[102] se dirigen hacia el
París bullicioso y alegre en donde laten las
arterias vitales de la ciudad, o por detrás, hacia el
inmenso Jardín de las Tullerías,
o hacia los lados, para
salir por la Magdalena o por la Cámara
de Diputados, que se contemplan desde lejos como dos cíclopes de
piedras,
llevando en la frente como aquellos de que nos habla la fábula,
el templo, el
ojo ciego de la fe, el palacio, el ojo luminoso de los derechos del
pueblo.
En el Pavillon
Chinois, como todos los días, había música. Los tziganos, de ensacas
rojas con franjas de plata, tocaban
en sus violines danzas
húngaras y
rapsodias desconocidas que invitaban a estar tristes, pero la
concurrencia,
distraída con el movimiento y la vista del exterior, ni
siquiera hacía
atención al roce melancólico de los arcos sobre las cuerdas. Eduardo, sin embargo, meditó en
cosas tristes, y el final de esa
tarde
fue cruel para
su espíritu. “¿Cómo es posible?... Yo, rico y
joven, rodeado de
comodidades, no soy feliz. Es tal vez el amor que me hace desgraciado o
es el
abuso de amar quo me ha hecho inconforme. Si esta mujer fuese buena y
amable,
ya la habría olvidado, como ha pasado con las otras. En el
fondo, sin amar es
imposible la vida, pero siento que este tormento de cada nuevo amor,
esta
matando mis sentimientos. ¿Por qué no poder dominarme?
Hay tanta gente que no
ama en el mundo.”
Pero Eduardo
Doria, a medida que [103] avanzaba en la vida refinada, se hacía
más exigente
en sus gustos y costumbres. Lo que años atrás
constituía para él una
felicidad, era hoy un
placer
baladí que lo dejaba en la más completa
indiferencia. Vivía buscando nuevas
sensaciones, pero éstas no permanecían en su
organismo sino muy cortos
días. Necesitaba que corriese siempre por su sangre una
pasión fuerte que lo
dominara y asediase sin descanso como a un enemigo que hay que
perseguir y destruir.
Y cosa extraña, cada mujer que había amado,
desaparecía totalmente de sus
recuerdos, sin dejar en su ser
ni
la sombra de una sensación. Cuando en las calles, en los paseos,
se encontraba
con alguna de sus antiguas pasiones, mujeres adoradas hasta la locura,
en cuyas
bocas había conocido la orgía de los besos, en cuyos
cuerpos mórbidos y perfumados
había aprendido nuevas estrofas para el poema inmortal del deseo
y la caricia,
no experimentaba la más pequeña emoción. Aquellas
mujeres, una vez olvidadas,
era como si jamás hubiesen existido, como si nunca hubiesen
ocupado sitio
alguno en su corazón,
y quedaban para
siempre borradas de su alma, sin siquiera dejar en su
memoria el
sabor nostálgico de los amores muertos.
En los meses de transición, en que pasaba
de
un amor a otro, meses de absoluta tranquilidad en que el olvido,
como un
bálsamo reconfortante, había restañado todas sus
heridas, y en que él se [104]
entregaba a leer filosofía, el tedio de la vida lo
dominaba, encontraba la
existencia sin objeto ni razón de ser, y hasta dudaba de la
realidad,
imaginándose cosas raras, delirios e impresiones de bebedores
éter y de
láudano. “Será verdad que yo existo -se preguntaba-
¿o pasará con las
almas lo que sucede con la luz de las estrellas? Ese astro que envía su
luz a la tierra y que emplea tantos años
para llegar hasta nosotros, podría no ocupar sitio alguno en el
espacio desde
hace muchos siglos, y a nosotros nos parece que existe realmente, allí,
visible ante nuestros ojos y nuestros
telescopios, sin embargo, todo es una ilusión de los sentidos.
¿Qué de
extraño tendría que mi alma esté muerta, desde
años atrás, y que yo crea vivir,
cuando únicamente estoy recordando lo que aconteció en mi
vida efectiva y real
de los siglos pasados?...” Y entonces es necesario recomenzar, buscar
otra mujer a quien amar, a quien entregarse para no sentir el peso de
la vida,
echarse entre sus brazos
como un
náufrago sobre una barca salvadora, sin preguntar
quién la dirige, ni adónde
va, ni por qué marcha. “Es la enemiga de la muerte, y voy con
ella
hacía
la vida -se decía- sobre su seno encontraré de nuevo
néctar para soportar el
mundo, en sus labios
comprenderé
que sí existo y que no sueño.” Había probado
dormir sus instintos
despertándose nuevas
pasiones, pero todo fue en vano. El des-[105]precio
profundo que sentía por el dinero lo hizo no ser jugador.
Encontraba estúpido
que los hombres se embriagasen, pues que del licor no viene
sino la
tristeza, el embrutecimiento, y la postración física
y moral. “Amar es
vivir, pero ¿cómo hacer para impedir que el amor no
perezca en el
alma?...” Y él sentía que se acababa,
que después de cada pasión algo se moría en su interior, y que al fin
sería un espectro ambulante,
con
vida aparente e
ilusoria. “Las mujeres son crueles -pensaba- y criminales sin
sospecharlo, no comprenden que con cada decepción, con cada
perfidia, nos van secando
las fibras del amor, y que cuando volvemos solícitos a buscar
nuevas primicias
en otros corazones, ya no podemos obtener sino frutos añejos sin
remembranzas
do nuestra pureza prístina, yendo sin ideales por un camino que
ya ha perdido
sus grandes
atractivos, porque
nos es completamente conocido. Y es entonces que apelamos a
los
refinamientos para hacer vibrar las virginidades que aún
poseemos. Después de
amar el rostro, y los ojos, y la boca, y el cuerpo,
terminamos por
no amar sino los trajes de seda y los fondos de color, y las
medias
sutilísimas, y el calzado muy brillante, bien hecho y bien
llevado y luego, es
peor todavía, se ama
la alcoba, y
las cortinas de damasco, y los muebles raros, haciéndolos
cambiar con
frecuencia para imaginarnos que vamos hacia un viaje [106] interminable
de amor
y de deseo.”
“Y
después
ya no se ama sino el perfume, el perfume que envenena el último
resto de los
sentidos, y es el principio letal del extrabismo y la locura.”
Y
en efecto,
Eduardo no amaba la mujer en Niní Florens; amaba la esfinge
insensible y
despótica, se sentía atraído hacía ella,
porque después de
martirizarlo horriblemente, ella se le entregaba amorosa
y gentil, como una mujer extraña, contemplándola con sus ojos color de ajenjo y
acariciándolo con sus manos flacas,
de venas transparentes y azules. Entonces él era feliz como no
podía suponer
ningún mortal, y el placer de pocas horas superaba con creces
los dolores que
le precedían. “¿Qué
importa, pensaba en esos
momentos, que ella me desgarre el alma y dé la muerte a todas
las
fibras de mi
amor futuro, si ella posee, como las divinas paganas de Lesbos, en su
aliento
el olvido de la vida, y en su contacto el sopor misterioso de la
muerte. Morir
por haber vivido es siempre vivir. No debemos discutir la intensidad
del
placer, porque ¡ay de nosotros si la
vejez nos
sorprende regateando todavía al organismo las crisis de la
pasión. Como el
avaro que ha pasado su juventud amasando el oro en sus talegas, ya
no tendremos
tiempo de amar y de gozar, y nuestro cuerpo, con todas sus
virginidades, irá al
seno insaciable de la muerte.”
Ya algo
avanzada la noche, dejaron el coche a la puerta, de El Doyen, y
pene-[107] traron, entre las miles cortesías del maître d’hotel, al
restaurant elegantísimo que poseía en esa época la
más escogida clientela de
París. Rodeado de jardines, y profusamente iluminado con
farolillos de papel,
parecía una feria mitológica. Los dueños
celebraban, como todos los años, el Grand
prix, y los extranjeros invadían los salones reservados,
acompañados con
damas alegres. Era la hora de los postres, y se comprendía que
ya el champagne
comenzaba a montarse a la cabeza, porque al entrar o salir los
garçones cargados con platos y botellas, de
las
puertas
entreabiertas brotaba
como una
bocanada de alegría, y se escuchaban risas argentinas,
gritos nerviosos
contenidos y canciones tarareadas por voces femeninas, interrumpidas
por el
sonido de las copas o el chasquido armonioso de los besos. No
pudieron obtener
sino un salón en donde había dos mesas, una de las cuales
estaba ya en
desorden, ocupada por tres jóvenes, en quienes Eduardo
reconoció al momento los
impertinentes que en la tarde habían flirtado con su amiga desde
las tribunas.
Esto contribuyó a ponerlo de malísimo humor; sin embargo,
correcto y discreto,
se sentó en la otra mesa, como si no hubiese fijado su
atención en ellos. La
comida se pasaba sin incidente alguno, y hasta con cierta
monotonía; pero los
caballeros del frente, que habían bebido sin mucha
temperancia, comenzaron a
dirigir miradas ávidas a Niní. Uno de [108] ellos, sobre
todo, insistía
tercamente. Ya Eduardo le
había lanzado dos miradas
coléricas, y el otro
había disimulado como si estuviese observando
distraídamente los ramilletes de
flores eléctricas del plafond. En el momento en que los garçones,
todos
de frac, cambiaban el mantel y cubrían la mesa con dulces,
frutas y halados,
Eduardo creyó ver que Niní se sonreía con el
vecino, y le dijo secamente,
dominando la cólera que lo segaba: “Es estúpido lo que
estas haciendo,
querida.” Ella volvió el rostro sorprendida,
y
contestóle con cierta sorna: “No eres tú quien puede
enseñarme la manera
de comportarme delante de la gente.” “Yo te prohíbo que vuelvas
a
ver ese hombre”. “¡Tú!”.
Y la cantante, fiera y voluntariosa, soltó la risa,
una
risa que quemó
la cara de Eduardo como una bofetada; se puso en pie, y
dirigiéndose al joven
de la otra mesa, le dijo, alta la frente y con una brusca crispatura en
las
manos: “Sois un imbécil, señor. A una mujer, cuando
está acompañada, no
se mira de ese modo, y yo sé hacerme respetar de la gente mal
educada.”
El otro, pálido y tembloroso, contestóle: “¿De
qué modo, señor?”
Eduardo alzó la mano para castigar a su adversario, pero
los compañeros lograron
intervenir a tiempo para evitar las vías de hecho. En tanto que
los garçones
alarmados, habían traído al dueño, y ambos
jóvenes, con una calma aparente, se
cruzaban mutuamente [109] sus tarjetas. Todos bajaron a los
jardines, en donde
soplaba el aire fresco de la noche, y desde donde se oía el rumor lejano
de la gran ciudad, arrastrado por el
viento que vibraba en el espacio como ondas tormentosas de pasiones
humanas, y
que se propagaba
tenuamente, perdiendo
su poder, hacia
los campos
silenciosos en donde el vicio es vencido por el trabajo y la constancia.
En su interior
Niní estaba contenta de lo ocurrido. Si se
verificaba un duelo,
todo París sabría que era por ella, y eso la
serviría de reclame y para
hacer rabiar a sus rivales. Probarles que era ella la vencedora, y
que los
hombres, como arrojar rosas sobre el pedestal de una diosa, arrojaban
sus vidas a sus pies, felices de encontrar
la muerte luchando por su amor,
como luchaban en los torneos de la Edad Media los caballeros de cota y espada por defender la
dama de
sus amores. Sin
embargo, ella se
hacía la disgustada, y decía con aire ofendido
a su amigo, que él la
perjudicaba con esos escándalos, y que si no variaba de tono y
de conducta,
todo quedaría terminado entre ellos. Cada vez que Niní lo
amenazaba con
abandonarlo, Eduardo sentía el vértigo de la locura
apoderarse de él, cerraba
los ojos, y todo lo veía negro y fúnebre; se creía
capaz de todo para evitarse
una pena tan honda, y, sin embargo, en sus instantes de
reflexión, cuando se
encontraba solo, lejos de ella, deseaba que llega-[110]se la
ruptura, de un
modo inevitable, por un incidente inesperado, que después fuese
imposible
reanudar, y pasase de
una vez esa
tormenta de dolor que se agitaba sobre su cabeza, y que un día u
otro debía
estallar. Se sentía sin voluntad en presencia de la
cantante; pero pensaba que
no podía vivir con un dolor inminente que la amenazaba sin
descanso. Temía
sufrir, pero esa cobardía aumentaba el deseo de haber ya
experimentado ese
dolor, para estar libre de esa mortificante perspectiva.
Al llegar a la casa, un lujoso
apartamento que Eduardo había alquilado por año frente al
Parque Monceau,
uno de los barrios más aristocráticos de la elegancia
parisiense, Niní se
desvistió muy despacio, sin decir una palabra, y
acostóse perezosamente, como
indiferentemente a lo que había acontecido. Pero muy pronto
comenzaron, los
reproches de parte de Eduardo, que adivinaba que ella se
disponía a hacerlo
sufrir toda la noche, y de una nimiedad se pasó a cosas
más serias, ultrajando
Niní el amor propio de su amante. “Sí, querido; yo soy
una imbécil de
estar contigo, pudiendo vivir con gente más chic y
mejor quo tú.”
Eduardo estaba esa noche con los nervios excitadísimos, y
le respondía con
ironías y risitas de indiferencia. Ella le llamó
“salvaje”,
“extranjero”, y todos sus instintos
de plebeya engreída se revelaron, insultándolo soezmente
en una crisis de
cólera inesperada, y sin [111] que ella misma supiera el por
qué de
tantos improperios. De repente levantóse, vistióse a toda
prisa, y le dijo que
no valía la pena de que se ocupase mas de ella, porque todo
había concluido
para siempre entre los dos.
Eduardo
no esperaba ese final. Demudado y fuera de sí, obedeciendo
al grito del
instinto, que lo impelía hacia el deseo, y
herido en su orgullo de hombre,. agarró
brutalmente a Niní por los brazos, quedando impresas en las
muñecas de su amiga
las señales sangrientas de sus dedos de acero. Ella
lanzó un grito
agudo de dolor, y al sentir sueltas sus manos,
nerviosas y frágiles como tallos de flores le dio una bofetada
en plena cara.
Eduardo no supo más de él. Olvidó la
desigualdad de los sexos, y se batieron
como dos machos, ciegos de pasión, creyendo defender la
propia vida.. Ella, dominada al fin,
cayó bañada en lágrimas sobre el
suntuoso canapé de velour rojo, y despeinada, con el
rostro desfigurado
por la ira, arrojó en el último esfuerzo un pesado bibelot
de bronce
que hacía juego sobre la mesa, y que fue a hacer astillas el
hermoso espejo de
molduras doradas que adornaba la estancia. Entonces, mientras Eduardo
con el
ruido que hizo el cristal al caer al suelo, comenzaba a darse cuenta de
lo que
había hecho, Niní, llena de miedo, pero ya con la puerta
abierta, le gritó con
una voz apagada, casi afónica: “¡Yo te desprecio!
¡Miserable!
¡Cobarde!”. [112]
Un silencio profundo reinó en el cuarto.
Niní había ya descendido las escaleras. Y Eduardo, sobre
una silla, se creyó
loco, y tuvo miedo de estar solo. Su frente estaba helada, y sus
vestidos
despedazados, le daban un aspecto tétrico de criminal perseguido
que huyó a
esconderse en la casa vecina.
Pasados
algunos minutos, tuvo horror de sí mismo,
y se dijo como si despertase de un sueño ante su vida miserable y
desastrosa: “Yo soy un desgraciado.”
Después pensó
en ella, en su mujercita seductora que tanto había amado y que
ahora había
perdido para siempre, en las horas de infinito placer que con ella
había
vivido, en sus exquisitas
toilettes,
raras y degeneradas, en sus piececitos
primorosos que tantas veces había besado. Y al contemplar el
lecho en donde
estaban todavía marcadas las formas voluptuosas de su amiga,
sintió una pena
infinita dentro del pecho, y se envolvió la cabeza entre las
sábanas, blancas
como la nieve, estallando en sollozos, y aspirando con avidez el
mortificante
perfume que había dejado el cuerpo de Niní. [113]
II
Muy de mañana,
Eduardo dio al cochero la dirección de Carlos Lagrange.
Hacía más de un mes
que no veía a su amigo.
Es verdad
que vivían muy distantes, y que sólo por una rareza se le
ocurría llegar hasta
el Barrio Latino. La criada, al verlo, abrió el salón muy
sonreída, y fue
corriendo, como quien sabe que va a llevar una noticia agradable, a
avisar a la
señora. A los pocos momentos se presentó
Luciana, vestida con un sencillo peinador rosado, con encajes color
crema,
siempre muy ajustada y con su aire
un poco fiero, que le daba un aspecto simpático de mujer
inexpugnable.
-Nosotros lo creíamos muerto- le dijo alegremente al entrar,
tendiéndole la
mano. -Casi, casi -respondió Eduardo, admirando la belleza y el
aire de
felicidad que se notaba en ella, y pensando con envidia en que su amigo
[114]
debía ser muy dichoso con aquella mujercita que lo adoraba y que
le fiel como
la más honesta de las esposas. Aparentemente nada había
cambiado en los últimos
cuatro años en la casa, los mismos muebles, siempre muy
limpios y bien
cuidados, el mismo escritorio, lleno de periódicos, de
diccionarios y de
libros a medio leer; la mismísima Venus de líneas
impecables; pero en el
interior, y en las almas de los que la habitaban, todo era nuevo y
floreciente. Carlos y Luciana se sentían ligados por un lazo
más poderoso y más
duradero que el triste amor a la piel perfumada y a los deseos
intelectuales.
No el mezquino amor del presente se agitaba en ellos, el amor a
las bocas
sensuales y a los ojos voluptuosos, sino el amor sano que, huyendo de
las
melancolías de la carne, fija la vista confiado
y sereno
en el porvenir. Luciana había tenido un hijo, que ella
había amamantado y criado
a su lado, negándose como es de costumbre, a enviarlo al
campo con una nodriza
hasta que pasase la edad de la lactancia. –No -decía- nadie me
hará
separar de un ser que ha vivido en mi seno nueve meses, y por quien yo
he
sufrido dolores profundos, como si algo se desgarrase en mis
entrañas. Ella no
se explicaba que
hubiera madres
que vieran sus criaturas una hora todos los meses, precisamente en el
tiempo
que es necesario defenderlos de la muerte y luchar contra la
naturaleza,
mientras tie-[115]nen constantemente al lado
perros
que se calientan en sus piernas y que duermen con ellas en sus camas, enviándolos
con los lacayos por
las tardes a tomar aire fresco al Bosque.
Carlos
al principio se sintió contrariado
con esto, y le tenía cierta repulsión a aquel
muñeco, como él decía, envuelto
en trapos. Luciana sufría de verlo tan indiferente con su
hijo; pero luego
comenzó a hacerle falta verlo y acariciarlo, y ahora que ya
el bebe tenía tres
años, y que era la alegría y el encanto de la casa,
lo amaba tiernamente, y
pasaba horas enteras conversando con él, como si fuese un hombre
grande. Los
padres de Luciana se reconciliaron con ella, a causa del
chiquitín, y al saber
que era juiciosa y honrada, teniendo la esperanza de que Carlos se
decidiese
al fin a casarse. Pero las ideas de Lagrange eran enteramente
contrarias al
matrimonio como lo entiende la sociedad, y sostenía que
él estaba tan casado
con la madre de su hijo, como los otros a quienes el cura bendice, y
que
mientras ella se condujese honradamente, no habría motivo
alguno para
abandonarla.
