Palmarote en Apure

 

Daniel Mendoza

 

 

Vamos señor lector: ah, perdone U. (¡buena la iba diciendo!). Vamos ciudadano lector. Quiero probar si es U. despabilado de intelecto. Estoy de buen humor. Decir así un escritor de costumbres o de caracteres es como si un cantante del teatro lírico dijese: “estoy en voz”, o como si dijese un poeta: “me pica la vena”. Vamos: quiero reconciliarme con mi antigua afición literaria, y voy a escribir. Venga la pluma, el papel, el tintero: muy bien. ¡Muchacho! si alguien llama, di que no estoy.

Decía, pues, lector querido, que voy a probar si es U. un tanto aguzado de ingenio, o como diría un Palmarote de buena raza, quiero sabe si es U. hombre de tabaco en la vejiga. Con permiso de U., pues. ¿Qué va a que no adivina U. el asunto de este capítulo? ¡Cómo! ¿arruga U. el ceño? Pues le hablo con toda formalidad. ¿Será que no esperaba U. esta introducción? Pero ¿cuándo me comprometí yo a presentarle otra? Conque vamos ¿a que no atina U. con el argumento que me propongo desenvolver, si no tan hábilmente como U. desearía, al menos tan medianamente coco mi pobre ingenio me lo permita? Muy versado será U. en esto de descifrar enigmas; convenido. Atinará U. al vuelo un acertijo: santo y bueno. Será U. muy hábil en esto de destripar charadas ¿quién lo niega? Pues así y todo ¿qué va a que no acierta U. con el tema del mal hilvanado escrito con que desearía yo tener la fortuna de divertirlo?

-Hombre (dirá U.), pues me pone U. en un apuro. Ahí que no es nada! que le adivine uno los antojos a un escritor.

-Hombre (replicaría yo): eso no es responder a mi pregunta, ni mucho menos acertar la respuesta, conque vamos: al tema.

-¡Virgen de los Desamparados! ¡sácame de este berenjenal.

-No hay vírgenes; ni berenjenas que valgan. Al tema, al tema.

-Pues de veras que ya es tema la suya.

-Conque así, ciudadano mío, ¿preferiría U. darse por muerto?

-Hombre: esto de darse por muerto en medio de tanta gente viva, que vive de su viveza y de la simpleza de los otros, como que ha de ser una simpleza más.

-Pues vea U. cómo ha de ser, porque perdemos el tiempo y la paciencia también.

Ah, espere U., ¡vaya una torpeza la mía! ¡Que si adivino! U. va a escribir sobre política, pero no esa política abstracta, sino política actual, calientica, que es como si dijéramos acabada de sacar del horno, la única que cuadra a los marchantes y demás aficionados.

-¿Sobre política dijo U.? Gracias, señor mío: no me da el naipe para cómico; y le prevengo a U. que me haga un poquito de más favor.

-Perdone U. si lo he ofendido; que no lo dije por tanto; sino que en esta tierra de Dios (Porque el diablo ya no lo quiere) parece ser que la primera afición de todo fiel cristiano se encamina… pues, quiero decir, al empleíto, o por lo menos, a encompadrar con los empleados empingorotados, dispensadores de privilegios, contratos y otras gangas por e! estilo.

-Pues, amigo mío, repita el tiro si U. gusta, que por ahora lo ha errado.

-Pues bien, ¿querrá usted escribir sobre ciencias exactas, sobre literatura, sobre…

-Vaya ahora la lisonja. Primero una pulla, después un cumplimiento. Parece ser, ciudadano mío, que no acierta usted a andar sino de extremo a extremo, como los partidos dominantes en nuestra República, que antes todo lo centralizaban y ahora todo se lo quieren federar, es decir, todo lo quieren ajustar al sistema federativo. Oiga U., señor mío, Para escribir sobre ciencias es menester ser en ellas profundamente entendido; y sin la intención de parecer modesto, confieso francamente, que en punto a ciencias me sucede precisamente, como a aquel ciudadano filósofo de la antigüedad, que sólo sabía que no sabía nada.


-Pues yo, señor escritor, que no tengo de filósofo ni filo, ni aun punta declaro que lo que sé es que no sé que usted quiere. Y por último, me doy por muerto. U. convidará para el entierro.

-Dejaría U. de ser, ciudadano mío, de ciertas gentes que conozco yo, quiero decir, venezolano. Porque tropieza usted a los principios con una dificultad y lejos de procurar vencerla, se deja U. vencer por ella y retrocede. ¡Hombre! Y por último lo vuelve U. broma. ¡Hombre! ¡Hombre!

-Alto ahí, señor articulista, que eso es ya picarme el amor propio, ahora precisamente que se usan los patriotas. Caramba! que tiene U. pergeño para comprometer a los hombres, casi como quien los tira al charco. Pues bien, que U. lo ha vuelto punto de honra ensayemos. A ver… ¿querrá U. calcular cuántos centavos pagan en la Aduana una caja de zarazas, o bien cuánta sal lleva un queso de cuatro arrobas?

-Y no escasearía de interés esa materia; pero temo que a las ocho líneas tendríamos al lector bostezando. ¿U. no conoce a la gente? O como diría un Palmarote de incuestionable legitimidad,  ¿Ud. no conoce el sebo de su ganao?

-Pues señor, lo dicho, Usted se arreglará con el cura y con el sepulturero, porque… Pero, hombre, ¿por qué pone U. la cara así? No, señor escritor: si por ello hemos de regañar espere U. que ya creo acertar. Vamos: será sobre… sobre… sobre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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-Eso es, precisamente, señor mío. Acabáramos! Sí señor, sobre caracteres nacionales. Ese es El Tema, eso es ya dar en el clavo y sea v. gr.

