La Sibila de los Andes
¡Negra soy, pero hermosa,
hija de Jerusalen!...
Fermín Toro
Caída la tarde y
el sol apagaba en el ocaso sus últimas luces,
cuando, puestos sobre unas de las colinas que dominan el solitarios
valle, veíamos a nuestros pies extenderse a los lejos las
llanuras y ofrecer a la vista una vastísimo
horizonte coronado por la aureola de la luz zodiacal. Un río
majestuoso describía inmensa curvas y señalaba su
plateado curso, ya lento, ya precipitado, unas veces por medio
de palmeras y otras cortando verdes sabanas cubiertas de majadas
y
rebaños.
Sobre nuestras cabezas se levantaban, casi perpendicularmente, las cumbres majestuosas y enriscadas de los Andes. El musgo amarillento y la escasa grama apenas cubren allí el estéril suelo; opacas nieblas se amontonaban en las eminencias o se precipitan sin ruido en los más profundos valles; sólo el vuelo del cóndor interrumpe la inquietud y el silencio; y todo anuncia la cercanía de la lóbrega región donde las culminantes rocas de granito, cubiertas de pardo liquen y coronadas de nieve eternas, presentan la naturaleza en su aspecto más grande y más terrífico. Las cumbres del Pichincha, del Cotopaxi y del Chimborazo, jamás exploradas por las razas vivientes, sólo resuenan con la voz del trueno y del huracán y sólo muestran en sus erguidas frentes las injurias del rayo y las huellas de los volcanes. Sus desnudos picos y nevadas breñas están fueran del imperio de la vida y de la muerte. Monumentos eternos, obra de la primera creación: los vientos y las nieblas que vagan por la redondez de la tierra, un día os llevaron por anuncio: ¡la humanidad existe! Algún día, ya contados los tiempos, los mismos mensajeros os dirán: ¡la humanidad pasó! Ya las sombras se extendían rápidamente. Elvira se detuvo algunos instantes al borde del precipicio que corta por un lado la colina. Al contemplar en aquella actitud su elevada estatura, su faz negra como la noche, las guedejas lanudas de su blanca cabellera, y sus ropas flotando sobre el precipicio, un sentimiento de terror se apoderó de mí: parecióme ver en aquel momento el ángel de las tinieblas guardando las puertas del abismo. En uno de los recuestos del collado y arrimado a unas enormes rocas cortadas como en picos, había un pequeño cobertizo, que semejaba una gruta. Allí me condujo Elvira. Al lado de aquel agreste recinto se descubría una cruz y un arpa. “Esta -me dijo con voz profunda- es la piedra del escándalo, y aquél el lugar de la expiación; pero las lágrimas no han lavado todavía la sangre, ni los espectros duermen aplacados en sus tumbas; sin embargo, ya se acerca el ministro de la venganza divina” Apenas había acabado de decir estas palabras, cuando un buitre de enorme magnitud se posó allí cerca y dio algunos picotazos en la roca. Elvira se estremeció y extendiendo la mano al buitre, como si hablara con él, y dijo: “¡Deja, deja ese cráneo!, está seco: el sepulcro ha bebido su meollo; pero no, su cráneo es ya polvo, y ese polvo no se levantará sino al soplo del Eterno”. La noche era oscura, el viento soplaba de la montaña, y algunos copos de niebla, desprendidos de las cimas, surcaban el aire como pálidos meteoros. Elvira, fija como una estatua, parecía embargada por los sentimientos más penosos. Después de un rato de silencio, volviéndose a mi, me dijo: “Griego, ¿ves esas nieblas? Esta mañana nacieron del lago, remontaron con el sol de la cima de los Andes, y ahora vuelven con la noche a perderse otra vez en el lago. Si el espíritu que sale de la nada y atraviesa la región de la vida, volviera a sepultarse en la nada, ¿para qué el remordimiento? Pero no, el espíritu no perece, porque el remordimiento es la voz de la eternidad. Yo me he sentado en al piedra del escándalo y oído la sentencia de los tres jueces. Mi razón me absolvió, porque la extraviaron sus falsos juicios; el mundo me absolvió, por que era tan corrompido como yo; sólo la conciencia me condenó, porque oyó que me acusaba el grito del