PARDO, Miguel Eduardo “Madrileñas”. En: El Cojo Ilustrado. Año III, Nº 50, Caracas, 15 de Enero de 1894. pp. 24-25.


MADRILEÑAS

   
    El mes de diciembre en España es el mes de los regocijos; pero también de los infortunios.
   
    La dicha y fatalidad corren parejas; como que celebran la más irónica de  sus alianzas.
  
    Apenas abdica aquí el placer su rango de fugitivo dios, cuando surge infalible y fecundo el dolor, de pie sobre su carro de sombras, y allá va dando alaridos de monstruo y esparciendo negruras de muerte. Las lisonjas de la existencia se aunan a los espantos de la agonía; las auroras esclarecidas se mezclan a crepúsculos teñidos de gris. Todas las ambiciones que nutre la esperanza y todos los sufrimientos que harta la desgracia, se dan cita precoz para llenar de risas y de lágrimas este último mes del año.
   
    Por ejemplo, la fiesta de Navidad cuya tradición parece estar ligada a la historia y a los destinos de este pueblo de poetas y de héroes, resucita, aun en medio de sus mayores angustias, invariablemente coronada de flores, alumbrada de blonda luz de luna, y arrullada de coplas tiernas y de tiernas explosiones de bandurrias. Los hogares todos se engalanan como para recibir visitas de príncipes y las familias más pobres visten de temprano los trapos de cristianar, para asistir después de la regocijante misa, a la cena que presiden los abuelos, calentados por “el amor de la lumbre” y por el amor bullicioso de los nietos.
   
    En tanto se pueblan los cafés de ruidos sonoros de cristales y de vibraciones de músicas risueñas; los coches van salpicando de nieve las aceras; los hombres al son de las vihuelas entonan egregias coplas de alegría; las plazas se llenan de gritos; en los hoteles se atropella la vajilla, y en los iluminados restaurantes, donde estalla con estrépito el tapón de la botella y se retuerce gimiendo yo no sé qué felicidades incompletas el humo azulado del veguero, se encuentra una multitud de jóvenes frívolos y de mujeres veleidosas que celebran las primicias de la noche con algaradas de festín…
   
   La efemérides de diciembre es también lujosa en España, por otros respectos. Ella cuenta aniversarios dolorosos, tristes remembranzas, a quienes la historia dedicará más de una melancólica página. Se puede asegurar que no hay un solo día de este mes en el glorioso pasado de la Península, sin un episodio de importancia.
   
    Según Osorio y Bernard, que se empeñó en esta minuciosa faena, en el mes de diciembre murió el infortunado poeta Gustavo Adolfo Becquer; asesinaron en la calle del Turco al valerosísimo Prim; se suicidó el insigne Larra; se libraron las más sangrientas batallas de África; y dejó de existir Abelardo López de Ayala, soldado y periodista egregio.
   
    El publicista señor Osorio también recuerda que para este mes se instalaron Napoleón y José Bonaparte en el Palacio Real de Madrid y alude a la batalla de Ayacucho del modo siguiente:
    “Errores políticos de la metrópoli habían hecho que los pueblos americanos aspirasen a su independencia, y durante el triste reinado de Fernando VII: aquella aspiración llegó a realizarse. Simón Bolívar había proclamado la independencia del Perú y el virrey de España don José de Laserna, no era seguramente el político predestinado para conservar a nuestro país aquellos vastos dominios. La jornada de Ayacucho funesta para nuestro ejército, resolvió el largo litigio, y una necesaria capitulación sobre el campo de batalla firmada por los generales Don José de Canterac, que mandaba nuestras tropas y Don Antonio José de Sucre que mandaba las tropas de Bolívar, salvó los restos del Ejército español y tuvo como consecuencia la independencia peruana”.
   
    “El tiempo ha borrado los odios… Pero quién sabe si los países americanos, con sus frecuentes convulsiones, no habrán lamentado repetidas veces el triunfo de Sucre y la capitulación de Canterac”.
   
    Puede ya tener como averiguado el articulista español, que jamás hemos lamentado los americanos, a pesar de “las frecuentes convulsiones” –de que nos habla– el triunfo del Mariscal Sucre en Ayacucho.
   
    Cuanto a la relación de la batalla que, en otros párrafos aborda el señor Osorio, sin profundizar los hechos consumados, entre los cuales se cuenta la prisión del virrey, la historia se encargará de esclarecerlo.
   
    Y nada más por este lado.

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    Un fragmento de aquella pálida y soñadora raza que vivió en los tiempos bíblicos, entre bosques de olivos, bajo el maravilloso cielo de Judea, se refugia hoy en medio de las tribus riffeñas, “dedicándose a su eterno oficio de mercader”, por lo cual han sido arrojadas de Melilla -según la última orden del Gobierno de España- alegando el perjuicio que los contrabandos de armas le hacen para sus operaciones de guerra.
   
   Va a continuar su misión de proscripciones seculares el étnico judío… Perdida la individualidad, despojado de su verdadero nombre, eternamente fantástico, vago, abstracto, siniestro, seguirá su ruta sin luz, precedido de sus mujeres extrañas y hermosas, que evocan la memoria de Ruth y de Noemí.
   
