[102] se dirigen hacia el París bullicioso y alegre en donde laten las arterias vitales de la ciudad, o por detrás, hacia el inmenso Jardín de las Tullerías, o hacia los lados, para salir por la Magdalena o por la Cámara de Diputados, que se contemplan desde lejos como dos cíclopes de pie­dras, llevando en la frente como aquellos de que nos habla la fábula, el templo, el ojo ciego de la fe, el palacio, el ojo luminoso de los derechos del pueblo.

En el Pavillon Chinois, como todos los días, había música. Los tziganos, de en­sacas rojas con franjas de plata, tocaban en sus violines danzas húngaras y rap­sodias desconocidas que invitaban a es­tar tristes, pero la concurrencia, distraída con el movimiento y la vista del ex­terior, ni siquiera hacía atención al roce melancólico de los arcos sobre las cuer­das. Eduardo, sin embargo, meditó en cosas tristes, y el final de esa tarde fue cruel para su espíritu. “¿Cómo es posi­ble?... Yo, rico y joven, rodeado de comodidades, no soy feliz. Es tal vez el amor que me hace desgraciado o es el abuso de amar quo me ha hecho inconforme. Si esta mujer fuese buena y ama­ble, ya la habría olvidado, como ha pasado con las otras. En el fondo, sin amar es imposible la vida, pero siento que este tormento de cada nuevo amor, esta matando mis sentimientos. ¿Por qué no poder dominarme? Hay tanta gente que no ama en el mundo.”

Pero Eduardo Doria, a medida que [103] avanzaba en la vida refinada, se hacía más exigente en sus gustos y costum­bres. Lo que años atrás constituía para él una felicidad, era hoy un placer baladí que lo dejaba en la más completa in­diferencia. Vivía buscando nuevas sensaciones, pero éstas no permanecían en su organismo sino muy  cortos días. Necesitaba que corriese siempre por su sangre una pasión fuerte que lo domi­nara y asediase sin descanso como a un enemigo que hay que perseguir y des­truir. Y cosa extraña, cada mujer que había amado, desaparecía totalmente de sus recuerdos, sin dejar en su ser ni la sombra de una sensación. Cuando en las calles, en los paseos, se encontraba con alguna de sus antiguas pasiones, mujeres adoradas hasta la locura, en cuyas bocas había conocido la orgía de los be­sos, en cuyos cuerpos mórbidos y perfu­mados había aprendido nuevas estrofas para el poema inmortal del deseo y la caricia, no experimentaba la más pequeña emoción. Aquellas mujeres, una vez olvidadas, era como si jamás hubiesen existido, como si nunca hubiesen ocupa­do sitio alguno en su corazón, y queda­ban para siempre borradas de su alma, sin siquiera dejar en su memoria el sa­bor nostálgico de los amores muertos.

       En los meses de transición, en que pasaba de un amor a otro, meses de abso­luta tranquilidad en que el olvido, como un bálsamo reconfortante, había restañado todas sus heridas, y en que él se [104] entregaba a leer filosofía, el tedio de la vida lo dominaba, encontraba la existen­cia sin objeto ni razón de ser, y hasta dudaba de la realidad, imaginándose cosas raras, delirios e impresiones de bebedores éter y de láudano. “Será verdad que yo existo -se preguntaba- ¿o pasará con las almas lo que sucede con la luz de las estrellas? Ese astro que envía su luz a la tierra y que emplea tantos años para llegar hasta nosotros, podría no ocupar sitio alguno en el es­pacio desde hace muchos siglos, y a nosotros nos parece que existe realmente, allí, visible ante nuestros ojos y nues­tros telescopios, sin embargo, todo es una ilusión de los sentidos. ¿Qué de extraño tendría que mi alma esté muerta, desde años atrás, y que yo crea vivir, cuando únicamente estoy recordando lo que aconteció en mi vida efectiva y real de los siglos pasados?...” Y entonces es necesario recomenzar, buscar otra mujer a quien amar, a quien entregarse para no sentir el peso de la vida, echar­se entre sus brazos como un náufrago sobre una barca salvadora, sin pregun­tar quién la dirige, ni adónde va, ni por qué marcha. “Es la enemiga de la muerte, y voy con ella hacía la vida -se decía- sobre su seno encontraré de nuevo néctar para soportar el mundo, en sus labios comprenderé que sí existo y que no  sueño.” Había probado dormir sus instintos despertándose nuevas pasiones, pero todo fue en vano. El des-[105]precio profundo que sentía por el dinero lo hizo no ser jugador. Encontraba estúpido que los hombres se embriagasen, pues que del licor no viene sino la tristeza, el embrutecimiento, y la pos­tración física y moral. “Amar es vivir, pero ¿cómo hacer para impedir que el amor no perezca en el alma?...” Y él sen­tía que se acababa, que después de cada pasión algo se moría en su interior, y que al fin sería un espectro ambulante, con vida aparente e ilusoria. “Las muje­res son crueles -pensaba- y criminales sin sospecharlo, no comprenden que con cada decepción, con cada perfidia, nos van secando las fibras del amor, y que cuando volvemos solícitos a buscar nuevas primicias en otros corazones, ya no podemos obtener sino frutos añejos sin remembranzas do nuestra pureza prístina, yendo sin ideales por un camino que ya ha perdido sus grandes atrac­tivos, porque nos es completamente co­nocido. Y es entonces que apelamos a  los refinamientos para hacer vibrar las virginidades que aún poseemos. Después de amar el rostro, y los ojos, y  la  boca, y el cuerpo, terminamos por no amar sino los trajes de seda y los fondos de color, y las medias sutilísimas, y el calzado muy brillante, bien hecho y bien llevado y luego, es peor todavía, se ama la alcoba, y las cortinas de damasco, y los muebles raros, haciéndolos cambiar con frecuencia para imaginarnos que vamos hacia un viaje [106] interminable de amor y de deseo.”

   “Y después ya no se ama sino el perfume, el perfume que envenena el último resto de los sentidos, y es el princi­pio letal del extrabismo y la locura.”

     Y en  efecto, Eduardo no amaba la mujer en Niní Florens; amaba la esfinge insensible y despótica, se sentía atraído hacía ella, porque después de martirizarlo horriblemente, ella se le entregaba amorosa y gentil, como una mujer extraña, contemplándola con sus ojos color de ajenjo y acariciándolo con sus manos flacas, de venas transparentes y azules. Entonces él era feliz como no podía supo­ner ningún mortal, y el placer de pocas horas superaba con creces los dolores que le precedían. “¿Qué importa, pensaba en esos momentos, que ella me desgarre el alma y dé la muerte a todas las fibras de mi amor futuro, si ella posee, como las divinas paganas de Lesbos, en su alien­to el olvido de la vida, y en su contacto el sopor misterioso de la muerte. Morir por haber vivido es siempre vivir. No debemos discutir la intensidad del placer, porque ¡ay de nosotros si la vejez nos sorprende regateando todavía al or­ganismo las crisis de la pasión. Como el avaro que ha pasado su juventud ama­sando el oro en sus talegas, ya no ten­dremos tiempo de amar y de gozar, y nuestro cuerpo, con todas sus virginidades, irá al seno insaciable de la muerte.”

       Ya algo avanzada la noche, dejaron el coche a la puerta, de El Doyen, y pene-[107] traron, entre las miles cortesías del maître d’hotel, al restaurant elegantísimo que poseía en esa época la más escogida clientela de París. Rodeado de jardines, y profusamente iluminado con farolillos de papel, parecía una feria mitológica. Los dueños celebraban, como todos los años, el Grand prix, y los extranjeros invadían los salones reservados, acompañados con damas alegres. Era la hora de los postres, y se comprendía que ya el champagne comenzaba a montarse a la cabeza, porque al entrar o salir los
garçones cargados con platos y botellas, de las puertas entreabiertas brotaba co­mo una bocanada de alegría, y se escu­chaban risas argentinas, gritos nervio­sos contenidos y canciones tarareadas por voces femeninas, interrumpidas por el sonido de las copas o el chasquido ar­monioso de los besos. No pudieron ob­tener sino un salón en donde había dos mesas, una de las cuales estaba ya en desorden, ocupada por tres jóvenes, en quienes Eduardo reconoció al momento los impertinentes que en la tarde habían flirtado con su amiga desde las tribunas. Esto contribuyó a ponerlo de malísimo humor; sin embargo, correcto y discreto, se sentó en la otra mesa, como si no hu­biese fijado su atención en ellos. La co­mida se pasaba sin incidente alguno, y hasta con cierta monotonía; pero los ca­balleros del frente, que habían bebido sin mucha temperancia, comenzaron a dirigir miradas ávidas a Niní. Uno de [108] ellos, sobre todo, insistía tercamente. Ya Eduardo le había lanzado dos miradas coléricas, y el otro había disimulado como si estuviese observando distraídamente los ramilletes de flores eléctricas del plafond. En el momento en que los garçones, todos de frac, cambiaban el mantel y cubrían la mesa con dulces, frutas y halados, Eduardo creyó ver que Niní se sonreía con el vecino, y le dijo secamente, dominando la cólera que lo segaba: “Es estúpido lo que estas haciendo, querida.” Ella volvió el rostro sorprendida, y contestóle con cierta sorna: “No eres tú quien puede enseñarme la manera de comportarme delante de la gente.” “Yo te prohíbo que vuelvas a ver ese hombre”. “¡Tú!”. Y la cantante, fiera y voluntariosa, soltó la risa, una risa que quemó la cara de Eduardo como una bofetada; se puso en pie, y dirigiéndose al joven de la otra mesa, le dijo, alta la frente y con una brusca crispatura en las manos: “Sois un imbécil, señor. A una mujer, cuando está acompañada, no se mira de ese modo, y yo sé hacerme respetar de la gente mal educada.” El otro, pálido y tembloroso, contestóle: “¿De qué modo, señor?” Eduardo alzó la mano para cas­tigar a su adversario, pero los compa­ñeros lograron intervenir a tiempo para evitar las vías de hecho. En tanto que los garçones alarmados, habían traído al dueño, y ambos jóvenes, con una cal­ma aparente, se cruzaban mutuamente [109] sus tarjetas. Todos bajaron a los jardi­nes, en donde soplaba el aire fresco de la noche, y desde donde se oía el rumor lejano de la gran ciudad, arrastrado por el viento que vibraba en el espacio como ondas tormentosas de pasiones huma­nas, y que se propagaba tenuamente, per­diendo su poder, hacia los campos silenciosos en donde el vicio es vencido por el trabajo y la constancia.

       En su interior Niní estaba contenta de lo ocurrido. Si se verificaba un duelo, todo París sabría que era por ella, y eso la serviría de reclame y para hacer ra­biar a sus rivales. Probarles que era ella la vencedora, y que los hombres, como arrojar rosas sobre el pedestal de una diosa, arrojaban sus vidas a sus pies, felices de encontrar la muerte luchando por su amor, como luchaban en los tor­neos de la Edad Media los caballeros de cota y espada por defender la dama de sus amores. Sin embargo, ella se ha­cía la disgustada, y decía con aire ofen­dido a su amigo, que él la perjudicaba con esos escándalos, y que si no variaba de tono y de conducta, todo quedaría terminado entre ellos. Cada vez que Niní lo amenazaba con abandonarlo, Eduardo sentía el vértigo de la locura apoderarse de él, cerraba los ojos, y todo lo veía negro y fúnebre; se creía capaz de todo para evitarse una pena tan honda, y, sin embargo, en sus ins­tantes de reflexión, cuando se encontra­ba solo, lejos de ella, deseaba que llega-[110]se la ruptura, de un modo inevitable, por un incidente inesperado, que después fuese imposible reanudar, y pasase de una vez esa tormenta de dolor que se agitaba sobre su cabeza, y que un día u otro debía estallar. Se sentía sin vo­luntad en presencia de la cantante; pero pensaba que no podía vivir con un do­lor inminente que la amenazaba sin descanso. Temía sufrir, pero esa cobar­día aumentaba el deseo de haber ya ex­perimentado ese dolor, para estar libre de esa mortificante perspectiva.

       Al llegar a la casa, un lujoso apartamento que Eduardo había alquilado por año frente al Parque Monceau, uno de los barrios más aristocráticos de la elegancia parisiense, Niní se desvistió muy despacio, sin decir una palabra, y acos­tóse perezosamente, como indiferentemente a lo que había acontecido. Pero muy pron­to comenzaron, los reproches de parte de Eduardo, que adivinaba que ella se disponía a hacerlo sufrir toda la noche, y de una nimiedad se pasó a cosas más serias, ultrajando Niní el amor propio de su amante. “Sí, querido; yo soy una imbécil de estar contigo, pudiendo vi­vir con gente más chic y mejor quo tú.” Eduardo estaba esa noche con los ner­vios excitadísimos, y le respondía con ironías y risitas de indiferencia. Ella le llamó “salvaje”, “extranjero”, y to­dos sus instintos de plebeya engreída se revelaron, insultándolo soezmente en una crisis de cólera inesperada, y sin [111] que ella misma supiera el por qué de tantos improperios. De repente levantóse, vistióse a toda prisa, y le dijo que no valía la pena de que se ocupase mas de ella, porque todo había concluido para siempre entre los dos.

       Eduardo no esperaba ese final. Demu­dado y fuera de sí, obedeciendo al grito del instinto, que lo impelía hacia el deseo, y herido en su orgullo de hombre,. agarró brutalmente a Niní por los brazos, quedando impresas en las muñecas de su amiga las señales sangrientas de sus dedos de acero. Ella lanzó un grito agudo de dolor, y al sentir sueltas sus manos, nerviosas y frágiles como tallos de flores le dio una bofetada en plena cara. Eduardo no supo más de él. Olvi­dó la desigualdad de los sexos, y se batieron como dos machos, ciegos de pa­sión, creyendo defender la propia vida.. Ella, dominada al fin, cayó bañada en lágrimas sobre el suntuoso canapé de velour rojo, y despeinada, con el rostro desfigurado por la ira, arrojó en el últi­mo esfuerzo un pesado bibelot de bronce que hacía juego sobre la mesa, y que fue a hacer astillas el hermoso espejo de molduras doradas que adornaba la estancia. Entonces, mientras Eduardo con el ruido que hizo el cristal al caer al suelo, comenzaba a darse cuenta de lo que había hecho, Niní, llena de miedo, pero ya con la puerta abierta, le gri­tó con una voz apagada, casi afónica: “¡Yo te desprecio! ¡Miserable! ¡Cobarde!”. [112]

        Un silencio profundo reinó en el cuar­to. Niní había ya descendido las escaleras. Y Eduardo, sobre una silla, se creyó loco, y tuvo miedo de estar solo. Su frente estaba helada, y sus vestidos despedazados, le daban un aspecto tétrico de criminal perseguido que huyó a esconderse en la casa vecina.

        Pasados algunos minutos, tuvo horror de sí mismo, y se dijo como si despertase de un sueño ante su vida miserable y desastrosa: “Yo soy un desgraciado.”

        Después pensó en ella, en su mujercita seductora que tanto había amado y que ahora había perdido para siempre, en las horas de infinito placer que con ella había vivido, en sus exquisitas toilettes, raras y degeneradas, en sus piececitos primorosos que tantas veces había besado. Y al contemplar el lecho en donde estaban todavía marcadas las formas voluptuosas de su amiga, sintió una pena infinita dentro del pecho, y se envolvió la cabeza entre las sábanas, blancas como la nieve, estallando en so­llozos, y aspirando con avidez el mortifi­cante perfume que había dejado el cuer­po de Niní. [113]

 


II

 

 

Muy de mañana, Eduardo dio al co­chero la dirección de Carlos Lagrange. Hacía más de un mes que no veía a su amigo. Es verdad que vivían muy distantes, y que sólo por una rareza se le ocurría llegar hasta el Barrio Latino. La criada, al verlo, abrió el salón muy sonreída, y fue corriendo, como quien sabe que va a llevar una noticia agradable, a avisar a la señora. A los pocos momen­tos se presentó Luciana, vestida con un sencillo peinador rosado, con encajes color crema, siempre muy ajustada y con su aire un poco fiero, que le daba un aspecto simpático de mujer inexpug­nable. -Nosotros lo creíamos muerto- le dijo alegremente al entrar, tendién­dole la mano. -Casi, casi -respondió Eduardo, admirando la belleza y el aire de felicidad que se notaba en ella, y pensando con envidia en que su amigo [114] debía ser muy dichoso con aquella mujercita que lo adoraba y que le fiel como la más honesta de las esposas. Aparentemente nada había cambiado en los últimos cuatro años en la casa, los mismos muebles, siempre muy lim­pios y bien cuidados, el mismo escrito­rio, lleno de periódicos, de diccionarios y de libros a medio leer; la mismísima Venus de líneas impecables; pero en el interior, y en las almas de los que la ha­bitaban, todo era nuevo y floreciente. Carlos y Luciana se sentían ligados por un lazo más poderoso y más duradero que el triste amor a la piel perfumada y a los deseos intelectuales. No el mez­quino amor del presente se agitaba en ellos, el amor a las bocas sensuales y a los ojos voluptuosos, sino el amor sano que, huyendo de las melancolías de la carne, fija la vista confiado y sereno en el porvenir. Luciana había tenido un hijo, que ella había amamantado y cria­do a su lado, negándose como es de cos­tumbre, a enviarlo al campo con una nodriza hasta que pasase la edad de la lactancia. –No -decía- nadie me hará separar de un ser que ha vivido en mi seno nueve meses, y por quien yo he sufrido dolores profundos, como si algo se desgarrase en mis entrañas. Ella no se explicaba que hubiera madres que vieran sus criaturas una hora todos los meses, precisamente en el tiempo que es necesario defenderlos de la muerte y lu­char contra la naturaleza, mientras tie-[115]nen constantemente al lado perros que se calientan en sus piernas y que duer­men con ellas en sus camas, enviándolos con los lacayos por las tardes a to­mar aire fresco al Bosque.

         Carlos al principio se sintió contra­riado con esto, y le tenía cierta repul­sión a aquel muñeco, como él decía, en­vuelto en trapos. Luciana sufría de ver­lo tan indiferente con su hijo; pero lue­go comenzó a hacerle falta verlo y aca­riciarlo, y ahora que ya el bebe tenía tres años, y que era la alegría y el en­canto de la casa, lo amaba tiernamente, y pasaba horas enteras conversando con él, como si fuese un hombre grande. Los padres de Luciana se reconciliaron con ella, a causa del chiquitín, y al sa­ber que era juiciosa y honrada, tenien­do la esperanza de que Carlos se decidie­se al fin a casarse. Pero las ideas de Lagrange eran enteramente contrarias al matrimonio como lo entiende la socie­dad, y sostenía que él estaba tan casado con la madre de su hijo, como los otros a quienes el cura bendice, y que mientras ella se condujese honrada­mente, no habría motivo alguno para abandonarla.