remordimiento”. Las lágrimas bañaban la surcada faz de Elvira, y pasados algunos momentos en que parecía entregada a una dolorosa agitación, sentándose, me dijo con voz afectuosa: “Joven, yo os he prometido revelaros la historia de mi vida, y quiero comenzarla; ¡sentaos y oídme!” Detúvose como recogiendo sus esfuerzas, y con voz tranquila y entera comenzó: “Nací de unos padres esclavos; pero no ha sido la esclavitud las marca más fatal de mi destino. Mis amos eran nobles, ricos llenos de bondad. Me criaron y educaron más como a hija que como a una vil criatura destinada a los oficios más serviles. Hernando de Mendoza, en sus vastas posesiones y en medio de una numerosa servidumbre, no era el tirano que inspiraba odio y terror, sino el señor humano y generoso, cuya presencia derramaba siempre alivio, contento y esperanza. “Aún muy joven perdió su esposa; y mi madre, que había sido el ama de llaves de ésta, quedó encarga del cuidado de una niña que dejó en la cuna. Mi edad era, con corta deferencia, de la tierna ama. Crecía a su lado como su sombra, recibí su misma educación como si fuera su hermana la amé como amor de libre, olvidando que era su esclava, y al fin… al fin apareció el demonio junto al ángel”. Elvira, al pronunciar estas palabras, dejó caer las manos. Inclinó la cabeza y quedó por un breve rato pensativa: “Pasemos rápidamente -continuó- sobre los tiempos de mi infancia, sobre la edad de mi inocencia, ¡y notad solamente que aquella época sólo me recuerda favor, cariño y felicidad! Creció Teresa, que así se llamaba la que debió ser mi señora y no fue más que mi hermana, y creció bella, bondadosa, inteligente e instruida, haciendo la dicha de su padre y prometiendo hacer la del hombre afortunado que la obtuviese por esposa. “La revolución de la independencia americana amenazaba. Hernando de Mendoza, peninsular, realista y rico propietario, tenía demasiada previsión para no ver venir la borrasca y temer sus consecuencias. La suerte de su hija le inquietaba, y muchas veces resolvió en su mente vender sus propiedades y trasladarse a Europa, abandonando un país que amaba, pero que a su juicio debía convertirse pronto en teatro de las escenas más sangrientas. La dificultad de enajenar grandes posesiones y muy principalmente la oportunidad que se ofrecía de fijar ventajosamente la suerte de su hija, le impidieron llevar a cabo este pensamiento. “Entre los muchos pretendientes a la mano de la hermosa y rica Teresa, el que más halagaba su corazón y satisfacía los deseos de su padre, era Enrique de Montemar, joven a la verdad sin fortuna, pero de buena familia y de ánimo generoso, con brillante educación y dotado de todas las cualidades que puede cautivar el corazón de una doncella y asegurar la felicidad de un esposa. Enrique oscureció a sus rivales, los unos poderosos por bienes de fortuna, los otros no escasos de mérito personal; pero a todos se aventajó, y la mano y el corazón de Teresa le fueron bien pronto prometidos y muy luego asegurados. “Está indeleble en mi memoria el día, para mí tremendo, del matrimonio de Teresa. Paréceme que están presentes a mi vista las salas iluminadas, la servidumbre de la casa en bullicioso regocijo, las pompas y el lucimiento de la numerosa concurrencia, y en medio de todo la hermosa pareja, radiante de juventud y de esperanza y prepara da a recibir, en rito sacro, la bendición que para siempre los ligaba. “Diez esclavos reciberon en ese día su libertad de manos de Teresa, y todos, sin exceptuar uno, bellos presentes de boda. Jamás ha habido unión más bendecida, nunca se vio regocijo más completo. Sólo un ser en aquella casa, sin comprenderse a sí mismo, sin penetrar en el arcano de sus propios sentimientos, no participó del contento general; antes bien, saboreó una gota de amargura sin saber de dónde caía. Este ser era Elvira. Criadas en el mismo regazo, educadas en los mismos principios, habiendo recibido la misma instrucción, Teresa era para mí más que hermana, y