Luciana tenía
ciega confianza en las ideas de su amigo, y sabía que era
honrado y sincero en
sus sentimientos; siempre había admirado en él esa
lealtad espontánea a sus
principios y a su filosofía, y lo seguía con orgullo,
admirando e
identificándose con aquella alma [116] rebelde que se agitaba en
el mejor de
los hombres. Había aprendido el español, que Carlos le
había enseñado con gran
placer, y leía constantemente los periódicos de
América y de España, siempre
llenos de alabanzas y simpatías para su amigo. Y de día
en día lo sorprendía
recitando los versos más melodiosos de los poetas castellanos,
que ella
compraba a escondidas para que la sorpresa fuese completa,
haciéndose
graciosísima con los movimientos inseguros de su boca al
pronunciar ciertas
palabras, o cuando trocaba los nombres masculinos por femeninos,
poniéndose muy
seria si se burlaban de ella. Sabía que Carlos daba grande
importancia a todos
los actos de la vida, y que nunca se chanceaba en materias de amor, y
por eso
estaba segura de que más tarde, en cuanto se presentase una
ocasión, ella lo
decidiría, por el porvenir y la tranquilidad de su hijo, a
casarse civilmente,
ante la ley, ya que él no podía soportar a los
clérigos.
El dilettanti había desaparecido por
completo en
Carlos
Lagrange; hoy era
un convencido en sus teorías materialistas, y se
hacía temible por su método
de propagandista. Algunas noches se reunían en el
Salón de Conferencia de las
Sociedades Sabias, rue de Serpente, en donde los
maestros más renombrados
decían sus sermones, como ellos mismos los llamaban, contra la
fe y por la
ciencia. Eran predicadores, y habían [117] instituido
una especie de sacerdocio para enseñar al pueblo a buscar
ideales más prácticos
y más instructivos que los que las religiones modernas les
aconsejan. Cuando
entró
Eduardo, Carlos dormía
todavía: había permanecido trabajando hasta muy tarde de
la noche, preparando
su primera conferencia,
que debía
leer días después en la Sociedad, un estudio sobre las razas y el medio
en que se
desarrollan, que le había valido los elogios de sus
profesores.
No obstante parecer
tan diversas las
dos tendencias de ambos amigos, en el fondo poseían
la
misma tristeza de la vida, el mismo tedio hacia las cosas
humanas. Ambos
estaban dominados por la infinita tristeza de vivir. Lagrange
sentía una
instintiva repugnancia hacia la sociedad, y su placer era contrariarla
luchando por la
modificación de
sus bases para
hacer más soportable la
existencia a los que viniesen detrás. Experimentaba una
gran lástima por los
herederos obligados del dolor, y a veces, cuando se quedaba
contemplando aquel
delicado fruto de sus amores,
que
ya tenía de él la ancha frente pensativa, y de la madre
los ojos negros y severos,
sentía remordimientos, y se veía culpable de un delito.
Cuando Luciana, para
tranquilizar al bebé, le infundía miedos para obligarlo a
obedecer, Carlos la
reprendía cariñosamente y le decía que era
necesario que el niño obedeciera
por respeto y por amor, que la [118] idea del temor no debía
entrar para nada
en su educación;
el chiquito debía
acostumbrarse a comprender lo que era bueno y lo que era malo, pero sin
que el
temor de Dios, o de sus padres, o del otro mundo, lo obligasen a
aceptar cosas
que él no comprendiese. Había despedido la primera
criada; porque una vez le
había hecho llorar hablándole de los muertos y de los
bichos que se comen a los
muchachitos voluntariosos. Y a la segunda, le había prohibido
engañarlo en el
más insignificante detalle, exigiendo que le cumpliesen siempre
lo que le
prometieran, en bien o en mal, para que el niño se diese cuenta
de que lo
ofrecido era sagrado. Bebé, como lo llamaban
todos en la
casa, no hacía
nada sin consultar con
la mirada
a su madre, y cuando ella no estaba presente, que alguien quería
obligarlo a
hacer algo, él se negaba obstinadamente, y había que
desistir porque su mamá
no quería. Sin embargo, Luciana no lo había
castigado sino una sola vez, un
día que creyó adivinar en él una ráfaga de
venganza contra la criada, y le dio
dos nalgadas, sacudiéndolo por un brazo. Bebé lloraba
inconsolable, dándole
besitos húmedos en la cara y agarrándole las mejillas con
sus manecitas,
acariciándola como si él la
hubiese ofendido. Luciana tenía como regla, que cuando se
castigaba un niño,
no debía contentarse inmediatamente con besos y cariños,
sino que debía
hacérsele sentir que sus [119] papás no eran los mismos
cuando él se conducía
bien que cuando era
malo. En
la noche, mientras comían, a la hora de los postres, Carlos le dio unos
dulces, y Bebe se negó
a aceptarlos, diciendo
“que él no quería, porque había, sido muy malo con
su mamá”.
Luciana se los hizo coger,
estrechándolo amorosamente contra su corazón, y Carlos
pensaba entre tanto que
su método era eficaz, y que su hijo
comenzaba a rebelarse contra esa idea tradicional del temor en que se apoyaban las religiones y
que
pretendían dar igualmente como base al deber. Su hijo se
sentía triste, por el
pesar que le había causado a la madre con su mala acción, por su
amor hacia ella, que era para
su
cabecita infantil
su única
religión, su solo ideal,
su inmortal naturaleza.
Carlos
hizo entrar a Eduardo a su cuarto, y mientras su amigo se afeitaba,
como era su
costumbre todas las mañanas, éste le relató el
episodio del restaurant y le dio
las tarjetas de los testigos de su contrario, que habían ido muy
temprano a
visitarlo, sin darle mayor importancia a este asunto,
agregando, para
terminar, con un tono de inmenso fastidio. “Estoy tan de mala, que soy
capaz de matar a ese pobre joven.” El adversario era un joven belga, de
familia distinguida, que venía de tiempo en tiempo a
París a hacer la fiesta y
a gastar dinero. Eduardo comprendía que era una bestialidad que
dos hombres
[120] expusieran sus vidas por una mujer indigna, como él
decía, de ser amada.
Esa mañana
se encontraba fuerte, y con gran voluntad para no ocuparse más
de Niní; la
crisis de la noche anterior había aliviado
momentáneamente su espíritu, y creía
que todo estaba terminado, y que él iba por fin a descansar y a
tomar nuevas
fuerzas en sus libros. “No, querido, no pretendas hacer muchos
sacrificios, proponte cumplir esa sola promesa, y ya es bastante”,
le
decía Carlos, convencido de la debilidad de su amigo en cumplir ese
género de propósito.”
“Proponte olvidar
a Niní, no vayas más a los conciertos en donde ella
trabaje, múdate de casa,
vete a Budapest, por ejemplo, a ver la exposición de Bellezas
.” “...No merece la pena”, replicaba con tristeza
Eduardo, “salir de una para entrar en otra, es como un prisionero a
quien
cambiasen de cárcel.” Y entonces comenzaba a exponer sus teorías, negando la
voluntad y la
responsabilidad del hombre en los actos de la vida. “Somos hijos de
generaciones pasadas, y contra el atavismo y contra las tendencias
degeneradas no se puede luchar. Nosotros nos imaginamos que
hacemos lo que
queremos, cuando en realidad, son los acontecimientos que nos
guían y
transforman a su capricho, desarrollando en nosotros las
enfermedades que
vivían en nuestros organismos en estado latente.”
Si él no hubiera salido nunca de su
[121] pueblo, quizá a estas horas sería un buen
médico, sin pasiones y sin
vicios, pero al llegar a París, su patria intelectual, la patria
de su familia,
de sus abuelos, se desarrollaron las
tendencias enfermas,
heredadas de algunos de ellos, y ya él se consideraba incapaz de
dominarlas y
corregirlas. Se hereda el suicidio, la locura, la voluptuosidad, del
mismo modo
que se heredan la tisis y el cáncer. Muchas veces había
pensado en el
matrimonio, unirse a una joven pura como una azucena, pero decía
que serían
desgraciados, porque él pretendería encontrar en su
esposa los refinamientos
que llevaba en su sangre y a que su organismo enfermo estaba
ya habituado.
Ella no podría ofrecerle sino purezas y virginidades que su
paladar embotado
estaba incapacitado de gustar; y de allí vendría la
repulsión y hasta el odio
a la mujer, que como una sombra se alzaría constantemente a
su lado, para
recordarle las sensaciones muertas y los placeres fenecidos de su
pasado.
En
sus momentos de intenso idealismo, su martirio era verse ligado a
la vida por
un nudo material, por el espasmo de la piel, por la servidumbre de
la carne
revelada. Para él, la vida era el amor, pero el amor sin
purezas, el amor
de las sensaciones extrañas, de los deliquios imprevistos.
¡Cómo pensar en el
matrimonio, si para su temperamento no existía sino la esposa
amiga, la
com-[122]pañera del placer, coqueta,
voluble,
caprichosa, tirana de los sentidos, foco adorable de imperfecciones
psíquicas y
de deseos siempre nuevos, vagos e impalpables! La esposa madre, centro
de la
familia y del pudor, honesta, sin celos, sin
rencores, sin tormentos, no sería para él sino un manjar
insípido, una bella
fruta sin olor ni sabor. El deseo honesto, lleno de castidades, blanco
y suave
como el lirio, encerraba para sus sentidos la belleza fría
de la nieve que
cae. Y por eso rechazaba
la idea
del matrimonio, no amando sino los labios
pintados con carmín y los ojos que el carbón sombreada,
haciendo las pupilas brillantes, grandes, expresivas. Y era un
voluptuoso, pero
un voluptuoso triste, refinado, con perfecta conciencia de que
marchaba hacia
una vía dolorosa, ficticia, llena de sombras y de engaños.
Además, entrar al matrimonio como a un
hospital, a aliviar su cuerpo y a esperar con paciencia la muerte, era
una idea
que rechazaba con indignación. ¿Y los hijos que de
él vendrían? Su abuelo se
había lanzado una mañana de la torre de Aix, donde
vivía, con el pretexto de
mala fortuna en los negocios. Su bisabuelo, a los ochenta años
de edad, medio
paralítico, con una enfermedad de la médula, se
bebió una noche al acostarse un
frasco de láudano, y dejó una carta en que aconsejaba a
todos los viejos que
hicieran lo que él. “Convéncete, querido, se nace
voluptuoso, como
[123] se nace poeta, pintor o músico, es una
degeneración, y el hombre no tiene
sino que someterse a lo que sus amables abuelos le han inculcado en la
sangre. Ojala
no te desilusione, si en tu manía de estudiar llegas a descubrir
que el hombre,
como la planta,
está
sometido a lo
que sobre él hayan decidido sus raíces que están
hundidas en la tierra”.
Luciana entró en este momento al
cuarto, algo pálida y con los ojos coléricos,
pretendiendo, sin embargo,
disimular su enojo para observar la sorpresa que iba a
experimentar su amante
al ver que ella lo sabia todo; pero Carlos, que la
conocía perfectamente
y que no había podido hasta ahora quitarle los celos que a veces
la hacían
pasar muy malos ralos, comprendió enseguida que algo raro le
sucedía, y
preguntóle sonriendo:
-“¿Qué
le pasa a la señora?”
-Nada. Han
traído
para el señor esta carta, que por casualidad la he
recibido yo, porque
indudablemente que tú tienes a la criada de tu parte para que me
las oculte,
pero ya voy a despedirla inmediatamente...
-¡Bravo!
¡Bravo! -interrumpió alegremente Eduardo- Te han cogido en
un lío, y ya Luciana
te va a dar una buena lección. -Carlos, que tenía su
conciencia tranquila,
tendió la mano para recibir la carta. “No puedes negar que la
escritura
es de mujer, y que vivo en Clichy, porque aquí lo dice el
sello”,
continua-[124]ba ella con más
cólera
al ver que él no
se disculpaba. Por fin leyó la carta, era de Marcela, la chica
de Iriarte que
seguía mal, y le suplicaba fuese a verlo pronto. La
tisis seguía minando
la existencia del joven artista, y ya los médicos le
habían dicho que se
cuidara. Luciana pidióle perdón a su amigo dichosa y
radiante de alegría,
prometiéndole no dudar más; y Lagrange concluyó
de vestirse a toda prisa
para ir hasta la rue Lemercier a visitar al
pintor.
Convinieron en que Deschamps, el otro testigo de Eduardo,
vendría hasta el
Café Vachette al medio día para ponerse de acuerdo y
seguir las fórmulas de
estilo de estos casos. Y Eduardo Doria siguió en su coche sin
preocuparse por
el duelo ni por las ofensas, y pensando que él se había
conducido como un
miserable con Niní, y que por su dignidad de caballero
debía darle excusas y
suplicarle que le perdonase ese instante en que él había
estado loco.
“Eso es lo decoroso -se decía- ya que todo está roto
entre
nosotros, y por
lo mismo yo debo conducirme como quien soy.” De repente, sin más
vacilaciones, sacó la cabeza por la ventanilla, y dijo al
cochero con voz
suave y reposada, como tenía por costumbre todos los
días: “Vamos casa
de la señora.”
Iriarte
vivía en el quinto piso de una
antigua casa, en una de
las calles
altas de París, cerca de la Plaza Clichy.
Aba-[125]jo, en la calzada, a cada lado de la
puerta de entrada, había dos tiendas, una a la derecha, la
habitaba una vieja
modista, caída en la desgracia después de haber tenido en
buena época; hoy casi
todo el negocio se reducía
a
lavar trajes de mujer, encajes y guantes, que la gente pagaba a poco
precio, y
se ayudaba con algunos trabajos que hacía a domicilio, y
con algunos vestidos
llenos de cuentas y
lentejuelas
que hacía sobre medida para algunas míseras cantantes, o
exageradamente gordas,
exageradamente flacas, que trabajan casi de balde en los cafetuchos de
Bitignoles. La otra, la habitaba un vendedor de vinos, fósforos
y picadura, que
se permitía en los grandes calores sacar a la acera tres o
cuatro mesas de tres
pies, que atendía un muchacho medio idiota, hijo o sobrino del
amo. Sin
embargo, la entrada principal era bastante aseada, y para llegar
hasta el
segundo piso, tenía su alfombra un poco gastada, pero que la
portera sacudía
todos los sábados con una larga caña flexible envuelta en
trapos. Las otras
tres escaleras eran angostas, grasosas e incómodas, y se
veía que apenas
llevaban amistades con la escoba.
Iriarte pagaba en su quinto piso, sin
muebles ni servicio de ningún género, menos de cien
francos por trimestre, y
era dueño de tres piezas, muy ventiladas y sobre todo con
muchísima luz. El
único cuarto que había amueblado, era el de dormir, en
donda tenía una ancha
[126] cama de hierro, con resortes, una mesa, un aguamanil y un espejo
de
marco negro. En la sala más grande había formado su taller; por una claraboya
de vidrio plano entraba la luz,
en el
centro
estaba colocado un gran caballete vertical, muy pesado, que se
movía fácilmente
por las cuatro ruedas de la base, y con la ayuda de un manubrio se hacía bajar o subir
a voluntad la
trasversal que sostenía la tela. En un rincón estaba otro
pequeño caballete
portátil, compañero inseparable del artista, que llevaba
con frecuencia al
campo para copiar del natural y que había sido mudo testigo
de sus horas de
soledad y desaliento. Las paredes estaban llenas con sus mejores
academias,
figuras casi todas de cuerpo entero y al desnudo, premiadas en los
concursos de la
Academia Colarozzi;
sobre la mesa se veían bocetos,
más o menos acabados de
los diversos asuntos de sus cuadros. En todo se notaba cierto desorden,
que
rodeaba todo el cuarto de una atmósfera de simpatía.
Sobre las sillas había
bustos en barro y en yeso, algunas fotografías de sus
modelos, ancianos,
mujeres y niños, y retratos de los principales pintores
franceses.
En el último cuarto, amontonados
unos sobre otros, como en una casa de empeños, estaban sus
cuadros, los hijos
de su ingenio, que
representaban
más de ocho años de trabajo arduo y rabioso, con la
desesperación del que desea
llegar y hacer una obra perdurable. Su [127] enfermedad provenía
de exceso de
trabajo, exagerado para su constitución delicada como la de un
niño. Tenía ocho
años que no respiraba sino pintura y aceite, y sus pulmones ya
estaban fatigados
de tanto mineral absorbido. En su país le habían quitado
una ridícula pensión
que lo había decretado como un gran favor el Congreso, porque
uno de esos
viejos lascivos que llegan a París como pordioseros de amor en
busca de besos
pagados a precio de oro, para sus labios rugosos y malsanos, y que se
vuelven
a su tierra odiando la
fortaleza y
las energías de los cuerpo jóvenes, había dicho
que Iriarte se estaba eticando
con la vida licenciosa que llevaba. Y el pueblo entero
siguió repitiéndolo,
estúpidamente, por decir algo distinto, que diese aire a la
gente de estar
siempre al corriente de las cosas que suceden en Europa.
Desde entonces, la
vida del artista fue una lucha sublime entre sus ideales y la necesidad
de
comer y abrigarse. Y trabajó heroicamente, con una voluntad
rayana en locura,
hasta hacía un mes que los pinceles se le habían
caído de sus manos
flacas y huesosas como de esqueleto.
Sin embargo, había obtenido ya dos medallas en el Salón
del Campo de Marte, y
luchaba, medio moribundo, porque el Jurado lo declarase Hors de
concours!
Sus ideas sobre el arte, eran las más nobles y sinceras que
podían caber en el
corazón de un artista, y se había negado a vender su
último cuadro: La [128] Abandonada, por el cual
le ofreció un negociante
siete
mil francos,
porque decía que sus cuadros se los regalaría él a
su país, para que figurasen
en el Museo después de su
muerte.
Sólo se había decidido, en sus días de mayor
miseria,
cuando la crudeza del
invierno le impedía trabajar, a vender algunas cabezas
hechas a pastel, o
una que otra acuarela escogida días enteros, silencioso y
apesadumbrado, como
si se separase de un
pedazo vivo
de su ser.
Carlos
Lagrange no lo creía tan grade, y no pudo disimular su sorpresa al verlo en
semejante estado. Iriarte sonrió
dulcemente a la entrada de su amigo, y sacó debajo de la frazada
su mano
calenturienta. -“Yo no quería molestarte, pero Marcela se
empeñó en que debía
llamarte para que me vieses”. “Ella es tan caprichosa”,
agregó, envolviendo a su amiga en una honda mirada de
ternura y
agradecimiento. “No ve, me ha encendido la chimenea en el mes de
junio,
porque tiene frío”. “No, no”, interrumpió Carlos con
presteza, “en la calle está haciendo bastante frío; creo
que es este
viento del norte, que está soplando muy fuerte”. Marcela sentada
en el
borde de la cama, no quitaba los ojos del visitante, con el objeto
de adivinar
la impresión que el enfermo le produciría, y había
desde el primer momento comprendido
lo que pasaba en el interior de Carlos.
Marcela era
una flor del arroyo, de ese [129] grupo de obreritas que se renuevan incesantemente en
los barrios
laboriosos de París, golondrinas de amor, que buscan
sedientas un ser a quien
entregarse para toda la vida, y que de engaño en engaño,
pasan entre los brazos
de sus amantes,
abandonadas una
mañana al salir el sol cuando menos se lo esperan, porque
desconocen los
secretos del amor, y sólo saben dar como primicias su
juventud y
su inocencia. Ganaba
franco y medio al día
de aprendiz en una casa de modas, y al regresar al hogar sólo
encontraba
recriminaciones injustas de parte de los padres, a quienes la miseria
había
vuelto el carácter adusto e irascible, y que tenían
demasiados hijos para
estarse ocupando también de los mayores.