Luciana tenía ciega confianza en las ideas de su amigo, y sabía que era hon­rado y sincero en sus sentimientos; siempre había admirado en él esa lealtad espontánea a sus principios y a su filosofía, y lo seguía con orgullo, admi­rando e identificándose con aquella alma [116] rebelde que se agitaba en el mejor de los hombres. Había aprendido el español, que Carlos le había enseñado con gran placer, y leía constantemente los periódicos de América y de España, siempre llenos de alabanzas y simpatías para su amigo. Y de día en día lo sorprendía recitando los versos más melodiosos de los poetas castellanos, que ella compraba a escondidas para que la sorpresa fuese completa, haciéndose graciosísima con los movimientos inse­guros de su boca al pronunciar ciertas palabras, o cuando trocaba los nombres masculinos por femeninos, poniéndose muy seria si se burlaban de ella. Sabía que Carlos daba grande importancia a todos los actos de la vida, y que nunca se chanceaba en materias de amor, y por eso estaba segura de que más tarde, en cuanto se presentase una ocasión, ella lo decidiría, por el porvenir y la tran­quilidad de su hijo, a casarse civilmente, ante la ley, ya que él no podía sopor­tar a los clérigos.

         El dilettanti había desaparecido por completo en Carlos Lagrange; hoy era un convencido en sus teorías materia­listas, y se hacía temible por su método de propagandista. Algunas noches se re­unían en el Salón de Conferencia de las Sociedades Sabias, rue de Serpente, en donde los maestros más renombra­dos decían sus sermones, como ellos mismos los llamaban, contra la fe y por la ciencia. Eran predicadores, y habían [117] instituido una especie de sacerdocio para enseñar al pueblo a buscar ideales más prácticos y más instructivos que los que las religiones modernas les aconsejan. Cuando entró Eduardo, Carlos dormía todavía: había permanecido trabajando hasta muy tarde de la noche, preparando su primera conferencia, que debía leer días después en la Sociedad, un estudio sobre las razas y el medio en  que se desarrollan, que le había valido  los elogios de sus profesores.

      No obstante parecer tan diversas las dos tendencias de ambos amigos, en el fondo poseían la misma tristeza de la vida, el mismo tedio hacia las cosas hu­manas. Ambos estaban dominados por la infinita tristeza de vivir. Lagrange sentía una instintiva repugnancia hacia la sociedad, y su placer era contrariarla luchando por la modificación de sus ba­ses para hacer más soportable la existencia a los que viniesen detrás. Expe­rimentaba una gran lástima por los he­rederos obligados del dolor, y a veces, cuando se quedaba contemplando aquel delicado fruto de sus amores, que ya tenía de él la ancha frente pensativa, y de la madre los ojos negros y seve­ros, sentía remordimientos, y se veía culpable de un delito. Cuando Luciana, para tranquilizar al bebé, le infundía miedos para obligarlo a obedecer, Car­los la reprendía cariñosamente y le de­cía que era necesario que el niño obede­ciera por respeto y por amor, que la [118] idea del temor no debía entrar para nada en su educación; el chiquito debía acostumbrarse a comprender lo que era bueno y lo que era malo, pero sin que el temor de Dios, o de sus padres, o del otro mundo, lo obligasen a aceptar co­sas que él no comprendiese. Había despedido la primera criada; porque una vez le había hecho llorar hablándole de los muertos y de los bichos que se comen a los muchachitos voluntariosos. Y a la segunda, le había prohibido engañarlo en el más insignificante detalle, exigiendo que le cumpliesen siempre lo que le prometieran, en bien o en mal, para que el niño se diese cuenta de que lo ofrecido era sagrado. Bebé, como lo llamaban todos en la casa, no hacía nada sin consultar con la mirada a su madre, y cuando ella no estaba presente, que alguien quería obligarlo a hacer algo, él se negaba obstinadamente, y había que desistir porque su mamá no quería. Sin embargo, Luciana no lo había casti­gado sino una sola vez, un día que creyó adivinar en él una ráfaga de venganza contra la criada, y le dio dos nalgadas, sacudiéndolo por un brazo. Bebé lloraba inconsolable, dándole besitos húmedos en la cara y agarrándole las mejillas con sus manecitas, acariciándo­la como si él la hubiese ofendido. Lu­ciana tenía como regla, que cuando se castigaba un niño, no debía contentarse inmediatamente con besos y cariños, sino que debía hacérsele sentir que sus [119] papás no eran los mismos cuando él se conducía bien que cuando era malo. En la noche, mientras comían, a la hora de los postres, Carlos le dio unos dulces, y Bebe se  negó a aceptarlos, diciendo “que él no quería, porque había, sido muy malo con su mamá”. Luciana se los hizo coger, estrechándolo amorosamente contra su corazón, y Carlos pensaba entre tanto que su método era eficaz, y que su hijo comenzaba a rebelarse contra esa idea tradicional del temor en que se apoyaban las religiones y que pretendían dar igualmente como base al deber. Su hijo se sentía triste, por el pesar que le había causado a la madre con su mala acción, por su amor hacia ella, que era para su cabecita infantil su única religión, su solo ideal, su inmortal naturaleza.

         Carlos hizo entrar a Eduardo a su cuarto, y mientras su amigo se afeitaba, como era su costumbre todas las mañanas, éste le relató el episodio del restaurant y le dio las tarjetas de los testigos de su contrario, que habían ido muy temprano a visitarlo, sin darle ma­yor importancia a este asunto, agregan­do, para terminar, con un tono de inmenso fastidio. “Estoy tan de mala, que soy capaz de matar a ese pobre joven.” El adversario era un joven belga, de fa­milia distinguida, que venía de tiempo en tiempo a París a hacer la fiesta y a gastar dinero. Eduardo comprendía que era una bestialidad que dos hombres [120] expusieran sus vidas por una mujer in­digna, como él decía, de ser amada.

         Esa mañana se encontraba fuerte, y con gran voluntad para no ocuparse más de Niní; la crisis de la noche anterior había aliviado momentáneamente su espíritu, y creía que todo estaba terminado, y que él iba por fin a descansar y a tomar nuevas fuerzas en sus libros. “No, querido, no pretendas hacer muchos sacrificios, proponte cumplir esa sola promesa, y ya es bastante, le decía Carlos, convencido de la debilidad de su amigo en cumplir ese género de propósito.” “Proponte olvidar a Niní, no vayas más a los conciertos en donde ella trabaje, múdate de casa, vete a Budapest, por ejemplo, a ver la exposición de Bellezas .” “...No merece la pena”, replicaba con tristeza Eduardo, “salir de una para entrar en otra, es como un prisionero a quien cambiasen de cárcel.” Y entonces comenzaba a exponer sus teorías, negando la voluntad y la responsabilidad del hombre en los actos de la vida. “Somos hijos de generaciones pasadas, y contra el atavismo y contra las tendencias degeneradas no se puede luchar. Nosotros nos imaginamos que ha­cemos lo que queremos, cuando en rea­lidad, son los acontecimientos que nos guían y transforman a su capricho, des­arrollando en nosotros las enfermeda­des que vivían en nuestros organismos en estado latente.”

         Si él no hubiera salido nunca de su [121] pueblo, quizá a estas horas sería un buen médico, sin pasiones y sin vicios, pero al llegar a París, su patria intelectual, la patria de su familia, de sus abuelos, se desarrollaron las tenden­cias enfermas, heredadas de algunos de ellos, y ya él se consideraba incapaz de dominarlas y corregirlas. Se hereda el suicidio, la locura, la voluptuosidad, del mismo modo que se heredan la tisis y el cáncer. Muchas veces había pen­sado en el matrimonio, unirse a una joven pura como una azucena, pero decía que serían desgraciados, porque él pretendería encontrar en su esposa los refinamientos que llevaba en su san­gre y a que su organismo enfermo esta­ba ya habituado. Ella no podría ofre­cerle sino purezas y virginidades que su paladar embotado estaba incapaci­tado de gustar; y de allí vendría la re­pulsión y hasta el odio a la mujer, que como una sombra se alzaría constante­mente a su lado, para recordarle las sensaciones muertas y los placeres fe­necidos de su pasado.

         En sus momentos de intenso idealis­mo, su martirio era verse ligado a la vida por un nudo material, por el es­pasmo de la piel, por la servidumbre de la carne revelada. Para él, la vida era el amor, pero el amor sin purezas, el amor  de las sensaciones extrañas, de los deliquios imprevistos. ¡Cómo pensar en el matrimonio, si para su temperamento no existía sino la esposa amiga, la com-[122]pañera del placer, coqueta, voluble, caprichosa, tirana de los sentidos, foco adorable de imperfecciones psíquicas y de deseos siempre nuevos, vagos e impalpables! La esposa madre, centro de la familia y del pudor, honesta, sin celos, sin rencores, sin tormentos, no sería para él sino un manjar insípido, una bella fruta sin olor ni sabor. El deseo honesto, lleno de castidades, blanco y suave como el lirio, encerraba para sus sentidos la belleza fría de la nieve que cae. Y por eso rechazaba la idea del matrimonio, no amando sino los labios pintados con carmín y los ojos que el carbón sombreada, haciendo las pupilas brillantes, grandes, expresivas. Y era un voluptuoso, pero un voluptuoso tris­te, refinado, con perfecta conciencia de que marchaba hacia una vía dolorosa, ficticia, llena de sombras y de engaños.

         Además, entrar al matrimonio como a un hospital, a aliviar su cuerpo y a esperar con paciencia la muerte, era una idea que rechazaba con indignación. ¿Y los hijos que de él vendrían? Su abuelo se había lanzado una mañana de la to­rre de Aix, donde vivía, con el pretexto de mala fortuna en los negocios. Su bisabuelo, a los ochenta años de edad, medio paralítico, con una enfermedad de la médula, se bebió una noche al acostarse un frasco de láudano, y dejó una carta en que aconsejaba a todos los viejos que hicieran lo que él. “Convén­cete, querido, se nace voluptuoso, como  [123] se nace poeta, pintor o músico, es una degeneración, y el hombre no tiene sino que someterse a lo que sus amables abuelos le han inculcado en la sangre. Ojala no te desilusione, si en tu manía de estudiar llegas a descubrir que el hombre, como la planta, está sometido a lo que sobre él hayan decidido sus raíces que están hundidas en la tierra”.

         Luciana entró en este momento al cuarto, algo pálida y con los ojos coléri­cos, pretendiendo, sin embargo, disimu­lar su enojo para observar la sorpresa que iba a experimentar su amante al ver que ella lo sabia todo; pero Carlos, que la conocía perfectamente y que no había podido hasta ahora quitarle los celos que a veces la hacían pasar muy malos ralos, comprendió enseguida que algo raro le sucedía, y preguntóle son­riendo:

            -“¿Qué le pasa a la señora?”

            -Nada. Han traído para el señor esta carta, que por casualidad la he recibido yo, porque indudablemente que tú tienes a la criada de tu parte para que me las oculte, pero ya voy a despedirla inmediatamente...

            -¡Bravo! ¡Bravo! -interrumpió alegremente Eduardo- Te han cogido en un lío, y ya Luciana te va a dar una buena lección. -Carlos, que tenía su conciencia tranquila, tendió la mano para recibir la carta. “No puedes negar que la escritu­ra es de mujer, y que vivo en Clichy, porque aquí lo dice el sello”, continua-[124]ba ella con más cólera al ver que él no se disculpaba. Por fin leyó la carta, era de Marcela, la chica de Iriarte que se­guía mal, y le suplicaba fuese a  verlo pronto. La tisis seguía minando la exis­tencia del joven artista, y ya los médicos le habían dicho que se cuidara. Luciana pidióle perdón a su amigo dichosa y radiante de alegría, prometiéndole no dudar más; y Lagrange concluyó de vestirse a toda prisa para ir hasta la rue Lemercier a visitar al pintor. Convinieron en que Deschamps, el otro testi­go de Eduardo, vendría hasta el Café Vachette al medio día para ponerse de acuerdo y seguir las fórmulas de estilo de estos casos. Y Eduardo Doria siguió en su coche sin preocuparse por el duelo ni por las ofensas, y pensando que él se había conducido como un miserable con Niní, y que por su dignidad de ca­ballero debía darle excusas y suplicarle que le perdonase ese instante en que él había estado loco. “Eso es lo decoroso -se decía- ya que todo está roto entre nosotros, y por lo mismo yo debo conducirme como quien soy.” De repente, sin más vacilaciones, sacó la cabeza por la ventanilla, y dijo al cochero con voz suave y reposada, como tenía por cos­tumbre todos los días: “Vamos casa de la señora.”

Iriarte vivía en el quinto piso de una antigua casa, en una de las calles altas de París, cerca de la Plaza Clichy. Aba-[125]jo, en la calzada, a cada lado de la puerta de entrada, había dos tiendas, una a la derecha, la habitaba una vieja modista, caída en la desgracia después de haber tenido en buena época; hoy casi to­do el negocio se reducía a lavar trajes de mujer, encajes y guantes, que la gente pagaba a poco precio, y se ayudaba con algunos trabajos que hacía a domi­cilio, y con algunos vestidos llenos de cuentas y lentejuelas que hacía sobre medida para algunas míseras cantantes, o exageradamente gordas, exageradamente flacas, que trabajan casi de balde en los cafetuchos de Bitignoles. La otra, la habitaba un vendedor de vinos, fósforos y picadura, que se permitía en los grandes calores sacar a la acera tres o cuatro mesas de tres pies, que atendía un muchacho medio idiota, hijo o sobrino del amo. Sin embargo, la entrada prin­cipal era bastante aseada, y para llegar hasta el segundo piso, tenía su alfombra un poco gastada, pero que la portera sacudía todos los sábados con una larga caña flexible envuelta en trapos. Las otras tres escaleras eran angostas, grasosas e incómodas, y se veía que ape­nas llevaban amistades con la escoba.

         Iriarte pagaba en su quinto piso, sin muebles ni servicio de ningún género, menos de cien francos por trimestre, y era dueño de tres piezas, muy ventila­das y sobre todo con muchísima luz. El único cuarto que había amueblado, era el de dormir, en donda tenía una ancha [126] cama de hierro, con resortes, una mesa, un aguamanil y un espejo de marco negro. En la sala más grande había formado su taller; por una claraboya de vidrio plano entraba la luz, en el centro estaba colocado un gran caballete vertical, muy pesado, que se movía fácilmente por las cuatro ruedas de la base, y con la ayuda de un manubrio se hacía bajar o subir a voluntad la trasversal que sostenía la tela. En un rincón estaba otro pequeño caballete portátil, compañero inseparable del artista, que llevaba con frecuencia al campo para copiar del na­tural y que había sido mudo testigo de sus horas de soledad y desaliento. Las paredes estaban llenas con sus mejores academias, figuras casi todas de cuerpo entero y al desnudo, premiadas en los concursos de la Academia Colarozzi; so­bre la mesa se veían bocetos, más o menos acabados de los diversos asuntos de sus cuadros. En todo se notaba cierto desorden, que rodeaba todo el cuarto de una atmósfera de simpatía. Sobre las sillas había bustos en barro y en yeso,  algunas fotografías de sus modelos, an­cianos, mujeres y niños, y retratos de los principales pintores franceses.

         En el  último cuarto, amontonados unos sobre otros, como en una casa de empeños, estaban sus cuadros, los hijos de su ingenio, que representaban más de ocho años de trabajo arduo y rabioso, con la desesperación del que desea llegar y hacer una obra perdurable. Su [127] enfermedad provenía de exceso de trabajo, exagerado para su constitución delicada como la de un niño. Tenía ocho años que no respiraba sino pintura y aceite, y sus pulmones ya estaban fati­gados de tanto mineral absorbido. En su país le habían quitado una ridícula pen­sión que lo había decretado como un gran favor el Congreso, porque uno de esos viejos lascivos que llegan a París como pordioseros de amor en busca de besos pagados a precio de oro, para sus labios rugosos y malsanos, y que se vuel­ven a su tierra odiando la fortaleza y las energías de los cuerpo jóvenes, había dicho que Iriarte se estaba eticando con la vida licenciosa que llevaba. Y el pue­blo entero siguió repitiéndolo, estúpidamente, por decir algo distinto, que diese aire a la gente de estar siempre al co­rriente de las cosas que suceden en Eu­ropa. Desde entonces, la vida del artista fue una lucha sublime entre sus ideales y la necesidad de comer y abrigarse. Y trabajó heroicamente, con una voluntad rayana en locura, hasta hacía un mes que los pinceles se le habían caído de sus manos flacas y huesosas como de es­queleto. Sin embargo, había obtenido ya dos medallas en el Salón del Campo de Marte, y luchaba, medio moribundo, porque el Jurado lo declarase Hors de concours! Sus ideas sobre el arte, eran las más nobles y sinceras que podían caber en el corazón de un artista, y se había negado a vender su último cuadro: La [128] Abandonada, por el cual le ofreció un negociante siete mil francos, porque decía que sus cuadros se los regalaría él a su país, para que figurasen en el Museo después de su muerte. Sólo se había decidido, en sus días de mayor miseria, cuan­do la crudeza del  invierno le impedía trabajar, a vender algunas cabezas hechas a pastel, o una que otra acuarela escogida días enteros, silencioso y apesadumbrado, como si se separase de un pedazo vivo de su  ser.

Carlos Lagrange no lo creía tan grade, y no pudo disimular su sorpresa al verlo en semejante estado. Iriarte sonrió dulcemente a la entrada de su amigo, y sacó debajo de la frazada su mano calenturienta. -“Yo no quería molestarte, pero Marcela se empeñó en que de­bía llamarte para que me vieses”. “Ella es tan caprichosa”, agregó, envolviendo a su amiga en una honda mirada de ter­nura y agradecimiento. “No ve, me ha encendido la chimenea en el mes de ju­nio, porque tiene frío”. “No, no”, interrumpió Carlos con presteza, “en la calle está haciendo bastante frío; creo que es este viento del norte, que está soplando muy fuerte”. Marcela sentada en el bor­de de la cama, no quitaba los ojos del visitante, con el objeto de adivinar la impresión que el enfermo le produciría, y había desde el primer momento com­prendido lo que pasaba en el interior de Carlos.

Marcela era una flor del arroyo, de ese [129] grupo de obreritas que se renuevan incesantemente en los barrios laboriosos de París, golondrinas de amor, que bus­can sedientas un ser a quien entregarse para toda la vida, y que de engaño en engaño, pasan entre los brazos de sus amantes, abandonadas una mañana al salir el sol cuando menos se lo esperan, porque desconocen los secretos del amor, y sólo saben dar como primicias su juventud  y su inocencia. Ganaba franco y medio al día de aprendiz en una casa de modas, y al regresar al hogar sólo en­contraba recriminaciones injustas de parte de los padres, a quienes la miseria había vuelto el carácter adusto e irascible, y que tenían demasiados hijos para estarse ocupando también de los mayores.