yo la amaba más que a mi propia vida. ¿Por qué no participé de su ventura? ¿Por qué, viéndola adornada con las galas de novia, con las gracias de su belleza y palpitando de ternura, yo gemí y dos lágrimas ardientes surcaron mis mejillas? “Miradme -dijo Elvira, interrumpiendo su narración-, mirad los profundos surcos de mi faz. No han sido hechos por el lento trabajo de los años, ni por el taladro penetrante del dolor: ¡se formaron en aquel momento, y han durado, y han ardido como el cauce que forman las lavas de un volcán! “Yo peinaba ese día a Teresa y tenía entre mis manos las doradas madejas de su abundante cabellera, que caía en bellísimo desorden sobre el puro alabastro de su seno. Un sentimiento que por primera vez turbó mi pecho, un sentimiento profundo, complicado e inexplicable entonces a mí misma, me hizo evadir en aquel momento los hermosísimos rizos de Teresa. Comprimílos con un movimiento convulsivo, y, como si mis manos fueran tenazas encendidas, esperé en aquel instante verlos consumidos. Teresa extrañó aquel movimiento y volviendo a mí sus dulcísimos ojos azules, me dijo: -¿Qué tienes, Elvira? Te noto turbada. ¿Será posible que te aflijas porque me caso? Tú sabes que tu suerte esta asegurada: yo te quiero como una hermana y Enrique también te quiere. ¿No vivirás contenta a mi lado? A menos que quieras tener un compañero que te haga mas dichosa. “Estas ultimas palabras las pronunció Teresa cubriéndose de rubor y apretándome cariñosamente la mano. Yo la abracé en una especie de delirio, ceñí con mis brazos su fino y delicado talle, pero mi abrazo fue duro y violento, había en el amor y frenesí, a tal punto que la tierna y dulce Teresa, reclinándose en mi seno, me dijo afectuosamente: “Elvira, tú me matas”. “Llegó la hora de la bendición nupcial. El Arzobispo, que era amigo de la casa, había querido ser el ministro que recibiera el juramento de los afortunados amantes. Acompañado de un numeroso clero esperaba en el salón principal. Todo era contento, todo era esplendor. Al brillo de mil luces, al reflejo de los cristales y pedrerías, al estruendo sonoro de la música, aquella noche parecía una aurora, la aurora de la felicidad que brillaba a los ojos del amor y de la hermosura. “Todos los jóvenes de ambos sexo tenían fija sus miradas en los afortunados amantes. Teresa estaba pálida y trémula; pero su mirar inquieto y la expresión de su boca indicaban que su palidez era pasión y su temblor esperanza. Su alma no tenía más que un sentimiento; pero este sentimiento era el secreto más profundo de su corazón. Por más velos que el pudor le echase, parece que temía siempre su revelación; por eso, muda y con los ojos bajos, a cada mirada se sonrojaba y cada palabra le hacía estremecer. Enrique de Montemar, el vencedor, el envidiado, palpitando de amor y de impaciencia, por más atento que quisiera mostrarse con las damas, por más generoso con sus rivales vencidos, su ademán y sus miradas habrían parecido resentirse de olvido o de desdén, si por una misteriosa y natural simpatía cada uno en su pecho no sintiese en aquel momento supremo un numen ocupa el alma y la deja muda, insensible, impía pudiera decirse, para el resto de la creación. Tal sucedía a Enrique. Parecía oír y acoger las palabras obsequiosas que celebraban su triunfo; pero bien se notaba que a sus ojos no había más que una luz, una armonía a sus oídos y en su corazón una imagen”. Elvira pronunció estas palabras con tanta energía y vivacidad, como si estuvieran presentes a su vista los objetos y escenas que refería. Quedó después como abandonada de sus fuerzas, y en tono bajo y lánguido continuó de esta manera: “Yo también estaba adornada en esa memorable noche. Llevaba vestido de seda, corales al cuello y en los brazos una ligera gasa, prendida con primor por las manos de Teresa, mal cubría mis crespas y enmarañadas guedejas. Colocada en la pieza inmediata al salón, yo podía ver todo lo que en él pasaba. Mi alma estaba en la mayor