Era pequeña y delgada, con cejas
negras muy juntas, y grandes ojos que miraban siempre de lado, y cuando
taconeaba
por los boulevares, al ver su gracia
y su cuello erguido,
casi soberbio,
parecía un cisne sobre un lago.
Había sido asediada sin descanso a la
salida del almacén, y después de resistir por muchos
meses a las galanterías y
a las promesas de sus perseguidores,
una tarde cayó, como todas, enamorada de alguien,
seguramente el menos digno
de recibir su amor. Era un joven griego que la sedujo, y un mes
después huyó
precipitadamente para el Pireo, sin dejar señales de
existencia. Ella creyó
morirse, pero luego le juró odio a [130] muerte. Imposible
volver a su casa. Su
padre la habría
matado de un sablazo. Rondó
muchos días por los más humildes Cafés, sin
atreverse a entrar, hasta
que encontró una amiga que la condujo a todas partes. Un
día conoció a Iriarte
y se enamoró de
su aire dulce y
melancólico. Marcela lo
amaba con toda su alma, y se creía dichosa con las sobras de
amor que el
artista, ciego apasionado con su arte, podía ofrecerle. La
enfermedad seguía
avanzando, y ella, en vez de escuchar el consejo de sus amigas, que le
decían
debía abandonarlo, porque su mal
era contagioso y mortal, se constituyó en su enfermera, y
escuchaba con placer
sus delirios sobre el
arte y la
belleza, viéndolo feliz en esos momentos, y conformándose
modestamente
con ocupar el segundo sitio en el corazón del artista.
Cuando Carlos Lagrange salía del
cuarto, con el pecho agobiado de pesar, prometiendo al enfermo
volver toados
los días a charlar un poco con él, Marcela lo
siguió hasta la puerta, bañada en
lágrimas, y con voz entrecortada, preguntóle:
-¿No es verdad que durará todavía
mucho tiempo?
Carlos le estrechó la mano febrilmente, y
le dijo que desde
esa tarde Luciana vendría a acompañarla, y que todos
ellos estarían allí hasta
el último día.
La triste
criatura regresó al cuarto en donde el enfermo se había
dormido de [131] nuevo,
y besando la cabeza soñadora del pobre artista, lloró por
muchas horas, con la
castidad y la pureza
más
conmovedora, como una hermana llora a su hermano [132]
III
Niní, tan fiera
e insensible, habíase sentido débil ante las exigencias
de Eduardo, y después
de algunos días en que él la visitaba ceremoniosamente,
como un desconocido,
esperando con paciencia horas enteras que la artista quisiera
recibirlo, para
pedirle excusas, la reconciliación se efectuó contra la
voluntad de ambos, que
eran sinceros al creer que todo había terminado, y que, si
acaso, quedarían
siendo simples amigos de la calle. Pero Niní no
había podido olvidar las
sensaciones de aquella noche. Al sentirse maltratada brutalmente, ella,
acostumbrada a ser admirada y contemplada como un ser impalpable, y a
quien los
hombres no osaban tocar temerosos de hacerle daño con sus manos,
experimentó
una sacudida desconocida en todo su cuerpo,
y su sangre se
volvió de fuego, y
pasiones [133] ocultas se revelaron por un momento en su organismo. Al
verse
dominada y martirizada como un animal, ella, la siempre respetada,
se sintió
dichosa porque había vivido impresiones materiales, y
calofríos nerviosos se
deslizaban por toda su piel. Y ahora, deseaba que la maltratasen con
un
látigo, con fuertes puñetazos, hasta sentirse extenuada,
con los huesos
doloridos, para volver a experimentar sobre su carne perfumada aquellos
calofríos extraños
que
tanto la habían hecho
gozar y padecer. Y entonces pensaba horas sin treguas en su amigo, y
deseaba
verlo para insultarlo y disputarse como dos vagabundos. Ella,
la diosa de
mármol, había también al fin encontrado la manera
de vibrar, y ya no sería,
como en el pasado, la Afrodita eternamente deseada y nunca subyugada.
Pero Eduardo no estaba contento. Él,
que no se había siquiera atrevido a pensar en la
reconciliación, creyéndola
imposible, se disgustaba ahora al observar con qué facilidad
Niní había corrido
a él, y sobre todo de verla amorosa y complaciente; eso le
hacía mal a su pasión,
porque él la amaba porque era
déspota y cruel. Se había hecho ciertas ilusiones,
pensando que iba a sufrir
mucho en esos días de abandono, solo, en su
salón, desgraciado en su
aislamiento, como otras veces, y ahora esta repentina unión
lo contrariaba y
le ponía de mal humor, mientras Niní se alegraba de ver
[134] que el carácter
de su amigo se agriaba más cada
día, y esperaba con
ansia la oportunidad de instigarlo y golpearlo, para obligarlo a
maltratarla y
a injuriarla, como en la noche inolvidable de las sensaciones
extrañas.
El
duelo se había verificado en el jardín de una quinta
particular de uno de los
testigos, entre las últimas
casas
de Neuilly. El belga, a quien tocó la elección de armas,
escogió la pistola, y
a las doce del día se cruzaron unas balas sin resultado,
reconciliándose los
adversarios y terminando el desafío con un magnífico
almuerzo,
servido en la
enramada que daba al Sena, al abrigo de los árboles, y
desde donde se
divisaban los ciclistas que de rato en rato volaban por el camino
limpio y bien
terraplenado. A la hora de los postres, después del champagne,
mientras
fumaban magníficos habanos, y en las copas diminutas la chartreuse
verde brillaba como los ojos sulfurosos de un gato, Deschamps, que era
el
hombre de las ideas originales, propuso que cada uno fuese a
buscar a su
amiga, para ir todos juntos a pasar la tarde y la noche visitando la
feria de
Saint-Cloud, que acababa de comenzar. Todos aplaudieron, y el
belga reía, a
carcajadas, gritando a cada instante: “¡Es un poema!”
“¡Es
un poema!” Lagrange se excusó
diciendo en voz baja a su amigo que Luciana lo aguardaba
impaciente [en] casa de
Iriarte, y uno de los médicos, interno en La Charité,
[135] tuvo que dejarlos, porque estaba de
guardia esa tarde.
Se
separaron dándose cita para las cuatro y media en el puente de
las Bellas
Artes, para tomar allí los vaporcitos y remontar alegremente el
Sena. -Sobre
todo -agregó Deschamps al despedirse-, nada
de lujo. Hay que decir a las muchachas que vengan de riguroso incógnito, para poder divertirse.
A la hora señalada estaban todos en el
malecón
esperando que les llegase
su turno para entrar al muelle, que flotaba como una boya, atado a la
orilla
por dos fuertes cadenas. Un agente de Orden público, del lado
fuera, vigilaba
la cola, que iba aumentando como un enorme gusano, y evitaba que
pasasen el
transversal muchos a la vez, para impedir desgracias. El vaporcito
estaba casi
lleno con los alumnos de un colegio, todos de uniformes, echados
perezosamente
sobre los bancos, con las piernas cruzadas, y dirigiendo miradas
lánguidas a
las muchachas, que al frente, en el bandín de popa, reían
y hacían bulla,
instigadas por sus amigos, que se empeñaban
en estar alegres. A Niní le pareció muy raro y encantador
ese duelo, como ella
decía, fin de siécle, y su
orgullo se
sentía complacido al ver
que todo había sido por ella, y que las compañeras la
contemplaban con ojos
expresivos y le enviaban risitas amables, festejando sus dichos y deseando cultivar
amistad con
la mimada cantante de los trajes dege-[136]nerados.
Eduardo le había presentado al
belga, que le había
pedido perdón, culpando a los espumosos vinos de El Doyen
de sus impertinencias,
y repitiendo de tiempo
en tiempo, después de quedarse silencioso mirando al cielo:
-Es un poema!...
Al llegar a Boulogne el colegio
descendió, y el puente quedó despejado, y los
espíritus más alegres, y en la
atmósfera menos calor. Entonces pudieron acodarse a la
barandilla a observar
cómo el buque cortaba el agua, y cómo los resoplidos
fieros de la
hélice formaban
ondas plateadas, que se perdían melancólicamente en la
superficie del río, o
regresaban cantando cadenciosas, para, en el último esfuerzo,
besar con sus
espumas los costados del buque en movimiento. Llegaron por fin, y todos
saltaron a tierra contentos, pues ya comentaban a fastidiarse de
una travesía
de más de una hora, en que el buque se detenía
a cada momento de uno y otro lado, en todos los pueblos.
A la entrada de la empinada rambla que
hay que subir para llegar al pueblo, un ciego, agitando un perolillo de
hojadelata, pedía centavos con voz cavernosa, y todos los que
venían en busca
de alegría le daban limosnas, pensando que eso les
traería buena suerte en el
paseo. Antes que todo, llegaron hasta la elevada terraza del
parque, desde
donde se contemplan los más bellos barrios de París. La
torre Eiffel aparece
como una [137] sombra proyectada sobre el cielo; el Trocadero,
rodeado
de jardines, que se alza majestuoso en las alturas de Passy; la inmensa planicie del Campo de Marte; el
Sagrado Corazón,
todavía a medio construir, que corona la ciudad, en la cumbre de
Montmartre; y
después, del otro lado, dando la vuelta a la alameda de
frondosos árboles,
rodeados de estatuas, pilas y juegos de agua, se contempla el
Instituto, con
sus torres muy
pegadas, y San
Sulpicio, todo manchado de negro, y el Panteón en el fondo, como
una sola
piedra tallada al cincel. Más cerca, los otros edificios de
menor tamaño o que
están a menor altura, se aproximan vagamente, hasta
confundirste con las
admirables campiñas que, como una guirnalda de flores, circundan
y adornan la
gran capital. El guardia, un viejo de barba, alto y flaco, antiguo
sargento en
el ejército de línea, les indicaba los monumentos
que no reconocían,
conduciéndolos a los sitios desde donde el paisaje era
más sugestivo.
Después
subieron paso a paso, saltando como pájaros, hasta los
jardines, en donde los
empleados habían hecho dibujos y figuras simbólicas
con las flores y las
plantas de diversos colores, y al fin, fatigados, sentáronse en
los bancos de
piedras, en el centro de las encrucijadas, entre el monte
silvestre del camino,
cada pareja separada, dándose celos por las risitas y miradas de
los
compañeros; mientras ellos golpeaban distraí-[138]dos con
sus bastones las
espigas que salían de entre la yerba, y escribían ellas
con sus sombrillas
sobre la arena nombres y
fechas borrosas, recuerdos tal vez de otros paseos semejantes.
Al descender, los mismos paisajes habían
variado por completo, a causa de la hora, por la sugestión del
crepúsculo que
corría hacia la noche, y contemplábase un
París lleno de sombras, cubierto de
nubes brumosas, negras, plomizas, color de pizarra, un París en
ruinas poblado
de escombros, de una belleza triste, belleza de muerte, de pueblos
antiguos
cuyos monumentos hechos pedazos cantasen la historia de la grandeza
humana, la
belleza llorosa que conserva todavía Jerusalén,
Pompoya y los templos
carcomidos de la vieja Roma. Y Eduardo se imaginaba la gran Ciudad
devastada,
envejecida por el tiempo como una mujer hermosa, y revelábase
contra la
implacable destrucción de los seres y de las cosas. Pero
más abajo, al
descender por la angosta vereda de las gentes de a pie, del lado en que
el sol
caía lentamente, entre colores pálidos, de tonos
suaves y delicados, como
rodeado de una aureola indecisa, los monumentos y los
árboles aparecían
salpicados de luz, y París semejaba una ciudad misteriosa, una
ciudad polar,
hecha con cristales y pedrerías, entre inmensos campos de hielo,
villa
fantástica de poetas y de artistas, de mujeres ideales de largos
trajes de
en-[139]cajes. Allí estuvieron todos
mucho tiempo,
dominados por una repentina alegría, con ganas de amar y de
vivir.
Al llegar a
las primeras calles del pueblo, percibieron distintamente la
música lejana de
la feria, que el viento entre ráfagas traía a sus
oídos, y París, envuelta en
una intensa luz rojiza, parecía incendiada.
La locura era la reina de la feria, y la
bullanga de los organillos que estremecían el aire con sus
melodías monótonas
y enervantes, cambiando de tonos con voces destempladas y pitos
desatinados, o
el sonido estridente de los platillos, agitados fuertemente para llamar
la
atención de los compradores, ensordecía y fatigaba
la atmósfera. La gente se
atropellaba para llegar a los tenduchos, hechos todos a la ligera, con
tablas y
telones, para estar listos a partir, como bohemios infatigables, hacia
otros barrios
y otros pueblos. En las barracas más grandes, sobre las gradas
de la entrada,
para anunciar la representación, hombres y mujeres vestidos de
carnaval, con
trajes disparatados, hacían pantomima y cuadros vivos, y la
multitud se
estacionaba indecisa, hasta que la curiosidad hacía llenar el
teatrito
cubierto
con cartelones e iluminado por antorchas de llamas enormes que
reflejaban sobre
los concurrentes un tinte amarilloso, pareciendo todos sombras
anémicas y
enfermizas. La preferida era la casa de las fieras, en donde un
doma-[140]dor de fuertes músculos,
vestido de acróbata, adiestraba
tigres y leones, que obedecían rabiosos por temor al
látigo o a los hierros
candentes con que eran amenazados. O la caseta del lado, en donde un
gigante
deforme exhibíase medio desnudo, mostrando al público el
desarrollo informe de
su cuerpo, y sus pies y manos de monstruo marino. A ambas partes fueron
guiados
por Niní, que tenía ganas de sentir calofríos de
miedo con los rugidos
amenazadores de las bestias feroces, y de espeluznarse de grima al
tocar la
piel babosa del gigante.
Después desearon experimentar el vértigo
en las Montañas Rusas, en donde se dejaban balancear en el
aire agarradas de las manos, y
sintiendo
al
descender en el vacío, un hormigueo muy frío en el
vientre, que las obligaba a
recomenzar muchas veces, sorprendidas siempre del mismo modo por
aquel espasmo
indefinible y angustioso. Luego pasaron el resto de la noche dando
vueltas,
montados sobre los caballitos de madera, prefiriendo aquellos que
bajan y
suben con movimientos bruscos de retroceso, y se arrojaban, como locos,
largas
serpentinas de todos colores, que se enlazaban entre los hierros del
enorme
paraguas que los cubría y flotaban sin rumbo fijo, trayendo
más
alegría y
confusión en aquella inocente fiesta popular.
Mientras esperaban el tren que debía
conducirlos a París, fueron a to-[141]mar
cerveza y helados
al gran Café rodeado de árboles que están a la
entrada del pueblo, frente a la
estación, y en donde los tziganos de casacas rojas con franjas
de plata tocaban
en sus violines valses
melancólicos y rapsodias desconocidas.
Los días pasaban
venturosos para Eduardo Doria, entregado
todo entero al placer y al refinamiento, porque Niní, que
había adivinado los
extravíos de su amante,
se mostraba siempre
más exquisita en sus toilettes
y más degenerada al escoger las fragancias de sus perfumes.
Tan sólo algunas
mañanas Eduardo se sentía disgustado, herido en su
orgullo de gentilhombre, y
era cuando Niní, presa de una cólera repentina, medio
loca, lo hería en sus
fibras más íntimas, terminando, bajo el pretexto de los
celos, con acribillarlo
a pellizcos y a golpes, acosándolo y persiguiéndolo por
toda la casa, hasta que
él, fuera de sí, por
defenderse,
tenía que maltratarla brutalmente, hasta hacerla llorar,
temblorosa y
tiritando, como con fiebre. Pero ella se quedaba luego a su lado,
tranquila y
soñolienta, extenuada, como si saliese de una terrible crisis, y
entonces era
más amorosa y más complaciente. Eduardo pensaba que
su amiga estaba enferma de
los nervios, y la obligaba a tomar duchas y reconfortantes, pero se
veía con
desprecio, encontrando abyecto y miserable que un hombre golpease [142]
a un
ser más débil. A veces estas escenas se
sucedían todas las semanas, y entonces
era peor, porque él se ponía
también nervioso y perdía la cabeza al sentir a
Niní amenazadora e irritada,
con los ojos brillantes, de mirar perverso.
Una noche, después de la comida,
mientras Eduardo tocaba el piano en su salón
de estilo oriental, adornado con japonerías, todo decorado de
azul, con
suntuosos cortinajes de damasco, la criada entró y
encendió todas las luces
por orden de la señora; a Eduardo no le llamó esto
la atención, acostumbrado
como estaba a los caprichos de su amiga, pero después,
presentóse Niní
Florons, la cantante más mimada de los Cafés conciertos,
vestida exactamente
como había salido en el último invierno sobre la
escena de Folies Bergére,
con un traje corto de seda negra, adornado de oro pálido; en el
corpiño muy
ajustado, bajo el pecho, un ramillete de flores de brillantes
hacía resaltar
más el descote, y el corsé oprimía
estrechamente su talle, marcando sus
caderas y dejando adivinar el roce voluptuoso de sus formas. Al
levantarse el
traje para bailar y hacer piruetas, el fru, fru de sus faldas
hacía
temblar, y el color rojizo de sus enaguas la hacían
aparecer como envuelta en llamaradas de fuego. Eduardo
quedó embelesado,
siempre había sido su sueño poseerla así, a su
lado, toda suya, los dos solos,
para estrecharla entre [143] sus brazos y besar hasta saciarse
aquellos ojos
tentadores y malignos, perdición de las almas
débiles; pero nunca se había
atrevido a exigírselo, temiendo que ella comprendiese que en su
refinamiento ya
no amaba sino sus trajes degenerados.
Había siempre encontrado mayor sensación
voluptuosa en los cuerpos a medio vestir, que en la completa desnudez,
porque
su imaginación creaba con un yo no sé qué
de misterioso, las formas que no veía, y la belleza
soñada
se le hacía
más intelectual y más exquisita
que la realidad misma. Allí se encerraba
para él el secreto del placer sensual: amar lo visible, la
belleza que la
luz nos trae a
los ojos, pero dejar algo siempre oculto, algo que se desee y se
presienta,
líneas de misterio que cada hombre concibe con el mayor
refinamiento de sus
sentidos, y que resultan para el que posee verdadera sangre de artista,
más
bellas que la belleza misma.
El paroxismo de los colores se había
apoderado de su imaginación,
y el
azul de las enaguas de seda en el cuerpo de la mujer que amaba era para
él más
ideal que el azul del cielo. El amarillo, el negro o el rojo combinados
y
llevados por las caderas perfectas de su amiga,
producíanle un
inexplicable placer intelectual, un calofrío que le
corría por toda la piel
hasta casi desvanecerlo. Cuando Niní se desvestía,
él la contemplaba,
si-[144]guiendo con malicia todas sus coqueterías, todos sus
movimientos de
muñeca refinada, las contorsiones histéricas de su
cuerpo, al quitarse el corsé
que la oprimía, y en su cintura quedaban marcadas como dibujos
hechos sobre cera,
las ballenas y los encajes. Y ella se frotaba
suavemente, cerrando los ojos para sentir mejor aquella comezón
voluptuosa.
Por las noches,
cuando dormían, en medio a la completa obscuridad del
cuarto, sobre el lecho
limpio y blando, él pensaba en ella, pero la veía
elegantemente vestida, bien
calzada, con los cabellos rizados, y olorosa, suavemente perfumada
con
esencias delicadas. Y la que dormía a su lado parecíale
una extraña.
