PARDO, Miguel Eduardo
“Madrileñas”. En: El Cojo
Ilustrado.
Año III, Nº 58, Caracas, 15 de Mayo de 1894. pp. 192-193.
MADRILEÑAS A los
madrileños se les hizo cuesta arriba la
estupenda noticia; a los carlistas sobre todo. -¡Don Carlos de
Borbón en líos matrimoniales, decían ellos, cuando
aún no se han consumido los blandones que alumbraron el
féretro de su anterior esposa! Don Carlos “reincidente”:
¡tan joven y ya tan casado!
Y lo original del caso es, que el enlace se realiza por amor. Un amor frenético, indigno del pretendiente de una corona. No lo tengo averiguado, pero supongo que don Carlos se “le arrancó” a la gentil princesa de Rohan (que se apellida la novia) con algún acróstico fulminante de pasión y en el cual acróstico juraría él suicidarse con una disolución de fósforos en petróleo si ella no correspondía a sus dolientes reclamos. La prensa carlista, como es de suponer, se descuelga con una lujosísima descripción de la opulenta boda, verificada (1) a la postre de un visiteo diario del Príncipe al Palacio de la Princesa, donde ella esperaba a balcón abierto y en noche melancólica de luna al tierno y enamorado mancebo. -¡Rico de mi vida! –diría la princesa -¡Monina! -¿Me querrás siempre Carlitos? -¡Siempre amorcito! La brisa perfumada de Venecia donde se arrullaban los augustos tortolitos, llevó en sus ondas aquel rumor de ósculos ardientes. Y cuenta el poeta que al amoroso halago la luna de plata se escondía entre nubes de “armiño”; las flores abrían sus temblorosos pétalos y cuando ya la aurora destejía con sus dedos de rosa los velos de la noche, un pájaro, un ruiseñor acaso se despertó con la garganta hinchada de gorjeos y elogió el erotismo “real” con un poema selvático. Fue el canto precursor de la reciente boda… En calidad de “arras” envió el novio un broche de brillantes y rubíes, el cual recibió la víctima, digo, la novia con los ojos “arrasados” en llanto. ¡Claro! ¡Como que eran arras!... Yo no sé quién le ha aconsejado a la princesa que examine las piedras, porque hay persona que asegura que Don Carlos las gasta falsas. Allá ellos. Aunque la verdad es que cuando el río suena “piedras” trae. Y por otra parte, anda tan de moda la falsedad entre la gente linajuda, que no cabe extrañar la gasten hasta en las joyas para distinguirse en todo y por todo de la clase media. La clase media también, por espíritu de imitación, se aficiona a la falsedad; y con el tiempo tendremos que ir a buscar lo legítimo en sentimientos y en todo, allá en el fondo, en el antro, entre la hez del covachaje y de la lepra. Olvidando o espantando escepticismos tontos, vuelvo a Don Carlos, para terminar los comentarios de su sonado matrimonio, que es como si se dijera: Gracias a Dios que he llegado a esta casa para volver a salir. En fin, que ya esos señores van a cumplir con el dulce deber del amor y con el amargo de los Reyes –¡que ya es deber! Con eso tienen de sobra y nosotros también. Vaya..., y que se divierta usted, Don Carlos. Fue una pregunta “sin interrogación” la que yo hice cuando en una de mis anteriores Revistas escribía: Loreto Prado es, o debe ser, en Madrid, lo que Ivette Guilbert en París: una fin de siglo, pues no sé de qué otro modo se explica el delirio que despierta en el público una tiple completamente afónica como la Loreto. A esa pregunta “sin interrogación” -repito- un periodista madrileño responde: “Ivette Guilbert no tiene voz y su fama no ha tenido igual durante los último diez años. Loreto es, como Ivette una diseuse incomparable”. Ahora es que yo me he convencido. La primera vez que vi a Loreto se me antojó exagerada la ovación del público; el escenario -revistaba yo- era una alfombra de flores, de sombreros y de capas, y sobre esa alfombra se irguió aquella figura de pillete con faldas, hizo una pirueta de pícaro y dando saltitos saludó, riéndose, a los espectadores, que pagaron las graciosas muecas del ídolo chulesco con una tempestad de gritos y de aplausos. Hoy me cuento en ese público que aplaude a rabiar a la simpática artista: Loreto es una tiple que se impone, no por su voz escasísima hasta hacerse apagada, sino por la mímica, por la expresión de aquella cara movible, con su boca de risa y sus ojos centellantes. La frase más insignificante adquiere vida al pasar por sus labios; y cada movimiento, cada gesto revela a la artista de corazón, espontánea, y diré “completa” cuando debute en otro teatro, porque Loreto Prado no cabe en el escenario de Romea. Es y será favorita de aquel público heterogéneo, por lo cual sus triunfos serán efímeros; triunfos únicamente