    Ahora van a inundar de vivaks otros países; quizá la misma España, cuando menos lo espere se vea invadida por la silenciosa tribu. Andalucía tiene muchos: allí viven, en las orillas, en tiendas estrechas, pintorreadas y llenas de chilladores andrajos; allí crecen semi-salvajes y torpes, greñosos y canijos los chicos; tostados por el sol los hombres, indolentes, pero bellas las mujeres.
   
  “Parecen unas estatuas egipcias hechas por un griego” –decía Alarcón, que se maravilló, en Tetuán, de las hebreas.

    Muchas de ellas pululan por los barrios bajos de Málaga y Sevilla ejerciendo de “adivinas”. Van envueltas en chales de colores vivos, con gruesos collares de vidrios deslumbrantes; colgadas las robustas arracadas; ceñidas al brazo mórbido la pulsera de piedras falsas; la encantadora cabeza cubierta de toquillas de flecos, y a la espalda, siempre entre un mal tejido cesto el chicuelo rebelde.
   
    Todo eso en un remedo estúpido de aquellos trajes de las mujeres del gran pueblo. La raza semítica ha degenerado dolorosamente; la túnica sutil y transparente que gastaban en los antiguos días ha sido trocada por el burdo sayal de colorines que he pintado antes; los aros de oro, con metales depreciados; las danzas aéreas que desvanecían de amor se convirtieron en saltos cínicos; la misma música que arrancaban a sus “encantados instrumentos”, suenan ahora como rastreras armonías. Sólo les queda, a los hombres su luenga barba, su nariz aguileña, más claro, corva, y sus ojos atigrados; a la mujer la voluptuosidad, de su figura; la cara ovalada, la boca encendida, las pupilas negras llenas de luz.  
   
   Un escritor gentil, de inimitable estilo, Paúl de Saint Víctor las describe con portentosa fidelidad. Pero ya es letra muerta en esa raza la adorable Rebeca y la insigne Sarah.

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   Es fama -entre críticos- que María Guerrero es una artista poco tierna.
   
     Esto me resulta a mí una frase; pero no un juicio, a derechas.
   
   Para ser “tierna” entienden algunos que el artista debe gemir las frases y sollozar las palabras y tener alientos roncos de pena y gestos sazonados  en lágrimas que se vean, abultadas como melones. Otros afirman que tierna es la que a todo trapo anda repartiendo caricias empalagosas y alambicadas y melindres.
   
   Decididamente: los críticos no andan acordes en la verdadera significación de la palabreja que han echado a cuestas a la Guerrero.
   
    Más de una vez he zarandeado yo la frase y por más que le di vueltas no llegué a descifrarla. ¡Claro!... “artista poco tierna” es algo así como un acertijo, una charada por donde quiera que se la mire.
   
    Y si alguna de las dos acepciones significa “tierna” hay que confesar francamente: María Guerrero no aprendió la terneza por tal guisa. Ni sabe lanzar gritos de verdadero dolor ni aprendió a  balbucear palabras de esas que fluyen como arrobadoras caricias de los labios de la mujer amada: ¡el rumor de besos y el batir de alas que habló Becquer!  El amor que María Guerrero sabe, en escena, no es el inmenso que está adentro,  en el fondo del alma que nutre la imaginación, que llena la vida, que aletea por todas partes, como el pájaro del árbol de Musset; que elogia la existencia y que se halla aún difuso y vago en el aire que se respira por necesidad. El amor de esa artista es un deber; es el amor en traje de etiqueta, correcto, matemático, irreprochable. Ni se embriaga ni se exalta. No tiene arrebatos, pero tiene florecimiento, coqueterías amables, tonos armoniosos y reposados; es un amor aristócrata el que ella aprendió.
   
    La Guerrero quisiera embellecerlo todo, y por de contado no puede ensombrecer el infortunio, ni encarnizar la pasión como Virginia Reiter; no podrá interpretar a Sardou jamás; pero ¡cosa extraña! Comprende a Echegaray admirablemente.
   
    Bajo las impresiones de una crítica ensañada y cruel que por vía de lección provechosa le aplicaron, fuí yo a verla por vez primera; y ya sea porque un adorable papel de inocente que desempeñaba, le sentase a maravilla; ya porque los versos ondulantes de la obra influyesen favorablemente en mi ánimo, es lo cierto, que se me antojó una artista, si no de altos vuelos, muy discreta a lo menos: lo mejor que había para entonces en el teatro español, porque aún no había llegado la Tubau, ni era discutible la Balbina Valverde en su género, absolutamente opuesto al de ella, ni era la Contreras, que a la sazón iba con Vico, quien pudiera resistir la comparación.
   
   Por otra parte, hubo siempre tal tendencia de hostilidad en los críticos y tal abundancia de elogios en el público, para la Guerrero, que la intransigencia de unos y el entusiasmo de otros me llevó directamente al análisis, del cual, desentrañadas ya acritudes y palmadas por igual manera, he sacado en consecuencia que, María Guerrero es una actriz de raro talento y de apreciabilísimas  condiciones, sin que por ello llegue a la altura de la eminencia.
   
    Para mí tiene la mejor cualidad del artista convencido: que siempre está en escena.

Madrid: diciembre de 1893.