PARDO, Miguel Eduardo
“Madrileñas”. En: El Cojo
Ilustrado.
Año III, Nº 51, Caracas, 1 de Febrero de 1894. pp. 52-53.
MADRILEÑAS “Madrid
moderno” es una nueva población, una
pequeña barriada que, llena de luz y de alegría ha
surgido por modo milagroso del seno de la tierra española a
usanza de las ciudades yankees.
Los ricos y los linajudos de la heroica villa y corte hánse empeñado en la fabricación de este nido aristocrático que será de hoy más un refugio para los espíritus cansados de la sorda lucha de la opulencia. Nada más encantador que ese diminuto paraíso. Los trozos de terrenos están divididos simétricamente con barandas de bronce; los palacios orillados de jardines; las calles amplías; limpias y tiradas a cordel; las plazoletas embaldosadas y a trechos brotan fuentes airosas que murmuran incesantes sus poemas de espumas. En todo el centro de la pequeña ciudad se levanta un parque que apellidan “Rusia”. Abierto, claro, nutrido de jardines, sin faldas escuetas como las del Retiro, sin espesuras salvajes desprovistas de encantos, ni sus otras aglomeraciones de árboles que le privan de sus más ricos paisajes, “Rusia” es un verdadero sitio de recreo y de regocijos enternecedores: no para ser cantado de rodillas como la Castellana, sino para ser elogiado por la lira del amor. A lo lejos las colinas con sus escasos montecitos que la distancia hace violáceos; los lagos parecen manchas de acero bruñido; las sendas, enarenadas, están pletóricas de luz; por todas partes ondula la multitud de excursionistas alegres, los grupos de bulliciosos niños; las parejas de novios que van y vienen, embriagados por el aliento puro de la naturaleza… Y allá, más lejos aún, envuelto por la neblina que flota sobre las siluetas de sus torres grisáceas, el Madrid viejo que ruge; Madrid envenenado de perfumes, salpicado de barro; cubierto de nieve, incendiado de luces rojas que se me antojan como manchas de sangre… Madrid desesperado, lívido, que se precipita al placer con su sollozo eterno agolpado a la garganta. ¡Oh! ¡Quién pudiera vivir siempre en “Rusia”, alejado de ese mundo que se complace en cosechar nuestros dolores, en arrastrarnos a su torbellino de locuras, de impaciencias, de vida ficticia, donde se deja todo, ideas, sentimientos, todo hecho jirones!... La mejor orquesta del mundo, según informan los artistas que han recorrido a Europa, acaba de empezar la flamante partitura de La Africana. La platea, los entresuelos, los palcos están formados por líneas curvas que forman arcos radiosos a las más bellas mujeres de Madrid elegante. Flores, plumas, piedras resplandecientes, sedas; una iluminación de huríes y un triunfo más de la opulencia que abruma. Se iba al Real a despedir a La Darclée. La Darclée es aquella artista de quien tantas veces he hablado en estas Revistas y a quien los más severos cronistas han comparado con la celebre Adelina Patti. Y no mienten los cronistas; a lo menos me lo parece; por de pronto es lo mejor que yo he oído. La Darclée se gasta un timbre de voz claramente sonoro, como el de un canario; una voz que con todo su volumen nunca llega al grito ni a esos desgarramientos de garganta que se toman con frecuencia por notas flamantes. Es imposible ir más lejos en el canto: extensión, agilidad, afinamientos, todo, absolutamente todo lo reúne Arcilea Darclée como artista. Su despedida, igual que la del tenor Marconi, gozó de los honores del acontecimiento. Hasta la Infanta Isabel la obsequió con un lujoso corneille de flores. El mundo entero sabe que los españoles se vanaglorían de haber tenido al primer tenor del bell canto: a Gayarre; que nadie como él divinizó el spirto gentil con más delicadeza y sentimiento. ¿Qué se puede entonces decir de un tenor como el exquisito Marconi, a quien esos mismos españoles le hacen repetir el spirto, cuyas últimas notas apagó siempre la ovación?. Esta última noche que cantó Marconi, el Real ofrecía el aspecto de las grandes solemnidades; el público siempre austero, siempre guardando la serenidad que exige el aristocrático sitio donde se