Después, compróle trajes raros, hechos
por las modistas más costosas, y de un lujo increíble;
zapatitos de todas
clases y de todos colores, siempre con tacones muy altos y de formas
elegantes;
guantes negros muy largos y brillantes, llenos de encajes y de
botones, y
hacía decorar su salón
de
diversos modos cambiando los muebles y los cuadros, para imaginarse que
vivía
en países distintos, casi sin salir a la calle, en su
repentina manía de
extravagancias enfermizas. Niní gozaba y se deleitaba con todo
esto porque su
pasión la constituían las cosas raras, y
le encantaba variar de
trajes, y disfrazarse de todos modos, sorprendiéndolo ella
también con rarezas
más refinadas. [145]
Mientras Eduardo, como un pachá
tendido sobre un diván, soplaba por el tubo de un
primoroso narguilé, y el
agua respondía con su ruido
enervante, antes de que el humo llegase a la boca, para salir como un
vaho
azulado, inundando la estancia con perfumes exóticos,
Niní vestida de turca, a
su manera, como una hija del profeta de gustos parisienses se echaba a
sus
pies, y lo dormía como a su señor,
entre besos y caricias silenciosas; después, era él,
quien al despertar del
sopor melancólico de la comida, la contemplaba con ternura
infinita, como a la Musa trágica de las eternas
alegrías, experimentando en su
cerebro los más exquisitos placeres secretos, y le besaba como
loco sus pies
bien calzados y sus piernas ajustadas en las medias de seda. Otras
veces, ella
se presentaba vestida de bohemia, con saya de colores chillones, y con
gorra de
caracteres enigmáticos, y le cantaba canciones llenas de
tristezas, con un
garbo gentilísimo de tiradora de cartas y de vaticinadora del
porvenir. Por
último, fastidiada de las riquezas, vestíase con una
humilde falda de criada,
con un ancho delantal y mangas arremangadas hasta el codo, y él
la estrechaba
loco de pasión, como si cada vez hiciese una nueva conquista y
abrazase un
nuevo cuerpo.
Su cerebro comenzaba a resentirse de los
excesos, y como siempre, el escepticismo invadía su alma.
Pensaba que cada
sensación agotada, era una página [146] arrancada del
libro de
la vida, y al
propio tiempo, no deseaba cambiar nada en su existencia. “¿Para
qué amar a otra?” se
decía, cuando al fin
todo será igual, sin que esa mujer lleve en sí la
poesía del pasado, nuestros
recuerdos, las horas vividas juntos. Una
nueva alma es
como un país desconocido, pero un triste país, sin
historia para nosotros, y en
donde no poseemos lazo alguno ni tenemos ningún derecho.
Llegamos allí a
tientas, entre tinieblas, y ver hacia atrás en esa alma es como
contemplar el
vicio. Ya lo
había acontecido más
de una vez en sus viajes,
de sentir
un hondo pesar al abandonar la casa y el lugar en donde había
vivido algún
tiempo, y de experimentar repentina alegría al reconocer en otro
sitio un
antiguo compañero de viaje, rodeado de misterio, y sobre el cual
había él
inventado una historia, imaginándose conocer su profesión y sus
ideas, por la manera de vestirse y
la
expresión de su
cara. Los hoteles y las
estaciones
de ferrocarriles lo afligían, y los puertos de mar eran un
martirio para su
espíritu; y por eso prefería no viajar, ni comenzar
nuevos amores, creyendo ver
en toda cosa que concluye la imagen silenciosa de la muerte. Su locura
era
vivir a toda prisa, sin contar con el mañana para nada, sin
desdeñar el más
insignificante refinamiento, apurando como un prisionero de antemano
condenado,
las copas más venenosas del placer, y llevando en el al-[147]ma
la desastrosa
convicción de que en la tierra sólo somos peregrinos
engañados, sin voluntad y
sin conciencia.
Al principio había deseado luchar contra
sus sentidos, pero como en el incesante renovamiento de sus sensaciones, sus ideas
también
variaban, habíase convencido de que todo era inútil, y
que el hombre era un
juguete de la suerte, incapaz de desarraigar de su organismo las tendencias ni
los vicios heredados.
“¿Cómo un pobre
ser -decíase- producto degenerado de muchas generaciones,
ha
de rebelarse y
vencer en un día lo que ha ido formándose en una
gestación de muchos siglos?...
Sus armas para la lucha se encuentran
ya inservibles al nacer, y basta el soplido del viento para revolver en
todo su
ser los miasmas que allí yacían. No importan los buenos
deseos, ni la primera
educación, ni los sabios consejos de sus mayores; como en toda
enfermedad fatal, si acaso, se
conseguiría
retardar por algunas horas la crisis, y entonces será peor,
las pasiones
contenidas, al rebelarse producen el desastre. Nosotros no hacemos lo
que
queremos, y en el combate por la muerte solo nos toca obedecer.”
Ya le había acontecido en París,
visitando
sitios que él no conocía, él cree haber
vivido allí en otro tiempo, y reconocer
todas las cosas como si le fuesen familiares, adivinando casi lo
que vendría
después, los edificios, las iglesias y hasta detalles de
menor importancia,
como [148]si allí hubiese transcurrido su infancia, poniéndose
nervioso, y diciendo a sus amigos
que él se
atrevería a jurar haber trepado sobre
aquel muro de piedras y jugado al escondite detrás de aquellos
troncos rugosos
de viejas encinas. Ellos se reían
y lo chanceaban sobre sus recuerdos de esas cosas no vividas, pero
él les replicaba que no
veía nada de
extraño ello, y que si sus
antepasados
habían vivido en esos lugares muy bien podría él,
por atavismo, experimentar
algo de lo que ellos hicieron y pensaron.
Otras veces, sentado, pensativo, bajo la
sombra de los árboles en el Parque Monceau, Eduardo creía
haber vivido momentos
idénticos en ese mismo paraje, sobre el mismo banco de
mármol negro, y
parecíale recordar todos los que pasaban, la misma nodriza con
sus anchas cintas de
colores, que empujaba
suavemente un cochecito en donde un bebé rosado reía con
la carita al sol, al
mismo ciclista salpicado de barro, el mismo vendedor de
periódicos que se le
acercaba y le repetía exactamente las mismas
palabras, y él respondía del mismo modo; el carruaje que
pasaba, las hojas
secas que caían, el viejo jardinero que regaba las flores con su
larga culebra
de cautchouc, todo sucediéndose exactamente como una
escena reproducida
sobre las placas opacas de un kinescopio.
Y entonces se alejaba
receloso, presa de un miedo repentino, apresurando
el [149] paso y mirando de reojo, como si alguien lo persiguiese para
detenerlo
y obligarlo a vivir esos momentos del presente como escenas lejanas de
su
vida
pasada.
Y en el Parque silencioso se mezclaban
suavemente el aroma de las flores y el tedio de las pasiones
heredadas
que cantaban la tristeza y la locura.[150]
IV
En
la rue Lemercier nada había variado. Hacía
seis meses que Iriarte luchaba
con la muerte. No quería morir, y todavía encontraba en
su pobre cuerpo
fuerzas y energías de agonizante, para cantar el triunfo de la
vida e
imaginarse que con la nueva primavera sus pulmones se
ensancharían y
absorberían, como una tromba todo el aire de los jardines, hasta
quedar inflado
y robusto como un Hércules. Esos eran
sus delirios por
la tarde, al
entrar la noche, cuando la fiebre le quemaba los huesos, penetrante y
sutil como
un hilo de fuego, y sobre el lecho, entre sábanas y
almohadas, su cuerpo
parecía una sombra. Pero, sobre todo, los delirios que
emocionaban a sus
amigos hasta hacerlos llorar, eran sus sueños sobre el
arte, su manera de
idealizar la belleza y de comprender el alma del artista, sus
pro-[151]yectos
para sus nuevos cuadros, en que él demostraría que la luz
es todavía el
misterio de los colores, y que en las copias más exactas da
la Naturaleza
hay mucho
de falso y de sugestivo, porque el color que vemos desde lejos, ese del
cielo y
del mar, ese de la atmósfera que rodea cada cuerpo, ese que da
la expresión y
el sentimiento en la belleza externa, no puede copiarse jamás
con la grandeza
infinita que existe en la realidad de los seres y de las cosas. El
artista debe
ser humilde contemplador del espacio, de alma noble y sincera, porque
aun la
obra maestra, si pudiésemos sentir la naturaleza como ella es
verdaderamente en
sí, resultaría mediocre y confusa. El esfuerzo debe
respetarse, y ningún
artista merece para su obra, por mala que ésta sea, ni la burla
ni el desdén,
pues tal vez los más grandes genios en el arte, por haber visto
más allá que
los otros y sentido más íntimamente esa belleza infinita
que no
puede
llevarse como ella es al lienzo, han extraviado sus tendencias, y en busca de
ese ideal por ellos solos
comprendido, han borroneado telas y amontonado colores como locos,
corriendo
desesperados tras la perfección y la verdad.
Y
luego pedía su paleta y sus pinceles,
fuera de sí, y era necesario dominarlo y convencerlo de que
eso le haría
daño; y entonces lloraba como un
niño, abundantemente, con lágrimas de inmenso
desconsuelo, dándose cuenta de
[152] su estado, y decía que él no amaba la vida, pero
que era tan triste irse
sin haber tenido tiempo de hacer una obra perdurable, algo que viviese
más que
los hombres y que fuese
de alguna
utilidad para el arte y la belleza. Después de esas crisis, empeoraba
bruscamente, la fiebre era más
intensa y las asfixias se sucedían
con más frecuencia, permaneciendo semanas enteras sin
levantarse de la cama,
aletargado, y sin hacer el
menor movimiento; y era necesario alzarlo poco a poco hasta obligarlo a
sentarse, y acomodarlo con muchas almohadas para que tragase
algunas
cucharadas de caldo o de leche, casi sin abrir la boca y sin
obtener que
pronunciase una sola palabra. Otras veces era él mismo quien
exigía que lo
condujesen hasta el sillón del atelier, y allí
pasaba horas enteras contemplando
sus cuadros y sus
estudios, como
en un sueño bajo la onda impresión de las postreras
melancolías, con plena
conciencia de que su vida
se
escapaba dulcemente, y tocándose a cada instante el pecho, que
parecía ser todo
hueco, formado con tablas muy delgadas, como el ataúd de un
recién nacido.
¡Oh,
qué momentos aquellos para su alma! Deseando vivir, vivir por la
gloria
y para
amar, porque desde que había aumentado su gravedad, se
sentía enamorado de
Marcela, pero con un amor póstumo, del espíritu y
del intelecto, como él
pensaba que le sería permitido amar [153] después de
muerto, como se ama un
retrato, una idea o un
recuerdo. Verla, enflaquecida con los desvelos, con grandes orejas,
como
sombreadas con carbón, y los ojos abiertos, inmensamente
abiertos, como si ella
creyese que al faltarle su mirada
su amigo iba a quedar muerto instantáneamente, como si
careciesen de aire sus
pulmones. Y él comprendía todo lo que su pobre amiguita
sufría, y cómo su salud
comenzaba también a quebrantarse. Ya en dos ocasiones, mientras
Iriarte se veía
acometido de esos accesos
desgarradores de tos seca, tos
sin sonido, como lejanas pisadas sobre un petate, Marcela se
había
desvanecido, creyéndolo ahogado; y vivía la infeliz
criatura bajo la
influencia de una indecible zozobra que le corroía el
corazón y le tenía los
nervios en una crispatura permanente. En la última semana
Iriarte se encaprichó
en hacer el retrato de su
amiga, y ella tuvo que someterse, después de haberle
suplicado tanto, a
posarle un rato todos los días.
La
cabeza resultó casi perfecta, y el suave tono de luz que
envolvía la frente y
los ojos, y que descendía perdiéndose vagamente por el
erguido cuello de
Marcela, hacía recordar, sin comparaciones, a la Infanta de
Velázquez, y al
Francisco I, del Ticiano; pero lo que dejó perplejos a los
conocedores, fue el
efecto de luz de los cabellos, pinceladas colocadas con audacia, con
mano de
revolucionario, y que destacaban el rostro [154] de un modo original.
Parecía
un retrato hecho en medio de la campiña, con el sol muy alto,
medio protegido
por los árboles, rodeado de una atmósfera de humedad; los
cabellos sobre las
sienes, movidos por el viento, podían contarse hebra por hebra.
En ocho horas
lo había terminado, y al entregárselo a su amiga, le dijo
sonriendo con ironía:
“Este es para ti; no te lo dejo como un recuerdo, sino como mi
herencia;
tal vez mañana cualquier usurero pueda darte por él
cuatro mil francos.”
Pero desesperábase al contemplar su gran
cuadro a medio terminar, que esperaba sobre el pesado caballete de
rodajas de
acero, aquel que él hubiera deseado presentar en el
Salón, para ser declarado hors
de concours, y
poder cederlo
con orgullo al Museo de su
país,
de su país que
lo había abandonado
a la miseria, y que en el fondo era culpable de su muerte.
El
cuadro representaba un incendio. Llamas rojas de bordes azules
devorándolo
todo, formando juegos de luz imaginados con una audacia
increíble por el genio
del pintor. De un lado el fuego color de cereza destruía la
madera y los
muebles, hasta terminar lamiendo como una inmensa lengua los muros de
piedra
maciza, que poníanse negros y sucios como las paredes de un
horno; del otro
lado todo estaba devastado, y en el suelo yacían huesos y
esqueletos que
llevaban en los dedos y sobre el pe-[155]cho
sortijas
y joyas ahumadas. Más allá el busto de un carbonizado
estaba intacto, pero se
adivinaba que al tocarlo se convertiría en cenizas; y por todas
partes el fuego
se asomaba entre las
grietas como
largas serpientes insaciables en solicitud de nuevas víctimas, y
reflejando
hacia el centro los tintes fúnebres de la devastación, la
soledad y el
silencio. Cuántas veces fue sorprendido el pobre artista
desolado, echado sobre
el pavimento, contemplando desde el suelo su obra, con miradas de
desconsuelo, como un cervatillo que
mirase
el sol;
y se veía raquítico, enfermo, sin fuerzas para sostener
la paleta, con el
cuerpo que se quejaba de fatiga. Y sin embargo, aquella obra que
lo hacía
aparecer tan pequeño, era fruto de su talento,
engendrada por su genio, vivida en su cerebro
muchos meses, como el hijo en las entrañas de la madre; y
creíase de repente
con la fortaleza de un león, pretendiendo con su sola
voluntad dominar las
debilidades de su organismo, su flaqueza física. A la cama
se lo llevaban en
peso, como un triste fardo, delirante y bañado en un sudor muy
frío y pegajoso.
Así
transcurrieron algunas semanas, entre crisis y delirios. En el
otoño, creyeron
todos que sería cuestión de unos días, y la casa se llenó de
compañeros, que lo velaron muchas noches, pero
viendo que no se moría, comenzaron a fastidiarse y se hicieron
más raros.
Car-[156]los y Luciana únicamente no
lo abandonaron un
solo instante. Ella, con miedo por Marcela, a quien veía muy
delicada y cada
vez nerviosa;
él, por afecto hacia
aquel pobre joven, que moría de miseria en un quinto piso, sin
familia, en un
suelo extranjero, olvidado por su patria, que mañana
habría de estar orgullosa
de su nombre y de sus triunfos. El invierno comenzó con sus
escarchas y sus lluvias,
y aunque no era todavía muy riguroso,
la nieve caía a vecesy la humedad molestaba a todo el mundo.
Desde dos días
antes, el enfermo cayó en, una grave postración,
y el médico aseguró que era ya el fin.
En
una noche su rostro había sufrido un cambio espantoso, los ojos
se hundían en
las órbitas, y la nariz
larga y perfilada parecía hecha de cera. Esa mañana, al
entrar el alba por los
cristales del taller, la estancia se inundó
de una claridad de crepúsculo, sonrosada con tintes dorados, y
el artista que
hacía cuarenta horas que no hablaba, abrió repentinamente
los ojos y dijo con
voz muy baja: “¡Qué bella luz!”... Todos se acercaron
angustiados
al lecho, pero los párpados habían vuelto a caer sobre
sus ojos, y sólo una
hora después comenzó a mover los dedos, como si
deseara asir algo con las
manos, como si experimentase un ligero hormigueo en las extremidades.
En ese
momento entró el médico, tomóle el pulso, lo
auscultó, e hizo despejar la
estancia, no permi-[157]tiendo en ella
más de dos
personas; apagó una vela que se consumía en un
rincón, y abrió de par en par
las ventanas de las piezas contiguas para que se renovase el aire,
diciéndoles
con su acento
amable: “No
le quiten el aire para que muera tranquilo”.
Eran
las diez de la mañana, el cielo estaba muy azul, y el
frío era seco y
agradable. Sobre los tejados de las casas vecinas, el sol reflejaba sus
rayos
débiles y tristes, y de las fauces ennegrecidas de
las chimeneas
brotaba un humo obscuro, vacilante, como indeciso de qué rumbo
tomar, esperando
que el viento, que soplaba apenas, dispusiese de su destino, y lo
enviase en
cualquier dirección hacia el espacio. El atelier
estaba convertido en
sala de recibo, y allí aguardaban algunos, curioseando las
academias y los esquisses;
otros, de sombreros y sobretodos, asomados indiferentes al
balcón, miraban el
aspecto de la calle, y la gente que iba y venía muy de prisa. De
repente, un
grito desesperado salió del cuarto del enfermo, era Marcela que
tenía una
crisis nerviosa, y hubo que calmarla con bromuro y valerianatos.
Iriarte
sentóse de improviso en la cama, sin la ayuda de nadie,
pasóse las manos por la
frente como si despertase de un sueño y con el rostro
transformado, como
iluminado repentinamente por una fuerza misteriosa, entre los
brazos de su
amiguita que no comprendía nada de aquello y le secaba el sudor
con su
pa-[158]ñuelo, y como para responder a las sorpresas que
leía en las
fisonomías, dijo, agarrándose el pecho y respirando
fuertemente: “No; si
ya no sufro, estoy bueno... Siento
que la vida viene a mí... Mis pulmones se inflan... de aire...
Yo... se lo
decía... es la primavera que me ha salvado...” Y su cuerpo cayó pesado
sobre las almohadas,
sin una contracción en el rostro, y fijando sus ojos, vueltos enormes de
mirar profundo, en aquella
delicada
criatura de
facciones de virgen, la única que había logrado
ocupar un sitio en su alma
perfumada como un jardín de rosas, en donde solo el arte y la
belleza pudieron
vivir estrechamente.
El
aspecto de aquella casa había
cambiado en un segundo, y la muerte cubría con sus alas
poderosas el humilde
lecho en donde yacía severo para siempre el infeliz artista.
El
entierro fue un pobre cortejo de abandonado, hecho con las
suscripciones de sus
amigos, a las doce del día, bajo una lluvia muy fina y un
frío glacial. A lo
más, veinte personas iban detrás del féretro,
que los conductores llevaban muy
de prisa para salir de eso. Todas las almas estaban tristes, pero la
emoción no tuvo
límites de ver descender de un
carruaje un anciano condecorado con la Legión de Honor,
Miembro del Instituto y Vice-presidente de la Sociedad de los
Artistas
Franceses, cuyo nombre era conocido en toda Europa, y al cual
había debido sus
primeros triunfos [159] Iriarte. Y aquel hombre, cargado de
merecimientos, que
por casualidad había sabido la miserable muerte de su
discípulo, fue a
autorizar con su presencia
la
futura gloria del artista. En efecto, al notar su presencia entre los
concurrentes, los
conductores fueron más despacio, y la gente, a pesar
del invierno, se descubría con respeto.
