PARDO, Miguel Eduardo
“Madrileñas”. En: El Cojo
Ilustrado. Año II, Nº 45,
Caracas, 1 de Noviembre de 1893. pp. 394.
MADRILEÑAS Con sus
auroras manchadas de carmín, con sus
tardes espolvoreadas de oro, con sus noches húmedas de aromas se
presenta regocijadamente sonreído el otoño, dispuesto a
vivir la tradicional vida ficticia de octubre. El otoño es como
un anuncio de invierno, que se acerca aristocráticamente
rebujado en su abrigo de pieles. Y heraldo prestigioso de fiestas
éste invierno, prepara su traje de etiqueta y envía al
rubio mensajero de su arribo para que la Corte le reciba lujosamente,
como ha menester el glorioso rey de los placeres... y de las
pulmonías.
De aquí el momento incesante, la encantadora confusión y el regio tumulto en las estaciones de ferrocarriles: las familias, gozosas, todavía con sus trajes blondos de verano y su amplios sombreros de paja ceñidos por áureas cintas de seda, vienen repartiéndose besos y sonrisas, después de corta ausencia en las ondulosas playas de Biarritz; detrás vienen los papás con los pequeños maletines de “piel de Rusia” ; y abriéndose paso por entre el distinguido barullo de faldas y de encajes, entran los apuestos galanes a partir corazones y a prometer con efusivos apretones de mano amante, futuros rendimientos de cariño... En estos bellos días otoñales Madrid se transforma. En la Puerta del Sol brillan las caprichosas franjas anunciadoras, que alarman la alegría. La tinta grana de letreros que apuntan la inauguración de la temporada de ópera, produce un suave cosquilleo en el espíritu y ya se nos antoja oír la música robusta y espasmódica que se descoje en artísticas ondas en los pasillos del Real. La imaginación que sondea de temprano las tentaciones ofrecidas a la elegancia de la corte, va recorriendo en sueños, alumbrados de luz incandescente, las filas de los palcos que semejan góndolas cargadas de “huríes” con ojos que titilan como estrellas. Para cada cabecita habrá un cerquillo deslumbrador que oprimirá peinados griegos; cada garganta desnuda, un collar áureo; cada marmóreo pecho de Venus un escote perfilado de gasa; cada brazo mórbido una joya; cada cintura flexible el flamante cinturón d oro que marca el nacimiento de formas espléndidas hechas para modelos de estatuas. Este es el prólogo de la fiesta: luego vienen los bailes atrayentes, en maravillosos palacios que se recaman de farolillos de colores y se visten de alfombras espesas, y se pueblan de jardines caprichosos, enarenados, festoneados de emblemas. Vienen las tertulias de los “cafés” confortables, con sus cortinas y sus muelles asientos, donde se despereza la helada, esa juventud que gasta el frac forrado en seda y la camisa blanca y relumbrosa. Pero viene también el traidor viento del Guadarrama cargado de amenazas de muerte. Dicen que el viento del Guadarrama bate reciamente por la calle de Alcalá después de media noche cuando aún no se ha entregado Madrid al sueño. Cuando ese viento en su carrera desaforada llega a la Puerta del Sol se reparte por todas las estrechas avenidas y entonces se encalleja y clama y parece como un lamento desgarrador, que espanta y sume en las mayores angustias a los que a tal hora se echan a la calle enérgicamente arrollados en sus capas. Después que lo previenen a uno de esta suerte, a ver si hay valor para soñar en las prometidas fiestas de invierno. A Luis Bonafoux se le puede retratar de una sola pincelada. Los ojos, la nariz, la boca, la cara toda entera, desde la raíz del pelo hasta la punta de barba, es un epigrama volteriano. Cuando llegó a Madrid era un desconocido, uno del montón, un ser mas entre la muchedumbre. Y franquear audazmente las puertas de ese mundo literario donde los más osados desalientan, donde los más fuertes debilitan; venir como muchos a aventurar, donde, si las glorias llegan no compensan los grandes sacrificios; entrar, así, sin credenciales a pedir sitio, donde el sitio cuesta, a veces, toda una vida de amarguras para lo porvenir, es suspenderse como el águila para batir las alas poderosas en regiones amplias de luz. ¡“Romper el hielo”!... menos aún: publicar en cualquiera de los principales periódicos de la corte es alcanzar un imposible. Y esto lo consiguió Luis Bonafoux arrastrado con singular denuedo, contrariedades, dolores, y martirios. Comenzando por sus paisanos no encontró más que obstáculos. ¡Pues no llegaron hasta apedrearlo en Puerto Rico, porque en cierto célebre artículo ponía de vuelta y media el carnaval que allí se juega!... Fue entonces que Bonafoux se irguió para gritar como Larra: “De hoy más no estará en tus manos despreciarme, medianía; calumnia, aborréceme, si quieres, pero alaba”. De esta guisa se lanzó con fe inquebrantable en el espinoso camino que sus adversarios le marcaron. No siempre es uno, sino los demás, los egoístas y los envidiosos, quienes señalan la senda, que ni se pensó trillar. De aquí que Bonafoux no diese reposo a la pluma que empapo en acíbar para