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Pues, como iba diciendo, lector querido, era una mañana de abril pero ¡qué bella mañana! Si Chateaubriand, ese habilísimo pintor de la naturaleza en América, prestase a mi pincel su gracia y sus colores ¡qué interesante descripción! espontanearía yo en este momento! Desgraciadamente para U. lector carísimo, tengo que renunciar a la peligrosa tentación de hacerla, por lo tosco del pincel y la palidez del colorido. Pero, ¡qué linda mañana! Todavía me parece ver aquel sol radiante despuntando por un horizonte risueño y despejado, y rielando en las rizadas aguas del Apure. A una y otra margen del río acudían gentes, cuyos semblantes se me antojaban alegres y satisfechos. La sencilla, pero animada perspectiva de la ciudad, presentándose repentinamente al viajero que llega del Guárico, despejó mi imaginación recargada de tristes impresiones, al acabar de recorrer extensas pampas, yermos y desiertos hoy, si ayer cubiertos de ganados innúmeros. A la vista de un pueblo libre, porque no obedece hoya un hombre, sino a la ley, y tranquilo por el hecho de ser libre; a la vista de un pueblo laborioso y feliz, cuando cabe, sentí ensancharse mi espíritu y abrirse mi corazón a la esperanza. Fijé la mirada escrutadora para examinar la fisonomía de aquel pueblo excepcional entre tantos que a la sazón despreciaban su tiempo, su sangre y su riqueza, y puse atento el oído para escuchar su palabra. No vi justificada, desde luego, esta tristísima división de individuos en Productores y consumidores Improductivos, cáncer de las sociedades y origen casi siempre de sus sangrientas querellas. Todos profesaban la religión del trabajo. No distinguí allí Godos ni Patriotas, que eran todos los venezolanos apureños, hermanos de la Patria, e idólatras del orden, no menos que de la Libertad. No vi gallardearse insignias militares como insultando a la Paz por haber desalojado a la Guerra. No vi semblantes escuálidos por la insolencia de los Empréstitos Forzosos, ni frentes palideciendo al amago de los Encarcelamientos Arbitrarios. Un rayo de esperanza reanimó mi abatido corazón y sentí revivir mi fe moribunda. Y en tan feliz disposición de espíritu salté con pie resuelto en una pequeña embarcación, merced a la cual atravesé en breve al anchuroso río.

Pero no bien acababa yo de saltar en tierra, cuando vi venir hacia mí con los brazos abiertos, risueño el semblante, y el paso más que medianamente apresurado, ¿a quién se figurará usted, lector  benévolo? Estoy seguro que tampoco daría usted ahora en el clavo, si yo no lo ayudase. Pues para servir a usted, era el ciudadano Palmarote en Apure.

-¡Hombre! ¿Palmarote? Si señor, él mismo, no con su pelo (porque ya es calvo) pero sí con su lana: el mismo que viste aunque, no calza: en una palabra: “El Llanero en la Capital”.

-Pero dotor, ¡manito del alma! ¿qué viento lo ha traído a U. por aquí? Guá, dotor, guá no juegue, ¡Jesús y qué flaco! Lo que le digo es que si lo matan no doy un güevo por la manteca. Párese ay, dotor; venga acá, que voy a hablarle. En su tierra ¿cómo que no comen carne ajena, Dotor?

Y a todas éstas me tenía abrazado por el cuello tan cariñosamente, que pensé que me quería estrangular.

No sé si sea contar demasiado con la simpatías de mis lectores, o si sea obra y aun gracia de esta flaqueza del corazón que llamamos vanidad, el suponer que al entrar en escena el ciudadano Palmarote, mis lectores componen el semblante y se sonríen, encienden un cigarro (los que fuman), limpian sus anteojos los que han contado ya sus cuarenta carnavales), y se arrellanan cómodamente en el asiento, como quien se prepara a gustar de la sabrosa plática de un interlocutor tan campechano a veces, y tan bellaco casi siempre, tan naturalote cuando se piensa en Dios, y tan socarrón cuando lo tienda el diablo que suele ser a cada instante; de un tertuliano, finalmente, en quien no está aun averiguado qué condición se ve más en relieve, si la sencillez o la bellaquería.

-¿Qué quiere U. amigo mío? contesté, procurando desacirme de aquel círculo de hierro que me ceñía el cuello. ¿Qué quiere U.? hoy hemos vivido un poco más que ayer, así como mañana habremos vivido un poco más que hoy.

Palmarote tenía razón de sorprenderse. El tiempo y más todavía que el tiempo, la serie de vicisitudes porque ha pasado, no ha mucho, nuestro país, alterando sustancialmente lo que llamamos el programa de la vida: Burlando cálculos aquí, defraudando allí esperanzas, y violando por aquí y por allí derechos adquiridos, han producido, si no en todos, al menos en muchos de los venezolanos, en quienes los reveses dejan estampadas profundas huellas exteriores, que por desgracia no pueden disimularse, como se disimula una mala intención, han producido, digo, una cuasitransformación física parecida al deterioro. Palmarote tenía razón.

-Pues agora, dotor, soy yo el vaquiano aquí conque déjese cabrestiá y vamos pa casa, que no hay trampa que se pague en este mundo y rodando las piedras se encuentran;* y no me jaga pucheros, ni morisquetas, que yo no entiendo de yeso, porque no soy santero.

Más que conducir, dejéme arrastrar de Palmarote en fuerza de su poderoso lógica, que fue llevarme del brazo sin esperar mi consentimiento; pero caminaba ya en ese estado de penosa incertidumbre en que nos deja un suceso que sobreviene, y que no estaba escrito en nuestro libro de memorias. Así, no sabía aún si debía alegrarme o afligirme por la aparición de Palmarote en tal coyuntura, pues como ya dijo él, había entre los dos lo que se llama en el comercio cuentas pendientes. ¿Cómo me irá en el saldo? me pregunté yo mentalmente, encomendándome de paso a Santa Rita, por si fuera verdad que ella asiste en las dificultades e imposibles.

No habíamos aún andado gran cosa hacia la casa de Palmarote, cuando de repente se detiene éste para interrogarme por la lentitud con que yo andaba.

-Dígame la purita verdá, dotor, ¿Usted tá bravo colmigo, o es que viene espiao de las patas de atrás? Con esta trochita esgonsá, que ni mi caballo baquero, no aumenta U. tanaina. Suelte la trocha, dotor, que ai mesmito queda el rancho viejo.

-Es verdad, Palmarote me siento algún tanto molestado de la jornada de ayer. Pero no importa: sigamos.

Palmarote no acertaba con la verdadera causa de esa lentitud que lo contrariaba, y probablemente mis lectores tampoco.

