PARDO, Miguel Eduardo
“Madrileñas”. En: El Cojo
Ilustrado.
Año III, Nº 49, Caracas, 1 de Enero de 1894. pp. 10-12.
MADRILEÑAS Valiente
vida esta que se lleva en Madrid en lo que
va de mes.
Cuando no es la alegría el alboroto. O la apoteosis o la catástrofe. Siempre corre este pueblo a un mismo fin: al bullicio. Así va uno: de Seca en Meca. A cualquiera se le antoja gozo esta existencia ¡Vaya! ¿Un corresponsal? ¡Si es la vida regalada! Sí; la vida eternamente en trajín; incesante. Como si nos estuvieran esperando salimos de casa para asistir a todo, por necesidad, por obligación, por deber; con medio palmo de lengua afuera o metido en un puño, a lo mejor. Aquí se tropieza con un periódico incendiario; allá con una proclama sangrienta. Las protestas coléricas ensordecen; la muchedumbre arrolla. Por todas partes uniformes, espadas, bayonetas, sables y espuelas que se chocan. El grito de la guerra que espanta y la música del café cantante que marea. ¡Una diversión perpetua, loca, delirante!... De la Castellana a la casa del crimen; del hipódromo al establecimiento incendiado; del teatro al lugar del suicidio; de la Redacción, a donde se fue de consulta o charloteo, al meeting y al desbarajuste popular… Y luego cuando se cae uno de cansado sobre el viejo sofá del cuartucho de trabajo, se presenta Julián de Ayala y se empeña en que debemos ir al ateneo; que “conferenciaba” don Gumersindo de Azcárate. Ya… y andando. El Ateneo de Madrid, cuya fama suena en América como un rumor de gloria, con razón, porque en ese Ateneo se asila el verdadero saber, hállase en el descenso de la acera izquierda de la calle del Prado. Nunca sitio mejor pudo escoger la inteligencia para sentar sus reales, ni punto más adecuado la elocuencia para ostentar su esplendor. Al franquear la ancha puerta de entrada, cubierta de rica alfombra, se ve la hermosa escalera principal divida en dos alas que conducen a las galerías altas. En ese primer descanso la espesa cortina; después un pasillo; y luego se descubre uno respetuosamente, en el vestíbulo, para saludar, en retratos, a quienes dieron vida pinceles eximios, las figuras excelsas y los nombres famosos que fueron y son orgullo de la patria española. En ese cuerpo, o piso bajo, está el salón de tertulia lujosamente amueblado, y arriba, en el segundo, el de lectura, con una biblioteca portentosa. En los pasillos que conducen a estas salas la tapicería es severa; pero la adornan paisajes bellísimos que ostentan firmas de acreditados artistas. Y el gran salón, el de las conferencias, es como un teatro, cuyo escenario es la tribuna presidencial. Al frente las hileras de sillones forrados de terciopelo grana; los asientos centrales suspendidos y una hilera más, a guisa de palcos, alrededor de la rotonda del techo. Ya estamos en el Ateneo. Todavía está el salón casi desierto. Algunos periodistas, apoyados en la barandilla de la escalera, leían los periódicos de la noche. Otros, escritores, se pasean en grupos. De paso saludamos a unos amigos que charlan. Son las nueve; es inauguración de conferencias y está uno impaciente. Se entra al salón para hacer hora, para hacer compañía a esas sombras semi-tristes que se proyectan de las arañas a media luz. A intervalos cortos van entrando los rezagados, y a los pocos minutos vibra el timbre, con repiqueteo de campana, tres veces consecutivas; la gente se atropella; quiere entrar de un golpe y se forma un torbellino. La parte alta se cubre literalmente de señoras; en el vestíbulo suenan todavía algunas voces. El timbre vuelve a sonar y todos los focos de luz eléctrica resplandecen de pronto y una como claridad de sol se derrama por todo el salón e incendia el fondo rojo de la tribuna, donde resalta la gallarda figura del ilustre orador. Es don Gumersindo de Azcárate un hombre alto; frente espaciosa; barba y bigotes poblados; sus ojos relumbran en el calor del discurso; sus ademanes todos son elegantes y apropiados, de esos que se emplean con tal tino, firmeza y comedimiento, que acusan al par de las impresiones fielmente traducidas, el estudio profundo de la oratoria, que es un arte, antes que una facultad innata o una virtud conquistada. El tema escogido para