En
el cementerio no hubo ceremonias, Lagrange dijo algunas frases, llenas
de
profundo dolor y de amarga ironía sobre
las cosas de la vida. Marcela gemía en un ángulo, y su
quejido parecía el canto
melancólico de un pájaro. Sobre la tumba arrojaron
muchas flores, y todos se retiraron,
marchando cabizbajos, sin
agregar una sola palabra.
Mientras
tanto, el quinto piso de la rue
Lemercier estaba
desierto, y en el
ambiente vagaba un fuerte olor de ácido fénico. El taller
semejaba un campo
deshabitado, y sobre el muro, colgada en un clavo, al alcance de la
mano,
pegados todavía algunos colores al descuido, yacía
la paleta, como si el
artista hubiese dejado olvidado su inmenso
corazón herido en aquel cuarto húmedo y sucio, en donde
habían quedado
solitarios sus sentimientos y sus
ideales.[160]
V
Aquella
mañana Eduardo Doria levantóse más temprano
que de costumbre, con la cabeza
pesada y el cuerpo muy quebrantado. Había dormido mal, y toda la
noche la luz
había pestañeado sobre la chimenea, en una lamparilla de
plata, cubierta con
una pantalla japonesa hecha de seda verde, que envolvía la
estancia en una
semi-obscuridad de santuario, como la triste veladora de un altar.
Niní, desde el
día anterior, con un pretexto
cualquiera, habíase ausentado, y él estaba solo, a
la una de la madrugada,
tendido sobre la cama contemplando los dibujos de las
tapicerías, que se le
antojaban ser rostros raros, que lo veían con insistencia, con
aire amenazador;
las flores de los muros parecíanle barbas y bigotes
enormes; los triángulos y
cuadrados del biombo que ocultaba la chimenea, cascos y armas de [161]
combate.
Cerraba los ojos para huir de esos engaños de la
imaginación, y entonces, llamaradas
de fuego, que iban cambiando de color mientras más apretaba los
párpados, se
alzaban en su cerebro.
Y pensaba
obstinadamente en los muertos, en su buena madre, en el tío
Fermín, en Iriarte,
y en otros más lejanos todavía en sus recuerdos,
que él había visto por casualidad cuando estaba
niño, tendidos en un catre,
con un pañuelo que le sostenía la quijada, y un
crucifijo de hueso amarillento
sobre el pecho. Después, volteaba de un lado a otro la cabeza,
con cierto
recelo, al menor ruido que creía oir, o bruscamente, como
para sorprender a
alguien que lo espiase por detrás. Tuvo miedo, sobrecogido
de un pavor
nervioso, saltó de repente del lecho y abrió corriendo el
balcón, como para
pedir socorro. El viento que soplaba del Parque refrescóle el
cerebro y durmió
algunas horas, presa de angustiosas pesadillas como si lo
estuvieran ahogando,
apoyándole grandes manos sobre el pecho, manazas muy
pesadas, que él luchaba
en vano de retirar de sí, con los miembros paralizados,
incapaces de ejecutar
un movimiento.
Otra
forma de la melancolía comenzaba a dominarlo; soñaba
despierto, pero, como
siempre, no veía sino cosas tristes, historias de
acontecimientos dolorosos. Su
muerte repentina en medio de la calle, la llegada del comisario
que registraba
todos los bolsillos y que no encon-[162]trando
papeles
que probasen su identidad, hacía conducir el cuerpo a la
Morgue. Y se
contemplaba allí, en aquel local húmedo y sucio,
pestilente a ácido fénico, y
adivinaba la expresión de su rostro, alargado, amarilloso como
las figuras del
Museo Grevin. Y toda
aquella gente
ociosa y mal vestida que desfilaba delante de la vidriera buscando
de conocer
al muerto. Después, era la sorpresa de sus amigos al saber su fin; la
pena profunda de Lagrange, que
se paseaba silencioso,
fumando
nerviosamente, colérico de la injusticia de la suerte; el llanto
sincero de
Luciana; el miedo de Niní, que no quería dormir sola, ni
apagar la luz,
creyendo ver su espectro por todas partes.
Otras
veces, era la idea del suicidio que lo perseguía, y analizaba
con cuidado el
género de muerto preferible, hasta verse tendido en el
lecho, la cabeza
deforme entre las almohadas rojas de la sangre que brotaba de su
cerebro destrozado.
El misterio de su muerte, las murmuraciones de las gentes:
“Quién lo
hubiera creído...” “Un hombre tan feliz, siempre contento, que
reía
siempre...” “Rico, y con una querida tan hermosa...” Y el
misterio existiría siempre, porque él no dejaría
nada que pudiese revelar el hastio
de su vida, la tristeza voluptuosa de su carne.
Después
de tomar el café, ocurriósele registrar unos viejos
baúles, llenos de
cachivaches y papeles de familia ence-[163]rrados
en
largos tubos de metal, que le habían enviado de su pueblo
después de las
desgracias acontecidas. Hizo traer los baúles al salón, y
allí pasó toda la mañana,
revolviendo y curioseando todo aquello, con mucha atención,
deseando adivinar
qué historia tendría cada objeto, y pensando que eso
era todo lo que
quedaba del pasado de su familia.
Pero, sobre todo, las historias que más le intrigaban
conocer eran las de unas
carteras de cuero, secas y porosas como madera, y que contenían
trenzas de diferentes
cabellos, amarradas con cintas descoloridas; algunos retratos hechos
sobre
vidrios ahumados, cuyas facciones se distinguían apenas al
ponerlos contra el
sol; medalla y crucecitas casi gastadas, con efigies de santos y
de reyes.
Eduardo creía ver en todo eso, remembranzas de amores y
pasiones, porque sus abuelos
paternos pertenecieron a una
raza infatigable de voluptuosos. Aquellas suciedades metidas en grandes
cofres,
que parecían urnas, eran los restos de su familia; y sin
embargo, su bisabuelo
había sido un verdadero artista, gloria de su tiempo, su abuelo
combatió con
Napoleón en Egipto, uno de sus tíos pasó a
Sicilia, formando parte de la
expedición de Los Mil, a las órdenes de Garibaldi; otro
de los hermanos de su
madre, fue un sabio, naturalista y químico, que
pereció en su laboratorio una
tarde experimentando reactivos, y descubriendo cuerpos simples.[164]
“He
aquí la vida, pensaba; se lucha incesantemente. Por la gloria el
héroe, el
artista, el poeta y el sabio; los otros por el bien individual, por la
fortuna,
por los honores, por vivir burguesmente en su casa, entre una esposa y
unos hijos, y después,
vuelven
todos a lo mismo,
a la nada, llevando cada uno lo que ha sufrido y gozado. La vida es una
triste
ironía, una ley de infinita crueldad.”
Y
repentinamente se encontraba poseído de una sorda
cólera, sin saber contra
quién, ni por qué. Convencido como estaba de que la
felicidad no existía para los hombres, encontraba una
funesta propaganda de
maldad el traer a la vida nuevos seres, y sentía instintiva
antipatía hacia sus padres,
sentimiento que rechazaba de
prisa, con horror, y una especie de odio contra Dios, si fuese cierto que existe
y ordena. Luego una honda
tristeza invadía su alma,
mezcla
de ira y de piedad por los humanos, destinados a desaparecer
después de una lucha
inútil entre locuras y sueños irrealizables.
Hubiera
deseado amar la vida y ser como todos, dejarse engañar y seguir
en el triste
remolino camino de la muerte. Pero su alma
rebelábase, a pesar suyo, y lo enfurecía la idea de que
el hombre fuese un
simple objeto, juguete de los acontecimientos, pasto insípido
del tiempo, fruto
podrido del atavismo y de la herencia. Encontraba que el hombre [165]
tomaba la
vida muy a lo serio, instalándose en el mundo como si la existencia fuese
duradera, y creándose voluntariamente
lazos para hacer más agudo el dolor de la partida. Muchas veces
habíase
sorprendido riendo en silencio, con risa diabólica, viendo como
luchaban los
hombres por realizar sus proyectos, discutiendo y defendiendo el
porvenir como
si pudiesen poseerlo,
gozarlo y
vivirlo; y aseguraba que todos los hombres eran alocados y
corrían tras una
manía, sin preocuparse de pensar cuál era el objeto de la
vida, creyéndose
inmortales, sin reflexionar en el fin, en el regreso fatal a lo
inconsciente.
Otras veces al mirar al
público en
los teatros y en las diversiones, riendo y charlando alegremente desde
su palco,
creíase superior a toda aquella
gente, y movía tristemente la cabeza, diciéndose; “Toda
esa gente va al
encuentro de la muerte y ríe.” Siempre había observado
que en medio de
las grandes alegrías, al finalizar los espectáculos y los
festines más
bulliciosos, sucedíanse
instantes
de profundo silencio, como si todos a la vez reflexionasen en una misma
cosa,
como si un ser
misterioso e
invisible hubiese penetrado de improviso en la sala y sugestionado de
idéntico
modo con su presencia todos los espíritus. Y todos
quedábanse aletargados sin
saber por qué, soñando con cosas raras y tristes,
olvidando la felicidad, como
dándose cuenta exacta de que las
alegrías no [166] equilibran las tristezas, y de que la vida es
un inmenso
camino lleno de abrojos en donde sólo reina el dolor, Parece que
todos se engañaron
voluntariamente para olvidar,
pero luego se mira
hacia el
pasado, y se ven
rodando los
afectos, marchitos como las flores; se mira hacia el porvenir, y se ve
igualmente los nuevos afectos
que
también han de morir. El presente, en el mar de la vida, es
sólo un día, y la
barca sigue vacilante, dejando hacia atrás el huracán que
todo lo ha destruido,
hacia adelante, hacia la tormenta que se prepara sobre nuestras cabezas.
Y
Eduardo deliraba en pleno día, agostando sus ilusiones, como el
ardoroso sol
la siembra llena de renuevos del labrador. El amor, que había
constituido su solo
ideal, comenzaba a fatigarlo, y la
voluptuosidad ya no podía ofrecerle sino placeres conocidos,
labios iguales y
senos vacíos. No encontraba sino un solo medio de retardar la
hora aciaga, que
él distinguía muy cerca, amenazadora o inevitable:
perseguir el refinamiento
hasta el límite de la locura, y allí abandonarse a su
destino,
sin luchar ya
más, como un cuerpo extraño que desciende, indiferente al
sitio en donde va a
caer, como una lágrima, como una hoja, como una piedra.
En
esos momentos la vida era un peso para su cuerpo, y honda
melancolía lo embargaba,
teniendo piedad de sí mismo y siguiendo con la humildad de
un [167] esclavo
sus raciocinios
desesperantes de
escéptico. Comprendía que su enfermedad
se agravaba, pero
sentíase débil
para combatirla, y sobre todo, llevaba la convicción de que toda
lucha era inútil.
Su alma cantaba como una cítara la tristeza de vivir, y entre
tanto, él consideraba
que cada nuevo día traería una nueva decepción.
Eduardo Doria no había
experimentado nunca la felicidad completa, en sus horas de suprema
voluptuosidad, loco de pasión, cuando entre
besos y caricias amaba la vida, imaginándose que los seres
habían nacido
únicamente para el amor y el deseo, la tristeza, como una
sombra, espiaba el
instante de penetrar en su cerebro,
con el manto de la reflexión, para obligarlo a comparar y
padecer.
Y
recordaba que cuando era niño, en su pueblo, de sanas y honradas
costumbres, se vio
muchas veces acometido de grandes
tristezas silenciosas, sin motivo alguno aparente, sin saber por
qué, y se negaba
a ir a la mesa, a salir a la
calle, por dos o tres días, hasta que su pobre
madre, preocupada, venía a suplicarle, que le dijese lo que le
hacía sufrir, y
al fin él, sin encontrar pretextos para explicarse, se echaba a
llorar entre
sus brazos, como buscando un refugio
para aquella pena desconocida,
que, como un susto interior, lo hacía padecer horriblemente. Y
ahora, tantos
años después, en su aristocrático salón,
rico y joven, experimentaba aquellas
mismas sensacio-[168]nes de su infancia, aquel mismo susto
inexplicable, pero abandonado en
el mundo, bajo el más refinado y peligroso medio de
París. Y al revolver
aquellos baúles, únicos restos de sus antepasados,
cenizas de una inmensa pira
encendida durante muchos años, pensaba, con la mirada
fija sobre el
suelo, como un autómata, que su alma
estaba muy enferma, puesto que él la sentía aletear en su organismo como una
mariposa
prisionera, y que si el mundo moderno no poseía nada nuevo para
hacer amar la
vida, la obra de la civilización había sido desdichada,
convirtiendo el amor en
un incípido manjar para los paladares burgueses, y la lucha por
la vida en una
lucha despreciable por comer y dormir.
Y
cerrando dolorosamente los ojos, sentía envidia por los antiguos
paganos que
crearon el arte de amar para las almas refinadas, y lucharon por
ideales más
nobles y más intelectuales que las generaciones presentes.
El
aniversario de Eduardo había caído esa vez justamente en
la Mi-Câreme, y
él había invitado a sus amigos
para festejarlo, pero a condición de que viniesen todos
disfrazados.
Sobre
los boulevares reinaba la locura, vestida de arlequín, con su
gorra de
cascabeles. La gente se apiñaba en las aceras esperando
la hora de la
cabalgata, y atacábanse como en una verdadera [169]
batalla, vaciando sin
descanso los sacos de confetti. El suelo estaba
como
alfombrado, y los pies manchaban trabajosamente sobre los papelillos,
como
sobre grandes campos de paja. Las mujeres eran las incansables y las
temidas en
la lucha; con el rostro protegido por el velo del sombrero, su placer
era echar
los papelillos dentro de la boca los hombres, o lanzarlos con fuerza
sobre los
ojos,
para ver los movimientos bruscos de las cabezas al huir de un lado para
otro, y
entonces reían dando salticos nerviosos, esquivando la revancha,
o deteníanse
tercamente a resistir el ataque, orgullosas de ser siempre las
vencedoras. En
los balcones de los Cafés estaban las más elegantes,
lanzando desde lo alto,
serpentinas muy rápidas que caían sobre las cabezas de
los paseantes, o se
colgaban de los árboles, semejando largos lazos de cintas
multicolores. En las
terrazas, artistas ambulantes en busca de centavos cantaban canciones
picantes,
con voces acatarradas, roncas del trabajo de todo el día, o
recitaban monólogos imitando a algún viejo personaje
político, o,
aprovechando el lado
patriótico, hacían escenas en donde la libertad era
aclamada y el ejército ensalzado; terminando con arranques
belicosos de fingida emoción, dando gritos por la patria y la
república. Otros
tocaban en pitos y violines serenatas desafinadas, sin ritmo, sin
compás, y
aunque las más de las veces estaban acom-[170]pañadas
con platillos y panderetas, resultaban tristes y fatigosas,
músicas frías,
enfermas de miseria, pobres de pasión.
Pero
la cabalgata se acerca, y la
animación
crece, y todos buscan sitio para ver mejor el desfile. Los carros
marchan muy despacio, cada uno con su orquesta, llenos de mujeres
semi-desnudas, pintarrajadas, con pelucas rubias o negras, mujeres
que bailan
y hacen muecas al público. Adelante avanza el Cortejo de los
Estudiantes, onda
de alegría forzada que la tradición ha impuesto al Barrio
Latino, y que ellos
conservan con orgullo, tratando de sobrepujar en originalidad y gracia
los años
precedentes. El carro de las Ciencias, el de las Artes, el de Venus, el
de
Minerva, y detrás siguen hombres y mujeres disfrazados de
Cupidos, de
guerreros disparatados, armados con cota y malla, grandes cascos
brillantes y
espadas de doble filo, de médicos con pelucas de viejos,
calzón corto y zapatos
de hebillas, que llevan en las manos largas jeringas sugestivas, de
filósofos
enflaquecidos por las vigilias, de sabios y de artistas conocidos.
Detrás
viene el Cortejo de los Mercados, con sus carros alegóricos y su
gente
disfrazada, de rábanos, de espárragos, de coles y
lechugas. Cada cortejo lleva
en su carro más lujoso su “Reina”, la más bonita muchacha
de su
barrio, y ellas van rodeadas de sus damas de honor, muy ensimismada,
llevando
el estrella-[171]do manto real sobre las
espaldas, y
la vistosa corona de cartón en lo alto del peinado, y son ellas
las más felices, las escogidas para formar la nobleza de un
día, aristocracia
fugitiva que nace y muere en una tarde muy alegre de grandezas y
mascaradas.
Por fin llega, entre el ruido
metálico
de las trompetas y los vivas de los
comparsas, el
Cortejo de las Lavanderas, en donde viene la “Reina de las
reinas”. Adelante marchan a
caballo jinetes vestidos a usanza de los antiguos paladines, precedidos
de Don
Quijote y Sancho, y de héroes y personajes populares de poemas y
novelas; y
sobre un suntuoso trono hecho con tablas y flores, rodeada de su corte,
va la
omnipotente soberana de un día. Había sido la escogida
por el jurado como la
más bella entre todas, y ella ríe y saluda con donaire a
la concurrencia que la
aplaude cariñosa. Las otras reinas sentían celos de su
soberana, y aunque
murmuraban interiormente descontentas de la elección, la
diplomacia les exigía
el disimulo, y sus risitas más amables y sus frases más
afectuosas, eran
siempre para ella. Hasta el Hotel de Ville se fueron a recibir
los dos
besos clásicos del Señor prefecto, y a tomar algunas
copas de champagne,
escuchando los discursos oficiosos y la música
de estilo.
La
cabalgata seguía su marcha hacía los sitios más
populosos de la ciudad,
llevando consigo la algazara y la ale-[172]gría, las batallas de
confetti
continuaban sobre los boulevares, y las sombras crepusculares de la
noche que
caía, daban cierto aspecto trágico a toda aquella
multitud delirante e
inconsciente.
En
el parque Monceau el departamento de Eduardo estaba brillantemente
iluminado y
lleno de flores y de hierbas perfumadas, de demi-monsas, de
iris, de
lilas y de claveles. Había hecho traer rosas ardorosas del
Mediodía y camelias
tersas y delicadas como flores de nieve. En el comedor las fruteras
estaban
repletas de fresas y cerezas muy rojas; naranjas de Valencia, amarillas
color
de oro; melocotones de piel muy suave; y como vinos y postres, todo lo
más
exquisito y refinado. Antes de la hora fijada estaban todos
allí. Las mujeres,
descotadas, voluptuosas, y con ganas de reír y de divertirse;
alegres con la
algazara de la calle; con los labios temblorosos, en busca de
besos, y los
ojos brillantes, pidiendo caricias; los nervios excitados, bajo la
fiebre de
las primeras copas del aperitivo. Los hombres, complacientes, felices
de verlas
contentas.
Durante
la comida los chistes y las risas no cesaron, y las parejas enamoradas,
con los
labios húmedos de dulces, fragantes de esencias raras,
continuaban insaciables
dándose besos, besos que hacían correr calofríos
luminosos por las mejillas
ardientes de las [173] muchachas, y palpitar más de
prisa los corazones al levantarse majestuosos los senos,
inconformes
y prisioneros en lo alto del corsé. Y ya ellas comenzaban a
poner las caras
compungidas, con mohines deliciosos de gatas mimadas, locas por
irse a sus
alcobas solitarias, en donde el poema de los besos era la quinta
esencia de la
felicidad y del amor. Y todos se alejaron abrazados, bailando y
cantando, sin
noción exacta de la hora, y de la vida.