Habíame yo preparado a visitar un pueblo en ruina. Tal me lo figuraba al traer a la memoria el incendio de que fue víctima en la triste jornada de junio del 59. Y recién apagada puede decirse, la chispa incendiaria, apenas si había él tenido tiempo de reponerse de tan rudo quebranto, cuanto menos de adelantar en la vía de la mejora y el progreso. Pero, ¿cuál fue mi sorpresa el encontrarme con una ciudad, no sólo reedificada, sino mejorada y considerablemente aumentada? ¡Cómo! decía yo: la mano del hombre, siempre más rápida y segura para destruir ¿lo ha sido tanto para reedificar? ¡Cómo! Cuando tantos pueblos padecen todavía los estragos de la guerra, San Fernando renace de sus cenizas, como el Fénix de la fábula, y mejor apercibido a pruebas ulteriores! Pues hay en ello una causa que el viajero o el filósofo no deben dejar pasar inadvertida. Sí, dos son esas causas: notémoslas, o mejor, subrayémoslas para consuelo y enseñanza de otros pueblos. “Un gobierno, que sin criminal pretensión de gobernar para medrar, ejerce con conciencia, su influencia reparadora, devolviéndole a la propiedad sus fueros de Inviolable, al comercio su libre y seguro movimiento y a la Libertad su impunidad, siempre que no extralimite su esfera de acción hasta rozarse con las garantías individuales y con la seguridad social o la Conveniencia pública bien entendida, que son, a juicio de los más profundos publicistas, la justa y racional barrera de la Verdadera Libertad, barrera que nadie, ni la autoridad, ni el pueblo mismo reasumiendo su tremenda aunque limitada soberanía, pueden traspasar sin atropellar la razón pública, que la Sociedad: sin desconocer el criterio de la humanidad, que es la Historia: sin sublevarse contra la justicia eterna que es Dios”.

Y después de esta digresión, que las circunstancias han hecho tal vez, necesaria, continuemos apuntando las causas de las mejoras actuales de Apure, si es que U., señor lector, no lo ha por enojo.

Decía yo después: que son las causas que tan eficazmente contribuyen al progreso efectivo de este pueblo. De un lado el Gobierno, haciéndose centinela avanzado de las Garantías individuales: haciendo con pocas, pero necesarias medidas, que todos los intereses, lejos de excluirse o combatirse, se ayuden y sostengan: que todas las industrias se den la mano como amigas, lejos de aislarse y dañarse como rivales: que se reanimen el Trabajo, previa la convicción de que se aprovechará exclusivamente al que lo emplee y no a Procónsules, que llegan ávidos de enriquecerse en pocas horas con ajenos sudores acumulados en muchos años; que queden arrinconadas estas odiosas denominaciones de partido (que reaccionan en elementos disolventes, en vez de traerlos en rígida convergencia al provecho de la comunidad): que pretende estrechar cada vez más los lazos de benevolencia entre pueblos y pueblos, entre individuos estimulando, al paso, con garantías efectivas el amor al trabajo, y probando, no con mentidas propuestas, sino con experiencias al alcance de todos, la necesidad del Orden, este aliado obligado de la verdadera Libertad. Y por otra parte, un pueblo, si manso de índole y hasta indolente por hábito, libre e independiente por temperamento, hasta el caso de sacudir heroicamente, y siempre con buen éxito, el yugo extraño que se le ha querido imponer. También aquí impera la doctrina de Monroe, salva la diferencia de teatro. ¡En Apure los apureños! Pueblo dócil a la ley, pero rebelde a la tiranía. ¡Y por último!, pueblo hospitalario y generoso, cualidades estas dos que aceleran su ya fijo rumbo hacia prósperos destinos.

Muy a pesar mío tuve que cortar el hilo de mis observaciones, aumentadas a ratos con las que en el camino ponía Palmarote, como si dijéramos, de su bolsillo, haciéndome notar algunos adelantos ya realizados y otros en proyectos, cuando llegamos a la casa. Pero la casa de Palmarote necesita párrafo aparte.

Era ésta, en verdad, de apariencia; pero ni ella, ni su dueño se daban trazas de disimularlo, a diferencia de ciertos individuos que conozco yo, que todo se vuelve exterioridades, y por dentro… ¡nada en dos platos! Figúrese el lector una de tantas casas que el impulso civilizador se apresura a hacer desaparecer, para sustituirlas con otras de más comodidad y  lucido aspecto. Tenía, a lo que pude averiguar una sola pieza, que hacía de sala, de dormitorio, de comedor y de despensa, según los casos. Por cierto que esta aglomeración de papeles en un solo individuo me hizo recordar estos hombres múltiples, que suele en algunos de nuestros pueblos más atrasados, los cuales hacen de juez, de médico, de abogado y hasta de cura según la necesidad. He aquí el mobiliario: una butaca de los tiempos del Corregidor, una mesa que supongo de la misma fecha, según lo temblorosa y chillona que se había puesto, la cual mesa era una cómica consumada, pues a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde hacía de mesa de comer: si apuraba mucho el caso hacía de escritorio: de noche era un ropero muy regular, pero muy mal tinajero, por cuanto el gato se daba sus artes de beber agua a medias con el amo, y por temporadas servía de urna mortuoria a algún marrano que se matara en la casa de lo cual daban fe las reliquias de sangre y grasa que iba dejando en ella esa especie de sacrificios cruentos.

Al frente de la puerta se veía una especie de ventana, que probablemente abrirían allí por pública honestidad, como dicen los canonistas, pues para dar luz a la pieza era demasiado chica, y para dar vista a la calle era demasiado alta. En las paredes laterales había varias estacas enclavadas a guisa de roperos. De una pendía una espada en actual servicio, con su banda colorada, por más señas: de otra un fuste viejo, dado de baja, de aquella un par de sueltas, utensilio indispensable para todo llanero graduando en la facultad: de esta un Hierro para marcar ganado: de la de más allá pendía una crucecita de palma, probablemente del domingo de Ramos último y con la cual creía Palmarote estar seguro contra rayos y aun contra el diablo, si este se descuidaba: de la de más acá colgaba una especie de cartera de piel de venado, en donde tenía Palmarote resumido su botiquín de campaña, a saber: raíz de mato, fruta de burro, raíz de escorsonera y corteza de naranja. Esto lo aseguraba, decía él, contra la puntá y el tabardillo.