la brillante conferencia fue el socialismo, ese problema que vienen discutiendo con esforzado empeño los más célebres publicistas del mundo europeo. Y el señor Azcárate al poner a contribución en forma clara y precisa la cuestión social desarrolló sus altas ideas con encantadora amplitud bajo los puntos de vista del derecho, y apoyado en lo más sustancioso de cuanto se ha escrito sobre él hasta la hora presente. Lástima que tan brillantísimo discurso no se haya publicado porque es imposible apreciarlo en una simple audición. No se puede abordar la frase hablada, por nutrida y convencedora que ella sea, como la escrita, que es la forma adecuada para la tarea del análisis, que, por otra parte sería inútil en este trabajo que abarca tan pequeñas dimensiones y en el cual no cabe el estudio de tan dilatada y trascendental cuestión. El problema social, reflejo de aspiraciones inmensas y de anhelos todavía no cumplidos pide para sus más grandes intereses morales y materiales el esmero de la investigación; requiere la consulta y exige la labor fecunda de los pensadores o de los reformistas. Así el señor Azcárate al apoyar su tesis en el orden jurídico ha recorrido a mi humildísimo entender una senda triunfal y verdaderamente espléndida. Mayor amplitud de miras y tendencias no se puede exigir a un discurso; en él se ha reflejado toda una historia de levantados ideales, y aparte de lo selecto y erudito, ese trabajo reúne como en un arsenal, que por esplendoroso maravilla una trinidad heráldica de prestigio en el movimiento de la civilización actual: la Filosofía, la Política y la Ciencia; una radiosa trinidad de cultura que es la expresión más sublime de la literatura moderna. Del Ateneo se sale como de un banquete regio, sin apetencias de otros manjares por ricos que se antojen; pero al paso a la vuelta de la esquina, como si dijéramos, está el Teatro Español, donde actúa Pepe Mata; y luego la Comedia, en el que campean María Guerrero, Cepillo y Emilio Mario; y después Apolo el coliseo de mis simpatías… Apropósito; ahí se ha estrenado, al fin, la zarzuela de Chueca y López Silva - que ha sido una verdadera decepción para el público, cuanto a música. La letra es un derroche de gracia; pero aquella música retozona y picante que puso el Maestro Chueca a la Gran Vía, aquella gloriosa de Cádiz que hoy canta el pueblo español como su himno de guerra, no es la misma, mejor aún, no es la que se esperaba en Los Descamisados. Un solo número, un pasacalle salvó la zarzuela de una pita. Y ya que entré a bastidores, sin darme cuenta, ocasión es de apuntar, de una sola tirada este montón de fracasos y victorias teatrales, a saber: Manón Lescaut, ópera nueva estrenada en el Real se cayó de insoportable: Ni la prodigiosa y flamante voz de la Darclée pudo salvarla. Tampoco salvó en “Jovellanos” la Soler de Franco, una zarzuela de capa y espada, a cuyo actor, a pesar de que el público lo barrunta, no han querido descubrir los empresarios. Durand et Durand, traducido al castellano triunfó en toda la línea con la Balbina Valverde y Ruíz de Arana en el Teatro Lara. La Dama de las Camelias, que es el caballo de batalla de María Tubau, tiene para rato en la Princesa, pues dicen que la celebrada actríz ha llegado expresamente a Madrid a emular la fama de Virginia Recter que actúa en el antiguo Alhambra, de cuyos escombros ha surgido el gallardo edificio que apellidan Teatro Moderno. El can-can olímpico de España que es el baile flamenco se estila por todo lo alto en “Novedades”. Y en “Romea” priva la Loreto Prado que en Madrid es, o debe ser lo que Ivette Guilbert en París: Una fin de siglo, que sólo así se explica el delirio que una mujer completamente afónica como la Loreto, despierta en el público. En noches pasadas ha obtenido esa chica una ovación que no la recuerda otra actriz aquí. Las flores, los sombreros y las capas le hicieron una alfombra en el escenario sobre cuyos bordes se irguió aquella figura de pillete con faldas, hizo una pirueta de pícaro y dando saltitos saludó riéndose a los espectadores, que pagaron las graciosas muecas del ídolo chulesco con una tempestad de gritos y de aplausos. Y me quedo corto. TRISTES Y ALEGRES.