          Era pequeña y delgada, con cejas negras muy juntas, y grandes ojos que miraban siempre de lado, y cuando taconeaba por los boulevares, al ver su gracia y su cuello erguido, casi soberbio, parecía un cisne sobre un lago.

         Había sido asediada sin descanso a la salida del almacén, y después de resistir por muchos meses a las galanterías y a las promesas de sus perseguido­res, una tarde cayó, como todas, enamo­rada de alguien, seguramente el menos digno de recibir su amor. Era un joven griego que la sedujo, y un mes después huyó precipitadamente para el Pireo, sin dejar señales de existencia. Ella cre­yó morirse, pero luego le juró odio a [130] muerte. Imposible volver a su casa. Su padre la habría matado de un sablazo. Rondó muchos días por los más humil­des Cafés, sin atreverse  a entrar, hasta que encontró una amiga que la condujo a todas partes. Un día conoció a Iriarte y se enamoró de su aire dulce y me­lancólico. Marcela lo amaba con toda su alma, y se creía dichosa con las sobras de amor que el artista, ciego apasionado con su arte, podía ofrecerle. La enfermedad seguía avanzando, y ella, en vez de escuchar el consejo de sus amigas, que le decían debía abandonarlo, porque su mal era contagioso y mortal, se cons­tituyó en su enfermera, y escuchaba con placer sus delirios sobre el arte y la belleza, viéndolo feliz en esos momentos, y conformándose modestamente  con ocu­par el segundo sitio en el corazón del artista.

         Cuando Carlos Lagrange salía del cuarto, con el pecho agobiado de pe­sar, prometiendo al enfermo volver to­ados los días a charlar un poco con él, Marcela lo siguió hasta la puerta, bañada en lágrimas, y con voz entrecortada, preguntóle:

           -¿No es verdad que durará todavía mucho tiempo?

Carlos le estrechó la mano febrilmente, y le dijo que desde esa tarde Lucia­na vendría a acompañarla, y que todos ellos estarían allí hasta el último día.

       La triste criatura regresó al cuarto en donde el enfermo se había dormido de [131] nuevo, y besando la cabeza soñadora del pobre artista, lloró por muchas horas, con la castidad y la pureza más conmovedora, como una hermana  llora a su hermano [132]

 

 

III

 

 

       Niní, tan fiera e insensible, habíase sentido débil ante las exigencias de Eduar­do, y después de algunos días en que él la visitaba ceremoniosamente, como un desconocido, esperando con pacien­cia horas enteras que la artista quisiera recibirlo, para pedirle excusas, la reconciliación se efectuó contra la voluntad de ambos, que eran since­ros al creer que todo había terminado, y que, si acaso, quedarían siendo sim­ples amigos de la calle. Pero Niní no había podido olvidar las sensaciones de aquella noche. Al sentirse maltratada brutalmente, ella, acostumbrada a ser admirada y contemplada como un ser impalpable, y a quien los hombres no osaban tocar temerosos de hacerle daño con sus manos, experimentó una sacu­dida desconocida en todo su cuerpo, y su sangre se volvió de fuego, y pasiones [133] ocultas se revelaron por un momento en su organismo. Al verse dominada y martirizada como un animal, ella, la siem­pre respetada, se sintió dichosa porque había vivido impresiones materiales, y calofríos nerviosos se deslizaban por toda su piel. Y ahora, deseaba que la maltratasen con un látigo, con fuertes puñetazos, hasta sentirse extenuada, con los huesos doloridos, para volver a experimentar sobre su carne perfumada aquellos calofríos extraños que tanto la habían hecho gozar y padecer. Y entonces pensaba horas sin treguas en su amigo, y deseaba verlo para in­sultarlo y disputarse como dos vaga­bundos. Ella, la diosa de mármol, había también al fin encontrado la manera de vibrar, y ya no sería, como en el pasa­do, la Afrodita eternamente deseada y nunca subyugada.

         Pero Eduardo no estaba contento. Él, que no se había siquiera atrevido a pen­sar en la reconciliación, creyéndola imposible, se disgustaba ahora al observar con qué facilidad Niní había corrido a él, y sobre todo de verla amorosa y com­placiente; eso le hacía mal a su pasión, porque él la amaba porque era déspota y cruel. Se había hecho ciertas ilusio­nes, pensando que iba a sufrir mucho en esos días de abandono, solo, en su sa­lón, desgraciado en su aislamiento, co­mo otras veces, y ahora esta repentina unión lo contrariaba y le ponía de mal humor, mientras Niní se alegraba de ver [134] que el carácter de su amigo se agriaba más cada día, y esperaba con ansia la oportunidad de instigarlo y golpearlo, para obligarlo a maltratarla y a injuriarla, como en la noche inolvidable de las sensaciones extrañas.

         El duelo se había verificado en el jar­dín de una quinta particular de uno de los testigos, entre las últimas casas de Neuilly. El belga, a quien tocó la elección de armas, escogió la pistola, y a las doce del día se cruzaron unas balas sin resultado, reconciliándose los adversarios y terminando el desafío con un magnífico almuerzo, servido en la enra­mada que daba al Sena, al abrigo de los árboles, y desde donde se divisaban los ciclistas que de rato en rato volaban por el camino limpio y bien terraplenado. A la hora de los postres, después del champagne, mientras fumaban magnífi­cos habanos, y en las copas diminutas la chartreuse verde brillaba como los ojos sulfurosos de un gato, Deschamps, que era el hombre de las ideas originales, propuso que cada uno fuese a bus­car a su amiga, para ir todos juntos a pasar la tarde y la noche visitando la feria de Saint-Cloud, que acababa de co­menzar. Todos aplaudieron, y el belga reía, a carcajadas, gritando a cada ins­tante: “¡Es un poema!” “¡Es un poema!” Lagrange se excusó diciendo en voz baja a su amigo que Luciana lo aguar­daba impaciente [en] casa de Iriarte, y uno de los médicos, interno en La Charité, [135] tuvo que dejarlos, porque estaba de guardia esa tarde.

       Se separaron dándose cita para las cuatro y media en el puente de las Bellas Artes, para tomar allí los vaporcitos y remontar alegremente el Sena. -Sobre todo -agregó Deschamps al des­pedirse-, nada de lujo. Hay que decir a las muchachas que vengan de riguroso incógnito, para poder divertirse.

       A la hora señalada estaban todos en el malecón esperando que les llegase su turno para entrar al muelle, que flotaba como una boya, atado a la orilla por dos fuertes cadenas. Un agente de Orden público, del lado fuera, vigilaba la cola, que iba aumentando como un enorme gusano, y evitaba que pasasen el transversal muchos a la vez, para impedir desgracias. El vaporcito estaba casi lle­no con los alumnos de un colegio, todos de uniformes, echados perezosamente so­bre los bancos, con las piernas cruzadas, y dirigiendo miradas lánguidas a las muchachas, que al frente, en el bandín de popa, reían y hacían bulla, instiga­das por sus amigos, que se empeñaban en estar alegres. A Niní le pareció muy raro y encantador ese duelo, como ella decía, fin de siécle, y su orgullo se sentía complacido al ver que todo había sido por ella, y que las compañeras la con­templaban con ojos expresivos y le en­viaban risitas amables, festejando sus dichos y deseando cultivar amistad con la mimada cantante de los trajes dege-[136]nerados. Eduardo le había presentado al belga, que le había pedido perdón, culpando a los espumosos vinos de El Doyen de sus impertinencias, y repitiendo de tiempo en tiempo, después de quedarse silencioso mirando al cielo:

         -Es un poema!...

         Al llegar a Boulogne el colegio descendió, y el puente quedó despejado, y los espíritus más alegres, y en la atmósfera menos calor. Entonces pudieron acodarse a la barandilla a observar cómo el buque cortaba el agua, y cómo los re­soplidos fieros de la hélice formaban ondas plateadas, que se perdían melancólicamente en la superficie del río, o regresaban cantando cadenciosas, para, en el último esfuerzo, besar con sus espumas los costados del buque en movimiento. Llegaron por fin, y todos saltaron a tierra contentos, pues ya comen­taban a fastidiarse de una travesía de más de una hora, en que el buque se detenía a cada momento de uno y otro lado, en todos los pueblos.

         A la entrada de la empinada rambla que hay que subir para llegar al pueblo, un ciego, agitando un perolillo de hojadelata, pedía centavos con voz cavernosa, y todos los que venían en busca de alegría le daban limosnas, pensando que eso les traería buena suerte en el paseo. Antes que todo, llegaron hasta la eleva­da terraza del parque, desde donde se contemplan los más bellos barrios de París. La torre Eiffel aparece como una [137] sombra proyectada sobre el cielo; el Trocadero, rodeado de jardines, que se alza majestuoso en las alturas de Passy; la inmensa planicie del Campo de Mar­te; el Sagrado Corazón, todavía a medio construir, que corona la ciudad, en la cumbre de Montmartre; y después, del otro lado, dando la vuelta a la alameda de frondosos árboles, rodeados de esta­tuas, pilas y juegos de agua, se contem­pla el Instituto, con sus torres muy pe­gadas, y San Sulpicio, todo manchado de negro, y el Panteón en el fondo, como una sola piedra tallada al cincel. Más cerca, los otros edificios de menor tamaño o que están a menor altura, se aproximan vagamente, hasta confundirste con las admirables campiñas que, como una guirnalda de flores, circundan y adornan la gran capital. El guardia, un viejo de barba, alto y flaco, antiguo sargento en el ejército de línea, les in­dicaba los monumentos que no recono­cían, conduciéndolos a los sitios desde donde el paisaje era más sugestivo.

         Después subieron paso a paso, saltan­do como pájaros, hasta los jardines, en donde los empleados habían hecho di­bujos y figuras simbólicas con las flores y las plantas de diversos colores, y al fin, fatigados, sentáronse en los bancos de piedras, en el centro de las encruci­jadas, entre el monte silvestre del cami­no, cada pareja separada, dándose celos por las risitas y miradas de los compañeros; mientras ellos golpeaban distraí-[138]dos con sus bastones las espigas que salían de entre la yerba, y escribían ellas con sus sombrillas sobre la arena nombres y fechas borrosas, recuerdos tal vez de otros paseos semejantes.

         Al descender, los mismos paisajes ha­bían variado por completo, a causa de la hora, por la sugestión del crepúsculo que corría hacia la noche, y contemplábase un París lleno de sombras, cubierto de nubes brumosas, negras, plomizas, color de pizarra, un París en ruinas po­blado de escombros, de una belleza triste, belleza de muerte, de pueblos anti­guos cuyos monumentos hechos pedazos cantasen la historia de la grandeza humana, la belleza llorosa que conserva  todavía Jerusalén, Pompoya y los templos carcomidos de la vieja Ro­ma. Y Eduardo se imaginaba la gran Ciudad devastada, envejecida por el tiempo como una mujer hermosa, y revelábase contra la implacable destruc­ción de los seres y de las cosas. Pero más abajo, al descender por la angosta vereda de las gentes de a pie, del lado en que el sol caía lentamente, entre co­lores pálidos, de tonos suaves y delica­dos, como rodeado de una aureola inde­cisa, los monumentos y los árboles apa­recían salpicados de luz, y París semejaba una ciudad misteriosa, una ciudad polar, hecha con cristales y pedrerías, entre inmensos campos de hielo, villa fantástica de poetas y de artistas, de mujeres ideales de largos trajes de en-[139]cajes. Allí estuvieron todos mucho tiempo, dominados por una repentina ale­gría, con ganas de amar y de vivir.

        Al llegar a las primeras calles del pueblo, percibieron distintamente la música lejana de la feria, que el viento entre ráfagas traía a sus oídos, y París, envuelta en una intensa luz rojiza, pa­recía incendiada.

        La locura era la reina de la feria, y la bullanga de los organillos que estreme­cían el aire con sus melodías monótonas y enervantes, cambiando de tonos con voces destempladas y pitos desatinados, o el sonido estridente de los platillos, agitados fuertemente para llamar la atención de los compradores, ensorde­cía y fatigaba la atmósfera. La gente se atropellaba para llegar a los tenduchos, hechos todos a la ligera, con tablas y telones, para estar listos a partir, como bohemios infatigables, hacia otros ba­rrios y otros pueblos. En las barracas más grandes, sobre las gradas de la en­trada, para anunciar la representación, hombres y mujeres vestidos de carna­val, con trajes disparatados, hacían pantomima y cuadros vivos, y la multitud se estacionaba indecisa, hasta que la curiosidad hacía llenar el teatrito cubierto con cartelones e iluminado por antorchas de llamas enormes que reflejaban sobre los concurrentes un tinte amarilloso, pareciendo todos sombras anémicas y enfermizas. La preferida era la casa de las fieras, en donde un doma-[140]dor de fuertes músculos, vestido de acróbata, adiestraba tigres y leones, que obedecían rabiosos por temor al lá­tigo o a los hierros candentes con que eran amenazados. O la caseta del lado, en donde un gigante deforme exhibíase medio desnudo, mostrando al público el desarrollo informe de su cuerpo, y sus pies y manos de monstruo marino. A ambas partes fueron guiados por Niní, que tenía ganas de sentir calofríos de miedo con los rugidos amenazadores de las bestias feroces, y de espeluznarse de grima al tocar la piel babosa del gigante.

        Después desearon experimentar el vértigo en las Montañas Rusas, en don­de se dejaban balancear en el aire agarradas de las manos, y sintiendo al descender en el vacío, un hormigueo muy frío en el vientre, que las obligaba a re­comenzar muchas veces, sorprendidas siempre del mismo modo por aquel espasmo indefinible y angustioso. Luego pasaron el resto de la noche dando vueltas, montados sobre los caballitos de madera, prefiriendo aquellos que ba­jan y suben con movimientos bruscos de retroceso, y se arrojaban, como locos, largas serpentinas de todos colores, que se enlazaban entre los hierros del enor­me paraguas que los cubría y flotaban sin rumbo fijo, trayendo más alegría y confusión en aquella inocente fiesta po­pular.

        Mientras esperaban el tren que de­bía conducirlos a París, fueron a to-[141]mar cerveza y helados al gran Café rodeado de árboles que están a la entra­da del pueblo, frente a la estación, y en donde los tziganos de casacas rojas con franjas de plata tocaban en sus violines valses melancólicos y rapsodias desco­nocidas.

        Los días pasaban venturosos para Eduardo Doria, entregado todo entero al placer y al refinamiento, porque Niní, que había adivinado los extravíos de su amante, se mostraba siempre más ex­quisita en sus toilettes y más degenerada al escoger las fragancias de sus perfu­mes. Tan sólo algunas mañanas Eduardo se sentía disgustado, herido en su orgullo de gentilhombre, y era cuando Niní, presa de una cólera repentina, medio loca, lo hería en sus fibras más íntimas, terminando, bajo el pretexto de los celos, con acribillarlo a pellizcos y a golpes, acosándolo y persiguiéndolo por toda la casa, hasta que él, fuera de sí, por defenderse, tenía que maltratarla brutalmente, hasta hacerla llorar, temblorosa y tiritando, como con fiebre. Pero ella se quedaba luego a su lado, tranquila y soñolienta, extenuada, como si saliese de una terrible crisis, y enton­ces era más amorosa y más complacien­te. Eduardo pensaba que su amiga estaba enferma de los nervios, y la obligaba a tomar duchas y reconfortantes, pero se veía con desprecio, encontrando abyecto y miserable que un hombre golpease [142] a un ser más débil. A veces estas esce­nas se sucedían todas las semanas, y entonces era peor, porque él se ponía también nervioso y perdía la cabeza al sentir a Niní amenazadora e irritada, con los ojos brillantes, de mirar per­verso.

        Una noche, después de la comida, mientras Eduardo tocaba el piano en su salón de estilo oriental, adornado con japonerías, todo decorado de azul, con suntuosos cortinajes de damasco, la cria­da entró y encendió todas las luces por orden de la señora; a Eduardo no le lla­mó esto la atención, acostumbrado como estaba a los caprichos de su amiga, pe­ro después, presentóse Niní Florons, la cantante más mimada de los Cafés conciertos, vestida exactamente como ha­bía salido en el último invierno sobre la escena de Folies Bergére, con un traje corto de seda negra, adornado de oro pálido; en el corpiño muy ajustado, ba­jo el pecho, un ramillete de flores de brillantes hacía resaltar más el descote, y el corsé oprimía estrechamente  su ta­lle, marcando sus caderas y dejando adi­vinar el roce voluptuoso de sus formas. Al levantarse el traje para bailar y hacer piruetas, el fru, fru de sus faldas hacía temblar, y el color rojizo de sus enaguas la hacían aparecer como en­vuelta en llamaradas de fuego. Eduardo quedó embelesado, siempre había sido su sueño poseerla así, a su lado, toda su­ya, los dos solos, para estrecharla entre [143] sus brazos y besar hasta saciarse aque­llos ojos tentadores y malignos, perdi­ción de las almas débiles; pero nunca se había atrevido a exigírselo, temiendo que ella comprendiese que en su refinamiento ya no amaba sino sus trajes degenerados.

        Había siempre encontrado mayor sensación voluptuosa en los cuerpos a medio vestir, que en la completa desnudez, porque su imaginación creaba con un yo no sé qué de misterioso, las formas que no veía, y la belleza soñada se le hacía más intelectual y más exquisita que la realidad misma. Allí se encerraba para él el secreto del placer sensual: amar lo visible, la belleza que la luz nos trae a los ojos, pero dejar algo siempre oculto, algo que se desee y se presienta, líneas de misterio que cada hombre concibe con el mayor refina­miento de sus sentidos, y que resultan para el que posee verdadera sangre de artista, más bellas que la belleza misma.

         El paroxismo de los colores se había apoderado de su imaginación, y el azul de las enaguas de seda en el cuerpo de la mujer que amaba era para él más ideal que el azul del cielo. El amarillo, el negro o el rojo combinados y llevados por las  caderas perfectas de su amiga, producíanle un inexplicable placer intelectual, un calofrío que le corría por toda la piel hasta casi desvanecerlo. Cuando Niní se desvestía, él la contemplaba, si-[144]guiendo con malicia todas sus coqueterías, todos sus movimientos de muñeca refinada, las contorsiones histéricas de su cuerpo, al quitarse el corsé que la oprimía, y en su cintura quedaban marcadas como dibujos hechos sobre cera, las ballenas y los encajes. Y ella se frotaba suavemente, cerrando los ojos para sentir mejor aquella comezón voluptuosa.

       Por las noches, cuando dormían, en medio a la completa obscuridad del cuar­to, sobre el lecho limpio y blando, él pensaba en ella, pero la veía elegantemente vestida, bien calzada, con los ca­bellos rizados, y olorosa, suavemente perfumada con esencias delicadas. Y la que dormía a su lado parecíale una ex­traña.

