PARDO, Miguel Eduardo “Madrileñas”. En: El Cojo Ilustrado Año II, Nº 47, Caracas, 1 de Diciembre de 1893. pp. 430-431.



MADRILEÑAS



    La exposición del Círculo de Bellas Artes acaba de cerrarse, no sin haber dado lugar a discusiones que por la traza parecían interminables.
  
     Fue como una lucha entre maestros y discípulos.
   
    Los viejos decían, que si los lienzos de la juventud iban en pos de la victoria ostentando asuntos nuevos, también saltaba a la vista la inexperiencia de los que, por vez primera, iban a disputarles la gloria. La juventud alegó que, no obstante las vacilaciones artísticas, los maestros le abandonaban el campo porque todas las escuelas antiguas están hoy relegadas y sólo priva el modernismo con sus audacias.
  
    Después de esto cualquiera se explica el fracaso.
  
   De la profusión de pinturas expuestas, apenas si puede señalarse media docena de cuadros que, tampoco resisten a la crítica severa.

    Ahí está el de Madrazo: Travesuras de la Modelo: los descuidos son imperdonables en quien como él goza de fama asombrosa.
  
     Representa una bellísima mujer, aprovechando la ausencia del pintor para trazar en el lienzo, apenas embadurnado, un grotesco muñeco: esto resulta bastante original; pero la ejecución es pobre y el dibujo  algo inseguro en aquella cabeza de mujer, que se me antoja reñida con el busto harto opulento.
  
    Más correcto, más real, si cabe, resulta el mismo, o parecido asunto desarrollado por Plá:
  
  “La modelo” sencillamente reclinada en el sofá, se apoya en el almohadón de seda y finge conversar con el pintor. Figúrasele a uno oír el diálogo que sostienen aquellos dos seres perfectamente naturales. Es una pintura elegantísima, limpia, brillante, en que, aparte de calidad de colores, apropiados todos, se ve la interpretación fiel, a consecuencia, sin reflejos de cursilerías sustanciales, sin detalles fastuosos y sin cargamentos de minuciosidades. Hay un salón sencillo, claro, abierto; la mujer no lleva cintajos ni faroles: un sombrerito de verano y una sombrilla de encajes blancos, como el traje. Nada más.
   
    La figura del hombre, del pintor, es soberbia.
   
    Para mí, el estudio de Plá es infinitamente superior al de Madrazo.
  
    “La campesina” de García Sampedro es, en mi sentir, la mejor pintura de la sala. ¡Qué golpes de pincel; qué efusión magistral aquella! En esa campesina, Sampedro se adueño de la paleta y consumó de maestro. Aquel cielo aterciopelado y sereno, aquella azulada perspectiva, del monte lejano, aquel reflejo de sol que muere, aquel montón de hierba palpitante, aquella actitud de la joven rosada, que espera con la resignación del árabe, en medio de la arena, “lo que está escrito”; aquella indefinible melancolía de mirar de ojos rasgados; aquel silencio “que suena” en ese pedazo de naturaleza hermoso… Todo eso es verdad: tiene algo de angelus; algo de esa hora sublime en que la medrosa aventurera de nuestro ser, el alma, bate sus alas dolientes, buscando reposo a los desasosiegos de la vida.
   
  De escuela diametralmente opuesta; pero de procedimientos expresivos hay una página encantadora de costumbres españolas –que parece hecha por Goya– y que pregona bien a las claras el talento de su autor el señor Sorolla.
   
    Presentase como en las vísperas de  una fiesta procesional. Dos hermosas muchachas adornan, en la sacristía de una iglesia, las vestiduras ricas de la virgen, mientras un monaguillo que viene corriendo atolondrado por la escalera del presbiterio, resbala, y cae enredándose en los ruedos del traje rojo: el farol que trae en las manos se hace añicos, y este es motivo para que las muchachas echen el trapo a reír y el cura se enfade y se desespere  más de la cuenta.
   
   Es una obra de primores artísticos muy detallados y muy bien distribuidos.

   Pasan las pinturas catalogadas de trescientas; pero las únicas notables, a no dudar, son esas que he citado; porque una luminosa copia del Tajo de Gartner, y otra (copia también) de no sé qué cuadro militar, de Marcelino Unceta, no merecen descripciones.
   
