.
    Al regresar, detuviéronse en el Pavillon Chinois, que está a la salida del Bos­que de Boloña, como con los brazos abiertos para impedir a los paseantes entrar en él, y desde donde comienzan como misteriosas Vías sagradas las dos más bellas Avenidas que jamás pudo soñar el ingenio humano. Ocho filas de carruajes bajan y suben cómodamente entre árboles y jardines, entre hoteles y palacios suntuosos, hasta llegar a la Pla­za de la Concordia, en donde el Obelisco pulcro y primoroso, colocado allí con verdadera coquetería femenil, preside el derrame incesante de los vehículos que [102]