       Después, compróle trajes raros, hechos por las modistas más costosas, y de un lujo increíble; zapatitos de todas clases y de todos colores, siempre con tacones muy altos y de formas elegantes; guan­tes negros muy largos y brillantes, llenos de encajes y de botones, y hacía de­corar su salón de diversos modos cambiando los muebles y los cuadros, para imaginarse que vivía en países distin­tos, casi sin salir a la calle, en su repentina manía de extravagancias enfermizas. Niní gozaba y se deleitaba con todo esto porque su pasión la constituían las cosas raras,  y le encantaba variar de trajes, y disfrazarse de todos modos, sor­prendiéndolo ella también con rarezas más refinadas. [145]

       Mientras Eduardo, como un pachá ten­dido sobre un diván, soplaba por el tu­bo de un primoroso narguilé, y el agua respondía con su ruido enervante, antes de que el humo llegase a la boca, para salir como un vaho azulado, inundando la estancia con perfumes exóticos, Niní vestida de turca, a su manera, como una hija del profeta de gustos parisienses se echaba a sus pies, y lo dormía como a su señor, entre besos y caricias silen­ciosas; después, era él, quien al desper­tar del sopor melancólico de la comida, la contemplaba con ternura infinita, co­mo a la Musa trágica de las eternas ale­grías, experimentando en su cerebro los más exquisitos placeres secretos, y le besaba como loco sus pies bien calzados y sus piernas ajustadas en las medias de seda. Otras veces, ella se presentaba vestida de bohemia, con saya de colores chillones, y con gorra de caracteres enig­máticos, y le cantaba canciones llenas de tristezas, con un garbo gentilísimo de tiradora de cartas y de vaticinadora del porvenir. Por último, fastidiada de las riquezas, vestíase con una humilde falda de criada, con un ancho delantal y mangas arremangadas hasta el codo, y él la estrechaba loco de pasión, como si cada vez hiciese una nueva conquista y abrazase un nuevo cuerpo.

       Su cerebro comenzaba a resentirse de los excesos, y como siempre, el escepticismo invadía su alma. Pensaba que ca­da sensación agotada, era una página [146] arrancada del libro de la vida, y al pro­pio tiempo, no deseaba cambiar nada en su existencia. “¿Para qué amar a otra?” se decía, cuando al fin todo será igual, sin que esa mujer lleve en sí la poesía del pasado, nuestros recuerdos, las horas vividas juntos. Una nueva alma es como un país desconocido, pero un triste país, sin historia para nosotros, y en donde no poseemos lazo alguno ni tenemos ningún derecho. Llegamos allí a tientas, entre tinieblas, y ver hacia atrás en esa alma es como contemplar el vicio. Ya lo había acontecido más de una vez en sus viajes, de sen­tir un hondo pesar al abandonar la casa y el lugar en donde había vivido algún tiempo, y de experimentar repentina alegría al reconocer en otro sitio un antiguo compañero de viaje, rodeado de misterio, y sobre el cual había él inventado una historia, imaginándose conocer su profesión y sus ideas, por la manera de vestirse y la expresión de su cara. Los hoteles y las estaciones de ferrocarriles lo afligían, y los puertos de mar eran un martirio para su espíritu; y por eso prefería no viajar, ni comenzar nuevos amores, creyendo ver en toda cosa que concluye la imagen silenciosa de la muerte. Su locura era vivir a toda prisa, sin contar con el mañana para nada, sin desdeñar el más insignificante refinamiento, apurando como un prisionero de antemano condenado, las copas más venenosas del placer, y llevando en el al-[147]ma la desastrosa convicción de que en la tierra sólo somos peregrinos engañados, sin voluntad y sin conciencia.

       Al principio había deseado luchar con­tra sus sentidos, pero como en el ince­sante renovamiento de sus sensaciones, sus ideas también variaban, habíase convencido de que todo era inútil, y que el hombre era un juguete de la suerte, incapaz de desarraigar de su organismo las tendencias ni los vicios heredados. “¿Cómo un pobre ser -decíase- produc­to degenerado de muchas generaciones, ha de rebelarse y vencer en un día lo que ha ido formándose en una gestación de muchos siglos?... Sus armas para la lucha se encuentran ya inservibles al nacer, y basta el soplido del viento para revolver en todo su ser los miasmas que allí yacían. No importan los buenos deseos, ni la primera educación, ni los sa­bios consejos de sus mayores; como en toda enfermedad fatal, si acaso, se conseguiría retardar por algunas ho­ras la crisis, y entonces será peor, las pasiones contenidas, al rebelarse producen el desastre. Nosotros no hacemos lo que queremos, y en el combate por la muerte solo nos toca obedecer.”         

       Ya le había acontecido en París, visi­tando sitios que él no conocía, él cree ha­ber vivido allí en otro tiempo, y recono­cer todas las cosas como si le fuesen fa­miliares, adivinando casi lo que vendría después, los edificios, las iglesias y has­ta detalles de menor importancia, como  [148]si allí hubiese transcurrido su infancia, poniéndose nervioso, y diciendo a sus amigos que él se atrevería a jurar haber trepado sobre aquel muro de piedras y jugado al escondite detrás de aquellos troncos rugosos de viejas encinas. Ellos se reían y lo chanceaban sobre sus recuerdos de esas cosas no vividas, pero él les replicaba que no veía nada de  extraño ello, y que si sus antepasados habían vivido en esos lugares muy bien podría él, por atavismo, experimentar algo de lo que ellos hicieron y pensaron.

       Otras veces, sentado, pensativo, bajo la sombra de los árboles en el Parque Monceau, Eduardo creía haber vivido momentos idénticos en ese mismo pa­raje, sobre el mismo banco de mármol negro, y parecíale recordar todos los que pasaban, la misma nodriza con sus anchas cintas de colores, que empujaba suavemente un cochecito en donde un bebé rosado reía con la carita al sol, al mismo ciclista salpicado de barro, el mismo vendedor de periódicos que se le acercaba y le repetía exactamente las mismas palabras, y él respondía del mismo modo; el carruaje que pasaba, las hojas secas que caían, el viejo jardinero que regaba las flores con su larga culebra de cautchouc, todo sucediéndose exactamente como una escena reprodu­cida sobre las placas opacas de un kinescopio.

       Y entonces se alejaba receloso, presa de un miedo repentino, apresurando el [149] paso y mirando de reojo, como si alguien lo persiguiese para detenerlo y obligarlo a vivir esos momentos del presente como escenas lejanas de su vida pasada.

         Y en el Parque silencioso se mezclaban suavemente el aroma de las flores y el tedio de las  pasiones heredadas que cantaban la tristeza y la locura.[150]

 

IV

           
En la rue Lemercier nada había variado. Hacía seis meses que Iriarte lu­chaba con la muerte. No quería morir, y todavía encontraba en su pobre cuer­po fuerzas y energías de agonizante, para cantar el triunfo de la vida e imaginarse que con la nueva primavera sus pulmones se ensancharían y absorberían, como una tromba todo el aire de los jardines, hasta quedar inflado y robusto como un Hércules. Esos eran sus deli­rios por la tarde, al entrar la noche, cuando la fiebre le quemaba los huesos, penetrante y sutil como un hilo de fue­go, y sobre el lecho, entre sábanas y al­mohadas, su cuerpo parecía una som­bra. Pero, sobre todo, los delirios que emocionaban a sus amigos hasta hacer­los llorar, eran sus sueños sobre el arte, su manera de idealizar la belleza y de comprender el alma del artista, sus pro-[151]yectos para sus nuevos cuadros, en que él demostraría que la luz es todavía el misterio de los colores, y que en las co­pias más exactas da la Naturaleza hay mucho de falso y de sugestivo, porque el color que vemos desde lejos, ese del cielo y del mar, ese de la atmósfera que rodea cada cuerpo, ese que da la expresión y el sentimiento en la belleza externa, no puede copiarse jamás con la grandeza infinita que existe en la realidad de los seres y de las cosas. El artista debe ser humilde contemplador del espacio, de alma noble y sincera, porque aun la obra maestra, si pudiésemos sentir la naturaleza como ella es verdaderamente en sí, resultaría mediocre y confusa. El esfuerzo debe respetarse, y ningún artista merece para su obra, por mala que ésta sea, ni la burla ni el desdén, pues tal vez los más grandes genios en el arte, por haber visto más allá que los otros y sentido más íntimamente esa belleza infinita que no pue­de llevarse como ella es al lienzo, han extraviado sus tendencias, y en busca de ese ideal por ellos solos comprendido, han borroneado telas y amontonado colores como locos, corriendo desespe­rados tras la perfección y la verdad.

            Y luego pedía su paleta y sus pinceles, fuera de sí, y era necesario domi­narlo y convencerlo de que eso le haría daño; y entonces lloraba como un niño, abundantemente, con lágrimas de in­menso desconsuelo, dándose cuenta de [152] su estado, y decía que él no amaba la vida, pero que era tan triste irse sin haber tenido tiempo de hacer una obra perdurable, algo que viviese más que los hombres y que fuese de alguna utilidad para el arte y la belleza. Después de esas crisis, empeoraba bruscamente, la fiebre era más intensa y las asfixias se sucedían con más frecuencia, perma­neciendo semanas enteras sin levantarse de la cama, aletargado, y sin hacer el menor movimiento; y era necesario alzarlo poco a poco hasta obligarlo a sentarse, y acomodarlo con muchas almo­hadas para que tragase algunas cucharadas de caldo o de leche, casi sin abrir la boca y sin obtener que pronunciase una sola palabra. Otras veces era él mismo quien exigía que lo condujesen hasta el sillón del atelier, y allí pasaba horas enteras contemplando sus cua­dros y sus estudios, como en un sueño bajo la onda impresión de las postre­ras melancolías, con plena conciencia de que su vida se escapaba dulcemente, y tocándose a cada instante el pecho, que parecía ser todo hueco, formado con tablas muy delgadas, como el ataúd de un recién nacido.

            ¡Oh, qué momentos aquellos para su alma! Deseando vivir, vivir por la gloria y para amar, porque desde que había au­mentado su gravedad, se sentía enamora­do de Marcela, pero con un amor póstu­mo, del espíritu y del intelecto, como él pensaba que le sería permitido amar [153] después de muerto, como se ama un re­trato, una idea o un recuerdo. Verla, enflaquecida con los desvelos, con grandes orejas, como sombreadas con carbón, y los ojos abiertos, inmensamente abiertos, como si ella creyese que al faltarle su mirada su amigo iba a quedar muerto instantáneamente, como si careciesen de aire sus pulmones. Y él comprendía todo lo que su pobre amiguita sufría, y cómo su salud comenzaba también a quebrantarse. Ya en dos ocasiones, mientras Iriarte se veía acometido de esos accesos desgarradores de tos seca, tos sin soni­do, como lejanas pisadas sobre un pe­tate, Marcela se había desvanecido, cre­yéndolo ahogado; y vivía la infeliz criatura bajo la influencia de una indecible zozobra que le corroía el corazón y le tenía los nervios en una crispatura per­manente. En la última semana Iriarte se encaprichó en hacer el retrato de su amiga, y ella tuvo que someterse, des­pués de haberle suplicado tanto, a posarle un rato todos los días.

            La cabeza resultó casi perfecta, y el suave tono de luz que envolvía la frente y los ojos, y que descendía perdiéndose vagamente por el erguido cuello de Marcela, hacía recordar, sin compara­ciones, a la Infanta de Velázquez, y al Francisco I, del Ticiano; pero lo que dejó perplejos a los conocedores, fue el efecto de luz de los cabellos, pinceladas colocadas con audacia, con mano de revolucionario, y que destacaban el rostro [154] de un modo original. Parecía un retrato hecho en medio de la campiña, con el sol muy alto, medio protegido por los árboles, rodeado de una atmósfera de humedad; los cabellos sobre las sienes, movidos por el viento, podían contarse hebra por hebra. En ocho horas lo había terminado, y al entregárselo a su amiga, le dijo sonriendo con ironía: “Este es para ti; no te lo dejo como un recuerdo, sino como mi herencia; tal vez mañana cualquier usurero pueda darte por él cuatro mil francos.” Pero desesperábase al contemplar su gran cuadro a medio terminar, que esperaba sobre el pesado caballete de rodajas de acero, aquel que él hubiera deseado pre­sentar en el Salón, para ser declarado hors de concours, y poder cederlo con or­gullo al Museo de su país, de su país que lo había abandonado a la miseria, y que en el fondo era culpable de su muerte.

            El cuadro representaba un incendio. Llamas rojas de bordes azules devorándolo todo, formando juegos de luz imaginados con una audacia increíble por el genio del pintor. De un lado el fuego color de cereza destruía la madera y los muebles, hasta terminar lamiendo como una inmensa lengua los muros de piedra maciza, que poníanse negros y sucios como las paredes de un horno; del otro lado todo estaba devastado, y en el suelo yacían huesos y esqueletos que llevaban en los dedos y sobre el pe-[155]cho sortijas y joyas ahumadas. Más allá el busto de un carbonizado estaba in­tacto, pero se adivinaba que al tocarlo se convertiría en cenizas; y por todas partes el fuego se asomaba entre las grietas como largas serpientes insaciables en solicitud de nuevas víctimas, y reflejando hacia el centro los tintes fúnebres de la devastación, la soledad y el silencio. Cuántas veces fue sorprendido el pobre artista desolado, echado sobre el pavimento, contemplando desde el suelo su obra, con miradas de desconsuelo, como un cervatillo que mirase el sol; y se veía raquítico, enfermo, sin fuerzas para sostener la paleta, con el cuerpo que se quejaba de fatiga. Y sin embar­go, aquella obra que lo hacía aparecer tan pequeño, era fruto de su talento, engendrada por su genio, vivida en su cerebro muchos meses, como el hijo en las entrañas de la madre; y creíase de repente con la fortaleza de un león, pre­tendiendo con su sola voluntad dominar las debilidades de su organismo, su fla­queza física. A la cama se lo llevaban en peso, como un triste fardo, delirante y bañado en un sudor muy frío y pegajoso.

            Así transcurrieron algunas semanas, entre crisis y delirios. En el otoño, cre­yeron todos que sería cuestión de unos días, y la casa se llenó de compañeros, que lo velaron muchas noches, pero viendo que no se moría, comenzaron a fastidiarse y se hicieron más raros. Car-[156]los y Luciana únicamente no lo abandonaron un solo instante. Ella, con miedo por Marcela, a quien veía muy delicada y cada vez nerviosa; él, por afecto hacia aquel pobre joven, que moría de miseria en un quinto piso, sin familia, en un suelo extranjero, olvidado por su patria, que mañana habría de estar orgullosa de su nombre y de sus triunfos. El invierno comenzó con sus escarchas y sus lluvias, y aunque no era todavía muy ri­guroso, la nieve caía a vecesy la humedad molestaba a todo el mundo. Desde dos días antes, el enfermo cayó en, una grave postración, y el médico aseguró que era ya el fin.

            En una noche su rostro había sufrido un cambio espantoso, los ojos se hundían en las órbitas, y la nariz larga y perfilada parecía hecha de cera. Esa mañana, al entrar el alba por los cristales del taller, la estancia se inundó de una claridad de crepúsculo, sonrosada con tintes dorados, y el artista que hacía cuarenta horas que no hablaba, abrió repentinamente los ojos y dijo con voz muy baja: “¡Qué bella luz!”... Todos se acercaron angustiados al lecho, pero los párpados habían vuelto a caer sobre sus ojos, y sólo una hora después comenzó a mover los dedos, como si de­seara asir algo con las manos, como si experimentase un ligero hormigueo en las extremidades. En ese momento en­tró el médico, tomóle el pulso, lo auscul­tó, e hizo despejar la estancia, no permi-[157]tiendo en ella más de dos personas; apagó una vela que se consumía en un rincón, y abrió de par en par las ventanas de las piezas contiguas para que se re­novase el aire, diciéndoles con su acen­to amable: “No le quiten el aire para que muera tranquilo”.

            Eran las diez de la mañana, el cielo estaba muy azul, y el frío era seco y agradable. Sobre los tejados de las casas vecinas, el sol reflejaba sus rayos débiles y tristes, y de las fauces ennegreci­das de las chimeneas brotaba un humo obscuro, vacilante, como indeciso de qué rumbo tomar, esperando que el viento, que soplaba apenas, dispusiese de su destino, y lo enviase en cualquier direc­ción hacia el espacio. El atelier estaba convertido en sala de recibo, y allí aguar­daban algunos, curioseando las acade­mias y los esquisses; otros, de sombreros y sobretodos, asomados indiferentes al balcón, miraban el aspecto de la calle, y la gente que iba y venía muy de prisa. De repente, un grito desesperado salió del cuarto del enfermo, era Marcela que tenía una crisis nerviosa, y hubo que cal­marla con bromuro y valerianatos. Iriarte sentóse de improviso en la cama, sin la ayuda de nadie, pasóse las manos por la frente como si despertase de un sue­ño y con el rostro transformado, como iluminado repentinamente por una fuer­za misteriosa, entre los brazos de su amiguita que no comprendía nada de aquello y le secaba el sudor con su pa-[158]ñuelo, y como para responder a las sorpresas que leía en las fisonomías, dijo, agarrándose el pecho y respirando fuer­temente: “No; si ya no sufro, estoy bueno... Siento que la vida viene a mí... Mis pulmones se inflan... de aire... Yo... se lo decía... es la primavera que me ha salvado...” Y su cuerpo cayó pesado sobre las almohadas, sin una contracción en el rostro, y fijando sus ojos, vueltos enormes de mirar profundo, en aquella delicada criatura de facciones de vir­gen, la única que había logrado ocupar un sitio en su alma perfumada como un jardín de rosas, en donde solo el arte y la belleza pudieron vivir estrechamente.

            El aspecto de aquella casa había cambiado en un segundo, y la muerte cubría con sus alas poderosas el humilde lecho en donde yacía severo para siempre el infeliz artista.

            El entierro fue un pobre cortejo de abandonado, hecho con las suscripciones de sus amigos, a las doce del día, bajo una lluvia muy fina y un frío glacial. A lo más, veinte personas iban de­trás del féretro, que los conductores lle­vaban muy de prisa para salir de eso. Todas las almas estaban tristes, pero la emoción no tuvo límites de ver descender de un carruaje un anciano condecorado con la Legión de Honor, Miembro del Instituto y Vice-presidente de la Socie­dad de los Artistas Franceses, cuyo nom­bre era conocido en toda Europa, y al cual había debido sus primeros triunfos [159] Iriarte. Y aquel hombre, cargado de me­recimientos, que por casualidad había sabido la miserable muerte de su discí­pulo, fue a autorizar con su presencia la futura gloria del artista. En efecto, al notar su presencia entre los concurrentes, los conductores fueron más despa­cio, y la gente, a pesar del invierno, se descubría con respeto.