salpicar con ella a medio mundo literario. Hasta Clarín sintió que las gotas le quemaron la reputación de crítico: la discusión entre Clarín y Bonafoux fue una espantosa pedrea. Nunca olvidare los días que vivió Luis en la Habana. Empezó él a escribir “los lunes” de La Discusión y a poco, sin saber por qué, se armó una tremolina entre Bonafoux y los redactores del periódico donde yo publicaba escritos de la misma índole. La bronca se hizo tan fenomenal, que, me impuse como deber ineludible separarme de todos ellos, dada la amistad que me unía a los dos bandos. Desde aquella fecha, que regresó a España, no supe más de él, hasta que me entre yo, como de contrabando, por estos mundos. Bonafoux es hoy el Corresponsal de El Liberal en París, es decir, potencia; pero una potencia temible, porque aquella pluma es un látigo: no hay otra que borde frases más feroces; no hay quien invente motes más sangrientos; no hay bilis comparable con la de ese escritor; pero también son pocos los escritores que sepan más oportunamente arrojarla, como un frasco de vitriolo, a la cara de sus enemigos. Las extravagancias de Bonafoux las ensalzó Joaquín Dicenta: otros escritores hánselas censurado. Verdad es que las polémicas literarias de Bonafoux no fueron reñidas galanamente; pero a través de los rudos ataques, de las ironías, de los arranques coléricos de las diatribas y lo gritos, se ve al escritor triunfante, con estilo donoso que avasalla. Los mismos que lo destrozaron ayer, cuando leen esas admirables revistas que publica El Liberal firmadas pos Luis de Madrid, (su seudónimo), se sienten arrastrados a aplaudirlo. Hay en Caracas quien conoce a Bonafoux, quien gratuitamente lo odia, y quien lo envidia además. Quien tal piensa y siente no ha llegado ni llegará al puesto donde se hombrea Bonafoux con los Mariano de Cavia y los Octavio Picón. Como se fuma en España no es posible decirlo de manera que convenza: es necesario verlo. De niño me dijeron que en Cuba fumaban hasta las señoras, y luego me convencí de lo contrario; pero lo que yo no sabía, ni aún remotamente, era la pasión, el delirio que tienen los españoles por el tabaco. Aquí se fuma en todas partes de un modo bárbaro e incomprensible. En cualquier teatro y en un intermedio, pongo por caso, se recorre lentamente con la vista desde el primero hasta el último piso y se encuentra uno con el cuadro más original y brumoso que puede figurarse; de cada rendija, de cada hueco, de cada asiento van subiendo azuladamente retorcidas, gruesas y caprichosas columnas de humo que a poco forman alrededor de las lámparas grupos pequeños de nubes y montoncitos de bosques, cuyos claros amarillea la luz del gas; parece entonces aquello un campo de batalla en donde los golpes de humo semejan las explosiones de las armas de fuego. Aún armados de poderosísimos anteojos vano sería el empeño para descubrir una cara detrás de esa niebla. Fuma el espectador en la sala y fuma el artista entre bastidores y fuman los rezagados en los pasillos y en el peristilo y en las puertas; resultando de esto una atmósfera capaz de asfixiar a los hombres de pulmones más potentes. Y ahí es nada: en los tranvías herméticamente cerrados y en los restaurants y en los estrechos vagones del ferrocarril. En el hotel se sorbe la cucharada de sopa envuelta en ese vapor tenebroso, y no sería motivo de asombro para mí, encontrar a un caballero en visita arrojando lindamente portentosas bocanadas de humo a la cara de la más respetable dama. ¡Ya es tan corriente aquí el abuso del tabaco que uno se contagia y acaba por emprenderla a brazo partido, o mejor dicho, a pipa atestada, con tagarninas del estanco!: lo peor de Filipinas, el bagazo, la hez, el desperdicio del tabaco de cuba confeccionado, alimentado y adobado con una barbaridad de inmundicias. Eso es lo que se fuma en España con tanto anhelo. Y para estreno de MADRILEÑAS basta... No hay que pedir más al rudo esbozador de las crudezas callejeras, para los elegidos el pincel de seda traza el cielo azul, la tierra blonda y la campiña de aterciopelada y abundosa hierba virgen -que hablan los poetas– Para mí la impresión brusca, el golpe violento, la respiración de las muchedumbres, el campo abierto y ruidoso de la plaza de toros, el remolino incesante de los teatros, la vida agitada, el motín y la revolución de ideas... Pero los lectores de El Cojo Ilustrado bien merecen un sacrificio, y aunque el alumbramiento sea doloroso, allá irán las revistas perfumadas y rubias si la musa no se muestra desdeñosa y esquiva a mi reclamo. Por hoy pase... Entrare sin hacer ruido en este airoso palacio que frecuentan los próceres y los príncipes de la literatura venezolana: iré al último rincón, al ángulo más oscuro, a donde no me vean, a donde no me motejen el zafio aspecto, porque ni siquiera he tenido tiempo, urgido por la hora, de calzarme “los únicos guantes de piel de suecia que me quedan” –como dice Gutiérrez Nájera, el orientalista mejicano–. |