    De aquí que no anden muy contentos los madrileños, y con razón, de las “excelencias artística.”. El certamen puede declararse poco menos que desierto.
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    Me voy convencido, día tras día, que Arturo Michelena vale mucho; mucho más de lo que en Venezuela se cree.
   
    A mi me cupo la satisfacción de pregonarlo muy alto, en un periódico de Caracas cuando se exhibieron en el cenado sus trabajos. Y ahora que estoy en Europa, y en una ciudad donde existe el mejor museo de pinturas del mundo –que dicen los peritos- confirmo mis escritos sobre Phentesilée, Carlota Corday, etc. Todos notabilísimos, todos llenos de aliento y de energía: El combate de amazonas puede disputar el premio en los más exigentes concursos extranjeros.


                                                                      
    ¡Lo que vale el ingenio!
   
   El poeta de cualquier cosa hace una lira; el artista de la menor majadería desentraña un poema musical.
   
    Ahí está el maestro Chueca.
  
    Con motivo de una cartera “celebérrima” que le extrajeron “los ratas” ha puesto en práctica el saladísimo autor de La Gran Vía una nueva obra del género chico: Los Descamisados.
   
    A no dudar, es una zarzuela iluminada de sonoridades como todas las suyas, porque el maestro Chueca sabe sacar, como virtuoso verdadero, de las teclas del piano, esa música indefinible de las jotas, que tertulia alegremente con todo el mundo; música de caricias, de rumores chulescos, de coplas mágicas, de vihuelas virgilianas, de latidos de campanas de cristal: la música de Chueca rebosa toda ella de luz, de risa y de colores.
   
    Un ruidoso desorden artístico que no tiene antecedentes en España.
   
  Lo dice el terceto de las cigarreras de Madrid a París; las estrepitosas lavanderas del Chaleco Blanco, y otra multitud de episodios musicales, divorciados con la disciplina y harto poco edificantes para los inquisidores wagnerianos; los intransigentes -que dice Chapí.
   
   Estos señores toman las irreverencias de la música juguetona y bromista por el lado serio; y aseguran que las tales chuscadas son  aplaudidas únicamente por los espíritus  superficiales; que no tienen mérito alguno esas milagrosas melodías del “género chico”; y, que, en una palabra, esta erudición callejera es un relajamiento del divino arte, porque no es el llanto, sino la risa, quien se anticipa a los labios para coronar su triunfo impenitente... esto es lo mimo que decir a los poetas:

     -Caballeros: les está prohibido a ustedes cultivar el género festivo.
     Y a los pintores, también:
     -No tienen ustedes derecho a copiar cuadros de costumbres.
   
    Y a todo lo que es arte y a todo lo es ingenio y gracia y belleza y hermosura ponerles trincheras. Esto es lo que desean los enamorados de la música egregia.
   
    Yo nada sé del prodigioso idioma que agazapan en sus cinco líneas negras los artistas; pero siento y gozo, admiro y aplaudo esa augusta poesía que puebla el aire de estrépitos gloriosos, ahora con sus ritmos de ondulaciones de alma, ahora con sus fosforescencias y con sus zig zags de sonoras alegrías: para Mascagni el extraño, para Verdi el opulento, para Gounod el insigne malogrado; para todos tiene puesto el corazón; pero también lo tiene para los risueños: Audrán, Arrieta, Valverde, pájaros que llenan de fiesta el hogar, y hacen desaparecer la neurosis y el decaimiento del espíritu.
  
    “¡La risa es la sal de la vida!”
   
    Por esto amo yo la música de Chueca:
   Porque es para la vida el carmín de la aurora, el perfume de flor, el campo de la nieve.
   
    Cuentan que Chueca era un mal estudiante de medicina; que andaba de ordinario distraído y con los libros de terapéutica destrozados. Un día se cansó de las pruebas del anfiteatro, tiró el sappey al arroyo y la emprendió con los pianos de los cafés: de allí, de aquel ruido de palmadas, de voces, de golpes de tazas, de choques de cucharas y de copas surgió a la vida del arte el hasta entonces aficionado Chueca.
   
  La Gran Vía fue su gran éxito: ¡40.000 duros de beneficios líquidos!... Pero como los bolsillos de Chueca tienen dos bocas grandes, una por donde entran y otra por la que se le van los torrentes de “peluconas,” quedó el Nabab de una noche, poco menos que un empleado al día siguiente de entrar en el lacrimoso cuerpo de cesantes. Esto no obstante, su rostro está siempre apacible: el rostro de chueca, como hablo cierto periodista aragonés, “parece el producto del beso que un cascabel dio a una guitarra” es un burlón fornido, un amable burlón que con figura de baturro y su lenguaje picaresco presenta el más original de los tipos.
   