            En el cementerio no hubo ceremonias, Lagrange dijo algunas frases, llenas de profundo dolor y de amarga ironía  sobre las cosas de la vida. Marcela gemía en un ángulo, y su quejido parecía el canto melancólico de un pájaro. So­bre la tumba arrojaron muchas flores, y todos se retiraron, marchando cabizba­jos, sin agregar una sola palabra.

            Mientras tanto, el quinto piso de la rue Lemercier estaba desierto, y en el ambiente vagaba un fuerte olor de ácido fénico. El taller semejaba un campo deshabitado, y sobre el muro, colgada en un clavo, al alcance de la mano, pegados todavía algunos colores al descuido, ya­cía la paleta, como si el artista hubiese dejado olvidado su inmenso corazón herido en aquel cuarto húmedo y sucio, en donde habían quedado solitarios sus sentimientos y sus ideales.[160]

 

 V

 
          
Aquella mañana Eduardo Doria le­vantóse más temprano que de costum­bre, con la cabeza pesada y el cuerpo muy quebrantado. Había dormido mal, y toda la noche la luz había pestañeado sobre la chimenea, en una lamparilla de plata, cubierta con una pantalla japone­sa hecha de seda verde, que envolvía la estancia en una semi-obscuridad de san­tuario, como la triste veladora de un altar. Niní, desde el día anterior, con un pretexto cualquiera, habíase ausentado, y él estaba solo, a la una de la madrugada, tendido sobre la cama contemplan­do los dibujos de las tapicerías, que se le antojaban ser rostros raros, que lo veían con insistencia, con aire amena­zador; las flores de los muros parecían­le barbas y bigotes enormes; los triángulos y cuadrados del biombo que ocultaba la chimenea, cascos y armas de [161] combate. Cerraba los ojos para huir de esos engaños de la imaginación, y en­tonces, llamaradas de fuego, que iban cambiando de color mientras más apretaba los párpados, se alzaban en su cere­bro. Y pensaba obstinadamente en los muertos, en su buena madre, en el tío Fermín, en Iriarte, y en otros más leja­nos todavía en sus recuerdos, que él ha­bía visto por casualidad cuando estaba niño, tendidos en un catre, con un pa­ñuelo que le sostenía la quijada, y un crucifijo de hueso amarillento sobre el pecho. Después, volteaba de un lado a otro la cabeza, con cierto recelo, al me­nor ruido que creía oir, o bruscamente, como para sorprender a alguien que lo espiase por detrás. Tuvo miedo, sobre­cogido de un pavor nervioso, saltó de repente del lecho y abrió corriendo el bal­cón, como para pedir socorro. El viento que soplaba del Parque refrescóle el ce­rebro y durmió algunas horas, presa de angustiosas pesadillas como si lo estu­vieran ahogando, apoyándole grandes manos sobre el pecho, manazas muy pe­sadas, que él luchaba en vano de retirar de sí, con los miembros paralizados, in­capaces de ejecutar un movimiento.

            Otra forma de la melancolía comenza­ba a dominarlo; soñaba despierto, pero, como siempre, no veía sino cosas tristes, historias de acontecimientos dolorosos. Su muerte repentina en medio de la ca­lle, la llegada del comisario que regis­traba todos los bolsillos y que no encon-[162]trando papeles que probasen su identi­dad, hacía conducir el cuerpo a la Mor­gue. Y se contemplaba allí, en aquel lo­cal húmedo y sucio, pestilente a ácido fénico, y adivinaba la expresión de su rostro, alargado, amarilloso como las figuras del Museo Grevin. Y toda aquella gente ociosa y mal vestida que desfi­laba delante de la vidriera buscando de conocer al muerto. Después, era la sorpresa de sus amigos al saber su fin; la pena profunda de Lagrange, que se paseaba silencioso, fumando nerviosamente, colérico de la injusticia de la suerte; el llanto sincero de Luciana; el miedo de Niní, que no quería dormir sola, ni apa­gar la luz, creyendo ver su espectro por todas partes.

            Otras veces, era la idea del suicidio que lo perseguía, y analizaba con cuidado el género de muerto preferible, has­ta verse tendido en el lecho, la cabeza deforme entre las almohadas rojas de la sangre que brotaba de su cerebro des­trozado. El misterio de su muerte, las murmuraciones de las gentes: “Quién lo hubiera creído...” “Un hombre tan feliz, siempre contento, que reía siempre...” “Rico, y con una querida tan hermosa...” Y el misterio existiría siempre, porque él no dejaría nada que pudiese revelar el hastio de su vida, la tristeza volup­tuosa de su carne.

            Después de tomar el café, ocurriósele registrar unos viejos baúles, llenos de cachivaches y papeles de familia ence-[163]rrados en largos tubos de metal, que le habían enviado de su pueblo después de las desgracias acontecidas. Hizo traer los baúles al salón, y allí pasó toda la ma­ñana, revolviendo y curioseando todo aquello, con mucha atención, deseando adivinar qué historia tendría cada objeto, y pensando que eso era todo lo que quedaba del pasado de su familia. Pero, sobre todo, las historias que más le in­trigaban conocer eran las de unas carteras de cuero, secas y porosas como madera, y que contenían trenzas de dife­rentes cabellos, amarradas con cintas descoloridas; algunos retratos hechos so­bre vidrios ahumados, cuyas facciones se distinguían apenas al ponerlos contra el sol; medalla y crucecitas casi gas­tadas, con efigies de santos y de reyes. Eduardo creía ver en todo eso, remembranzas de amores y pasiones, porque sus abuelos paternos pertenecieron a una raza infatigable de voluptuosos. Aquellas suciedades metidas en grandes cofres, que parecían urnas, eran los res­tos de su familia; y sin embargo, su bi­sabuelo había sido un verdadero artista, gloria de su tiempo, su abuelo combatió con Napoleón en Egipto, uno de sus tíos pasó a Sicilia, formando parte de la expedición de Los Mil, a las órdenes de Garibaldi; otro de los hermanos de su madre, fue un sabio, naturalista y quí­mico, que pereció en su laboratorio una tarde experimentando reactivos, y descubriendo cuerpos simples.[164]

            “He aquí la vida, pensaba; se lucha incesantemente. Por la gloria el héroe, el artista, el poeta y el sabio; los otros por el bien individual, por la fortuna, por los honores, por vivir burguesmente en su casa, entre una esposa y unos hijos, y después, vuelven todos a lo mis­mo, a la nada, llevando cada uno lo que ha sufrido y gozado. La vida es una triste ironía, una ley de infinita cruel­dad.”

            Y repentinamente se encontraba po­seído de una sorda cólera, sin saber contra quién, ni por qué. Convencido como estaba de que la felicidad no existía para los hombres, encontraba una fu­nesta propaganda de maldad el traer a la vida nuevos seres, y sentía instintiva antipatía hacia sus padres, sentimiento que rechazaba de prisa, con horror, y una especie de odio contra Dios, si fuese cierto que existe y ordena. Luego una honda tristeza invadía su alma, mezcla de ira y de piedad por los humanos, des­tinados a desaparecer después de una lu­cha inútil entre locuras y sueños irreali­zables.

            Hubiera deseado amar la vida y ser como todos, dejarse engañar y seguir en el triste remolino camino de la muerte. Pero su alma rebelábase, a pesar suyo, y lo enfurecía la idea de que el hombre fuese un simple objeto, juguete de los acontecimientos, pasto insípido del tiempo, fruto podrido del atavismo y de la herencia. Encontraba que el hombre [165] tomaba la vida muy a lo serio, instalándose en el mundo como si la existencia fuese duradera, y creándose voluntariamente lazos para hacer más agudo el dolor de la partida. Muchas veces habíase sorprendido riendo en silencio, con risa diabólica, viendo como luchaban los hombres por realizar sus proyectos, discutiendo y defendiendo el porvenir como si pudiesen poseerlo, gozarlo y vivirlo; y aseguraba que todos los hombres eran alocados y corrían tras una manía, sin preocuparse de pensar cuál era el objeto de la vida, creyéndose inmortales, sin reflexionar en el fin, en el regreso fatal a lo inconsciente. Otras veces al mirar al público en los teatros y en las diversiones, riendo y charlando alegremente desde su palco, creíase superior a toda aquella gente, y movía tristemente la cabeza, diciéndose; “Toda esa gente va al encuentro de la muerte y ríe.” Siempre había observado que en medio de las grandes alegrías, al finalizar los espectáculos y los festines más bulliciosos, sucedíanse instantes de profundo silencio, como si todos a la vez reflexionasen en una misma cosa, como si un ser misterioso e invisible hubiese penetrado de improviso en la sala y sugestionado de idéntico modo con su presencia todos los espíritus. Y todos quedábanse aletargados sin saber por qué, soñando con cosas raras y tristes, olvidando la felicidad, como dándose cuenta exacta  de que las alegrías no [166] equilibran las tristezas, y de que la vida es un inmenso camino lleno de abrojos en donde sólo reina el dolor, Parece que todos se engañaron voluntariamente para olvidar, pero luego se mira hacia el pasado, y se ven rodando los afectos, marchitos como las flores; se mira hacia el porvenir, y se ve igualmente los nuevos afectos que también han de morir. El presente, en el mar de la vida, es sólo un día, y la barca sigue vacilante, dejando hacia atrás el huracán que todo lo ha destruido, hacia adelante, hacia la tormenta que se prepara sobre nuestras cabezas.

            Y Eduardo deliraba en pleno día, agostando sus ilusiones, como el ardoro­so sol la siembra llena de renuevos del labrador. El amor, que había constituido su solo ideal, comenzaba a fatigarlo, y la voluptuosidad ya no podía ofrecerle sino placeres conocidos, labios igua­les y senos vacíos. No encontraba sino un solo medio de retardar la hora aciaga, que él distinguía muy cerca, amena­zadora o inevitable: perseguir el refinamiento hasta el límite de la locura, y allí abandonarse a su destino, sin lu­char ya más, como un cuerpo extraño que desciende, indiferente al sitio en donde va a caer, como una lágrima, como una hoja, como una piedra.

            En esos momentos la vida era un peso para su cuerpo, y honda melancolía lo embargaba, teniendo piedad de sí mis­mo y siguiendo con la humildad de un [167] esclavo sus raciocinios desesperantes de escéptico. Comprendía que su enfermedad se agravaba, pero sentíase débil para combatirla, y sobre todo, llevaba la convicción de que toda lucha era in­útil. Su alma cantaba como una cítara la tristeza de vivir, y entre tanto, él consi­deraba que cada nuevo día traería una nueva decepción. Eduardo Doria no ha­bía experimentado nunca la felicidad completa, en sus horas de suprema vo­luptuosidad, loco de pasión, cuando en­tre besos y caricias amaba la vida, imaginándose que los seres habían nacido únicamente para el amor y el deseo, la tristeza, como una sombra, espiaba el instante de penetrar en su cerebro, con el manto de la reflexión, para obligarlo a comparar y padecer.

            Y recordaba que cuando era niño, en su pueblo, de sanas y honradas costumbres, se vio muchas veces acometido de grandes tristezas silenciosas, sin motivo alguno aparente, sin saber por qué, y se negaba a ir a la mesa, a salir a la calle, por dos o tres días, hasta que su pobre madre, preocupada, venía a suplicarle, que le dijese lo que le hacía sufrir, y al fin él, sin encontrar pretextos para explicarse, se echaba a llorar entre sus brazos, como buscando un refugio para aquella pena desconocida, que, como un susto interior, lo hacía padecer horriblemente. Y ahora, tantos años después, en su aristocrático salón, rico y joven, ex­perimentaba aquellas mismas sensacio-[168]nes de su infancia, aquel mismo susto inexplicable, pero abandonado en el mundo, bajo el más refinado y peligroso medio de París. Y al revolver aquellos baúles, únicos restos de sus antepasados, cenizas de una inmensa pira encendida durante muchos años, pensaba, con la mirada fija sobre el suelo, como un autómata, que su alma estaba muy enferma, puesto que él la sentía aletear en su or­ganismo como una mariposa prisionera, y que si el mundo moderno no poseía nada nuevo para hacer amar la vida, la obra de la civilización había sido desdichada, convirtiendo el amor en un incípido manjar para los paladares burgueses, y la lucha por la vida en una lucha despreciable por comer y dormir.

            Y cerrando dolorosamente los ojos, sentía envidia por los antiguos paganos que crearon el arte de amar para las almas refinadas, y lucharon por ideales más nobles y más intelectuales que las generaciones presentes.

            El aniversario de Eduardo había caído esa vez justamente en la Mi-Câreme, y él había invitado a sus amigos para festejarlo, pero a condición de que viniesen todos disfrazados.

            Sobre los boulevares reinaba la locura, vestida de arlequín, con su gorra de cascabeles. La gente se apiñaba en las aceras esperando la hora de la cabalga­ta, y atacábanse como en una verdadera [169] batalla, vaciando sin descanso los sacos de confetti. El suelo estaba como alfombrado, y los pies manchaban trabajosamente sobre los papelillos, como sobre grandes campos de paja. Las mujeres eran las incansables y las temidas en la lucha; con el rostro protegido por el velo del sombrero, su placer era echar los papelillos dentro de la boca los hombres, o lanzarlos con fuerza sobre los ojos, para ver los movimientos bruscos de las cabezas al huir de un lado para otro, y entonces reían dando salticos nerviosos, esquivando la revancha, o deteníanse tercamente a resistir el ataque, orgullosas de ser siempre las vencedoras. En los balcones de los Cafés estaban las más elegantes, lanzando desde lo alto, serpentinas muy rápidas que caían sobre las cabezas de los paseantes, o se colgaban de los árboles, semejando largos lazos de cintas multicolores. En las terrazas, artistas ambulantes en busca de centavos cantaban canciones picantes, con voces acatarradas, roncas del trabajo de todo el día, o recitaban monólogos imitando a algún viejo personaje político, o, aprovechando el lado patriótico, hacían escenas en donde la libertad era aclamada y el ejército ensalzado; terminando con arranques belicosos de fingida emoción, dando gritos por la patria y la república. Otros tocaban en pitos y violines serenatas desafinadas, sin ritmo, sin compás, y aunque las más de las veces estaban acom-[170]pañadas con platillos y panderetas, re­sultaban tristes y fatigosas, músicas frías, enfermas de miseria, pobres de pasión.

            Pero la cabalgata se acerca, y  la ani­mación crece, y todos buscan sitio para ver mejor el desfile. Los  carros marchan muy despacio, cada uno con su orquesta, llenos de mujeres semi-desnudas, pintarrajadas, con pelucas rubias o ne­gras, mujeres que bailan y hacen muecas al público. Adelante avanza el Cortejo de los Estudiantes, onda de alegría forzada que la tradición ha impuesto al Barrio Latino, y que ellos conservan con orgullo, tratando de sobrepujar en originalidad y gracia los años precedentes. El carro de las Ciencias, el de las Artes, el de Venus, el de Minerva, y detrás si­guen hombres y mujeres disfrazados de Cupidos, de guerreros disparatados, ar­mados con cota y malla, grandes cascos brillantes y espadas de doble filo, de médicos con pelucas de viejos, calzón corto y zapatos de hebillas, que llevan en las manos largas jeringas sugestivas, de filósofos enflaquecidos por las vigi­lias, de sabios y de artistas conocidos. Detrás viene el Cortejo de los Mercados, con sus carros alegóricos y su gente disfrazada, de rábanos, de espárragos, de coles y lechugas. Cada cortejo lleva en su carro más lujoso su “Reina”, la más bonita muchacha de su barrio, y ellas van rodeadas de sus damas de honor, muy ensimismada, llevando el estrella-[171]do manto real sobre las espaldas, y la vistosa corona de cartón en lo alto del peinado, y son  ellas las más felices, las escogidas para formar la nobleza de un día, aristocracia fugitiva que nace y muere en una tarde muy alegre de gran­dezas y mascaradas. Por fin llega, en­tre  el ruido metálico de las trompetas y los vivas de los comparsas, el Cortejo de las Lavanderas, en donde viene la “Reina de las reinas”. Adelante marchan a caballo jinetes vestidos a usanza de los antiguos paladines, precedidos de Don Quijote y Sancho, y de héroes y personajes populares de poemas y nove­las; y sobre un suntuoso trono hecho con tablas y flores, rodeada de su corte, va la omnipotente soberana de un día. Había sido la escogida por el jurado como la más bella entre todas, y ella ríe y saluda con donaire a la concurrencia que la aplaude cariñosa. Las otras reinas sentían celos de su soberana, y aun­que murmuraban interiormente descon­tentas de la elección, la diplomacia les exigía el disimulo, y sus risitas más amables y sus frases más afectuosas, eran siempre para ella. Hasta el Hotel de Ville se fueron a recibir los dos besos clásicos del Señor prefecto, y a tomar algunas copas de champagne, escuchando los discursos oficiosos y la música de estilo.

            La cabalgata seguía su marcha hacía los sitios más populosos de la ciudad, llevando consigo la algazara y la ale-[172]gría, las batallas de confetti continuaban sobre los boulevares, y las sombras crepusculares de la noche que caía, daban cierto aspecto trágico a toda aquella multitud delirante e inconsciente.

            En el parque Monceau el departamento de Eduardo estaba brillantemente iluminado y lleno de flores y de hierbas perfumadas, de demi-monsas, de iris, de lilas y de claveles. Había hecho traer rosas ardorosas del Mediodía y camelias tersas y delicadas como flores de nieve. En el comedor las fruteras estaban repletas de fresas y cerezas muy rojas; naranjas de Valencia, amarillas color de oro; melocotones de piel muy suave; y como vinos y postres, todo lo más exquisito y refinado. Antes de la hora fijada estaban todos allí. Las mujeres, descotadas, voluptuosas, y con ganas de reír y de divertirse; alegres con la algazara de la calle; con los la­bios temblorosos, en busca de besos, y los ojos brillantes, pidiendo caricias; los nervios excitados, bajo la fiebre de las primeras copas del aperitivo. Los hombres, complacientes, felices de ver­las contentas.

            Durante la comida los chistes y las risas no cesaron, y las parejas enamoradas, con los labios húmedos de dul­ces, fragantes de esencias raras, continuaban insaciables dándose besos, besos que hacían correr calofríos lumino­sos por las mejillas ardientes de las [173] muchachas, y palpitar más de prisa los corazones al levantarse majestuosos los senos, inconformes y prisioneros en lo alto del corsé. Y ya ellas comenzaban a poner las caras compungidas, con mo­hines deliciosos de gatas mimadas, locas por irse a sus alcobas solitarias, en donde el poema de los besos era la quin­ta esencia de la felicidad y del amor. Y todos se alejaron abrazados, bailando y cantando, sin noción exacta de la hora, y de la vida.