-¿Y dónde me deja U. dotor, (me preguntó al observar que yo recorría con la vista su mobiliario) esta recomiendita que tengo siempre aquí desde el fulano cólero? Y me enseñó un pequeño garrafón que estaba en uno de los ángulos de la pieza. Este es el improsulto para el pasmo (agregó tomándola por el cuello y vaciando un poco de su contenido en un vaso que le servía como de tapa). Esto sirve para quitá el frío y hasta los pesares, dotor, ¿U. no quedrá echarse un lote?

-Gracias, amigo mío: siento rehusarlo por ahora.

-Pues yo me alegro de usarlo ahora y siempre, porque cuando estoy más atropellao de la fortuna, vengo y cojo ¡pa! me echo un lote y ¡adiós! pesares que yo me llamo Alegría! Y efectivamente apuró el vaso, como para probar el dicho con el hecho; y en seguida volvió a su lugar la recomiendita, no  sin echarle una mirada cariñosa, como quien dice: hasta la vuelta compadre.

He aquí lector querido, la sencilla descripción de la pieza de Palmarote. ¡Ah! se me olvidaba. ¡Vaya una memoria la mía! Pero ¿cómo diablos había de verlo, si yo estaba repantigado en él, como un canónigo? Y la verdad es que a esta hora no sé si los canónigos usan chinchorro; pero carguémoslos a buena cuenta, por la semejanza con sus otras aficiones.

Ya lo dije, pues, lector querido, que había además en la pieza este otro mueblecito, que cuenta ya más devotos que el santo niño de Atocha. Y de veras que el fulano chinchorro no será muy elegante, por ejemplo para un salón de Embajada, pero para sestear acá, en nuestros incultos llanos, donde tercian tan a menudo los calores abrasadores de la zona tórrida…

 

Si se toma votación

En algún congreso o corro,

No hay remedio, caballero:

Yo voto por... el chinchorro.

 

Que es afición muy decente

De cualquier fiel cristiano

Esa que llamó el toscano

En griego, “dolce far niente”.

 

  <>Y para dar punto al inventario de los muebles de Palmarote, bueno sería, en gracia de la exactitud, no dejarme en el tintero (por que no cabe) un enorme perro, que no quiso hacer las paces conmigo en todo el tiempo que fui huésped de su amo. Del perro se ha dicho que tiene instintos imponderables. Quién sabe si este animal (individuo al fin, del siglo décimo nono), sacó su cuenta, al ver en casa una boca más, y se dijo: -“Pues si comemos más, claro es que comamos menos; y quien de dos quita tres, míreme los dedales” como dicen que dice una de nuestras entidades militares.

Instalado, yo, pues, en el mueble indígena de que dejo hecho mención, y Palmarote en la contemporánea del Corregidor, y mientras llegaba la hora de yantar, como decía Sancho, comenzamos de chinchorro a butaca, el diálogo siguiente:

-Conque vamos a ve, dotor, U. que sabe lé, ¿qué le ha parecío la siudá?

-La verdad Palmarote: muy otra de la que yo me figuraba. En pocos pueblos de la República se notará más animación, ni más movimientos. Por de pronto echo de ver gran afluencia de forasteros.

-Pues eso es cabalitamente lo que menos me gusta a mi, dotar; porque esos a lo que vienen es a poné cara la carnita y el casabito y a llevase de paso el poco ganaíto que queda.

-Disparate, Palmarote: disparate máximo. Estos contribuyen poderosamente al progreso y mejora del Estado. En primer lugar, su afluencia aumenta la población: en segundo. . .

-Párese ai, dotor: permítame que lo ataje. ¿Qué cuento es ese de aumento de población? ¿Porque haberá más bautismos? ¿Y U. piensa que nojotros solos no somos unos hombrecitos pa...

-Calle U., hombre; que no lo dije por tanto. Figúrese U. que esta población asciende hoy a seis mil almas. Pues si afluyen por ejemplo, quinientos extraños ya habrá seis mil 500 habitantes; y ello sin contar los que vienen con su familia

-Y son completicas quinientas tortas menos de casabe, con su sancocho igualmente. Y U. me dirá si la verdolaga es fresca.

-Pero U. no ve la afluencia de extraños sino por una sola cara.

-Pues ¿y cuántas caras cargan ellos, dotor? ¿Serán hombres de dos caras? Pior que pior, porque ¿quién quita que carguen también dos barrigas? y entonces saldría la chanza a dos tortas por cá marchante.

-Dije que U. ve la cosa por un solo lado. Convengo que en mi hipótesis se aumente el consumo: tanto mejor; esto aumentará la producción; porque será un nuevo estímulo al trabajo. Apuntemos ahora otras ventajas. De los forasteros concurrentes unos vienen con sus empresas y capitales, otros son sus industrias, otros con sus luces, otros con…

-Güelga acá, dotor. ¿Con sus luces dijo U.? ¡Guá! Y se figura que aquí no soplan candela? Y además, si cá forastero trae su luz ¿ande diablo vamos a encontrá faroles pa tantas luces?

-No hablo yo, hombre, de la luz material sino los conocimientos del individuo en artes, ciencias, industrias. . .

-¿En industria, dotor de mi corazón? ¡Jum! malo, malaso que está eso! No me acomodan caballeros de industria, mejor sería que se fueran a industriá a otra parte.

-¿U. se ha vuelto tonto o bellaco?

-Hombre… bellaco, ¡quién sabe! ¿Pero tonto? A candela! Si supiera que aquí los tontos se mueren chiquitos… Pero, en fin, siga su historia, porque tuavía estamos muy lejos del ajuste. Porque, amigo, yo convendría en las fulanas luces, y en lo de la industria, y ni aun peleamos por tortas más o menos de casabe; en lo que si me encuentro too mal enlasao es en el aumento de la población. (Y al decir esto, Palmarote se rascaba la cabeza y se veía de soslayo con aire de duda y socarronería).

-Pues eso es todavía más claro, si cabe. Imagine U. Palmarote, que antes de la afluencia de forasteros (la cual data de la capitulación de Coche acá), estuvieron los sexos en proporción, por ejemplo, de uno a cinco: es decir, que por cada hombre se calculasen cinco mujeres; hoy, con la concurrencia extraordinaria de hombres en demanda de trabajo, de ganados, o de una vida menos azarosa y ocasionada a altibajos, merced a la paz y tranquilidad que aquí reinan: hoy, digo, pueden considerarse los sexos equilibrados, o en una proporción menor. Y tal vez, si crece la corriente de la inmigración se inviertan los términos de la proporción. Así v.g. si antes por cada hombre había cinco mujeres, habrá, más tarde o más temprano, cinco hombres por cada mujer...