encuentra; ese público, digo, se olvido completamente de que estaba en el Real y estalló en gritos de entusiasmo en los números que emitió la prodigiosa garganta del artista. Se despidió con todos los rigores de ordenanza, pues además de la ópera cantó la donna e inmovile de Rigoletto, y una romanza del Nerone de Rubistein que fue acompañada magistralmente por las arpas. Decididamente, la Compañía del Teatro Real ha perdido dos grandes artistas: una cantante que recorre la gama musical con asombrosa facilidad, y un tenor que posee notas como las de Tamagno y cuyos cambios de registro sólo pueden compararse a los de Gayarre. Por eso la prensa, unánime, pide el ritorno de la Darclée y de Marconi porque el Real se ha quedado solo… El General Riva Palacio, poeta por añadidura y Ministro de Méjico en España, publicó en días atrás un bello libro que apellida Mis Versos. Pero como de ellos he hablado ya, en otro periódico, me limito a copiar este preciosísimo soneto, que será de fijo, del agrado de los lectores: La Vejez Mienten los que nos dicen que la vida es la copa dorada y engañosa, que si de dulce néctar se rebosa, ponzoña de dolor guarda escondida. Que es en la juventud senda florida, y, en la vejez, pendiente, que escabrosa va recorriendo el alma, congojosa, sin fe, sin esperanza y desvalida. ¡Mienten! Si a la virtud sus homenajes el corazón rindió, con sus querellas no contesta del tiempo a los ultrajes; que tiene la vejez horas tan bellas como tiene la tarde sus celajes, como tiene la noche sus estrellas. En los escaparates de la Puerta del Sol se exponen actualmente vistas fotográficas de ciudades riffeñas; retratos de mujeres moras, de jefes marroquíes del Bajá y del Sultán, para que nadie falte. Es divertido apostarse, ahí en la carrera de San Jerónimo a oír los comentarios de la gente del bronce; sobre todo los de las chicas de pañolón “alfombrado”. ¡Que charloteo más menudo y que expresiones más gráficas! Hasta las señoritas se detienen en las vidrieras, y recordando que son españolas, echan sus chilindrinas pareadas. Pero aparte comentarios ligeros, veamos Tánger, la capital diplomática del Imperio de Marruecos, que es el cuadro que más llama la atención del público. Tánger es una ciudad bordada de admirables arabescos, de torrecillas airosas, de murallas almenadas y de pequeñas casas blancas como de nieve. Vista a través de la mano entubada a guisa de anteojo parece Tánger un onduloso mar de armiño. No obstante la belleza con que nos la presentan los dibujantes y fotógrafos, dicen que de cerca es un pueblo raro y antipático; con callejuelas vertiginosas e inmundas, a trechos estorbadas por tenduchos, donde se alberga el indolente vendedor de baratijas. Tánger blanca, mejor dicho, pálida y triste, es la ciudad de las tumbas que habló un autor moderno. Aquí en ese ángulo cercano donde las casas toman proporciones notables, se divisa un montón de mujeres y de hombres “acuclillados” en el dintel de un portalón: están tomando el sol después de la merienda, o se hacen cuentos al caer de una tarde bochornosa. Allá va un guerrero envuelto en su flotante chilaba con su larga espingarda al hombro. Un grupo de chiquillos, cansados de correr, a caso, se revuelcan en el arroyo. Ese jinete trepa una colina: va sofrenando el bruto de cuello enarcado y larga crin. Todo abigarrado, extraño y poético a la vez… Un pedazo de mar sereno, y detrás una mancha ovalada que aparece: es Gibraltar, el peñón arrancado traidoramente a España por la codiciosa Inglaterra. La costa se va alargando, alargando como el lomo lustrado de una inmensa ballena, hasta perderse de vista. Después, en las orillas formando como un círculo brusco una torcida línea de covachas, de minaretes, de terrazas, de calles culebreantes que van a esconderse en las entrañas de un monte lejano. Seguramente es de día en Tánger: un gran charco refleja los árboles raquíticos y las gentes están en la calle, con un sol aplanador, ¡como de África! ¡Qué ciudad más original y que habitadores más holgazanes los de ese pueblo arbitrario! |