    El libreto de su zarzuela es producción del chispeante López Silva, un poeta que maneja la “lengua gitana”, por modo tan primoroso, que al unir sus versos a las armonías de Chueca, va a resultar un trinado concierto de dos ruiseñores amantes.
  
    ¡Los Descamisados!
   
    Con el título basta para saber lo que se traen Chueca y López Silva.
   
    Lo que rabiaran los clásicos.
   


    El golpe de vista que presentaba el Teatro Real la noche de su apertura, no cabe describirse en cuatro líneas.
  
   Una regia sala inmensa con sus altos y soberbios cinco pisos cargados de hermosuras; allá, lejos, en la línea que hace horizonte rojo, de “peluche,” las butacas, una robusta orquesta de más de cien profesores; luego la cortina escénica, semi-flotante, que se va recogiendo lentamente... y Reina de todo aquello una gentil figura de arrogancias supremas: Arcilea Darclée... la Valentina, que “más heroicamente” ha cantado Los Hugonotes en Madrid, según dijo la flor y nata del paraíso.
   
    El paraíso del Teatro Real es el jurado: allí van los inteligentes, los buenos, los “virtuosos,” las familias que frecuentan el conservatorio, los más aventajados autores y los más concienzudos críticos, por no decir los más exigentes.
   
   Cuando ese paraíso sisea, el artista está perdido; y ese deslumbrante paraíso, ese juez inflexible de la Patti, de la Tetrazzini, y de la Teodorini, llevó su entusiasmo hasta el arrebato; y en las últimas frases del dúo final, con el vigoroso tenor Marconi que hacía de Raúl, el público aquel prorrumpió en un grito estentóreo, aclamador de la Darclée. 
   
    Sentimiento, gusto, delicadeza exquisita, sonoridad, corrección y aliento maravilloso ha ostentado, con lujo de detalles dramáticos esa soprano, que, si hoy triunfó debutando como Reina en Los Hugonotes, mañana surgirá nuevamente victoriosa en Otello con Desdémona. Ya sabe Madrid que hay una Elvira dulce para Mutta una loca doliente para Luccía, una trágica sublime para Norma y una desenfadada arrebatadora en Manón Lescaut...
  
    ¡5.000 pesetas por noche... Bicoca !
    Lo que es aquí no podrá exclamar el Conde de Michelena, como aquel empresario de ópera barata –el italiano macarrónico de Il duo de la Africana:
   
    - “La tiple e la mía esposa,  non la pago; la contralto e mía figlia... non la pago; il baczo e mío tío, non lo pago; il tenore no canta per la vilana moneda, por el metale vile; per la gloría canta... non lo pago; el coro no son pariente mío, ma como canta molti malo... non lo pago”...
   
    Ahora falta oír a Stagno, el veterano, el viejo y famoso tenor que debutará con Cavalleria Rusticana.
   
  Después de esto hay que decir la verdad, aunque duela: los venezolanos estaremos en mantillas siempre, en materia de arte, mientras no desfilen por el  escenario del Municipal los nombres y las famas de los grandes cantantes.
   
    En Madrid se queda uno “tamañito” oyendo las discusiones artísticas en el Paraíso; y hasta asombra que toda aquella gente permanezca  impasible durante la romanza famosa de la viola, que en Gli Ugonotti, canta Marconi. En cualquier otro teatro de Europa hubieráse aplaudido al tenor; pero en Madrid, donde el juez, el soberano es indoblegable, hay que ser además de cantante, dramático, más claro: poseer todas las facultades del artista; voz, acción, todo: todo completo, absoluto.
   
    Después que estos inteligentes oyeron al angelo, al inmortal Gayarre, ¿Qué tenor podrá satisfacerles?  ¿Qué tenor –a excepción de Stagno– se atreverá con el spirito gentil?
   
    Sólo la Darclée es reconocida como estrella. ¡Lo  que vale esta soprano ustedes pueden figurárselo, cuando ha sido “relegado” un cantante como Marconi!...
   
    De hoy más será Aviclea Darclée, hasta la última gota de tinta, la que reduzca a la idolatría al público madrileño.