-Pues entonces, dotor, más bien se nos ha enredado la cochina; porque si, como dice U., cá hombre tenía antes cinco mujeres, ahora con la dichosa creciente, cá mujer quedrá tener cinco o más hom…

-Calle U. esa boca, majadero y socarrón que es U., ¿quién ha dicho ese disparate?

-Hombre, dotor, si le he ofendio no ha sido adresmente, sino que como uno no es plumario, amigo, se le salen las voces como arpa vieja, y de ca cuerda, coje y sale un disparate.

-Pues mala cuerda ha tocado U. por bellaco y taimado, que no por sencillo. Si lo oyeran a U. las mujeres, no ofrecería yo gran cosa por sus orejas (de U.).

-Mire, dotor, venga acá. Voy a decirle. No hay palabra mal dicha, como no sea mal tomáa. Amigo, como uno es así... pues, quiero decir, con licencia de U., y el más vocablo, así medio brutón  y hasta medio mostrenco… Ya se ve, a nosotros los pobres siempre nos pegan las petacas.

Y habían de verle ustedes, lectores míos, la cara de compungido que ponía el muy inocentón procurando justificarse con su ignorancia y sencillez. Yo fingía aceptar su exculpación, y como para ayudarlo a salir del trance, doblé la hoja y busqué nuevo argumento a nuestra plática. Casualmente acertaba a pasar por la calle, en tal coyuntura, una señora que tal nos lo pareció el individuo que pasaba, a juzgar por ese ruido de sus vestidos al rozarse, entre sí y con el suelo, semejante, muchas veces, al ruido de una escoba de moriche. Quiero decir que era una ciudadana de crinolina con su apéndice de rígidos fustansones. Y aprovechando este incidente, pregunté:

-¿Quién será ella, Palmarote? Y eché una mirada hacia la ventana.

-Hombre, dotor, por balunvo y la sonaja lo único que podemos sacar en limpio es que no son bigotes sino clinejas las que han pasao, porque, amigo, agora con la fulana elustración, pa vestí y planchá a una mujer se necesita un mes de quesera de a cuatro arrobas diarias too los días.

-No tanto, Palmarote. Ustedes los llaneros, no acertarían a hablar sin la hipérbole: quiero decir, sin exagerarlo todo.

-Hombre, dotor, de libros y gacetas, no digo que no saberá usted más, pero ¿de mujeres? ¡Jun! Yo tengo ese librito muy estudiado, por mor de una sobrina que tuve ¡más modista y más morisquetera! Si hubiera U. visto toos los aperos que se echaba encima. Cá ocho días le hacía una nueva morisqueta al camisón, sí; fijándose por un maldito figurín y por unas esconfiscás novelas que le tenía la cabeza más enredá que un bejuquero. Había veces que pasaba el santo día, y de cuando en cuando la noche, añadiendo tiritas, y esponjándose por detrás, rellenándose por delante; y luego cogía y se miraba al espejo y hacía una morisqueta: hasta que una de esas se le calienta el tarro, y se le enfrían las pesuñas, y se le pega una calentura, y se muere, que fue la última morisqueta que hizo.

-Por la cuenta, Palmarote, no le agradece U. a las mujeres ese afán por agradar y tanto estudio como hacen de no cansarnos con la monotonía en la forma del vestido.

-Hombre, dotor, si es con buena intención, que Dios se lo pague. Pero, cristiano, ¿y pa eso se salen agora de travesía toas embotás y empantalonás y ensombrerás y con su perra chupa? Y párese ai, viejito, que tuavía falta el rabo por desollá. Porque más cuento y más cuento y más enredo, nos han echao agora unas dichosas colas que la que no cae se trompiesa; y U. me dirá si podrá agora decir alguna que no tiene rabo que le pisen.

-Pero, ¿qué quiere U. decir, amigo mío? Todos, y las mujeres con más razón somos esclavos de la moda. Cada época tiene sus usos. ¿Qué les contestaría U., si le echasen ellas en cara su eterno e indivisible garrasí que usan ustedes hasta el fastidio? Y hay una gran diferencia en favor de las mujeres; y es que las modas de ellas pasan; pero el garrasí no pasa nunca.

-Y cuándo diablos va a pasar, si el barro no pasa nunca en estos bajumbales; y si acaso pasa es de la rodilla pa arriba.

-Pues bien: úsenlo ustedes sólo para andar en los lodazales, pero no en terreno seco, sobre todo en poblado.

-Hombre, dotor; yo con aleguleyos no armo cuestiones; porque antes el diablo se rasque un ojo le forman a uno un capítulo, y cuando muy bien parao sale uno, le quedan las orejas lo mesmo que un gurrufío. En pelea de tigre y burro U. me dirá quién costea el sancocho. Si se tratara de enguralar un toro o devorarle la pierna a un potro serrero, por toas sus gacetas y toas sus leyes no daba yo una mascá de tabaco.

-Ni yo tampoco, Palmarote.

-Gracias a Dios que ya nos topamos en un mesmo camino. A leguleyos bien montaos ¡hombre! Si le digo a U. que es más fácil cojé un tapis que a un leguleyo.

-Y bien, Palmarote (volviendo a mis observaciones viajeras): lo que si me ha parecido extraño es no ver aquí gran concurrencia de extranjeros.

-¿De esos jurungos que hablan lengua, dotor?

-Si, v.g., europeos, norteamericanos, &.

-y ¿pa qué serían guenos?  ¿pa vení con sus artificios y brujerías a enseñarles a uno en qué más se puen gastar los riales? Si nos trujieran una máquina de conseguirlos, eso sería ya otro moo de cantar. Y si nos descuidamos, con sus pinturitas, y sus cobres doraos y su “guí Musiú” se acaban de llevar los pocos realitos que quedan.

-Así que ¿persiste U. en el error de que nos perjudica el roce con los extranjeros?

-¡Guá! pues si eso es como quien plancha. Viene con oro fingío y se van con oro macizo: U. me dirá si el cambure mancha.