Julián del Casal era uno de lo nuestros; de los que solían concurrir, allá en La Habana, a la tertulia de El Fígaro -que a grandes rasgos ya he descrito en uno de mis libros. La muerte del poeta me la ha participado, ayer, mi amigo el escritor cubano don Héctor de Saavedra -que está en Madrid. ¡Ha! -me dijo- ¡como se van yendo todos! En esa lamentación entra por mucho el cariño al amigo, al compañero pálido; pero entra también la agobiadora melancolía de los que vamos anotando en cada viaje, uno a uno, los contemporáneos a quienes va cegando la implacable hoz del genio fúnebre. “¡Y te he olvidado a ti Julián -le decía Gutiérrez Nájera- a ti que me ennobleces llamándome tu hermano; a ti que te arrodillas conmigo en la capilla de alabastro donde se oye la sinfonía en blanco mayor de Teófilo Gautier!”… Yo puedo decirle más: no les escribí una sola vez. Y Julián del Casal era para mí, a estas fechas, un ser amado de lejos, un cariño que andaba en las sombras, que vivía como dormido en lo profundo de mis recuerdos. Relatar la accidentada vida literaria del bardo muerto, justipreciar sus condiciones de poeta y analizar sus tendencias esencialmente fisiológicas, es asunto que pide trabajo más laborioso que el de esta crónica pecadora en incoherencias y variedades. Baste saber que Julián del Casal era una legítima y reconocida personalidad literaria en Cuba, y no como quiera. Fue una de las más genuinas y netas representaciones de la nueva escuela. Agobiado por diversidad de luchas internas logró como Pérez Bonalde caer en un escepticismo tenebroso… Era joven y estaba enfermo y triste como Alfredo de Musset; era joven como el adolescente que miró de codos, en su pupitre, Paúl Bourget, antes de comenzar sus Estudios de Psicología contemporánea; era un alistado del dolor que tenía puestos sus sueños en países letárgicos; uno de los discípulos de Heine, de los que creen vivir existencias espectrales en medio de los regocijos del mundo. Y Julián venía del mundo de las tristezas ahondando pesares y proclamando su vejez en la florescencia y plenitud de los treinta años. Iba de prisa hacía la tumba. Después de leer sus versos -que son como elegías flotantes, como hipos roncos de agonía prematura, se exclama con Lamennais: Esa alma nació con una herida. El sexo femenino, en Europa, ha estado a punto de perder el “sexto” sentido en las modas de invierno. El sexto sentido, según Sellés, en el sentido práctico. La última moda, es decir, el último corte de traje, el último peinado, el último sombrero se han caído bajo el peso de sus pompas; toda la hinchazón de telas y de encajes ideadas por un perturbador de la sencillez y de la elegancia actuales fueron derribadas de un golpe. La protesta ha sido muda, pero eficaz. Los “modistos” quisieron volver a los tiempos de la crinolina prosaica; quisieron traer el peinado venda que cubría las sienes y bajaba toscamente hasta la nuca, tornando de esta suerte el rostro de la mujer más bella en rostro octogenario; intentaron el sombrero-concha que era una especie de ala de tortuga cuya descripción resulta abominable; soñaron una transformación imposible; más para fortuna del bello sexo la intentona se ha llevado chasco, porque la estética no puede transigir con tal inicuos desgarbos. Una mujer con tales miriñaques parecerá todo, menos un tipo de elegancia. Aquellas faldas acampanadas prendidas a trechos, por encajes de incomparables anchuras; aquellas bombas que a guisa de faroles iban formando bultos de miriñaque, y aquellos talles diminutos y exageradamente cortos, venían a hurtar su gentileza a la más hermosa mitad del género humano. Nos querían quitar el triunfo más bello del siglo XIX -que es la naturalidad del traje femenino. Querían suprimir el graciosísimo escote que dejaba a descubierto las líneas puras y gloriosas de los cuellos; el talle prolongado con sus ondulaciones artísticas, en una palabra, querían arrollar a la mujer, no ya en telas sino en mantas, para que fueran, por ahí, sin formas, sin nobleza, sin arrogancias. Pero no se ha consentido nada; no, señoras; la última moda ha caído por vieja; eran antiguallas las que traía; la desaparición es un hecho. Todavía podéis enorgulleceros del traje sencillo que nos deleita “del traje-verdad”; todavía podéis ser cantadas por la lira del poeta. María del Pilar Sinués no era una notabilidad literaria; pero sí la más popular novelistas entre ese mundo de familias honradas que desconocen La Sonata de Kreutzer, Madame Bovary, Salambo, y a quienes los Fölstor, los Zola, los Balzac, los Fourquenef y los Flaubert le suenan apellidos “extranjeros”. Para ellas no existía otro género literario que el género literario-cristiano de María del Pilar. Por eso ha traído luto su inesperado fallecimiento. La muerte de Pilar Sinués fue tristemente original. La víspera asistió a una reunión que celebraron unas vecinas del piso bajo de la casa. Encontraron el cadáver en el suelo, medio arrollado