comparables a los de un poeta que se empeñara en gastar su numen chispeante en las columnas de un periodicucho. Ni más ni menos. Lástima y grande que Loreto se prodigue noche tras noche y año tras año en escenario tan pequeño cuando puede codearse y superar a las del género que privan en Apolo, y en Eslava, valiendo menos, pero mucho menos que ella. Para encontrar a Salvador Rueda hay que deslizarse como una culebra por el estrecho y caracoleado pasadillo de un subterráneo del Ministerio de Ultramar: el archivo de ese Ministerio es una sepultura que da vueltas. A ratos, una limosna de luz misericordiosa nos alumbra unos cuantos pasos; pero generalmente aquello es una tumba, a la que se baja peldaño a peldaño, lentamente. A la postre una claridad súbita nos hiere las pupilas, y se nos ensanchan los pulmones, como si hubiésemos aspirado un gran soplo de aire reparador. Allí está Rueda, el Director o Secretario o no sé qué del archivo. Es cosa de que no me he informado, porque yo no voy a buscar al archivero, sino al poeta. A esto de poeta hay que agregarle novelista, y redactor, y andaluz, y semi-americano en ideas: todo en una sola pieza; pero antes que todo, es un hombre condenado a ser poeta; poeta infatigable, laborioso, consecuente hasta la saciedad. Entre una nota o un apunte del archivo, debajo de la carpeta, en el cajón del escritorio, a medio abrir, en cualquier parte, sin escudriñar mucho, se le encuentra una poesía comenzada o para terminar. Ese hombre se las escribe en todas partes, en las tarjetas, en las hojas del libro, en los márgenes del periódico, en los puños de la camisa. En consecuencia se pueden contar los sonetos por los puños de la camisa que inutilice el caballero. Y no deja de ser una habilidad o más claro, una ventaja, porque ¿Cuántas ideas que a uno le parecen originales se malogran por confiarse a la memoria? De aquí que la mayoría de los escritores conciban más que ejecutan: por eso es una ventaja el procedimiento de Rueda; y acaso esto lo ayudó a realizar su carrera a saltos, rápidamente como un conquistador. Lo que vale Rueda no necesito yo repetirlo, después que tantos brillantes esbozos, autorizados por las firmas de no menos brillantes escritores, se han publicado en América, proclamándole poeta de vigoroso estro. Yo me limito a dedicarle al pie de su retrato estas líneas que van a guisa de silueta, a pluma, como lo exige el híbrido trabajo de Revistas. Dos cosas no me gustan de Rueda: el retraimiento de nuestras tertulias literarias, lo cual le semeja un poco a Pérez Galdós –que es un esquivo; y el cariño ciego, el cariño idolátrico por Clarín, que quizás, o sin quizás, le pese no muy tarde. En esto de compañerismos literarios yo tengo mucho de escéptico y Rueda mucho más de crédulo: es de los que oyen campanas de alarma y no quieren saber donde las tocan. Para
jolgorios Madrid.
A las seis de la mañana del viernes santo, cuando uno presume que en la ciudad sólo habrá preces y recogimiento, etc., toda la chulería de Madrid se hecha por la calle de Leganitos, en “pelotones”, hasta allá, hasta el final donde se levanta una explanada, en la cual se celebra la tradicional y originalísima fiesta que apellidan “La Cara de Dios”. Las mujeres van envueltas en flamantes mantones de manila y los hombres llevan el sombrero terciado y la chaquetilla corta como si tocaran a toros. Esa multitud invade los tenduchos en donde hierve el aceite de los buñuelos, y rodea a los vendedores ambulantes que gritan desaforados:- A cuarto y a dos la cara de Dios. La tal cara es una baratija pintorreada de coloretes, y con ella dicen los devotos, que se gana indulgencia plenaria. A mí me gustaron más, las caras de las chulas, ¡porque cuidado que había allí caras bonitas! La fiesta, que debía ser una como romería religiosa se convierte a poco andar en una verdadera verbena: no hay organillos, es verdad, ni punteos de guitarra, ni danzas dislocantes; pero se escancia el vino por cuarterones y se arman más broncas que ni en San Isidro… Y la culpa la tienen los mantones de manila, porque está comprobado que no hay nada tan “pecaminoso y profano”, tan alborotador y zaragatero como uno de esos historiados y “flecudos” pañolones. Está visto que provocan las juergas, las habladurías y las miradas incendiarias hasta el punto de quitarle a un santo la devoción… Todavía a las once de la mañana, cuando se regresa de aquella loca y fatigante fiesta, se oye lejano pero resonante el ronco grito de los vendedores que atruenan el espacio: -¡A cuarto y a dos la cara de Dios! Madrid: abril 1894. |