-Sobre eso amigo mío, hay mucho que decir. Si tuviéramos que vagar para profundizar esa cuestión, doime a entender que lo dejaría a U. convencido.

-Hombre, yo no niego que nos han traido… así, algunas cosas; verbo y gracia, el Vapor ¿ya ve? eso es bueno, porque no es más que: rrrrrrrr y ¡zas! ya está U. en el cusco del mundo. La Cabuya esa que lleva los papeles a Caracas: que se cansa U., amigo, de aguaitar cuándo pasa el papel, y la tal cabulla muda, como una soga tendía: y me han asigurao que el papel va, y yo lo creo, porque contestan de allá. El Fósforo, ¿ya ve? eso también me gusta: parece una miselania, porque no es más que ¡ras! y pongan la oya. Pero ay de fuera ¡jun! Pa lo que sirve su fulana cerveza: toa se vuelve espuma y lo poquito que le viene U. a conseguir, allá a las mil y quinientas, es el puro miao de cabayo. Porque aunque me han asigurao que por ay anda una tal champaña, hombre, sambo, yo nunca me he podido ajuntar con ella. Si es veneno no reviento.

-Pero no son esas las únicas ventajas que nos brinda el comercio y amistad con los extranjeros.

-Ja, Ja. Ya sé por ande U. me va a salir ¿por la elustración? ¿no es verdad? Tamaña potra nos tienen con esa mogiganga. Dende que llegó esa santa o esa diabla a esta tierra se nos ha alborotao el rancho, y toa anda patas arriba. Ya y que no se dice gómito sino vacas.

(¿U. habráse visto?).

-¿No será bascas, Palmarote?

-Lo mesmo vale, dotor; sólo que le falta un cacho. Y no me ataje, porque se me encaloma el discurso. ¿Le hacen a U. un favor? pues no vaya U. a salir con “Dios se lo pague” U. debe decir “Graciassss”. Ya y que no se dice “Adiós”, sino “Argusito”. Pues ¿no le cuento, dotor, y que ya las mujeres no se ponen aquellos nombres del tiempo cristiano: Sinforosa, Pantaleona, Sebastiana, Timotea? Agora lo que cargan son unas migajitas de nombres, que parecen unos jicaquitos forros; y cuando U. está más descuidao, por aquí le sale Julita, por allí Tulita, allá va Lolita, ai viene Lucita. ¡Misericordia de Dios! que se nos ha llenao la iglesia de mediecitos bambinos. Los nombres de antes eran de veintiséis con seis.

-Y que no ha de extrañar U. eso, hombre que ya dije que todas las épocas tienen su gusto. Y si puede decirse, fisonomía. ¿Qué papel haría hoy una mujer, por más hermosa y elegante que fuese, si al fin veníamos a salir con que se llama Bibiana? Hoy hay remedio, amigo Palmarote: la moda es uno de los pocos tiranos que quedan en pie en el siglo décimo nono.

-Pero, dotor, y no piense que es cualquier mandil, sino seño tirano en todo y por todo. Si ya los cristianos se hacen ricos a la moda; se enferman a la moda; se mueren a la moda, y aún creo que hasta se los lleva el diablo a la moda.

-A ver hombre: explíqueme U. eso; que tanto así no sabía yo.

-¿Y de qué diablos le sirve a U. entonces too lo que estudia y lo que lee en las gacetas? ¡Pero miren el hombre! Venga acá, dotor, y coja y dígame ¿U. no conoció ayer nomás un puñao de pelagatos que andaban pidiendo aguinaldos sin música? A pues, y hoy los tiene U. montaos en haciendas de caña o de café o de algodón, con riales por dentro y con riales por juera, y hasta con mujé por dentro y por juera. Y ¿qué quiere decir cristiano? Es Verdá que toos ellos han sío concertaos, quiero decir empliaos.

 

  Quesero que vende queso

Sin que a su amo le aproveche,

Y de pobre pasa a rico,

¿De dónde sale esa leche?

 

-No hay como mamar, dotor. Por eso le aconsejaría yo a mis amigos que vean si se ponen en una vaca de leche.

-Y bien, sin que se entienda que doy ascenso a esas que se me antojan mordacidades suyas. Palmarote, ¿podríamos saber cómo es que cristianos se enferman a la moda?

-Pero digo yo que este dotor quiere que yo le duerma con las Letanías mayores, porque ¿dónde hay paciencia que aguante ese cardumen de enfermedades que han inventao agora? En el tiempo de antes ¡bendito sea Dios! la mitad de la gente se moría mascando el agua. ¡Ah sonsos! y no conocía el cristiano más que cuatro o cinco enfermedades: la puntá, el mal de ojos, la correncia y el tabardillo. Y vaya U. a ver con qué se curaban: con la raíz de mato, la verdolaga de cabra, manteca de vaca, y si el caso apuraba, ayá le iba la oración del justo juez. ¿Vomitivo? Si algún desalmado se atrevía a tragarlo, tenía que encerrarse cuarenta días con sus noches, como en los paritorios. Pero agora, dotor de mi alma, dende que vino la elustración, parece que destaparon algún baúl viejo y salió pa juera toda clase de bichos. Y tiene U. la fiebre vidriosa, la fiebre penitente o impenitente, la fiebre amariya, la fiebre pútica, el gómito prieto, el cólero, los flatos, las liarreas (pero de éstas me han asigurao que son las mesmas correncias de antes), la ronquita o la bronquita (no estoy bien seguro, pero por ahí va), y un chorro de dolencias y iniquidades que ya yeban medio mundo pa “Jovalito”.**  ¡Ah! espérese ai, que toavía llueve. ¿Y ande me deja U. uno fulanos ñervos, que por sonsa que sea la vieja, toa se le desmaya y se le gomita, y blanquea los ojos, y le dentra una tembladera con más visajes que un tuqueque en la boca de una guanota? Eso yaman agora el puro ñervo, dotor. Sobre que yo digo que las gentes del tiempo cristiano eran más sonsas: figúrese U. que nacían sin ñervos.

-Y bien, Palmarote: cuando se le ocurra a U. morirse, ¿no piensa U. morirse a la moda?

-Hombre, dotor; en el tiempo en que vivieres has lo que vieres.

-Vamos, pues. ¿Qué género de muerte piensa U. escoger?