Eduardo
Doria era el único que no había gozado de la fiesta,
torturado por la
psicología enfermiza de sí mismo. ¿Cómo
arrancarse de la sangre aquel torrente
heredado de voluptuosidad, fuente inextinguible de sensaciones morbosas, de nuevos deseos, que
apenas gustados
desaparecían, dejando en el fondo de su ser
un germen infinito de tristeza, mezcla de sombras de cosas ya
vividas y de
amores presentidos que habían de tener el mismo fin? Su martirio
era a sus ojos peor que
el suplicio que había
soportado aquel desventurado rey de la Frigia, que convertía en
oro todo lo que
sus manos
tocaban. La voluptuosidad existía
en cada fibra de su alma;
pero su
sensualismo era un sensualismo doloroso, nunca satisfecho, jamás
contento; y
para mayor desgracia, su imaginación le presentaba todo con
colores más bellos
de lo que la realidad podía ofrecerle, y cada deseo vivido era
una nueva
desilusión en el camino del futu[174]ro ideal. En lo
íntimo de su ser se ocultaba
el más romántico de los
artistas. Desde meses atrás había intentado cambiar la
corriente de sus sensaciones
por la saciedad, por la
extenuación de sus sentidos; pero el resultado había sido
fatal, y ahora la
mujer comenzaba a desaparecer, y sólo suspiraba por los trajes
de seda, por las
enaguas de encajes, por los cuerpos elegantes y esbeltos que él
no podía
poseer. Cuando veía a Niní con el mismo traje, con los
mismos adornos,
quedábase completamente indiferente; pero el cambio de color, el
cambio de
perfume en las toilettes, producían una nueva
sensación en su organismo.
Su imaginación volaba como un pájaro de alas inmensas
hacía el más azul de los
países, pero el análisis implacable
teñía su
cielo de nubes negras y fúnebres.
Y en ciertos momentos él sentía que su sangre
se filtraba gota a gota en el cerebro, y la oía correr muy de
prisa por las venas,
cantando como una fuente misteriosa la belleza eterna de las formas
femeninas,
la transparencia de un ensueño irrealizable.
Y
en medio del banquete, sin conciencia de sí mismo,
poseído de la tristeza de
vivir, había protestado contra el amor y el placer, proclamando
el triunfo del
licor, y recitando, ya beodo, aquellos versos singulares del poeta
enfermo de Las
Flores del Mal:
Tout cela ne
vaut pas, ô
bouteille profonde,
les
baumes pénétrants que ta pansé feconde [175]
garde
au cœur altéré du poëte pieux;
tu
lui
verses l’espoir, la jeunesse et la vie
..................................................................
....................................................................
[175]Y apurando hasta
el último sorbo una botella de champagne, perdida la
razón cayó como un
cerdo sobre la alfombra, en donde yacían casi marchitas las
rosas ardorosa del mediodía y las camelias tersas y
delicadas como
flores de nieve.
Entretanto,
en el salón, Niní habíase desabrochado el
corpiño que la sofocaba, y reía con
su risa perversa, escuchando las suplicas lagrimosas del belga, que, de
rodillas le juraba que sería su esclavo, si ella se
mostraba menos cruel, y le
besaba las manos y los pies como a una diosa adorada. Al fin ella, con
ganas de
sentirse acariciada, dejóse besar y abrazar, como quien da
una limosna de
amor, con todo el orgullo de su belleza tentadora. A su lado el aire se
hacía
excitante con los efluvios voluptuosos de las flores y del vino [176]
LA
TRISTEZA VOLUPUOSA
TERCERA PARTE
Aquella
alma se incendió
como
el éter en el
fuego.
I
“Si pudiéramos aislarnos de la
multitud, huir de la
mediocridad, del contacto de la plebe engreída que vestida
de caballero discute
y opina, creyendo saber de todo, incapaz, sin embargo, de
comprender las almas
refinadas, y juzgando por las sensaciones de su piel las
sensaciones de los
otros, de los que salen de su nivel, seres extraños que
sienten de un modo
distinto y que por eso están ya condenados al tedio de la vida,
no encontrando
con quien vibrar al unísono en la gran masa. Y es ella la que ha
hecho las
cosas a su manera, la que se cree
feliz en la ficción de los hechos, la que no reflexiona que en
la existencia
humana debe de haber algo superior a esa triste vida de ilotas que
llevan
todos, sin protestar, como sumisos animales, que aguardan pacientemente
la
enfermedad o la vejez para desaparecer. Y a [182] esos hombres podría
alguien mañana, a la hora de la muerte, decirles:
¿Qué has hecho de tu vida, hermano?... ¿Yo? “He
trabajado, he comido y he
dormido”, respondería el moribundo, y ciertamente que
quedaríase admirado
si le dijeran: “Desgraciado, te mueres sin haber vivido, has
perdido tus
años, has luchado sin descanso, y has llegado al final sin
sospechar que
existen delicias secretas y placeres desconocidos, y que del cerebro,
como de
un arca misteriosa, pueden extraerse cada día nuevas
sensaciones. Pero tú has
aceptado sin curiosidad todo lo que encontraste, y has hecho como
los demás.
Por ahorrar tus fuerzas, por economizar tus sensaciones, regresas a la
Nada
como si jamás hubieses salido de ella. Es verdad que te vuelves
ya viejo, ¿pero
qué has ganado con eso? La vida no la constituye el mayor
tiempo que el corazón
lata o que la sangre corra por las venas, sino la manera como hayan
vibrado tus
células y de qué modo ha corrido tu sangre. En diez
años de existencia se puede
vivir más de cien. ¿Qué sabes tú de la
vida, anciano? Apenas has conocido el
amor, y, ni has acariciado la Belleza, ni has sabido comprender el
Arte. No has
sido sensual, y no has sido artista, luego no has vivido más que
yo, que he de
morir a la mitad de tu edad.
“Las almas no son iguales, como los colores
poseen
diferentes tonos, como los ojos, no se encuentran semejantes en
distintos
rostros. ¿Por qué, pues, has de [183] juzgar mi alma a
través de la tuya cuando
son tan diferentes una de otra, como las
diversas copias de una obra maestra? El deseo y la felicidad viven en
todos
nosotros bajo formas distintas, las angustias no son iguales, aunque
sean
producidas por la misma causa. No encontrarás en la naturaleza
dos rosas
exactamente iguales, y aun las dos manos de un mismo cuerpo se
diferencian de
tal modo con el desarrollo, que al presentártelas separadas no
equivocarías la
derecha con la izquierda. Pues bien, en el interior de los hombres la
diferencia
es todavía mucho mayor, una misma impresión se refleja en
las almas de tan
diversos modos, que si pudiéramos marcarla con
líneas, resultarían un infinito
número de curvas, teniendo apenas algunos puntos de
contacto. ¿Crees tu, acaso, que al
escuchar la música la impresión es la
misma para todos? ¿Crees tú, acaso, que al contemplar ese
azul del cielo lo
vemos todos con la misma intensidad? Las almas son todas
diferentes, si no en
la esencia, por lo menos en la manera de sentir y de vibrar, sigue una
ley
misteriosa, y a nosotros no nos toca sino obedecer al Enigma que nos
gobierna y
nos acompaña, sin hacer alardes ridículos de libertad de
acción ni de libre albedrío”.
En el alma quejumbrosa de Eduardo Doria
vivía como un
reptil en un antro la implacable decepción. En su cerebro
vacilaban las ideas
como las olas en el [184] mar, y un inexplicable temor al sufrimiento
germinaba
en aquel ser extraño que no había podido comprender la
vida, y que
experimentaba la inmensa desesperación de haber nacido.
Desesperábase al
observar la indiferencia con que las
funciones vitales cumplían sus actos,
y enfurecíase al ver cómo los hombres aceptaban todo
aquello sin el menor
gesto de protesta, conformándose con la triste suerte que les
estaba reservada,
como los más insignificantes objetos, como simples cosas
que no tuviesen razón
de existir. ¿Cómo es posible que tantos millones de seres
no protesten contra
la vida, y la toleren con una conformidad singular, casi con
alegría, como sin
conciencia de lo que son ni de lo que han de ser? Una disciplina
heredada los
guía, como al pobre soldado que va a luchar sin saber el por
qué de tal guerra,
confundiendo, en su ignorancia, la necesidad con la justicia, el temor
al
castigo con el heroísmo.
Y en su ira secreta por el destino de la
humanidad, ideas
negras le asaltaban, y entonces alejábase por algunas semanas de
la gran
ciudad, abandonando precipitadamente, como en una fuga, sus amigos y sus compañeros de
placer, aislándose en el
campo solitario, deseando sinceramente encontrar la calma y la salud
para su
espíritu, en medio de las montañas cortadas a pique,
entre los bosques
silenciosos, con el contacto de las sencillas gentes del campo, que
vi-[185]ven
sin prejuicios y no piden a la vida más de lo que ella puedo
humildemente
ofrecerles. Hasta entonces había conseguido gozar en esos
viajes precipitados,
de algunas horas de tranquilidad, distraído con la belleza
de los paisajes y
con las rarezas de cada pueblo. Y ahora, después de uno de esos
momentos de
desaliento en que su alma quedaba como extenuada, dormida entre
tristezas
desconocidas, como si el presente hubiera desaparecido de repente y
algo se hubiera
roto en su interior, se había ido hacía la playa, a la
Costa de Oro, a un
puertecito solitario, rodeado de grandes peñascos azarosos, que
parecían querer
precipitarse hacia el vacío, con ganas de sumergirse en
el mar sereno y azul
que les servía de espejo.
Tocóle hospedarse en un antiguo
castillo medioeval, de
altas ventanas enrejadas con gruesos balaustres, del cual
relataban los del
lugar historias espeluznantes de tormentos y prisiones. El mar
besaba la
abrupta roca que a manera de atalaya protegía los muros
carcomidos por el
salitre, en la parte baja, hacia los cimientos, y desde
allí se veía la costa
tortuosa y caprichosa que se perdía a lo lejos, a veces
árida y tostada como si
los grandes calores la hubiesen hecho estéril, a veces, en
los sitios
protegidos por los recodos, verde y floreciente como un prado. El
castillo
estaba casi deshabitado, y sólo en el primer piso
habían arreglado algunos
cuartos que la familia del [186] guardián alquilaba por cuenta
propia. Arriba,
en el salón, habían formado un museo, con las armaduras,
lanzas y espadas que,
según los letreros pegados a la pared, habían llevado los
antiguos señores en
sus luchas por la defensa del trono y del altar, en la
época del
feudalismo. Abajo, en los fosos,
descendiendo
por una estrecha escalera de piedra, aseguraban los criados que
habían
perecido muchos jefes enemigos, y aunque no había el menor resto
de cadenas,
grillos, o argollas de hierro, los
visitantes, sugestionados, salían de allí pensativos y
sofocados por el aire
viciado y ese olor terroso y húmedo de los
subterráneos abandonados. La
primera cueva, menos grande y más clara que las demás,
estaba llena con madera
y carbón, y alguna que otra barrica de viejo vino generoso, con
que se
obsequiaban los amos cuando por un caso excepcional llegaban por pocos
días a
visitar la finca.
Del lado atrás, hacía la gran
puerta que daba al pueblo,
se veían el jardín y la arboleda, limoneros y ciruelos y
algunos tamarindos
que, a fuerza de cuidados, habían conseguido aclimatar, no
habiendo podido, sin
embargo, obtener frutos, y conservando siempre los árboles
un aspecto
raquítico y enfermizo, como niños privados de aire. En la
alameda, hacia el
malecón que daba al mar, reuníanse por las tardes los
paseantes a ver la caída
del sol, y el cielo se ponía
como
de púrpura, todo ru-[187]borizado como si lo sorprendiesen en
deseos
prohibidos. El horizonte se iba alejando poco a poco, y el sol de
repente,
como una inmensa gota roja, se hundía en el agua, luminosa
y encendida, como
de fuego. En las noches de mucha brisa, en que soplaban ráfagas
tormentosas, el
mar, de ordinario puro y plateado como un lago, se enfurecía y
daba gritos
rabiosos como una gran alma rebelde. Entonces los habitantes se
recogían en sus
casas, temerosos de la tempestad, nerviosos con los continuos
relámpagos que,
como instantáneos pestañeos sulfurosos, cruzaban el
espacio, bordándolo todo de
oro y azul.
Sin embargo, Eduardo prefería
dirigirse en las noches
obscuras hacia la playa desierta, dejando sus pisadas impresas sobre la
arena;
y sentábase horas enteras sobre una peña a escuchar el
melancólico murmurar de
las olas, que le cantaban cosas raras al oído, aleteos de
tristezas, quejidos
dolorosos, con una cadencia siempre igual, desesperante melodía
formada con
ritmos de su pasado, recuerdos irónicos de sus
sentimientos muertos. Cuántas
veces en aquella triste soledad, al mirar a lo lejos la
fosforescencia del
agua salada, al escuchar los graznidos siniestros de las aves
nocturnas,
parecíale que aquel hombre que estaba sobre la peña era
un ser extraño, a quien
él no conocía, con quien nunca había hablado, un
individuo distinto, un
extravagante de malas intenciones que [188] salía de noche con
un objeto
criminal por esos sitios; y entonces se iba
a toda prisa, alejándose con recelo, como si se viese perseguido por sí
mismo,
teniendo miedo de no poder llegar
hasta el castillo, y que aquel desconocido lo asesinase en mitad del camino. Al
llegar a la roca más alta, se
detenía, y volviendo el rostro, parecíale ver
todavía sentado sobre la peña,
entre tinieblas, la sombra fatídica
de aquel ser misterioso que había venido al pueblo a buscarlo
para llevárselo
para siempre a otros países más lúgubres en donde
también el dolor tiene su
trono. Y nada igualaba la pavorosa
desolación de su alma, al huir en esas noches obscuras de su
propia sombra,
sabiendo que el otro era el más fuerte, y que él
era el débil, el
predestinado, el irresponsable.
En la gran alcoba tapizada con flores de
lis, llena de
imágenes descoloridas y de viejos blasones, que parecían
sobre el muro manchas
no acabadas de borrar, Eduardo se encontraba dominado por grandes
insomnios, y
pasaba noches enteras sin cerrar los ojos, agitado y nervioso,
deseando que
regresara el día para salir a la alameda, a ver como el sol
trasmontaba las
cumbres de los cerros, y sorprender el instante en que la
semiobscuridad vaga e
indecisa del crepúsculo transformábase de repente,
en menos de un segundo, en
una intensa claridad de una fuerza majestuosa, que
sorprendía siempre del
mismo modo [189] sus pupilas,
ávidas de recibir la luz.
Sin embargo, su cuerpo
comenzaba a fatigarse de las noches pasadas en vela, y el cerebro
resentíase de
los abusos. Ya muchas veces al tomar su baño
en el mar, había tenido ganas imperiosas de dejarse llevar por
las ondas, como
un cuerpo inerte, imaginándose ser un náufrago, que
venía desde muy lejos,
arrastrado por la corriente, rodeado de algas y linazas babosas,
dejándose
hundir hasta volver a la superficie morado, sin aliento, con los
ojos
inyectados; pero él experimentaba cierta voluptuosidad
suave y deliciosa al
encontrarse en el fondo, todo cubierto de agua, y eso le
agradaba. Sentía una
sensación desconocida, rara, una mezcla incomprensible de
misticismo y
sensualismo, que lo hacía permanecer sumergido mucho
tiempo, mucho tiempo,
hasta ya no poder más. Una mañana, queriendo gastar hasta
lo último aquella
impresión demasiado breve para sus sentidos,
sensual y ascética, con el peligro de la asfixia y el roce
frío del agua sobre
la piel, le faltó la voluntad para ascender, y
experimentó cuatro segundos de
una angustia sin igual, instantes de verdadera agonía, en
que se creyó
perdido, y sólo el instinto pudo salvarlo. Sobre la arena
cayó
desmayado, con
fuertes dolores en el pecho y la cabeza, como si le fuese a estallar.
Pero lo
que le llamó más la atención, fue la cantidad de
cosas diferentes que pasaron
por su cerebro en esos cuatro segun-[190]dos, cosas sin hilación y sin importancia
alguna, actos
pueriles en los cuales él nunca había vuelto a pensar,
recuerdos que venían desde muy
atrás, con cierto orden
cronológico, como si se hubiese
roto el resorte de una máquina, y hubiesen comenzado a
desarrollarse las
placas con una velocidad asombrosa, de atrás para delante.
El primer segundo le había parecido casi
alegre, y
aseguraba que él se había reído en ese momento
viendo cosas graciosas de su infancia,
pero después, el tercero
sobre todo, eran cosas lúgubres, funerarias, remembranzas de
muertes trágicas
que había visto o leído siendo estudiante; y el
último, fue horrible, miles de
manos lo agarraban y le apretaban la garganta, abriéndole otras
la boca para
que tragase el agua amarga como si allí habitasen sirenas y
nereidas malévolas;
después tuvo plena conciencia de que era la muerte que llegaba,
y ya no pudo
luchar más. “Es horrible, se decía, pensando en aquel
último instante, pero,
ciertamente que la mayor angustia había pasado y que lo que
venía después era
el estado de la inconciencia, en que ya no se sufre”. Y le fastidiaba
la
idea de haberse salvado, y hubiera deseado morir, así, sin
premeditación, en
solicitud de un nuevo placer, acariciado por las olas dulcemente, y
veía su
cadáver que flotaba, llegando casi hasta la playa, y
empujado otra vez hacia
adentro, en el agua azul y verde con rever-[191]beraciones de
iris. Pero ahora
cuando la brisa soplaba con fuerza, y los relámpagos como
instantáneos
pestañeos sulfurosos cruzaban el espacio, él
también se escondía en su
estancia, cerrando todas las ventanas, para no escuchar los gritos
desesperados del mar, que lo llamaba desde lejos con su voz ronca.
Su estada en aquel puerto, triste y caluroso,
dominado por
grandes rocas escarpadas, con sus caminos poblados de naranjos, en
cuyas ramas
se agitaban los azahares castamente, y de frondosos granados de
flores
lujuriosas, rojas como el deseo; el gran edificio de ladrillos, que
servía de
Alcaldía, y en donde muy rara vez había pleitos que
decidir; la ausencia de
gendarmes y de agentes de Orden público; las casitas
construidas sin estilo
alguno arquitectónico, todo, todo, lo obligaba a
recordar su pobre aldea, que
allá en la Zona Tórrida, a tantos centenares de leguas
yacía, con sus dos
largas puntas, que entraban en el mar formando una bahía, y
que él ahora
miraba como enormes brazos amorosos que lo esperaban para salvarlo del
tedio de
la vida. Sí; pero a qué regresar. Todo había ya
desaparecido. En diez años de
ausencia, su casa se había derrumbado completamente y los
afectos no germinaban
tampoco para su alma en aquellos parajes. Si acaso quedaría el
mismo
cementerio, solo sitio en donde podría encontrar restos de su
familia y de sus
amores. Ya en su [192] país, él no
era sino un extranjero. Todos lo conocerían como a un
extraño, como un
desertor del suelo patrio, sin hogar ni parientes. Sus
compañeros de infancia
lo verían de mal modo, pensando que él habría de
llegar con la aureola de París
a quitarle sus conquistas, el centro hueco del reinado de aquel
pueblo de
incautos lugareños; e incapaces de comprenderlo le
llamarían pretencioso,
inconforme, poseur. Cómo
habrían
ellos de comprender la transformación radical de sus ideas, de
sus sentimientos
y de sus costumbres; la
enfermedad
que lo minaba, el desastre doloroso de su alma, el misterio heredado
que vivía
en su ser. Sin embargo,
ellos eran
los fuertes, los sanos, los dignos de envidia. Y cómo
podía exigir que lo
comprendiesen, cuando él mismo no reconocería su antigua
alma, si pudiese verla
pasar como una golondrina huyendo presurosa de las melancolías
de las horas.