en las ropas de la cama; con el cabello suelto y la boca dolorosamente contraída; sospechando que fuese un crimen se procedió a la autopsia; pero resultó la muerte natural. Coincidencia extraña. La última obra de esta virtuosa cuanto desgraciada novelista se titula Morir Sola. ¡Ah! Los que mueren solos… ¡sin un ser querido al lado, sin alma piadosa que recoja su postrera congoja! Es horrible… espantoso. Un cuarto estrecho, a oscuras, a media noche, sintiendo desfilar como risueños fantasmas alumbrados por pálidos llameos, todo aquello que se conoce, placeres, alegrías, fiestas que se gozaron; ¡todo un panorama de vida contemplado desde el dintel de la muerte!... ¡Pobre mujer! ¡Pobre Pilar Sinués! Pero volvamos la hoja de las negruras, que la imaginación se fatiga y el espíritu harto oprimido de penas reclama consolador refugio. Hay anhelo de infinito reposo y él se encuentra en los templos donde el arte es ternura que suaviza las arideces del alma. Cuando se franquean las puertas de esos templos, con el pensamiento enlutado por tan terribles impresiones, el arte es la defensa del “hostigado”; la sonora alegría para el neurótico; la voluptuosidad de la inteligencia; el arte es “la razón” para quien vive en esos instantes como en medio de un naufragio. Ahí está la salvación. Ahí surge luminosa la acción dramática de Huelga de Hijos. Es una flamante obra de Enrique Gaspar de cuyo estreno en Barcelona di cuenta ha muchos meses. Pero como un estreno en provincias no es igual al verificado en Madrid, antójaseme éste el verdadero, que no siempre para juicios exactos sirvió la primera audición, ni siempre va serena la pluma por el camino de las sensaciones momentáneas. Por otra parte, Huelga de Hijos que rompiendo moldes se presenta semejante a una acción desarrollada, conocida de antemano por el público, no es obra para ser juzgada a tontas y a locas. No obstante, prescinde de esa multitud de resortes escénicos del convencionalismo teatral, que me distraería del asunto culminante, y paso a analizar el carácter de la protagonista. La protagonista aquí es Henny, hija de un general, que por sus mil y una calaveradas está separado de su esposa. Henny es un tipo eminentemente nuevo. Es novia de un teniente de Húsares. Y hecha para afrontar todas las situaciones difíciles de la vida. Educada en los Estados Unidos sabe idiomas, filosofía y leyes, lo suficiente para triunfar de los siniestros que se desarrollan silenciosamente en el seno de su familia; porque su padre se niega rotundamente a rehabilitar a la que le dió el ser, y ésta es poco menos que una recogida del padre de su novio. La situación de esa muchacha es difícil bajo todos los puntos de vista. Ama: ama con toda el alma; aquel amor es su vida, porque ha llenado de niña el vacío de un orfandad impuesta; aquel amor inmenso de Henny era la felicidad suprema mirada a través de una nube de lágrimas. Esta escena es admirablemente hermosa: de mano maestra. Una hija que obedece, sí; pero que reclama su derecho. ¿Por qué sus padres no se unen para que ella se case? ¿Por qué el mundo inexorable y ciego no mira con justicia honrada ese enlace? ¿Por qué no se admite siquiera que ese amor sea lógico? ¿Por qué la asesinan?... Y como la asesinan grita; y ese grito es la expresión sublime de la lucha eterna, más o menos grandiosa, pero cuya esencia es siempre la misma. Sin los conocimientos adquiridos en cien arduos estudios, Henny atropellada por las imposiciones de sus padres que estaban divorciados con la razón, hubiera cometido locuras o se habría arrojado en los brazos de una providencia fatal que es el suicidio. Pero Henny está por sobre de todo eso; por sobre la obcecación de su familia que pretende sacrificarla; y por sobre aquel mundo exigente que toma a deshonra lo que es santo. Henny rompe con todo eso y sacando utilidad del artículo 47 del Código, se casa, diciendo que “los hijos no pueden heredar la culpa de los padres”. La afirmación es indiscutible, pero no cabe aquí. Limítome a decir que, Huelga de Hijos, es el proceso del matrimonio ideado por la poderosa imaginación de Enrique Gaspar. Parece que este notable escritor se ha propuesto formar sumaria a las costumbres modernas. Es un inflexible que echa en cara sus fealdades a la humanidad, trepado en su tribuna excelsa que es el escenario. Lo extraño es; que dramaturgo de tantos vuelos aborde también con facilidad extrema el género cómico. Su último estreno en el “Teatro Lara” con una comedia en dos actos, fue una ruidosa victoria. Y como en España al llevar por vez primera a los carteles una obra, no se pone el nombre del autor, cuando el público ansioso de saber quien era lo llamó con insistencia en el final del primer acto, salió, al palco escénico el viejo cómico, el aplaudido actor Rosell y dijo, en medio del más profundo silencio. -El señor don Enrique Gaspar quiere guardar el incógnito hasta el último acto... Madrid: 26 de noviembre de 1893. |