            Eduardo Doria era el único que no había gozado de la fiesta, torturado por la psicología enfermiza de sí mismo. ¿Cómo arrancarse de la sangre aquel torrente heredado de voluptuosidad, fuente inextinguible de sensaciones morbosas, de nuevos deseos, que apenas gustados desaparecían, dejando en el fondo de su ser un germen infinito de tristeza, mezcla de sombras de cosas ya vivi­das y de amores presentidos que habían de tener el mismo fin? Su martirio era a sus ojos peor que el suplicio que había soportado aquel desventurado rey de la Frigia, que convertía en oro todo lo que sus  manos tocaban. La voluptuosidad existía en cada fibra de su alma; pero su sensualismo era un sensualismo doloroso, nunca satisfecho, jamás con­tento; y para mayor desgracia, su ima­ginación le presentaba todo con colores más bellos de lo que la realidad podía ofrecerle, y cada deseo vivido era una nueva desilusión en el camino del futu[174]ro ideal. En lo íntimo de su ser se ocul­taba el más romántico de los artistas. Desde meses atrás había intentado cambiar la corriente de sus sensaciones por la saciedad, por la extenuación de sus sentidos; pero el resultado había sido fatal, y ahora la mujer comenzaba a desaparecer, y sólo suspiraba por los trajes de seda, por las enaguas de encajes, por los cuerpos elegantes y esbeltos que él no podía poseer. Cuando veía a Niní con el mismo traje, con los mismos adornos, quedábase completamente indiferente; pero el cambio de color, el cambio de perfume en las toilettes, producían una nueva sensación en su organismo. Su imaginación volaba como un pájaro de alas inmensas hacía el más azul de los países, pero el análisis im­placable teñía su cielo de nubes negras y fúnebres. Y en ciertos momentos él sentía que su sangre se filtraba gota a gota en el cerebro, y la oía correr muy de prisa por las venas, cantando como una fuente misteriosa la belleza eterna de las formas femeninas, la transparen­cia de un ensueño irrealizable.

            Y en medio del banquete, sin con­ciencia de sí mismo, poseído de la tris­teza de vivir, había protestado contra el amor y el placer, proclamando el triunfo del licor, y recitando, ya beodo, aquellos versos singulares del poeta en­fermo de Las Flores del Mal:

Tout cela ne vaut pas, ô bouteille profonde,

    les baumes pénétrants que ta pansé feconde [175]

        
                                            garde
au cœur altéré du poëte pieux;

tu lui verses l’espoir, la jeunesse et la vie

..................................................................

....................................................................

                [175]Y apurando hasta el último sorbo una botella de champagne, perdida la razón cayó como un cerdo sobre la alfombra, en donde yacían casi marchitas las rosas ardorosa del mediodía y las camelias tersas y delicadas como flores de nieve.

            Entretanto, en el salón, Niní habíase desabrochado el corpiño que la sofocaba, y reía con su risa perversa, escuchando las suplicas lagrimosas del belga, que, de rodillas le juraba que sería su escla­vo, si ella se mostraba menos cruel, y le besaba las manos y los pies como a una diosa adorada. Al fin ella, con ganas de sentirse acariciada, dejóse besar y abra­zar, como quien da una limosna de amor, con todo el orgullo de su belleza tentadora. A su lado el aire se hacía excitante con los efluvios voluptuosos de las flores y del vino [176]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 LA TRISTEZA VOLUPUOSA


TERCERA PARTE

 

 

 

 

Aquella alma se incen­dió

 como el éter en el fuego.

 

 

I

 

 

 

“Si pudiéramos aislarnos de la multi­tud, huir de la mediocridad, del contac­to de la plebe engreída que vestida de caballero discute y opina, creyendo sa­ber de todo, incapaz, sin embargo, de comprender las almas refinadas, y juz­gando por las sensaciones de su piel las sensaciones de los otros, de los que sa­len de su nivel, seres extraños que sien­ten de un modo distinto y que por eso están ya condenados al tedio de la vida, no encontrando con quien vibrar al unísono en la gran masa. Y es ella la que ha hecho las cosas a su manera, la que se cree feliz en la ficción de los hechos, la que no reflexiona que en la existencia humana debe de haber algo superior a esa triste vida de ilotas que llevan todos, sin protestar, como sumisos animales, que aguardan pacientemente la enfer­medad o la vejez para desaparecer. Y a [182] esos hombres podría alguien mañana, a la hora de la muerte, decirles: ¿Qué has hecho de tu vida, hermano?... ¿Yo? “He trabajado, he comido y he dormido”, respondería el moribundo, y ciertamente que quedaríase admirado si le dijeran: “Des­graciado, te mueres sin haber vivido, has perdido tus años, has luchado sin descanso, y has llegado al final sin sos­pechar que existen delicias secretas y placeres desconocidos, y que del cerebro, como de un arca misteriosa, pueden extraerse cada día nuevas sensaciones. Pero tú has aceptado sin curiosidad to­do lo que encontraste, y has hecho como los demás. Por ahorrar tus fuerzas, por economizar tus sensaciones, regresas a la Nada como si jamás hubieses salido de ella. Es verdad que te vuelves ya viejo, ¿pero qué has ganado con eso? La vi­da no la constituye el mayor tiempo que el corazón lata o que la sangre corra por las venas, sino la manera como hayan vibrado tus células y de qué modo ha corrido tu sangre. En diez años de existencia se puede vivir más de cien. ¿Qué sabes tú de la vida, anciano? Apenas has conocido el amor, y, ni has acariciado la Belleza, ni has sabido comprender el Arte. No has sido sensual, y no has sido artista, luego no has vivido más que yo, que he de morir a la mitad de tu edad.

“Las almas no son iguales, como los co­lores poseen diferentes tonos, como los ojos, no se encuentran semejantes en distintos rostros. ¿Por qué, pues, has de [183] juzgar mi alma a través de la tuya cuan­do son tan diferentes una de otra, como las diversas copias de una obra maestra? El deseo y la felicidad viven en to­dos nosotros bajo formas distintas, las angustias no son iguales, aunque sean producidas por la misma causa. No encontrarás en la naturaleza dos rosas exactamente iguales, y aun las dos manos de un mismo cuerpo se diferencian de tal modo con el desarrollo, que al presentártelas separadas no equivoca­rías la derecha con la izquierda. Pues bien, en el interior de los hombres la di­ferencia es todavía mucho mayor, una misma impresión se refleja en las almas de tan diversos modos, que si pudiéra­mos marcarla con líneas, resultarían un infinito número de curvas, teniendo ape­nas algunos puntos de contacto. ¿Crees tu, acaso, que al escuchar la música la impresión es la misma para todos? ¿Crees tú, acaso, que al contemplar ese azul del cielo lo vemos todos con la misma in­tensidad? Las almas son todas diferen­tes, si no en la esencia, por lo menos en la manera de sentir y de vibrar, sigue una ley misteriosa, y a nosotros no nos toca sino obedecer al Enigma que nos gobierna y nos acompaña, sin hacer alardes ridículos de libertad de acción  ni de libre albedrío”.                

En el alma quejumbrosa de Eduardo Doria vivía como un reptil en un antro la implacable decepción. En su cerebro vacilaban las ideas como las olas en el [184] mar, y un inexplicable temor al sufrimiento germinaba en aquel ser extraño que no había podido comprender la vida, y que experimentaba la inmensa desesperación de haber nacido. Desesperábase al observar la indiferencia con que las funciones vitales cumplían sus ac­tos, y enfurecíase al ver cómo los hom­bres aceptaban todo aquello sin el menor gesto de protesta, conformándose con la triste suerte que les estaba reservada, como los más insignificantes obje­tos, como simples cosas que no tuviesen razón de existir. ¿Cómo es posible que tantos millones de seres no protesten con­tra la vida, y la toleren con una conformidad singular, casi con alegría, como sin conciencia de lo que son ni de lo que han de ser? Una disciplina heredada los guía, como al pobre soldado que va a luchar sin saber el por qué de tal gue­rra, confundiendo, en su ignorancia, la necesidad con la justicia, el temor al castigo con el heroísmo.

Y en su ira secreta por el destino de la humanidad, ideas negras le asaltaban, y entonces alejábase por algunas semanas de la gran ciudad, abandonando precipitadamente, como en una fuga, sus amigos y sus compañeros de placer, ais­lándose en el campo solitario, deseando sinceramente encontrar la calma y la salud para su espíritu, en medio de las montañas cortadas a pique, entre los bosques silenciosos, con el contacto de las sencillas gentes del campo, que vi-[185]ven sin prejuicios y no piden a la vida más de lo que ella puedo humildemente ofrecerles. Hasta entonces había conse­guido gozar en esos viajes precipitados, de algunas horas de tranquilidad, dis­traído con la belleza de los paisajes y con las rarezas de cada pueblo. Y ahora, después de uno de esos momentos de desaliento en que su alma quedaba co­mo extenuada, dormida entre tristezas desconocidas, como si el presente hubiera desaparecido de repente y algo se hu­biera roto en su interior, se había ido hacía la playa, a la Costa de Oro, a un puertecito solitario, rodeado de grandes peñascos azarosos, que parecían querer precipitarse hacia el vacío, con ganas de sumergirse en el mar sereno y azul que les servía de espejo.

Tocóle hospedarse en un antiguo cas­tillo medioeval, de altas ventanas enre­jadas con gruesos balaustres, del cual re­lataban los del lugar historias espeluz­nantes de tormentos y prisiones. El mar besaba la abrupta roca que a manera de atalaya protegía los muros carcomidos por el salitre, en la parte baja, hacia los cimientos, y desde allí se veía la costa tortuosa y caprichosa que se perdía a lo lejos, a veces árida y tostada como si los grandes calores la hubiesen hecho esté­ril, a veces, en los sitios protegidos por los recodos, verde y floreciente como un prado. El castillo estaba casi deshabita­do, y sólo en el primer piso habían arre­glado algunos cuartos que la familia del [186] guardián alquilaba por cuenta propia. Arriba, en el salón, habían formado un museo, con las armaduras, lanzas y espa­das que, según los letreros pegados a la pared, habían llevado los antiguos seño­res en sus luchas por la defensa del tro­no y del altar, en la época del feudalismo. Abajo, en los fosos, descendiendo por una estrecha escalera de piedra, ase­guraban los criados que habían perecido muchos jefes enemigos, y aunque no había el menor resto de cadenas, grillos, o argollas de hierro, los visitantes, sugestionados, salían de allí pensativos y sofo­cados por el aire viciado y ese olor terro­so y húmedo de los subterráneos aban­donados. La primera cueva, menos grande y más clara que las demás, estaba lle­na con madera y carbón, y alguna que otra barrica de viejo vino generoso, con que se obsequiaban los amos cuando por un caso excepcional llegaban por pocos días a visitar la finca.

Del lado atrás, hacía la gran puer­ta que daba al pueblo, se veían el jardín y la arboleda, limoneros y ciruelos y algunos tamarindos que, a fuerza de cuidados, habían conseguido aclimatar, no habiendo podido, sin em­bargo, obtener frutos, y conservando siempre los árboles un aspecto raquítico y enfermizo, como niños privados de aire. En la alameda, hacia el malecón que daba al mar, reuníanse por las tardes los paseantes a ver la caída del sol, y el cielo se ponía como de púrpura, todo ru-[187]borizado como si lo sorprendiesen en deseos prohibidos. El horizonte se iba alejando poco a poco, y el sol de repen­te, como una inmensa gota roja, se hun­día en el agua, luminosa y encendida, como de fuego. En las noches de mucha brisa, en que soplaban ráfagas tormentosas, el mar, de ordinario puro y plateado como un lago, se enfurecía y daba gritos rabiosos como una gran alma rebelde. Entonces los habitantes se recogían en sus casas, temerosos de la tem­pestad, nerviosos con los continuos re­lámpagos que, como instantáneos pestañeos sulfurosos, cruzaban el espacio, bordándolo todo de oro y azul.

Sin embargo, Eduardo prefería diri­girse en las noches obscuras hacia la playa desierta, dejando sus pisadas impresas sobre la arena; y sentábase horas enteras sobre una peña a escuchar el melancólico murmurar de las olas, que le cantaban cosas raras al oído, aleteos de tristezas, quejidos dolorosos, con una cadencia siempre igual, desesperante melodía formada con ritmos de su pasa­do, recuerdos irónicos de sus sentimien­tos muertos. Cuántas veces en aquella triste soledad, al mirar a lo lejos la fos­forescencia del agua salada, al escuchar los graznidos siniestros de las aves noc­turnas, parecíale que aquel hombre que estaba sobre la peña era un ser extraño, a quien él no conocía, con quien nunca había hablado, un individuo distinto, un extravagante de malas intenciones que [188] salía de noche con un objeto criminal por esos sitios; y entonces se iba a toda prisa, alejándose con recelo, como si se viese perseguido por sí mismo, teniendo miedo de no poder llegar hasta el castillo, y que aquel desconocido lo asesinase en mitad del camino. Al llegar a la roca más alta, se detenía, y volviendo el rostro, parecíale ver todavía sentado so­bre la peña, entre tinieblas, la sombra fatídica de aquel ser misterioso que había venido al pueblo a buscarlo para llevárselo para siempre a otros países más lúgubres en donde también el dolor tiene su trono. Y nada igualaba la pavo­rosa desolación de su alma, al huir en esas noches obscuras de su propia som­bra, sabiendo que el otro era el más fuerte, y que él era el débil, el predestinado, el irresponsable.

En la gran alcoba tapizada con flores de lis, llena de imágenes descoloridas y de viejos blasones, que parecían sobre el muro manchas no acabadas de borrar, Eduardo se encontraba dominado por grandes insomnios, y pasaba noches enteras sin cerrar los ojos, agitado y ner­vioso, deseando que regresara el día pa­ra salir a la alameda, a ver como el sol trasmontaba las cumbres de los cerros, y sorprender el instante en que la semiobscuridad vaga e indecisa del crepús­culo transformábase de repente, en me­nos de un segundo, en una intensa cla­ridad de una fuerza majestuosa, que sorprendía siempre del mismo modo [189] sus pupilas, ávidas de recibir la luz.

Sin embargo, su cuerpo comenzaba a fatigarse de las noches pasadas en vela, y el cerebro resentíase de los abusos. Ya muchas veces al tomar su baño en el mar, había tenido ganas imperiosas de dejarse llevar por las ondas, como un cuerpo inerte, imaginándose ser un náufrago, que venía desde muy lejos, arrastrado por la corriente, rodeado de algas y linazas babosas, dejándose hundir has­ta volver a la superficie morado, sin aliento, con los ojos inyectados; pero él experimentaba cierta voluptuosidad sua­ve y deliciosa al encontrarse en el fon­do, todo cubierto de agua, y eso le agra­daba. Sentía una sensación desconocida, rara, una mezcla incomprensible de mis­ticismo y sensualismo, que lo hacía per­manecer sumergido mucho tiempo, mu­cho tiempo, hasta ya no poder más. Una mañana, queriendo gastar hasta lo últi­mo aquella impresión demasiado breve para sus sentidos, sensual y ascética, con el peligro de la asfixia y el roce frío del agua sobre la piel, le faltó la volun­tad para ascender, y experimentó cuatro segundos de una angustia sin igual, ins­tantes de verdadera agonía, en que se creyó perdido, y sólo el instinto pudo salvarlo. Sobre la arena cayó desmaya­do, con fuertes dolores en el pecho y la cabeza, como si le fuese a estallar. Pero lo que le llamó más la atención, fue la cantidad de cosas diferentes que pasa­ron por su cerebro en esos  cuatro segun-[190]dos, cosas sin hilación y sin importancia alguna, actos pueriles en los cuales él nunca había vuelto a pensar, recuerdos  que venían desde muy atrás, con cierto orden cronológico, como si se hubiese roto el resorte de una máquina, y hu­biesen comenzado a desarrollarse las placas con una velocidad asombrosa, de atrás para delante.

El primer segundo le había parecido casi alegre, y aseguraba que él se había reído en ese momento viendo cosas graciosas de su infancia, pero después, el tercero sobre todo, eran cosas lúgubres, funerarias, remembranzas de muertes trágicas que había visto o leído siendo estudiante; y el último, fue horrible, mi­les de manos lo agarraban y le apretaban la garganta, abriéndole otras la boca pa­ra que tragase el agua amarga como si allí habitasen sirenas y nereidas malé­volas; después tuvo plena conciencia de que era la muerte que llegaba, y ya no pudo luchar más. “Es horrible, se decía, pensando en aquel último instante, pe­ro, ciertamente que la mayor angustia había pasado y que lo que venía des­pués era el estado de la inconciencia, en que ya no se sufre”. Y le fastidiaba la idea de haberse salvado, y hubiera de­seado morir, así, sin premeditación, en solicitud de un nuevo placer, acariciado por las olas dulcemente, y veía su cadá­ver que flotaba, llegando casi hasta la playa, y empujado otra vez hacia aden­tro, en el agua azul y verde con rever-[191]beraciones de iris. Pero ahora cuando la brisa soplaba con fuerza, y los relámpa­gos como instantáneos pestañeos sulfu­rosos cruzaban el espacio, él también se escondía en su estancia, cerrando todas las ventanas, para no escuchar los gri­tos desesperados del mar, que lo llama­ba desde lejos con su voz ronca.

Su estada en aquel puerto, triste y caluroso, dominado por grandes rocas escarpadas, con sus caminos poblados de naranjos, en cuyas ramas se agita­ban los azahares castamente, y de frondosos granados de flores lujuriosas, rojas como el deseo; el gran edificio de ladrillos, que servía de Alcaldía, y en donde muy rara vez había pleitos que decidir; la ausencia de gendarmes y de agentes de Orden público; las casi­tas construidas sin estilo alguno arqui­tectónico, todo, todo, lo obligaba a recor­dar su pobre aldea, que allá en la Zona Tórrida, a tantos centenares de leguas yacía, con sus dos largas puntas, que en­traban en el mar formando una bahía, y que él ahora miraba como enormes brazos amorosos que lo esperaban para salvarlo del tedio de la vida. Sí; pero a qué regresar. Todo había ya desapareci­do. En diez años de ausencia, su casa se había derrumbado completamente y los afectos no germinaban tampoco para su alma en aquellos parajes. Si acaso quedaría el mismo cementerio, solo sitio en donde podría encontrar restos de su familia y de sus amores. Ya en su [192] país, él no era sino un extranjero. To­dos lo conocerían como a un extraño, como un desertor del suelo patrio, sin hogar ni parientes. Sus compañeros de infancia lo verían de mal modo, pensando que él habría de llegar con la aureola de París a quitarle sus conquistas, el cen­tro hueco del reinado de aquel pueblo de incautos lugareños; e incapaces de comprenderlo le llamarían pretencioso, inconforme,  poseur. Cómo habrían ellos de comprender la transformación radical de sus ideas, de sus sentimientos y de sus costumbres; la enfermedad que lo minaba, el desastre doloroso de su alma, el misterio heredado que vivía en su ser. Sin embargo, ellos eran los fuertes, los sanos, los dignos de envidia. Y cómo po­día exigir que lo comprendiesen, cuando él mismo no reconocería su antigua alma, si pudiese verla pasar como una golondrina huyendo presurosa de las melancolías de las horas.