Y soñando, soñando, recordaba
todas las inocentes alegrías
de doce años atrás, las correrías por la playa
buscando anguilas, camarones y
cangrejos, viendo sin descanso el suelo, como perros cazadores en busca
de perdices.
Las hermosas crecientes del río, un hilo muy delgado de agua,
que a veces
amanecía caudaloso y rabioso llevándose todo lo que
encontraba, como para
vengarse de las burlas que le hacían en la sequía. Y
aquellas somnolientas
caídas de sol. Y los amores ideales con Isabel, la chi-[193]quita
bella y sencilla como un lirio del valle.
Por las
tardes cálidas, a la hora de la salve, se iban juntos a la
ermita que está al
comenzar la subida de la colina, Isabel iba acompañada de una
vieja criada, con
su devocionario todo
lleno de
estampas, marcadas sus oraciones
con flores marchitas, recuerdos de ratos pasados juntos, en que los
ojos hablaban
y las manos estaban quietas. Y él oraba con fervor, pero de
espaldas al altar,
vuelto hacia la virgen de sus amores, la casta niña
de traje corto y de rostro
sonriente, y en el instante en que el incienso subía hasta el
cielo del templo,
en las naves silenciosas, como un peplo, y en que el cura alzaba la
hostia
santa, imaginándose que Dios estaba presente en medio de sus
mímicas y
símbolos, Isabel, enojada, le hacia señas para que diese
el frente al
sacrificio, creyendo ella también que si no era juicioso,
sus amores serían
desgraciados, como había dicho en el sermón el padre
predicador a los fieles,
para obligarlos a ser devotos y a dar limosnas para el santo
Niño. Y después,
aquella otra noche en que sofocados de haber bailado, se acercaron al balcón
a recibir la brisa refrescante del mar,
y allí, Eduardo, viéndola tan linda, agitada por la
fiebre de la danza, con sus
senos núbiles que se movían indecisos por el cansancio,
le dio un beso, el
primero, el único, en sus labios provocativos y sensuales como
un [194] pecado.
Y ella se puso roja y
estuvo dos
días sin atreverse a verlo, muerta de vergüenza.
Y sintiendo un imprevisto deseo de amar, de
beber
voluptuosidad en labios sensuales y ardientes, de regresar a la vida
agitada y
bulliciosa del placer y del amor, abandonando aquel pueblo solitario en
donde
por todas partes lo perseguía la sombra de la muerte,
tomó el tren, lleno de
esperanzas, huyendo del campo como antes había huido
de la ciudad, convencido
de que la alegría es menos peligrosa compañera de la
tristeza que la soledad. Y
palpitante de emoción, como en un delirio digno de un
fauno, creía tener entre
sus brazos nuevos
cuerpos de
mujeres seductoras, de carnes tibias y sonrosadas como de miel,
perfumadas y
voluptuosas como hojas de menta y flores de almendro.
II
Carlos
Lagrange había terminado su nuevo libro, destinado a propagar en
la América
Latina las ideas de la ciencia moderna. Una onda de fortaleza y
esperanza en
la obra civilizadora de los hombres, y en el destino de la
humanidad flotaba
entre sus páginas, como la brisa sana y purificante de las
grandes alturas; y
en sus entusiasmos, de
sectario,
cuando hablaba del alma nueva que comenzaba a formarse en el
pueblo, que
cambiaba poco a poco de ideales y de
tendencias, parecía un apóstol.
Había tomado en el París
revolucionario los sueños más exquisitos
para el equilibrio de la sociedad futura, cuyo triunfo cantaba en
frases
sonoras de elegante corte épico.
Las
luchas obreras habrían
desaparecido, la
guerra se convertiría en el soñado tribunal de
árbitro, y por todas partes, la
elocuencia y las [196] ideas, la prensa y el libro, dominarían
la fuerza brutal
de los cañones y de las bayonetas; y el pueblo, el pobre pueblo,
que como
soldado da la victoria a los jefes, como obrero aumenta las riquezas
del
propietario, y como elector lleva al poder los partidos, no
sería el eterno
olvidado de las clases privilegiadas, el apoyo ciego de los gobiernos y
de las
naciones. Sin embargo, condenaba las mayorías como
retrógradas, por ser base de
las mediocridades, sostenedoras adocenadas del conservatismo del poder;
y era
por eso enemigo de los parlamentos, de
las academias y de los concursos, en que las tendencias originales y
las ideas
avanzadas quedan aplastadas por el criterio común, enemigo de
toda innovación,
temeroso de cualquier reforma.
Atacaba la pena de muerte como la más
abyecta usurpación de
los derechos naturales; la sociedad no es para destruir, y todas las
fuerzas,
buenas o malas, pueden ser útiles en el concierto general. Las
energías del
criminal, sabiamente dirigidas por la justicia, son fuentes de
beneficios para
esa sociedad, que emplea la destrucción como la manera
más perfecta de enseñar
y corregir. El criminal es una fuerza extraviada que puede
aprovecharse, del
propio modo que se hace fructífero con nueva tierra, con nuevas
aguas y con
nuevos árboles, el terreno abandonado como foco peligroso de
miasmas y de
fiebres. En sus teorías sociales era el más
utópico de los sofis-[197]tas, y
aseguraba que para obtener en la práctica un
verdadero progreso era necesario exagerar hasta todo extremo la
doctrina. Sin
hacer del hombre un instrumento ciego del acaso, pedía el
estudio profundo del
atavismo y de la herencia en las familias y en los pueblos, y
así encontraba
irracional esas escuelas comunales y esos liceos, en que se
reciben toda clase
de alumnos y pensionarios que viven en continua unión, en
contacto diario,
propagándose las tendencias y los vicios, sin aprovechar las
buenas cualidades
ni las buenas índoles. Al cabo de cierto tiempo, se encuentran
perdidas las
fuerzas superiores, y sólo vaga en las aulas el espíritu
mediocre de las
inteligencias comunes, que acaba y asfixia todos los ideales.
Proponía crear
institutos de educación en donde se estudiasen por mucho tiempo
las condiciones
psicológicas y fisiológicas del niño, consultando
la historia de su familia y
observando en él sus inclinaciones naturales, las pasiones y
virtudes que se
desarrollan, para desviar los malos instintos,
la tristeza de los sentidos, y ayudar la
evolución de las
buenas tendencias. ¿Cómo es posible, se
decía, que se pretenda educar del
mismo modo, con los mismos métodos, todos los diversos
elementos que concurren
a una escuela, sin tomar en cuenta de dónde viene ni
quién es cada discípulo?
Es como querer vestir con las mismas medidas una comunidad en que hay
se-[198]res de todos
tamaños y de todas formas.
Las escuelas, los cuarteles y las
penitenciarías, como
están hoy constituidas, desarrollan los vicios o inoculan en la
sangre las
malas pasiones. El niño, como la planta, debe vigilarse
constantemente para que
de frutos copiosos, y la educación física no debe
abandonarse por los cuidados de la inteligencia. Del desarrollo del
cuerpo
depende el equilibrio de las funciones vitales, y el maestro,
después de los
padres, es el culpable del destino ciego de los hombres, que, sin
haberse
formado una base sólida y sana, van vacilantes camino de la
muerte arrojados
aquí o allá por la suerte y por los acontecimientos.
Sus
ideas
sobre religión eran sinceras, hijas de largas meditaciones y de
vigilias
incontables, en que consultaba el Nuevo y el Antiguo Testamento. Muchas
horas
había pasado admirando las leyes de Moisés, en las cuales
veía los fundamentos
de la moral cristiana, y admiraba a Jesús de Nazareth, como
al más audaz
revolucionario, pero rechazaba con gran indignación los templos
modernos, como
rechazaba los antiguos templos paganos, las mezquitas y las pagodas. La
idea de
Dios hecho imagen, en forma de Buey, de Triángulo o de
Hombre, lo ponían
colérico, no pudiendo habituarse a la despreciable necesidad que
tienen las
muchedumbres de adorar un fetiche. Sin ocuparse mucho del sacerdocio,
que veía
como una [199] profesión, como otra cualquiera, como la
ejercieron los
sacerdotes que consultaron el Oráculo en tiempo de los griegos, o a Isis en los tiempos egipcios, o al Sol y la
Luna en la civilización incaica, rechazaba la profesión
de fe, y la triste
perspectiva de que para pertenecer a esa secta deba dejarse a las
puertas de la
iglesia, como un fardo peligroso, la libertad de conciencia. A su manera de entender las
cosas, los
frailes y los curas tienen razón de vivir de ese modo, en
los modernos templos
paganos, en donde cada santo está sustituyendo un dios antiguo,
aunque eso
oficio sea más propio para mujeres, como lo acostumbraban las
vestales y sacerdotisas,
pero encontraba vergonzoso que un hombre se decidiera a abandonar la
libre
posesión de su
sexo, por la vida
tranquila y egoísta de los claustros y monasterios, sobre todo,
necesitando la
tierra brazos y manos el arado.
Y
proclamaba
como ella debe ser la religión, grande, inmensa,
indestructible, teniendo como
templo la Naturaleza, como ideal la Justicia, como símbolo la
Belleza.
Imiginabase en sus sueños de democracia, en las plazas
más concurridas, al lado
de la República, la estatua de mármol de Jesús,
representando la mansedumbre y
la fraternidad. “En esa época, ¿qué
religión dominará, qué nuevo genio
habría nacido en el mundo, y hecho transformar con sus
doctrinas los ideales y
la filoso-[200]fía del pueblo?
¿Vendrá después que un
hombre haya humillado al mundo, o los nuevos héroes
seguirán detrás del manto
estrellado del nuevo Dios, asegurando sus doctrinas con la espada y la
tea? Que
para entonces se encuentre ya desengañado el pueblo del
premio de la guerra, y
que toda la sangre que por tantos siglos ha bebido la tierra, sea el
sublime
galardón de paz que ha de traer en su manto de púrpura el
futuro nuevo Rey del
mundo.”
Esas frases de sabor bíblico, eran los
gritos rebeldes de
su alma, que juzgaba como imperfecto el cristianismo, doctrina,
como él decía,
admirable, considerada como la obra de un hombre, tristemente
fementida, si era
la obra de un Dios. Y sostenía, que en diez y nueve siglos el
cristianismo no
había logrado reformar ni conquistar el mundo, y que el
hombre no había mejorado
de sentimientos, ni la humanidad había preferido la
tendencia al bien. Los
hombres, tan malos, o peores que antes, son siempre igualmente
desgraciados; y
Jesús, el manso, el cordero, la paloma, ha ensoberbecido
las almas con su canto
revolucionario, que terminó con
la melancólica protesta del Gólgota. “Padre
mío, ¿por qué me has
abandonado?” Tal vez arrepintióse el mártir
soñador en ese instante de
haber llevado sus ideales hasta el sacrificio, y dudó, como han
dudado todos
los hombres, al encontrarse abandonado, traicionado y negado por [201]
sus amigos, recordando
que los otros
filósofos, a quien él había imitado, y en cuyas
fuentes había bebido, si es cierto
que también se sacrificaron por
sus ideas, muriendo igualmente por la humanidad, al menos encontraron
en la
agonía el consuelo de verse rodeados de sus discípulos. Y
Lagrange, con toda la
honradez de su alma, anatematizaba a los traidores y a los
cobardes de todas
las épocas, raza indigna de acompañar al genio en su
camino luminoso, lleno de
martirios y de tristezas, palmas y laureles de toda nueva idea.
Sin aceptar todos los argumentos de la
filosofía de Augusto
Comte, su ideal revolucionario iba hacía el positivismo;
y el
sistema del gran filósofo lo
seducía por
la bella conclusión general de su tratado, que construía
sobre las ruinas de
las ideas religiosas, en otro tiempo necesarias para la vida de los
pueblos,
hoy completamente desacreditadas, la religión social, por el
culto de la razón,
el único digno del cerebro del hombre. Y miraba con desprecio
las inteligencias
elevadas que se han dejado engañar por la parte artística
del catolicismo, por
lo que él llamaba desdeñosamente la mise en
scéne de la Comedia de la Fe:
los templos fabricados con oro y mármol, decorados con
esculturas y telas
maestras; el olor sugestivo del incienso, el tañido doliente de
la campana; y
la música, esas sinfonías de los oratorios que han hecho la gloria de Palestrina y de Bach, y
que [202]
invitan a
soñar con cosas lejanas, dominando las almas
por su lado
vulnerable, por esa tendencia a la
meditación y a la tristeza
que
existe en todos nosotros, y que en el fondo sólo es la
inconformidad con la
idea de la muerte, una forma religiosa del escepticismo.
¡Como había cambiado su alma!
Él, que años atrás
había acariciado con placer la
idea de la muerte, creyendo que la vida no tenía objeto, y
negándose a tomarla
como un pasatiempo, sin resignarse al vacío intelectual por la
falta de ideales,
había al fin encontrado una manera de luchar y de ser
útil, y considerábase
feliz de poder contribuir en algo a poner las bases de la sociedad
futura. Su
plan era noble y grande, regresar a la América después de
haber concluido de
nutrir su cerebro con todos los manjares del París
intelectual, y trabajar por
la cultura de su país,
no ya con
sus libros, sino personalmente, creándose un círculo que
lo ayudase y lo
siguiese en la gran obra. Y veíase como el elegido para
implantar las reformas
políticas y sociales de su país, pensando sin descanso en
todo lo que podía
hacerse de aquella América, noble y llena de energías, en
donde existe la más
clara idea de la democracia y de la igualdad, en donde el pueblo no
conoce sino
crímenes pasionales, celos de enamorados y tragedias de amores, en
donde se con-[203]sidera una
cobardía arrojar a
escondidas una bomba, para hacer saltar al primero que pase, mujer,
niño o
anciano. La principal tarea consistía en abolir el personalismo,
en obligar al
pueblo a luchar por ideas y principios, no por hombres ni empleos;
en hacer
comprender a los gobernantes que ellos representan los derechos del
pueblo, y
que el orden y la honradez son los más preciados adornos de un
magistrado. ¡Oh!
Todos aquellos vastos campos poblados, y la tierra engendrando y
esparciendo
por medio del trabajo sus riquezas inagotables, sin que nadie
conociera el
hambre ni la miseria. Y aquel futuro reformador soñaba
días enteros con la
gloria de la iniciativa, mirándose algo así como un
providencial, que aguardaba
desde el refinado centro en que vivía, la hora de la prueba.
Hacía ya más de un año que
se había casado civilmente, y
aunque esto no había cambiado en nada su manera de vivir y de
pensar, estaba contento de
legitimar ante la
sociedad su unión y el nombre de su hijo, ¿Y por
qué no? Luciana había llegado
pura a sus brazos, y se había conservado honrada y digna de
todos los
sacrificios. Era ella quien lo había reconfortado y sostenido en
sus momentos de
desconsuelo, quien lo había
hecho amar y comprender la vida. Y aunque ella no le habló nunca
de su matrimonio,
creyendo que su amor se
rebajaría con cualquiera idea
de interés, [204] él, en ciertos momentos de confidencias
en que le hablaba del
porvenir y de sus proyectos
humanitarios, creía leer un reproche muy disimulado en los
grandes ojos negros
y severos de su amiga, como si lo tratase de ingrato y de
egoísta. Por fin una
mañana participóle su decisión, y ambos se fueron
a escondidas a la alcaldía,
él, sereno y satisfecho, ella, nerviosa y bella, sin poder
ocultar su alegría.
Y en nada cambiaron sus almas
después de la ceremonia. Sus amores conservaban el
perfume
voluptuoso de sus primeros
tiempos, cuando se daban besos silenciosos a la salida del Louvre,
temiendo ser
sorprendidos, al caer la noche con su infinito manto de sombras sobre
la gran
ciudad; cuando vagaban cogidos de la mano en las Tullerías,
protegidos por los
árboles, entre las estatuas desnudas y los grupos
alegóricos, él,
convenciéndola de que debía ser suya, que la
amaría siempre, ella loca de amor,
pero vacilante, temerosa del porvenir, poseída de la
trascendencia del paso
que iba a dar. Y allí se hacían promesas y
juramentos al aire libre, bajo el
cielo azul, hasta que los mirlos se disputaban
las ramas más altas de los castaños, y las angustias de
la luz eléctrica al
entrar en los grandes focos, les advertían que la noche
había llegado, y que
era la hora de separarse. Y ella se iba
solita, muy de prisa, hacia su casa, con las mejillas rojas y el
corazón lleno
de esperanzas, creyendo, como toda mu-[205]chacha
enamorada, en las palabras de su
amante
y en los aleteos misteriosos con que el amor cantaba en sus
oídos. Sin embargo,
Luciana no le exigió nunca matrimonio, no le pidió
sino ser amada, pero amada
siempre, mientras ella fuese buena;
y tal vez en el fondo, sabía que quien la amara no podría
olvidarla, y que con
las caricias de sus ojos de mirar altivo y las muecas deliciosas de su boca sensual le bastaba
para evitar que
fuese perjuro el hombre a quien ella se entregase.
Después
de la sencilla ceremonia, que había estrechado aquel lazo ante
la sociedad,
los recuerdos, como perfumes del pasado se hicieron más intensos
en aquella
casa, en donde la belleza indestructible de la Venus Capitolina
triunfaba
siempre sobre la ciencia y la filosofía, en la gran mesa redonda
del salón,
entre los retratos sugestivos de poetas y de artistas.
Sin embargo, Lagrange tenía
también sus momentos
de pesar y de desconfianza en
la obra de los precursores. Temía el espíritu
inconsciente de las muchedumbres,
la fragilidad de los sentimientos del pueblo, que no está
nunca seguro de lo
que ha de desear mañana, y que puede, con el error de un
día, retardar por
muchos siglos el triunfo de las ideas.
La
obra era lenta y arriesgada, y desconsolábalo ver que el
trabajo de toda su
vida sería un grano de arena arroja-[206]da
en medio
de un huracán. Ni siquiera su pobre
nombre llegaría a ser conocido. Con qué desconsuelo
contemplaba las vidrieras
de las librerías, en donde cada día aparecían
nuevos libros, editados
primorosamente, trabajos hechos en muchos meses de fatigas y desvelos,
y que el
público lee, juzga y condena con la mayor indiferencia, sin
pensar
cómo sufren
las almas para dar vida a la más insignificante obra de arte. Al
visitar las
bibliotecas, en donde millares de volúmenes yacían
alineados en los estantes,
se sentía humillado ante el poder del cerebro del hombre.
-“Qué podrá decirse de nuevo que ya no
esté
allí”, -pensaba.
Y entonces proponíase no escribir más,
dedicarse a
otra cosa, aprender
una profesión lucrativa; pero era imposible, escribir era ya una
necesidad para
su organismo, un vicio, si se quiere, del cual no podría
deshacerse.
Por fortuna, esos días de
desengaño se iban
haciendo raros, y la fe en su propaganda renacía, pero
siempre con cierta
amargura, como convencido de que aquel era un pretexto que él se
había buscado
para amar la vida, aceptándola sin análisis, no ganando
nada en rebelarse
contra las leyes naturales, siendo el hombre más débil en
la lucha.
-“Vivamos
como viven todos, -se decía-, sin meditar en las causas ni en
las
consecuencias de la existencia, como pobres seres impotentes que
somos, [207]
fuerzas perdidas. Obligados estamos a aceptar la “ciega necesidad”
en las cosas y en los seres, y a seguir como un símbolo un
ideal cualquiera,
para creer que la vida tiene un objeto”.