agitación, sin yo poderme explicar la causa. Muchas veces había presenciado brillantes reuniones en la casa de mis señores y estaba perfectamente familiarizada con la concurrencia de los jóvenes más escogidos de ambos sexos. Mi condición me separaba, naturalmente, del contacto de los convidados; pero jamás este alejamiento había producido en mi mortificación ni despecho, por más ambiciosa que fuera y por más convencida que estuviera que mi educación no era vulgar y que bajo este aspecto podría considerarme como superior a muchas señoritas. Si sentí algunas veces la repulsa de jóvenes blancas a quienes chocaba mi familiaridad con Teresa o humillaba la superioridad de luces y educación que encontraban en la negrilla, más veces era agasajada con amistad y cariño por las amigas de aquélla, participando en su confianza y de sus juegos de la juventud. Yo había sido feliz y me creía afortunada; y un sentimiento de gratitud hacia mis amos y un amor entrañable a Teresa dominaban constantemente mi alma. “Por primera vez en mi vida, al ver a Teresa y a Enrique aproximarse al altar, experimenté una sensación horrorosa. Sorprendida de mis propios sentimientos, quise alejarme de allí para no presenciar aquella escena; pero una curiosidad estimulante, un anhelo interior de apurar aquellas sensaciones crueles, ardientes, pero nuevas para mí, me fijaron en aquel lugar. “Ya el rito santo comenzaba, ya los amantes pronunciaban ante Dios y los hombres el juramento de amarse y de guardarse constante fidelidad, cuando me pareció que un velo se descorría a mis ojos. Volví en derredor amenazantes miradas, como leona que busca su presa. Mugí desde lo muy hondo del pecho, y mis ojos ensangrentados ardieron como dos meteoros. Víme en un espejo que me quedaba al frente, y, extraviada y delirante, me puse de pie contemplando mi figura. Medí mi talla y me dije: es estrecho y majestuoso; vi mi pie y me dije: es breve y delicado; puse la mano en mi seno y exclamé: es hermoso; mi labio es ardiente, mi corazón palpitaba, y en mis brazos, dije trémula de pasión, yo puedo dar felicidad suprema. Fuera de mí, con un volcán en mi pecho, oigo en aquel momento el “sí” de Enrique de Montemar, y yo, en el grito de la desesperación, digo: “¡Enrique, también yo te amo!”. “Un vértigo se apodero de mí, caí sin sentido y no sé cuanto tiempo permanecí en aquel estado”. Aquí suspendió Elvira su relación, casi desfallecida por las dolorosas sensaciones que la atormentaban. Largo rato estuvo sumida en un abatimiento mortal; después tomó el arpa, que estaba al lado de la cruz, y haciendo un ligero preludio, acompañó, en tono lúgubre y terrífico, las estrofas siguientes: La cadena, hasta aquí, de mi existencia He llevado, Señor, paciente y muda, Cual réproba, temiendo tu presencia Que el pecho aterra y la garganta anuda. Mas vence ya el dolor, y de amargura El alma está repleta. En mi quebranto No da el silencio alivio, da tortura, En vano intento reprimir el llanto. Basta, basta, Señor, ¡oye el gemido En que mi voz prorrumpe desatada! Escucha mi clamor: sólo te pido Del sepulcro bajo a la morada. Cubran las sombras la culpable frente Que la eterna inquietud del pecho acusa, Cuando el secreto de mi ardor demente Cómplice el labio confesar rehúsa. ¡No me importa correr a perdimiento, Ni que a mi culpa aterrador suplicio Prepares ya: tormento por tormento Cambio, Señor, sin acusar tu juicio! ¡Sepúltame en el piélago profundo De la noche que reina en el averno, Y da asilo a mi espectro gemebundo En el silencio de su horror eterno! La hora era ya avanzada, los
últimos sonidos del arpa de Elvira se perdían como
lamentos en las cavernas del monte, el buitre desplegó las alas
y cortó en raudo vuelo las tinieblas, y nosotros, en silencio,
descendimos penosamente al fondo del azaroso valle.
Tomado de: José
María Rojas, Biblioteca de
autores venezolanos contemporáneos, Caracas: Rojas Hnos.
Editores, 1875. pp. 454-459.
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