Y soñando, soñando, recordaba to­das las inocentes alegrías de doce años atrás, las correrías por la playa buscan­do anguilas, camarones y cangrejos, viendo sin descanso el suelo, como perros cazadores en busca de perdices. Las hermosas crecientes del río, un hilo muy delgado de agua, que a veces amanecía caudaloso y rabioso llevándose todo lo que encontraba, como para vengarse de las burlas que le hacían en la sequía. Y aquellas somnolientas caídas de sol. Y los amores ideales con Isabel, la chi-[193]quita bella y sencilla como un lirio del valle.

         Por las tardes cálidas, a la hora de la salve, se iban juntos a la ermita que está al comenzar la subida de la colina, Isabel iba acompañada de una vieja criada, con su devocionario todo lleno de estampas, marcadas sus oraciones con flores marchitas, recuerdos de ratos pasados juntos, en que los ojos habla­ban y las manos estaban quietas. Y él oraba con fervor, pero de espaldas al altar, vuelto hacia la virgen de sus amo­res, la casta niña de traje corto y de rostro sonriente, y en el instante en que el incienso subía hasta el cielo del tem­plo, en las naves silenciosas, como un peplo, y en que el cura alzaba la hostia santa, imaginándose que Dios estaba presente en medio de sus mímicas y símbolos, Isabel, enojada, le hacia señas para que diese el frente al sacrificio, creyendo ella también que si no era jui­cioso, sus amores serían desgraciados, como había dicho en el sermón el padre predicador a los fieles, para obligarlos a ser devotos y a dar limosnas para el santo Niño. Y después, aquella otra noche en que sofocados de haber bailado, se acercaron al balcón a recibir la brisa refrescante del mar, y allí, Eduardo, viéndola tan linda, agitada por la fiebre de la danza, con sus senos núbiles que se movían indecisos por el cansancio, le dio un beso, el primero, el único, en sus labios provocativos y sensuales como un [194] pecado. Y ella se puso roja y estuvo dos días sin atreverse a verlo, muerta de vergüenza.

Y sintiendo un imprevisto deseo de amar, de beber voluptuosidad en labios sensuales y ardientes, de regresar a la vida agitada y bulliciosa del placer y del amor, abandonando aquel pueblo solitario en donde por todas partes lo perseguía la sombra de la muerte, to­mó el tren, lleno de esperanzas, huyen­do del campo como antes había hui­do de la ciudad, convencido de que la alegría es menos peligrosa compañera de la tristeza que la soledad. Y palpi­tante de emoción, como en un delirio digno de un fauno, creía tener entre sus brazos nuevos cuerpos de mujeres se­ductoras, de carnes tibias y sonrosadas como de miel, perfumadas y voluptuosas como hojas de menta y flores de al­mendro.

 

 

II

 

          Carlos Lagrange había terminado su nuevo libro, destinado a propagar en la América Latina las ideas de la ciencia moderna. Una onda de fortaleza y espe­ranza en la obra civilizadora de los hom­bres, y en el destino de la humanidad flo­taba entre sus páginas, como la brisa sana y purificante de las grandes alturas; y en sus entusiasmos, de sectario, cuando ha­blaba del alma nueva que comenzaba a formarse en el pueblo, que cambiaba  poco a poco de ideales y de tendencias, parecía un apóstol.

Había tomado en el París revoluciona­rio los sueños más exquisitos para el equilibrio de la sociedad futura, cuyo triunfo cantaba en frases sonoras de  elegante corte épico. Las luchas obreras  habrían desaparecido, la guerra se convertiría en el soñado tribunal de árbitro, y por todas partes, la elocuencia y las [196] ideas, la prensa y el libro, dominarían la fuerza brutal de los cañones y de las bayonetas; y el pueblo, el pobre pueblo, que como soldado da la victoria a los jefes, como obrero aumenta las riquezas del propietario, y como elector lleva al poder los partidos, no sería el eterno olvidado de las clases privilegiadas, el apoyo ciego de los gobiernos y de las naciones. Sin embargo, condenaba las mayorías como retrógradas, por ser base de las mediocridades, sostenedoras adocenadas del conservatismo del poder; y era por eso enemigo de los parlamentos, de las academias y de los concursos, en que las tendencias originales y las ideas avanzadas quedan aplastadas por el criterio común, enemigo de toda inno­vación, temeroso de cualquier reforma.

Atacaba la pena de muerte como la más abyecta usurpación de los derechos naturales; la sociedad no es para destruir, y todas las fuerzas, buenas o malas, pueden ser útiles en el concierto general. Las energías del criminal, sabiamente dirigidas por la justicia, son fuentes de beneficios para esa sociedad, que em­plea la destrucción como la manera más perfecta de enseñar y corregir. El crimi­nal es una fuerza extraviada que puede aprovecharse, del propio modo que se hace fructífero con nueva tierra, con nuevas aguas y con nuevos árboles, el terreno abandonado como foco peligroso de miasmas y de fiebres. En sus teorías sociales era el más utópico de los sofis-[197]tas, y aseguraba que para obtener en la práctica un verdadero progreso era necesario exagerar hasta todo extremo la doctrina. Sin hacer del hombre un instrumento ciego del acaso, pedía el estudio profundo del atavismo y de la he­rencia en las familias y en los pueblos, y así encontraba irracional esas escuelas comunales y esos liceos, en que se reci­ben toda clase de alumnos y pensionarios que viven en continua unión, en contac­to diario, propagándose las tendencias y los vicios, sin aprovechar las buenas cualidades ni las buenas índoles. Al cabo de cierto tiempo, se encuentran perdidas las fuerzas superiores, y sólo vaga en las aulas el espíritu mediocre de las inteligencias comunes, que acaba y asfixia todos los ideales. Proponía crear institutos de educación en donde se estudiasen por mucho tiempo las condi­ciones psicológicas y fisiológicas del niño, consultando la historia de su fami­lia y observando en él sus inclinaciones naturales, las pasiones y virtudes que se desarrollan, para desviar los malos  instintos, la tristeza de los sentidos, y ayudar la evolución de las buenas ten­dencias. ¿Cómo es posible, se decía, que se pretenda educar del mismo modo, con los mismos métodos, todos los di­versos elementos que concurren a una escuela, sin tomar en cuenta de dónde viene ni quién es cada discípulo? Es como querer vestir con las mismas medidas una comunidad en que hay se-[198]res de todos tamaños y de todas formas.

Las escuelas, los cuarteles y las peni­tenciarías, como están hoy constituidas, desarrollan los vicios o inoculan en la sangre las malas pasiones. El niño, como la planta, debe vigilarse constantemente para que de frutos copiosos, y la educación física no debe abandonarse por los cuidados de la inteligencia. Del desarrollo del cuerpo depende el equili­brio de las funciones vitales, y el maestro, después de los padres, es el culpable del destino ciego de los hombres, que, sin haberse formado una base sólida y sana, van vacilantes camino de la muerte arrojados aquí o allá por la suerte y por los acontecimientos.

Sus ideas sobre religión eran sinceras, hijas de largas meditaciones y de vigi­lias incontables, en que consultaba el Nuevo y el Antiguo Testamento. Muchas horas había pasado admirando las leyes de Moisés, en las cuales veía los funda­mentos de la moral cristiana, y admira­ba a Jesús de Nazareth, como al más audaz revolucionario, pero rechazaba con gran indignación los templos mo­dernos, como rechazaba los antiguos templos paganos, las mezquitas y las pagodas. La idea de Dios hecho ima­gen, en forma de Buey, de Triángulo o de Hombre, lo ponían colérico, no pudiendo habituarse a la despreciable necesidad que tienen las muchedumbres de adorar un fetiche. Sin ocuparse mucho del sacerdocio, que veía como una [199] profesión, como otra cualquiera, como la ejercieron los sacerdotes que consultaron el Oráculo en tiempo de los griegos, o  a Isis en los tiempos egipcios, o al Sol y la Luna en la civilización incaica, rechazaba la profesión de fe, y la triste perspectiva de que para pertenecer a esa secta deba dejarse a las puertas de la iglesia, como un fardo peligroso, la li­bertad de conciencia. A su manera de entender las cosas, los frailes y los cu­ras tienen razón de vivir de ese modo, en los modernos templos paganos, en donde cada santo está sustituyendo un dios antiguo, aunque eso oficio sea más propio para mujeres, como lo acostumbraban las vestales y sacerdotisas, pero encontraba vergonzoso que un hombre se decidiera a abandonar la libre posesión de su sexo, por la vida tranquila y egoísta de los claustros y monasterios, sobre todo, necesitando la tierra brazos y manos el arado.

Y proclamaba como ella debe ser la religión, grande, inmensa, indestructi­ble, teniendo como templo la Naturaleza, como ideal la Justicia, como símbolo la Belleza. Imiginabase en sus sueños de democracia, en las plazas más concurridas, al lado de la República, la estatua de mármol de Jesús, repre­sentando la mansedumbre y la frater­nidad. “En esa época, ¿qué religión do­minará, qué nuevo genio habría naci­do en el mundo, y hecho transformar con sus doctrinas los ideales y la filoso-[200]fía del pueblo? ¿Vendrá después que un hombre haya humillado al mundo, o los nuevos héroes seguirán detrás del manto estrellado del nuevo Dios, asegurando sus doctrinas con la espada y la tea? Que para entonces se encuentre ya des­engañado el pueblo del premio de la guerra, y que toda la sangre que por tantos siglos ha bebido la tierra, sea el sublime galardón de paz que ha de traer en su manto de púrpura el futuro nuevo Rey del mundo.”

Esas frases de sabor bíblico, eran los gritos rebeldes de su alma, que juzgaba como imperfecto el cristianismo, doctri­na, como él decía, admirable, considerada como la obra de un hombre, tristemente fementida, si era la obra de un Dios. Y sostenía, que en diez y nueve siglos el cristianismo no había logrado re­formar ni conquistar el mundo, y que el hombre no había mejorado de sentimientos, ni la humanidad había prefe­rido la tendencia al bien. Los hombres, tan malos, o peores que antes, son siem­pre igualmente desgraciados; y Jesús, el manso, el cordero, la paloma, ha enso­berbecido las almas con su canto revolucionario, que terminó con la melancó­lica protesta del Gólgota. Padre mío, ¿por qué me has abandonado?” Tal vez arrepintióse el mártir soñador en ese instante de haber llevado sus ideales hasta el sacrificio, y dudó, como han du­dado todos los hombres, al encontrarse abandonado, traicionado y negado por [201] sus amigos, recordando que los otros filósofos, a quien él había imitado, y en cuyas fuentes había bebido, si es cierto que también se sacrificaron por sus ideas, muriendo igualmente por la humanidad, al menos encontraron en la agonía el consuelo de verse rodeados de sus discípulos. Y Lagrange, con toda la honra­dez de su alma, anatematizaba a los trai­dores y a los cobardes de todas las épocas, raza indigna de acompañar al genio en su camino luminoso, lleno de marti­rios y de tristezas, palmas y laureles de toda nueva idea.          

Sin aceptar todos los argumentos de la filosofía de Augusto Comte, su ideal revolucionario iba hacía el positivismo; y el sistema del gran filósofo  lo seducía por la bella conclusión general de su tratado, que construía sobre las ruinas de las ideas religiosas, en otro tiempo necesarias para la vida de los pueblos, hoy completamente desacreditadas, la religión social, por el culto de la razón, el único digno del cerebro del hombre. Y miraba con desprecio las inteligencias elevadas que se han dejado engañar por la parte artística del catolicismo, por lo que él llamaba desdeñosamente la mise en scéne de la Comedia de la Fe: los tem­plos fabricados con oro y mármol, deco­rados con esculturas y telas maestras; el olor sugestivo del incienso, el tañido doliente de la campana; y la música, esas sinfonías de los oratorios que  han hecho la gloria de Palestrina y de Bach, y que [202] invitan a soñar con cosas lejanas, domi­nando las almas por su  lado vulnerable, por esa tendencia a la meditación y a la tristeza que existe en todos nos­otros, y que en el fondo sólo es la inconformidad con la idea de la muerte, una forma religiosa del escepticismo.

¡Como había cambiado su alma! Él, que años atrás había acariciado con placer la idea de la muerte, creyendo que la vida no tenía objeto, y negándose a tomarla como un pasatiempo, sin resignarse al vacío intelectual por la falta de ideales, había al fin encontrado una ma­nera de luchar y de ser útil, y considerábase feliz de poder contribuir en algo a poner las bases de la sociedad futura. Su plan era noble y grande, regresar a la América después de haber concluido de nutrir su cerebro con todos los man­jares del París intelectual, y trabajar por la cultura de su país, no ya con sus libros, sino personalmente, creándose un círculo que lo ayudase y lo siguiese en la gran obra. Y veíase como el elegi­do para implantar las reformas políticas y sociales de su país, pensando sin descanso en todo lo que podía hacerse de aquella América, noble y llena de energías, en donde existe la más clara idea de la democracia y de la igualdad, en donde el pueblo no conoce sino crímenes pasionales, celos de enamorados y tragedias de amores, en donde se con-[203]sidera una cobardía arrojar a escondidas una bomba, para hacer saltar al primero que pase, mujer, niño o anciano. La principal tarea consistía en abolir el personalismo, en obligar al pueblo a luchar por ideas y principios, no por hom­bres ni empleos; en hacer comprender a los gobernantes que ellos representan los derechos del pueblo, y que el orden y la honradez son los más preciados adornos de un magistrado. ¡Oh! Todos aquellos vastos campos poblados, y la tierra engendrando y esparciendo por medio del trabajo sus riquezas inagota­bles, sin que nadie conociera el hambre ni la miseria. Y aquel futuro reformador soñaba días enteros con la gloria de la iniciativa, mirándose algo así como un providencial, que aguardaba desde el re­finado centro en que vivía, la hora de la prueba.

Hacía ya más de un año que se había casado civilmente, y aunque esto no ha­bía cambiado en nada su manera de vi­vir y de pensar, estaba contento de legi­timar ante la sociedad su unión y el nombre de su hijo, ¿Y por qué no? Luciana había llegado pura a sus brazos, y se había conservado honrada y digna de todos los sacrificios. Era ella quien lo había reconfortado y sostenido en sus momentos de desconsuelo, quien lo ha­bía hecho amar y comprender la vida. Y aunque ella no le habló nunca de su matrimonio, creyendo que su amor se rebajaría con cualquiera idea de interés, [204] él, en ciertos momentos de confidencias en que le hablaba del porvenir y de sus proyectos humanitarios, creía leer un reproche muy disimulado en los grandes ojos negros y severos de su amiga, como si lo tratase de ingrato y de egoísta. Por fin una mañana participóle su decisión, y ambos se fueron a escondidas a la alcaldía, él, sereno y satisfecho, ella, nerviosa y bella, sin poder ocultar su ale­gría. Y en nada cambiaron sus almas después de la ceremonia. Sus amores conservaban el perfume voluptuoso de sus primeros tiempos, cuando se daban besos silenciosos a la salida del Louvre, temiendo ser sorprendidos, al caer la noche con su infinito manto de sombras sobre la gran ciudad; cuando vagaban co­gidos de la mano en las Tullerías, protegidos por los árboles, entre las esta­tuas desnudas y los grupos alegóri­cos, él, convenciéndola de que debía ser suya, que la amaría siempre, ella loca de amor, pero vacilante, temerosa del porvenir, poseída de la trascenden­cia del paso que iba a dar. Y allí se ha­cían promesas y juramentos al aire libre, bajo el cielo azul, hasta que los mirlos se disputaban las ramas más altas de los castaños, y las angustias de la luz eléc­trica al entrar en los grandes focos, les advertían que la noche había llegado, y que era la hora de separarse. Y ella se iba solita, muy de prisa, hacia su casa, con las mejillas rojas y el corazón lleno de esperanzas, creyendo, como toda mu-[205]chacha enamorada, en las palabras de su amante y en los aleteos misteriosos con que el amor cantaba en sus oídos. Sin embargo, Luciana no le exigió nun­ca matrimonio, no le pidió sino ser ama­da, pero amada siempre, mientras ella fuese buena; y tal vez en el fondo, sabía que quien la amara no podría olvidarla, y que con las caricias de sus ojos de mirar altivo y las muecas deliciosas de su boca sensual le bastaba para evitar que fuese perjuro el hombre a quien ella se entregase.

        Después de la sencilla ceremonia, que había estrechado aquel lazo ante la so­ciedad, los recuerdos, como perfumes del pasado se hicieron más intensos en aquella casa, en donde la belleza indestructible de la Venus Capitolina triunfaba siempre sobre la ciencia y la filosofía, en la gran mesa redonda del salón, entre los retratos sugestivos de poetas y de artistas.

Sin embargo, Lagrange tenía también sus momentos de pesar y de desconfianza en la obra de los precursores. Temía el espíritu inconsciente de las muche­dumbres, la fragilidad de los sentimien­tos del pueblo, que no está nunca seguro de lo que ha de desear mañana, y que puede, con el error de un día, retardar por muchos siglos el triunfo de las ideas.

            La obra era lenta y arriesgada, y des­consolábalo ver que el trabajo de toda su vida sería un grano de arena arroja-[206]da en medio de un huracán. Ni siquiera su pobre nombre llegaría a ser conocido. Con qué desconsuelo contemplaba las vidrieras de las librerías, en donde cada día aparecían nuevos libros, editados primorosamente, trabajos hechos en muchos meses de fatigas y desvelos, y que el público lee, juzga y condena con la mayor indiferencia, sin pensar cómo sufren las almas para dar vida a la más insignificante obra de arte. Al visitar las bibliotecas, en donde millares de volúmenes yacían alineados en los estantes, se sentía humillado ante el poder del cere­bro del hombre.

         -“Qué podrá decirse de nuevo que ya no esté allí”, -pensaba.

         Y entonces proponíase no escribir más, dedicarse a otra cosa, aprender una profesión lucrativa; pero era imposible, escribir era ya una necesidad para su organismo, un vicio, si se quiere, del cual no podría deshacerse.

Por fortuna, esos días de desengaño se iban haciendo raros, y la fe en su pro­paganda renacía, pero siempre con cierta amargura, como convencido de que aquel era un pretexto que él se había buscado para amar la vida, aceptándola sin análisis, no ganando nada en rebe­larse contra las leyes naturales, siendo el hombre más débil en la lucha.

       -“Vivamos como viven todos, -se decía-, sin meditar en las causas ni en las consecuencias de la existencia, co­mo pobres seres impotentes que somos, [207] fuerzas perdidas. Obligados estamos a aceptar la “ciega necesidad” en las co­sas y en los seres, y a seguir como un símbolo un ideal cualquiera, para creer que la vida tiene un objeto”.