-¿Yo? El Matrimonio.

-¡Hola!, ¿con que el matrimonio es una especie de muerte?

-No es especie, es un género muy duro y abatanao. ¡Guá! ¿U. no me pregunta qué género escojo para morirme, es decir, pa que me vistan con él, después de muerto? Pues digo que ese que llaman matrimonio.

-Así ¿hasta en asuntos serios habla de mecha?

-Ni el matrimonio que U. piensa, ni el morirse son cosas de mecha, y si acaso lo son, cuesta la mecha más que el candil. Con que U. me dirá si la verdolaga es fresca.

Aquí llegaba nuestro diálogo, querido lector, cuando una mujer casi joven o casi vieja (como U. quiera), término medio entre criada y señora (y no digo más, porque ando de prisa), entró a servirnos un almuerzo, no diré opíparo, pero sí apetitoso y bastante a satisfacer la necesidad matinal de cualquiera fiel cristiano, por mal contentadizo que fuese.

De Lúculo, el más célebre gastrónomo de la antigüedad, cuenta la historia que nunca era más decidor, ni más chistoso que en su espléndida mesa. Pero Palmarote (que probablemente no tenía ni noticia del opulento romano) al avisársenos que el almuerzo estaba servido, fue de opinión que suspendiéramos nuestra plática, mientras almorzábamos, porque al que asa dos conejos (añadió él, donosamente) se le quema uno, y el otro le queda crudo. -Con que arrime, dotor, que después conversaremos.

Así, pues, lectores míos, si ustedes no gustan de acompañarnos, que un convidado convida ciento, me permitirán suspender por algunos instantes mi pesada narración; que, despachado el trabajito gastronómico, ofrezco a ustedes continuarla y aún darle cumplido acatamiento.

Las once serían de la mañana cuando nos sentamos a la mesa; y bien fuesen las varias y gratas impresiones del lugar, bien lo ya avanzado de la hora, o uno y otro juntamente, ello es cierto que no me sentía estimulado por un apetito más mediano, y que Palmarote había podido llamar de a veintiséis con seis. La función principió, como diría un poeta dramático, con la graciosa piecesita en un acto titulada “Un lotecito”, que acepté entonces con gusto en gracia de la oportunidad, y que me pareció confortable por más señas.

Mal podía yo ajustarme, desde luego, a la condición de Palmarote de no hablar durante la sesión gastronómica. Sabido está que la charla, este libre desahogo del ánimo, como no raye en indiscreción, es la mejor salsa de la comida. Mi huésped, por fortuna, fue el primero en romper los tratados, pues no bien acabábamos de sentamos a la mesa, cuando me dijo con su acostumbrada sorna:

-Hombre, dotor, al vernos aquí a los dos despachando este oficito cualquiera diría que U. no es el amo de la casa o por lo menos, diría que U. me debe.

-Y bien, le contesté, ¿en qué cree U. que lo conocería?

-En que como dice el corrío:

 

 Cuando un blanco está comiendo

Con un probe en compañía:

O el blanco le debe al probe,

O es del probre la comía.

 

-Pero eso no siempre es cierto, Palmarote.

-¡Jum! Ya U. va armar una cuestión sobre eso. Mejor será que se la forme a ese platico que le arrimo.    

Y la verdad era que servía efectivamente un hervido de gallina gorda, a lo que parecía mal aderezado.

-He aquí, Palmarote, le decía yo, haciendo alternar mis frases con sendas cucharadas del sabroso caldo, he aquí que si en todas las  mesas de la ciudad terciara con otros este plato, habría sido hoy un gran día para el célebre Enrique IV, llamado con razón “el rey caballero”.

-¿Y por qué sería grande el día para ese caballero, dotor?

-“No ha de haber, decía él, ningún aldeano en mis Estados que no pueda poner una gallina en su puchero los domingos”.

-Hombre, dotor, ya me gusta el rey caballero sólo por ese jalón. Los presidentes caballeros de Venezuela debían aprendé esa punta. Y agora me está retosando, aquí en el tarro, ¿porqué llamaban a ese siudadano el rey caballero?

-Por sus rasgos generosos, Palmarote, por su valor, que ya rayaba en temeridad y principalmente por su proverbial afición y su fina solicitud para con las damas.

-Pero vamos ¿sacaba alguna anchetica con ellas?

-Y mucho que sí, Palmarote; pero lo más curioso era, que casi siempre andaba un tanto escaso de dinero, y además no era, como si dijéramos, un buen mozo.

-Pues señor: el tal Enriquito tendría el diablo en la camilla, porque tras de ser medio feúsco, andar siempre corto, eran dos cortedades juntas. Y sobre esto se yo una oración que dice:

 

 Hombre probe no enamore,

La razón lo va diciendo;

Que el  que no tiene que dar

Mal puede llegar pidiendo.

 

-Y como que le hacen a U. su poquito de efecto los lotecitos, amigo mío: me parece U. un tanto flojillo de lengua.

-Y a mala hora, dotor, se me vendría a aflojar la sin güeso, porque en este trabajito la necesita uno con toa su fuerza. Y por lo demás ¿quién nos escucha?

-¡Podríamos pues, poner en la puerta aquella inscripción que se lee a la entrada de la clase de anatomía en cierta Universidad de Europa “Les dames n’entrent pas ici”: “Las señoras no pueden entrar aquí”.

-No vengamos a poner aquí esas autonomías de Uropa, dotor. A esos jurungos le pegan esas morisquetas, porque tienen rabo y hablan lengua. Nosotros tenemos el agua del bautismo y quin tin paz.

-Pero observo una cosa, Palmarote: que en los llanos como que transigen menos con los europeos que en los pueblos costaneros. Y amén hay las ventajas que nos brinda su inmigración, todavía hay que tener en cuenta su preponderancia sobre nosotros. Nos conviene más tener por amigas las nociones extranjeras que por enemigas. Ea, Palmarote: vamos: un brindis a la salud de los extranjeros.

-Pues, señor, si eso nomás es, párese ai, párese ai, que yo lo voy a arenguiá. Écheme aquí un lote, dotor, y échese U. otro; y perros al agua.