Pero la
fortaleza volvía a nacer en su alma vacilante, bajo el amparo
omnipotente del
amor, y el deseo de luchar levantaba todas sus energías,
llenándolo de esperanzas, clamando
por
la verdad y la
justicia, los sueños de la santa democracia, y esperando en
el misterioso
porvenir de los pueblos y en el perfeccionamiento progresivo de
las razas,
destinadas a hacer triunfar los ideales de la ciencia, y a convertir en
dogma
el sabio e inmutable principio químico: “Nada se pierde, nada se
crea”.
“¿Por
qué no pensar con Spencer que la vida es un ritmo?”, se
decía: “El
ritmo existe en toda la naturaleza, en los seres y en las fuerzas, y se
revela
inmutable en todas las funciones animales, en la nutrición, en
el pulso, en la
respiración, en los fenómenos físicos y
fisiológicos, en el calor y en la
luz”. Su amor por el estudio, su curiosidad en buscar la
explicación de
los hechos y de las cosas, lo animaban al trabajo, solicitando las
nuevas teorías,
sin burlarse de ninguna que tuviese una base algo científica,
desde la
indestructible de la evolución, hasta la frágil y
sugestiva de la vida
psíquica, que los magos y ocultistas modernos han ido a
desenterrar en las
leyendas de la India, en donde todavía [208] los fakires ejercen
sus poderes
misteriosos, y hacen llover
flores y perfumes sobre los campos
desiertos, en las noches silenciosas y obscuras en donde vio la luz la
antigua
filosofía. [209]
III
Una extraña melancolía dominaba el
alma de Eduardo Doria.
Lleno de inquietudes, sentía reaparecer en él un deseo
sombrío de ser inerte y
de poseer el misterioso mutismo de las cosas. Quería
concluir para siempre con
aquel estado enfermizo de su voluntad y de sus sensaciones, y
erraba por las
calles, solo, huyendo de la gente, como perseguido por alguien,
acariciando
como a una futura novia la idea de la muerte. Y vagaba horas
enteras sin
rumbo fijo, sin darse cuenta del tiempo que transcurría, hasta
sentarse
extenuado sobre un banco de piedra en los Campos Elíseos, o
entrar como loco, a
todo correr, a una Gâre, a ver salir y entrar los trenes, agitado,
nervioso,
como si esperase a alguien que debía llegar desde muy lejos,
después de un
largo viaje.
En los días de lluvia incesante,
él sa-[210]lía, con los
pantalones arrollados, calzados los cautchoucs,
de paraguas en mano, y caminaba, caminaba, persiguiendo sin deseo fijo las mujeres, y
devorando con
miradas sensuales los bajos de sus trajes, y los zapatitos elegantes, y
las
medias de seda negra que algunas dejaban ver con maliciosas
intenciones, por
perversa coquetería. Y marchaba, marchaba, fuera de
sí, yendo y viniendo de
una acera a otra, sin cuidarse de la humedad ni de la lluvia, sin
conciencia de
lo que hacía ni de lo que hubiera deseado. Su voluptuosidad
llegaba a la más
refinada sensación, y su
mayor
placer consistía en adorar y desear desde lejos
la belleza, sin
llegar a poseerla. “Todo lo que está lejos es hermoso, es bello,
es
deseable, se decía, al hacer real la ilusión, al
sentir por el tacto la forma,
ya ha huido la poesía, y no quedan sino mezquindades de los
sentidos, pasiones
violentas, la repulsiva vulgaridad de los hechos, sin misterios, sin
virginidades. La vida interior, la que trae la percepción
por medio del oído,
de la vista y del olfato produce las únicas sensaciones
voluptuosas dignas de
ser gustadas por el paladar de un degenerado. La belleza perfecta, la
belleza
suprema, debe verse y sentirse a distancia, porque el tacto
destruye la refinada
concepción del placer y del deseo. Y los hombres por la completa
posesión, por
brutalizar con las manos y con los besos la morbidez de las formas,
olvidan que
al llegar la realidad lo exquisito de [211] la contemplación ha
desaparecido, y
que todo deseo vivido se lleva
consigo algo de nosotros, que ha muerto para siempre”.
Desesperábase al
recordar cómo había ido destruyendo él mismo, como
un suicida, sus propias
fibras, y ahora, ya no le era posible amar, siendo pobres para su
organismo las
impresiones fugitivas del tacto.
Por las noches íbase siempre a los
Cafés cantantes y allí,
sin hablar con nadie, confundido entre los espectadores, con el
anteojo que no
se quitaba un instante de los ojos, miraba cómo bailaban y
hacían piruetas las
artistas, de lujosos trajes vaporosos, con sus mallas color de carne.
“E1
movimiento es la fuente de la voluptuosidad”, pensaba. Cuando
salía del
espectáculo, su cerebro parecía querer estallar; pero
luego, dominado por una
laxitud indecible, abandono de todas sus fuerzas
físicas, entraba a un Café, en el menos concurrido, y
allí quedábase sentado,
con sus consumiciones
por delante,
sin pensar en nada, como si no existiese, como una cosa, hasta que los garçones
le recordaban cortésmente que iban a cerrar, y entonces se
alejaba silencioso,
como una sombra, por las calles solitarias.
Sentíase agobiado sin descanso por una
tristeza infinita
que lo hacía padecer cruelmente, martirio insoportable que
no podría resistir
mucho tiempo.
¿Qué hacer? Sin ideales, sin
ilusiones, sin deseos. ¿Cómo
vivir? El mal le roía [212] el alma, implacable como una hidra,
y la tristeza
de haber nacido removíase en su ser como una enfermedad
extraña. “¿La
vida qué significa?, pensaba. ¿Ni para qué hemos
nacido, si en todas las luchas
humanas no existe sino la perspectiva del dolor y de la muerte?
Después de
todo, la inutilidad de la vida es prueba evidente de que el hombre debe
rebelarse
contra ella. Trabajar y luchar para desaparecer; ver morir uno a uno
todos los
seres amados: padres, hermanos, hijos. Los hogares destruidos y el
olvido, como la llama de un
incendio,
devorándolo
todo. La vida es una ley de crueldad”. Así vivía semanas
enteras, casi
sin salir de su casa, entregado a su pena secreta, con el tormento
de la
belleza impalpable en sus sentidos, y el tedio enfermizo,
fatal, dentro del
alma; sin desear nuevas impresiones, contemplando su pasado como
una vieja
flor marchita, y reflexionando en que debe existir algo superior a
estos
placeres materiales, a estos ideales vulgares por los cuales lucha
el hombre,
algo más noble, más intelectual, una
satisfacción verdadera que haga sentir la
felicidad, no por la comparación de las horas lejanas, no
después que ya han
huido, cuando somos desgraciados, sino siempre, en el momento en
que el
hombre la desee, con plena conciencia de ese instante, como se siente
un
perfume, como se gusta un manjar, como se escucha un canto. [213]
Habíase dedicado a la lectura de
libros refinados,
buscando una impresión más intelectual y más
delicada para alegría de los
sentidos, sensaciones integrales del deseo, que le revelasen la
embriaguez de
la imaginación, sin tristeza ni remembranzas de cosas vividas.
Gustar el sabor
de bocas amorosas, y sentir, como sombras reveladas, el roce misterioso
de
formas que él mismo había creado, líneas de una
perfección nunca soñada que
avergonzarían a una Venus, si delante de un gran espejo osase
ofrecerse en
comparación. Petronio era su autor preferido, y para leer las
páginas
exquisitas de El Satiricón, se tendía en su blanca cuna de plumas y
regaba la estancia con perfumes que
él mismo había
escogido y que producían en su organismo efectos
extraños, haciendo vibrar en
su imaginación calenturienta, largas caricias no concluidas,
soplos de alientos
suavemente tibios, sensaciones virginales que corrían por su
sangre en una
dulzura que jamás había experimentado en sus incontables
noches de placer.
Y así vivía, en medio a una
existencia artificial, entre el
cruel contraste de la evidencia y del engaño, sofocado por la
inconformidad de
los goces comunes. Y creyendo reconocer en todos sus actos la presencia
de un
ser extraño que se había instalado en su cuerpo
como en casa suya, y contra el cual sus escasos medios de resistencia
nada
podrían lograr. [214]
En solicitud de esa impresión que
pudiese hacerle sentir
la felicidad del presente, como él la deseaba, aislado, lejos de
los placeres
mundanos, penetró sin vacilaciones, como por una ancha
vía en donde iba a
encontrar las últimas sensaciones desconocidas, en la verdadera
vida artificial,
las orgías silenciosas de la morfina y del éter. Y al
principio fue feliz.
Vivía entre sueños color de rosa, viéndolo todo
tenue, vaporoso,
languideciendo, como en un éxtasis, como si su alma viajase
separada del cuerpo
por países lejanos entre auroras de colores nunca vistos,
respirando fragancias
desconocidas, sin impaciencias, sin meditaciones, como dormida entre
inmensos bosques musicales.
Habíase vuelto más
aristocrático y refinado en sus gustos.
El amor había renacido en su
corazón, pero un amor pagano,
un amor con reminiscencias de los tiempos griegos, deseos ardientes
hacia
diosas de divinas desnudeces, rodeadas de todas las bellezas del
culto
antiguo, a quienes imaginaba con los cuerpos que habían
inmortalizado en el
mármol los artistas, con las almas que habían cantado en
sus libros los poetas;
cortesanas sagradas, de formas perfectas no deformadas por la
maternidad, de
senos vigorosos, eternamente núbiles, eternamente
estériles. Su imaginación se
había convertido en uno de esos antiguos templos a donde
llegaban en procesión
las amorosas, en-[215]vueltas en velos
blancos, rojos,
azules, para ofrendar a la diosa entre rosas y ramas de mirtos, los
objetos que
más querían, sus espejos, sus collares y sus joyas, para
obtener, en cambio de
esos sacrificios, besos de un amante deseado, caricias de una amiga
desdeñosa y
cruel.
Y entonces soñaba escenas leídas
en libros voluptuosos,
creyendo ser el héroe, y sintiendo sobre su rostro alientos
perfumados y contactos
extraños de
bocas y de manos
nunca vistas. Después, quedábase tendido largo a
largo sobre el sofá del
salón, rodeado de una claridad azulada, como si comenzase a
amanecer, y allí
permanecía con los ojos entreabiertos, viviendo un pasado que no
era el suyo,
recordando cosas nunca vividas, sintiendo armonías
dulcísimas de arpas de
cristal, cantos melodiosos de flautas mágicas, como en una
leyenda encantada;
y parecíale ver ocultas tras las cortinas, entre los
muebles, formas vagas y
vaporosas de mujeres seductoras, duendes divinos, a quienes
él hubiera deseado
estrechar. Inmóvil, paralizado en esos momentos por las grandes
dosis de
éter y de morfina, soportaba el
suplicio
de la Belleza intocable, mientras en su
cerebro volvía a agitarse de tiempo en tiempo, como una sombra
toda negra, de implacables
gestos trágicos, la tristeza de haber nacido, y todo su cuerpo,
frío como de
mármol, ante el fastidio de cada sensación destruida,
suplicaba el [216] reposo
absoluto y omnipotente de la nada.
Y la muerte se acercaba
inevitable. Los ensueños voluptuosos huían velozmente, y
otra vez la idea
terrible como una herida aparentemente cicatrizada, había
presentado sus bordes
rojizos y dejado ver sus cavidades
más profundas. La morfina no bastaba para hacerlo olvidar
la vida, y el éter
habíale quebrantado la salud. Enflaquecido, pálido,
con los cabellos que le
caían en desorden sobre el cuello y la frente, y el rostro
delicadamente
alargado, tenía el aspecto de un poeta triste, de un poeta de
Musa enfermiza y
lúgubre, llena de inquietudes, amiga del análisis,
que llevase perennemente la
amargura en los labios, como un reproche, y poseyese una bella alma no
sometida. Y tal vez Eduardo Doria no había sido en su vida sino
un poeta, un
artista que había buscado inútilmente como un nuevo
ritmo, una nueva impresión,
y que había querido hacer de sus sentidos cuerdas
armónicas que, al vibrar,
produjesen, en vez de sonidos raros, sensaciones desconocidas,
deliquios
extraños.
Cuántas veces tocando en el piano las
nostálgicas sonatas
de Beethoven no había tenido que detenerse de repente,
como ahogado por una
angustia inesperada, como invadido interiormente por un fuego
misterioso; y
pensaba entonces, que en sí existía un alma superior que
él no había sabido
educar ni comprender, [217] un alma soñadora, piadosa,
solemnemente creadora,
que se violentaba del contacto avasallador de los sentidos, de
aquella
disgustosa dominación de la carne. Y era esa alma la que al
principio había
pretendido dominar sus tendencias heredadas, la que hubiera podido
salvarlo de
aquella persecución obstinada de la Tristeza, que lo acosaba con
una crueldad
consciente, como una enviada justiciera, portadora fatal de la
venganza de los
dioses.
Había
momentos
en que experimentaba presentimientos de lo que él hubiera
podido llegar a ser si
la energía lo hubiese acompañado a través de
la lucha con la voluptuosidad, y
como un soplo lejano, como si un nuevo germen se revelase en él,
sentía ganas
imprevistas de comenzar una obra propia, algo que quedase
después de su muerte,
que fuese diferente a la obra del artista, a los versos del poeta,
que
produjese en las otras almas emociones y sentimientos verdaderos, una
revelación sensitiva, capaz de propagar la misma fiebre de
demencia en todos
los cerebros, de despertar los mismos deseos y las mismas
sensaciones en
todos los seres; algo que él mismo no podía explicarse,
como si se derramase un
pomo de esencias misteriosas en un salón lujosísimo,
intensamente iluminado,
mientras los hombres y las mujeres conversasen de cosas
indiferentes, y luego,
insensiblemente, se acercaban unos a otros, y estrechábanse
[218] en un goce supremo, único, el
sabor de amores que fueron
castos, el delirio de deseos que habían sido impalpables. Sus
ideas eran
confusas nacidas en una imaginación extrañamente
agitadas, en el mutismo
contemplativo de los excitantes de su vida artificial.
La lucha creciente continuaba, y su alma se
acostumbraba a
la idea de un largo viaje. Removía su pasado deteniéndose
en cada fecha notable
de su vida sonriendo melancólicamente ante un placer
desaparecido,
permaneciendo serio y amenazador ante un acontecimiento triste; y, como
si
poseyese entre sus manos una balanza invisible, iba echando en un
platillo las
alegrías, en el otro las tristezas, encontrando que el
equilibrio estaba muy lejos
de existir. Los instantes en que se había creído feliz,
eran placeres
dolorosos, cosas engañosas, como esas frutas suaves y delicadas
de colores
provocativos, que al gustarlas dejan en el paladar un intenso sabor
amargo. En
las horas en que había sido feliz, él no lo había
comprendido, y solamente
después, al comparar las diferentes épocas de su vida,
veía en su pasado, como
una luz que se extingue, instantes fugitivos de dicha verdadera.
Y la balanza se inclinaba casi totalmente al
lado de las
tristezas.
Pero su alma ya no se quejaba. Dormida
dulcemente
como el
alma de un [219] niño, sin intuición de las horas
vividas, ni soñaba, ni
sufría.
Y los días caían lentamente en el
tiempo como los golpes
monótonos de un péndulo. [220]
IV
La casa estaba llena de flores.
Desde el día
anterior
habían traído grandes ramos de rosas y de nardos, y
sobre la chimenea, las
gardenias y los crisantemos temblaban en curiosos vasos que imitaban
largos
cuellos azarosos de cigüeñas. Toda la casa
estaba envuelta en perfumes voluptuosos, y sentíase una caricia
invisible que
erraba misteriosamente por las habitaciones, como una sombra.
Eduardo era feliz, sin pensar en nada, como si
su voluntad
y su memoria no le perteneciesen, sin agitaciones, sin tormentos,
parecíale
que había cambiado de forma y de esencia, y que ni su
cuerpo, ni su alma eran
los que había llevado con tanto hastío por el mundo.
Experimentaba la más
extraña sensación del movimiento y de la fuerza, como si
estuviese en un gran
globo, muy arriba, en el [221] espacio. Sin embargo, se creía
haber llegado ya
a la muerte, a la envidiable fortaleza, al estado eterno de la materia
transformable e insensible. Entonces reía con orgullo, sin
comprender cómo no
había tenido antes el valor de dejar la vida, y había
perdido el tiempo en
buscar sensaciones enfermizas, siendo la muerte el único medio
no morboso, el
solo estado natural del hombre, la inmortal transición, la
suprema alegría.
Estaba contento porque él mismo se había traído a
ese estado, sin esperar la
lenta destrucción del tiempo, las enfermedades, ni la vejez; por
el placer de
ser rebelde, de no seguir la triste corriente de sumisión
con que se perpetúa
la humanidad. Y sonreía ferozmente, como si hubiése
satisfecho una venganza.
Su alma estaba como alucinada. Todas sus
acciones, todos
sus movimientos, se los explicaba como cosas ya pasadas, recuerdos
de días ya
vividos, y que ahora, después de muerto, mientras su
espíritu se difundía
lentamente en el aire, hacían creer en una prolongación
de la vida. Su alma era
como un perfume, creada por sustancias materiales, habría de
perecer también
con el fin del cuerpo que la encerraba.
Por la noche, después de haber
tomado un baño tibio, y de
haberse desperezado voluptuosamente en la elegante bañadera
de mármol rojo,
como en los días en que desfallecido de placer se entregaba
allí a soñar con
cuerpos ideales [222] de ninfas y de diosas, mientras el agua perfumada
le
refrescaba la piel, y el cerebro excitado creaba nuevos goces y nuevos
deseos,
entregóse con verdadera coquetería femenina a una toilette
cuidadosa. Y
luego, vistiose de frac, correcto y elegante, como para asistir
a la más
culta y aristocrática de las fiestas. Sus ojos se habían vuelto fieros
y luminosos, y su rostro revelaba una
secreta alegría. Palpitaciones repentinas lo agitaban de tiempo
en tiempo, algo
como un susto agradable, como un ligero calofrío angustioso,
como quien espera
a una mujer adorada que ha tardado a la cita convenida. Y
parecíale a cada
instante escuchar el timbre que sonaba, y ver entrar a
alguien que debía
llegar, que venía a buscarlo para
irse
juntos a lugares desconocidos.
Después, hastiado de esperar un
invitado que no llegaba, y
para comenzar él solo el
trágico festín
de la Muerte, bebiose ardientemente una copa de éter, como si
apurase el
brebaje de las grandes sensaciones, el néctar pagano que
daba la inmortalidad.
Sobre la alfombra acostóse dulcemente. Un
calambre doloroso
contrajo todo su cuerpo, y un frío glacial invadía sus
miembros. El rostro
había tomado una expresión terrible, y entre los labios
aparecían como líneas
hechas con un buril, muecas manifiestas de un gran desprecio. Su cabeza
se hizo
como de piedra, y las sienes y la frente eran de hie-[223]lo,
ligeramente empañadas, como un espejo. Los ojos no habían
querido cerrarse
como signo de la última protesta, y en las manos crispadas
había un gesto muy
marcado de amenaza.
Y su boca
no
tenía ya más besos, ni por su cuerpo
volverían a correr extraños desmayos, alegría
mezcladas con hastíos y
tristezas, sombras de cosas pasadas comparadas y preferidas a la
realidad del
presente.
Y su alma
comenzó a vagar angustiada por la estancia, perseguida por mil
bocas amorosas y
sensuales, entre el perfume embriagante de las flores y el roce
atormentador de
caricias invisibles.
Y al fin escapóse velozmente por el
balcón entreabierto,
huyendo presurosa hacía el espacio azul, en la noche
húmeda y triste.
Y
fue a vivir en la Nada con el alma de
las cosas.
FIN
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