        Pero la fortaleza volvía a nacer en su alma vacilante, bajo el amparo omnipotente del amor, y el deseo de luchar le­vantaba todas sus energías, llenándolo de esperanzas, clamando por la verdad y la justicia, los sueños de la santa de­mocracia, y esperando en el misterioso porvenir de los pueblos y en el perfec­cionamiento progresivo de las razas, destinadas a hacer triunfar los ideales de la ciencia, y a convertir en dogma el sabio e inmutable principio químico: “Nada se pierde, nada se crea”.

         “¿Por qué no pensar con Spencer que la vida es un ritmo?”, se decía: “El ritmo existe en toda la naturaleza, en los seres y en las fuerzas, y se revela inmutable en todas las funciones animales, en la nutrición, en el pulso, en la respiración, en los fenómenos físicos y fisiológicos, en el calor y en la luz”. Su amor por el estudio, su curiosidad en buscar la explicación de los hechos y de las cosas, lo animaban al trabajo, solicitando las nuevas teorías, sin burlarse de ninguna que tuviese una base algo científica, desde la indestructible de la evolución, hasta la frágil y sugestiva de la vida psíquica, que los magos y ocultistas modernos han ido a desenterrar en las leyendas de la India, en donde todavía [208] los fakires ejercen sus poderes misteriosos, y hacen llover flores y perfumes sobre los campos desiertos, en las noches silenciosas y obscuras en donde vio la luz la antigua filosofía. [209]

 

 

 

III

 

 

 

Una extraña melancolía dominaba el alma de Eduardo Doria. Lleno de inquietudes, sentía reaparecer en él un deseo sombrío de ser inerte y de poseer el misterioso mutismo de las cosas. Que­ría concluir para siempre con aquel es­tado enfermizo de su voluntad y de sus sensaciones, y erraba por las calles, solo, huyendo de la gente, como perseguido por alguien, acariciando como a una fu­tura novia la idea de la muerte. Y vaga­ba horas enteras sin rumbo fijo, sin darse cuenta del tiempo que transcurría, hasta sentarse extenuado sobre un banco de piedra en los Campos Elíseos, o entrar como loco, a todo correr, a una Gâre, a ver salir y entrar los trenes, agitado, nervioso, como si esperase a alguien que debía llegar desde muy lejos, des­pués de un largo viaje.

En los días de lluvia incesante, él sa-[210]lía, con los pantalones arrollados, calzados los cautchoucs, de paraguas en mano, y caminaba, caminaba, persiguiendo sin deseo fijo las mujeres, y devorando con miradas sensuales los bajos de sus trajes, y los zapatitos elegantes, y las medias de seda negra que algunas dejaban ver con maliciosas intenciones, por perversa coquetería. Y marchaba, marchaba, fue­ra de sí, yendo y viniendo de una acera a otra, sin cuidarse de la humedad ni de la lluvia, sin conciencia de lo que hacía ni de lo que hubiera deseado. Su volup­tuosidad llegaba a la más refinada sensación, y su mayor placer consistía en adorar y desear desde lejos la belleza, sin llegar a poseerla. “Todo lo que está lejos es hermoso, es bello, es deseable, se decía, al hacer real la ilusión, al sen­tir por el tacto la forma, ya ha huido la poesía, y no quedan sino mezquindades de los sentidos, pasiones violentas, la repulsiva vulgaridad de los hechos, sin misterios, sin virginidades. La vida in­terior, la que trae la percepción por me­dio del oído, de la vista y del olfato pro­duce las únicas sensaciones voluptuosas dignas de ser gustadas por el paladar de un degenerado. La belleza perfecta, la belleza suprema, debe verse y sentirse a dis­tancia, porque el tacto destruye la refi­nada concepción del placer y del deseo. Y los hombres por la completa posesión, por brutalizar con las manos y con los besos la morbidez de las formas, olvidan que al llegar la realidad lo exquisito de [211] la contemplación ha desaparecido, y que todo deseo vivido se lleva consigo algo de nosotros, que ha muerto para siem­pre”. Desesperábase al recordar cómo había ido destruyendo él mismo, como un suicida, sus propias fibras, y ahora, ya no le era posible amar, siendo pobres para su organismo las impresiones fugi­tivas del tacto.

Por las noches íbase siempre a los Ca­fés cantantes y allí, sin hablar con na­die, confundido entre los espectadores, con el anteojo que no se quitaba un ins­tante de los ojos, miraba cómo bailaban y hacían piruetas las artistas, de lujosos trajes vaporosos, con sus mallas color de carne. “E1 movimiento es la fuente de la voluptuosidad”, pensaba. Cuando sa­lía del espectáculo, su cerebro parecía querer estallar; pero luego, dominado por una laxitud indecible, abandono de todas sus fuerzas físicas, entraba a un Café, en el menos concurrido, y allí que­dábase sentado, con sus consumiciones por delante, sin pensar en nada, como si no existiese, como una cosa, hasta que los garçones le recordaban cortésmente que iban a cerrar, y entonces se alejaba silencioso, como una sombra, por las calles solitarias.

Sentíase agobiado sin descanso por una tristeza infinita que lo hacía pade­cer cruelmente, martirio insoportable que no podría resistir mucho tiempo.

¿Qué hacer? Sin ideales, sin ilusiones, sin deseos. ¿Cómo vivir? El mal le roía [212] el alma, implacable como una hidra, y la tristeza de haber nacido removíase en su ser como una enfermedad extraña. “¿La vida qué significa?, pensaba. ¿Ni para qué hemos nacido, si en todas las luchas humanas no existe sino la perspectiva del dolor y de la muerte? Después de todo, la inutilidad de la vida es prueba evidente de que el hombre debe rebelarse contra ella. Trabajar y luchar para desaparecer; ver morir uno a uno todos los seres amados: padres, hermanos, hijos. Los hogares destruidos y el olvido, como la llama de un incendio, devorán­dolo todo. La vida es una ley de crueldad”. Así vivía semanas enteras, casi sin salir de su casa, entregado a su pena se­creta, con el tormento de la belleza im­palpable en sus sentidos, y el tedio en­fermizo, fatal, dentro del alma; sin de­sear nuevas impresiones, contemplando su pasado como una vieja flor marchita, y reflexionando en que debe existir algo superior a estos placeres materiales, a estos ideales vulgares por los cuales lu­cha el hombre, algo más noble, más in­telectual, una satisfacción verdadera que haga sentir la felicidad, no por la comparación de las horas lejanas, no después que ya han huido, cuando so­mos desgraciados, sino siempre, en el momento en que el hombre la desee, con plena conciencia de ese instante, como se siente un perfume, como se gus­ta un manjar, como se escucha un canto. [213]

Habíase dedicado a la lectura de li­bros refinados, buscando una impresión más intelectual y más delicada para alegría de los sentidos, sensaciones integrales del deseo, que le revelasen la embriaguez de la imaginación, sin tristeza ni remembranzas de cosas vividas. Gustar el sabor de bocas amorosas, y sentir, como sombras reveladas, el roce misterioso de formas que él mismo había creado, líneas de una perfección nunca soñada que avergonzarían a una Venus, si delante de un gran espejo osase ofrecerse en comparación. Petronio era su autor preferido, y para leer las páginas exquisitas de El Satiricón, se tendía en su blanca cuna de plumas y regaba la  estancia con perfumes que él mismo había escogido y que producían en su organismo efectos extraños, haciendo vibrar en su imaginación calenturienta, largas caricias no concluidas, soplos de alientos suavemente tibios, sensaciones virginales que corrían por su sangre en una dulzura que jamás había experimentado en sus incontables noches de placer.

Y así vivía, en medio a una existencia artificial, entre el cruel contraste de la evidencia y del engaño, sofocado por la inconformidad de los goces comunes. Y creyendo reconocer en todos sus actos la presencia de un ser extraño que se había instalado en su cuerpo como en casa suya, y contra el cual sus escasos medios de resistencia nada podrían lograr. [214]

En solicitud de esa impresión que pu­diese hacerle sentir la felicidad del presente, como él la deseaba, aislado, lejos de los placeres mundanos, penetró sin vacilaciones, como por una ancha vía en donde iba a encontrar las últimas sensaciones desconocidas, en la verdadera vida artificial, las orgías silenciosas de la morfina y del éter. Y al principio fue feliz. Vivía entre sueños color de rosa, viéndolo todo tenue, vaporoso, languideciendo, como en un éxtasis, como si su alma viajase separada del cuerpo por países lejanos entre auroras de colores nunca vistos, respirando fragancias des­conocidas, sin impaciencias, sin meditaciones, como dormida entre inmensos bosques musicales.

Habíase vuelto más aristocrático y re­finado en sus gustos.

El amor había renacido en su cora­zón, pero un amor pagano, un amor con reminiscencias de los tiempos griegos, deseos ardientes hacia diosas de divinas desnudeces, rodeadas de todas las belle­zas del culto antiguo, a quienes imagi­naba con los cuerpos que habían inmor­talizado en el mármol los artistas, con las almas que habían cantado en sus libros los poetas; cortesanas sagradas, de formas perfectas no deformadas por la maternidad, de senos vigorosos, eter­namente núbiles, eternamente estériles. Su imaginación se había convertido en uno de esos antiguos templos a donde llegaban en procesión las amorosas, en-[215]vueltas en velos blancos, rojos, azules, para ofrendar a la diosa entre rosas y ramas de mirtos, los objetos que más querían, sus espejos, sus collares y sus joyas, para obtener, en cambio de esos sacrificios, besos de un amante deseado, caricias de una amiga desdeñosa y cruel.

Y entonces soñaba escenas leídas en libros voluptuosos, creyendo ser el héroe, y sintiendo sobre su rostro alientos per­fumados y contactos extraños de bocas y de manos nunca vistas. Después, que­dábase tendido largo a largo sobre el sofá del salón, rodeado de una claridad azulada, como si comenzase a amanecer, y allí permanecía con los ojos entreabiertos, viviendo un pasado que no era el suyo, recordando cosas nunca vividas, sintiendo armonías dulcísimas de arpas de cristal, cantos melodiosos de flautas mágicas, como en una leyenda encanta­da; y parecíale ver ocultas tras las cor­tinas, entre los muebles, formas vagas y vaporosas de mujeres seductoras, duen­des divinos, a quienes él hubiera deseado estrechar. Inmóvil, paralizado en esos momentos por las grandes dosis de éter  y de morfina, soportaba el suplicio de la Belleza intocable, mientras en su cerebro volvía a agitarse de tiempo en tiempo, como una sombra toda negra, de implacables gestos trágicos, la tristeza de haber nacido, y todo su cuerpo, frío como de mármol, ante el fastidio de cada sensación destruida, suplicaba el [216] reposo absoluto y omnipotente de la nada.

Y la muerte se acercaba inevitable. Los ensueños voluptuosos huían velozmente, y otra vez la idea terrible como una herida aparentemente cicatrizada, había presentado sus bordes rojizos y dejado ver sus cavidades más profun­das. La morfina no bastaba para hacerlo olvidar la vida, y el éter habíale que­brantado la salud. Enflaquecido, pálido, con los cabellos que le caían en desorden sobre el cuello y la frente, y el rostro delicadamente alargado, tenía el aspecto de un poeta triste, de un poeta de Musa enfermiza y lúgubre, llena de inquietu­des, amiga del análisis, que llevase perennemente la amargura en los labios, como un reproche, y poseyese una bella alma no sometida. Y tal vez Eduardo Doria no había sido en su vida sino un poeta, un artista que había buscado in­útilmente como un nuevo ritmo, una nueva impresión, y que había querido hacer de sus sentidos cuerdas armónicas que, al vibrar, produjesen, en vez de sonidos raros, sensaciones desconocidas, deliquios extraños.

Cuántas veces tocando en el piano las nostálgicas sonatas de Beethoven no ha­bía tenido que detenerse de repente, co­mo ahogado por una angustia inespera­da, como invadido interiormente por un fuego misterioso; y pensaba entonces, que en sí existía un alma superior que él no había sabido educar ni comprender, [217] un alma soñadora, piadosa, solemnemente creadora, que se violentaba del contac­to avasallador de los sentidos, de aquella disgustosa dominación de la carne. Y era esa alma la que al principio había pretendido dominar sus tendencias he­redadas, la que hubiera podido salvarlo de aquella persecución obstinada de la Tristeza, que lo acosaba con una cruel­dad consciente, como una enviada justi­ciera, portadora fatal de la venganza de los dioses.

Había momentos en que experimenta­ba presentimientos de lo que él hubiera podido llegar a ser si la energía lo hu­biese acompañado a través de la lucha con la voluptuosidad, y como un soplo lejano, como si un nuevo germen se revelase en él, sentía ganas imprevistas de comenzar una obra propia, algo que quedase después de su muerte, que fue­se diferente a la obra del artista, a los versos del poeta, que produjese en las otras almas emociones y sentimientos verdaderos, una revelación sensitiva, ca­paz de propagar la misma fiebre de demencia en todos los cerebros, de desper­tar los mismos deseos y las mismas sen­saciones en todos los seres; algo que él mismo no podía explicarse, como si se derramase un pomo de esencias miste­riosas en un salón lujosísimo, intensa­mente iluminado, mientras los hombres y las mujeres conversasen de cosas in­diferentes, y luego, insensiblemente, se acercaban unos a otros, y estrechábanse [218] en un goce supremo, único, el sabor de amores que fueron castos, el delirio de deseos que habían sido impalpables. Sus ideas eran confusas nacidas en una imaginación extrañamente agitadas, en el mutismo contemplativo de los excitantes de su vida artificial.

La lucha creciente continuaba, y su alma se acostumbraba a la idea de un largo viaje. Removía su pasado deteniéndose en cada fecha notable de su vida sonriendo melancólicamente ante un placer desaparecido, permaneciendo serio y amenazador ante un acontecimiento triste; y, como si poseyese entre sus manos una balanza invisible, iba echando en un platillo las alegrías, en el otro las tristezas, encontrando que el equilibrio estaba muy lejos de existir. Los instantes en que se había creído feliz, eran placeres dolorosos, cosas engañosas, como esas frutas suaves y delicadas de colores provocativos, que al gustarlas dejan en el paladar un intenso sabor amargo. En las horas en que había sido feliz, él no lo había comprendido, y solamente después, al comparar las diferentes épocas de su vida, veía en su pasado, como una luz que se extingue, instantes fugitivos de dicha verdadera.

Y la balanza se inclinaba casi totalmente al lado de las tristezas.

Pero su alma ya no se quejaba. Dormida dulcemente como el alma de un [219] niño, sin intuición de las horas vividas, ni soñaba, ni sufría.

Y los días caían lentamente en el tiempo como los golpes monótonos de un péndulo. [220]

 

 

 

IV

 

 

 

La casa estaba llena de flores. Desde  el día anterior habían traído grandes ra­mos de rosas y de nardos, y sobre la chimenea, las gardenias y los crisantemos temblaban en curiosos vasos que imitaban largos cuellos azarosos de cigüeñas. Toda la casa estaba envuelta en perfumes voluptuosos, y sentíase una caricia invisible que erraba misteriosamente por las habitaciones, como una sombra.

Eduardo era feliz, sin pensar en nada, como si su voluntad y su memoria no le perteneciesen, sin agitaciones, sin tor­mentos, parecíale que había cambiado de forma y de esencia, y que ni su cuer­po, ni su alma eran los que había lleva­do con tanto hastío por el mundo. Experimentaba la más extraña sensación del movimiento y de la fuerza, como si estuviese en un gran globo, muy arriba, en el [221] espacio. Sin embargo, se creía haber llegado ya a la muerte, a la envidiable fortaleza, al estado eterno de la materia transformable e insensible. Entonces reía con orgullo, sin comprender cómo no había tenido antes el valor de dejar la vida, y había perdido el tiempo en buscar sensaciones enfermizas, siendo la muerte el único medio no morboso, el solo estado natural del hombre, la inmortal transición, la suprema alegría. Estaba contento porque él mismo se había traído a ese estado, sin esperar la lenta destrucción del tiempo, las enfermedades, ni la vejez; por el placer de ser re­belde, de no seguir la triste corriente de sumisión con que se perpetúa la huma­nidad. Y sonreía ferozmente, como si hubiése satisfecho una venganza.

Su alma estaba como alucinada. Todas sus acciones, todos sus movimientos, se los explicaba como cosas ya pasadas, re­cuerdos de días ya vividos, y que ahora, después de muerto, mientras su espíritu se difundía lentamente en el aire, hacían creer en una prolongación de la vida. Su alma era como un perfume, creada por sustancias materiales, habría de perecer también con el fin del cuerpo que la encerraba.

Por la noche, después de haber toma­do un baño tibio, y de haberse despere­zado voluptuosamente en la elegante bañadera de mármol rojo, como en los días en que desfallecido de placer se en­tregaba allí a soñar con cuerpos ideales [222] de ninfas y de diosas, mientras el agua perfumada le refrescaba la piel, y el cerebro excitado creaba nuevos goces y nuevos deseos, entregóse con verdadera coquetería femenina a una toilette cuida­dosa. Y luego, vistiose de frac, correcto y elegante, como para asistir a la más culta y aristocrática de las fiestas. Sus ojos se habían vuelto fieros y luminosos, y su rostro revelaba una secreta alegría. Palpitaciones repentinas lo agitaban de tiempo en tiempo, algo como un susto agradable, como un ligero calofrío angustioso, como quien espera a una mujer adorada que ha tardado a la cita con­venida. Y parecíale a cada instante es­cuchar el timbre que sonaba, y ver en­trar a alguien que debía llegar, que venía a buscarlo para irse juntos a lugares desconocidos.

Después, hastiado de esperar un invi­tado que no llegaba, y para comenzar él solo el trágico festín de la Muerte, bebiose ardientemente una copa de éter, como si apurase el brebaje de las gran­des sensaciones, el néctar pagano que daba la inmortalidad.

Sobre la alfombra acostóse dulcemente. Un calambre doloroso contrajo todo su cuerpo, y un frío glacial invadía sus miembros. El rostro había tomado una expresión terrible, y entre los labios aparecían como líneas hechas con un buril, muecas manifiestas de un gran desprecio. Su cabeza se hizo como de piedra, y las sienes y la frente eran de hie-[223]lo, ligeramente empañadas, como un espejo. Los ojos no habían querido ce­rrarse como signo de la última protesta, y en las manos crispadas había un gesto muy marcado de amenaza.

Y su boca no tenía ya más besos, ni por su cuerpo volverían a correr extraños desmayos, alegría mezcladas con hastíos y tristezas, sombras de cosas pasadas comparadas y preferidas a la realidad del presente.

Y su alma comenzó a vagar angustiada por la estancia, perseguida por mil bocas amorosas y sensuales, entre el perfume embriagante de las flores y el roce atormentador de caricias invisibles.

Y al fin escapóse velozmente por el balcón entreabierto, huyendo presurosa hacía el espacio azul, en la noche húmeda y triste.

            Y fue a vivir en la Nada con el alma  de las cosas.


FIN