Servido Palmarote y servido también el que habla, púsose el primero de pie, tosió dos veces, como para despejar la garganta, vio hacia el techo, asomáronsele a la cara los colores, y ya empezaba a sudar abundantemente, cuando dijo:

 

Que venga la Ingalaterra

Y que venga la Morisma,

Pa que vean si les da el barro

Más arriba de la crisma.

 

 Porgue sólo Palmarote

Si le suelta un linternaso,

Les revienta el espinazo

Y les arranca el cogote.

 

 Dejémonos de “Musiú”

Y dejémonos de “Veso”.

Mientras más probe más tieso.

¿Conmigo? Ni Belcebú.

 

 Que si monto en mi alasano,

con mi trabuco y mi espá,

¡Santa Rita! eso será

otro llover en verano.

 

-Bravo, Palmarote, exclamé yo como aplaudiendo.

-¡Guá! pero si es verdad, dotor, contestó entre mohíno y satisfecho, después de haber apurado hasta al fondo el vaso que en la mano tenía. ¿Quién no se va a poné bravo con las esodomías de esos jurungos? ¿Pues U. no ve la otra, la fulana Isabel Segunda? ¡Y que mandaba quemar el Paraíso! ¿U. habráse visto una esodomía como esa? ¡Ah ña Isabelita Segundita! ¡Jum! Si cogiéramos esos quemadores de paraíso, entre Apure y Capanaparo, quizá si les segundaríamos unos buenos masos de pilón, pa que no fueran safricos.  ¡Cristianos! ca uno en su casa y Dios en la de todos, qui  tin paz. ¿Ustedes quieren saber más que Dios, el que puso la mar por el medio? Cojan ustedes de las barrancas de allá hacia esos quilombos, y déjenos a nosotros las barrancas de acá, y Cristo con todos.

-U. tiene razón, Palmarote. Ha hablado U., como verdadero americano. Ha hablado U. salvas las distancias y salva también una que otra palabrilla no muy de recibo, que digamos, como ya hablaron algunos de nuestros célebres ministros y escritores. Porque ha de saber U., Palmarote, que a más de un acendrado patriotismo, tiene también algunos de nuestros prohombres contemporáneos la palabra tan fácil y la pluma tan diestra y tan correcta que a algunos los llaman “pico de oro” y a otros “pluma de oro”.

-Hombre, dotor: en cuanto al pico y a la pluma de esos pájaros, no tengo na que decir. Pero decía yo ¿y no habrá entre ellos algunos pajarracos que apliquen las uñas? Porque si a conforme menean el pico y las plumas, menean también las uñas… ¡a candela bien brava!

-Hombre, Palmarote, ¡qué bueno está este pescado! ¿Es abundante aquí la pesca? Permítame U. servirle un poquito ¡Oh riquísimo está!

-Voy a decirle, dotor, sí abunda un poco, sólo que hay algunos que no tragan el ansuelo. Hombre! ¡a aleguleyos bellacos!

-Vamos, Palmarote: sepamos qué puntos calza U. en asuntos filosóficos-morales. ¿Dónde cree U. que hay mayor suma de felicidad en la alta sociedad, o en las masas populares?

-No me suspenda muy alto, dotor que se me marea la metra ni ¿qué quiere U. que calce yo sino cotizas? Y no de masas sino de cuero crúo.

-Vamos, hombre, ¿quiénes serán más felices, las gentes cultas y en general mejor acomodadas, quiero decir más ricas o la generalidad del pueblo?

-Hombre, dotor por regla de naipes, el que tiene más morocotas  tiene la totora mas fresca, porque los que somos del pipiolaje too los más se nos va en sacar cuentas con granos de maís, y en fin de cuentas no nos queda más que ¡el vea U.! Con que a las morocotas me atengo.  Y dígame U. agora, si es cosa que se puee ¿dónde haberá mas pillos, entre la gente de curbata o entre los prójimos de cotiza?

-¡Ola! señor crítico ¿con que también quiere U. darse a filosofar?

-Sáqueme de esa dudita, dotor (me decía el muy taimado con cierto aire burlón, como aquel que pone a otro en apuro, para gozarse en su embarazo).

-Probablemente, Palmarote, allí donde campea mayor número de individuos, allí campeará también mayor suma de debilidades humanas. El sabio dijo: Infinitus est numerus stultorum, lo cual quiere decir: “La mayoría de los hombres son necios”. Con que si el pillo al fin no es más que un necio, y el hombre de bien un prudente, U. aplicará el cuento, si es esa que puede.

-Ya me lo temía yo, dotor, que con aleguleyos no hay tutía. Pero bien me se yo lo que debo creer, más que venga él sabio con todos sus escultores.

Pero suspendiendo aquí, lectores míos, por temor de fastidiar a ustedes, la exacta relación del diálogo sostenido con Palmarote, durante el almuerzo, les diré, que una vez satisfecha la corporal necesidad, nos levantamos de la mesa, no sin acompañar yo a Palmarote en la oración de alabar a Dios por aquel favor más.

-Porque Dios lo libra a U. dotor (añadió él), de gente que acaba de comer y no alaba a Dios. Hasta eso se ha llevao de aquí la fulana elustracion.

Tres días después, arreglado el negocio que me trajo a San Fernando, me despedí cordialmente de mi bondadoso huésped, quien tuvo la bondad de acompañarme hasta el río, y con un afectuoso abrazo díjele adiós por aquella vez, no sin protestarle de nuevo mi amistad. Iba yo a poner el pie a bordo, cuando me detuvo Palmarote, con semblante medio serio y medio burlón, me dijo:

-Hombre, dotor: ¿U. y que me sacó por hay en una gaceta la otra vez que nos vimos en Caracas? Sobre que le digo que por andequiera que iba se me pegaba esa muchachá atrás. “Ay viene Palmarote!” “Allá va Palmarote!” “Hombre ¡qué parecío”! Conque, cuidao, dotor.  No me vaya a sacar en la gaceta.

-No pase U. cuidado por eso, amigo mío: palabra de honor que no lo haré. Adiós.

 

* * *

 Y ustedes lo ven, caros lectores: he cumplido fielmente mi palabra. No he retratado a Palmarote en La Gaceta: ha sido en La Época.

 

 * El lector recordará, si la memoria no le es infiel, que el año de 59 sirvió de práctica en Caracas a Palmarote su muy atento servidor.

** Barrio donde está el cementerio de San Fernando.


La Época
, San Fernando de Apure, 1867