PARDO, Miguel Eduardo “Madrileñas”. En: El Cojo Ilustrado. Año III, Nº 52, Caracas, 15 de Febrero de 1894. pp. 63-65.


MADRILEÑAS


     En Madrid un cartel de estreno se reduce al título de una obra; no se sabe quién es el autor se le aguarda o se finge aguardar el incógnito hasta el final. Esto no obstante hay cierto público a quien ese nombre no se le oculta y de contado el “incógnito” va  pasando de boca en boca de tal suerte que cuando llega la hora suprema de la representación todo el mundo sabe a quien va a repartir aplausos o silbidos.
   
   Villa Tula es la comedia última; la continuación de Militares y Paisanos, arreglada a la escena española por Vital Aza el regocijado autor de “El Rey que rabió”.
   
    Excepción hecha de un francés que entra allí en juego los demás personajes son conocidos nuestros: desde el atolondrado cadete, que por añadidura es miope y gomoso decepcionado, hasta el famoso y pacientísimo farmacéutico, don Constantino Cebolleta, que se ha casado y vive en “Villa Tula”.
   
    El argumento no reclama descripción: lo mismo cabe en una que en veinte cuartillas. Los detalles son harto minuciosos y estriban, precisamente, en las frivolidades de cada personaje. Las situaciones chistosísimas y los relatos salpicados de epigramas, con los que el público no cesa de reír en los cuatro actos, largos, de que consta la Comedia.
   
    En una de las más divertidas escenas de Villa Tula, campean los siguientes versos que dice Mario con admirable naturalidad:
   
    Un doctor muy afamado,
que jamás cazado había,
salió una vez invitado,
a una alegre cacería.
   
    Con cara muy lastimera,
confesó el hombre ser lego,
diciendo: -“Es la vez primera
que cojo un arma de fuego.
   
    Como mi impericia noto,
me vais a tener en vilo”.
Y dijo el dueño del coto: 
  
    -“Doctor, esté usted tranquilo,
Guillermo el guarda estará
colocado junto a usté;
él es práctico, y sabrá
indicarle”...
    -Así lo haré.
   -dijo el guarda.-Sí, señor.
No meterá usted la pata.
Verá usted, señor doctor,
los conejos que usted mata.
  
    Siga en todo mi consejo.
    ¿Qué un conejo se presenta?
Pues yo digo: “¡Ahí va el conejo!
¡Y usted tira y lo revienta!”
   
  -“Bueno, bueno, siendo así...”
    -“Nada, que no tema usté.
Quitecito junto a mí,
Chitón, y yo avisaré”.
   
    Colocóse tembloroso
el buen doctor a la espera,
cuando un conejo precioso
salió de su gazapera.

    -“Ahí va un conejo (le grita
el guarda). ¡No vacilar!”
Y el doctor se precipita,
y ¡pum! disparó al azar.
   
    Y es claro, como falló
diez metros la puntería,
el conejo se escapó
con más vida que tenía.
   
    El guarda puso mal gesto
y rascóse la cabeza.
Hubo una pausa, y en esto
-“¡Ahí va una liebre, doctor!
¡Tire usted pronto, o se esconde!”
Y ¡pum! El pobre señor
disparó… ¡Dios sabe a dónde!
   
    Gastó en salvas, sin piedad,
lo menos diez tiros, ¡diez!,
sin que por casualidad
acertara ni una vez.
   
    Guillermo, que no era un zoto,
sino un guarda muy astuto,
dijo para su capote:
  -“Este doctor es muy bruto”.
   
    ¡No le pongo como un trapo
mas ya se lo que he de hacer!
Y al ver pasar un gazapo
corriendo a todo correr,

    -“¡Doctor! -(exclamó Guillermo
con rabia mal reprimida).
¡Ahí va un enfermo! ¡Un enfermo!
Y ¡pum! ¡lo mató enseguida!”.
   
  Es la musa inimitable de Vital Aza; no necesita la firma, Toda-Villa-Tula está poblada de primores: es más: todos son allí protagonistas; todos se mueven, todos hablan y tienen vida y representan un carácter; los diálogos son cultos; y picarescos; y los actos rebosan de alegría.
  
    Cuando entré al escenario y vi a Vital rodeado  de periodistas, me hizo el efecto de aquella alegoría del hilo, que figura un hombre robusto y atlético rodeado de angelitos. Bien que estos chicos de la prensa se parecen a todo menos a los angelitos; pero Vital sí que parece un gigante. Yo creo que es el hombre más grande de España, de cuerpo se entiende, y puede que de “gracia” también.

  •   

    En diciendo escándalos, ya se sabe, en el Teatro Real, están ahora de moda. Primero fue un anarquista supuesto, que logró hacer salir poco menos que escapadas a todas las familias que se encontraban en el regio coliseo; y anoche,  recordando los sustos, los desmayos y la escandalera pasados se repitió algo análogo.
   
    Cantábase “Linda de Chamounix” y antes de terminarse el segundo acto, como si dijéramos en plena audición, aparece una señora con el traje más dislocadamente original que ustedes pueden figurarse. Iba envuelta en un enorme chal de pelo de oso que dejó en el espaldar del asiento; el traje era todo rojo, y el escote desproporcionado; el sombrero de plumas como los pinta Luis Taboada, a semejanza de la catedral de Sevilla. Aparte estos miriñaques inconcebibles llevaba la famosa dama una gran caja; ésta contenía los gemelos, enormes, como los anteojos marinos; un perro grande sujeto por una cadena, y un foete. De esta guisa se sentó aquella señora en butaca de orquesta y escusado, es decir, la hilaridad que produjo, en la elegante concurrencia, aquel extravagante monstruo. Hasta aquí todo hubiera ido a pedir de boca, pero unos chuscos,  que estaban cerca, empezaron a dispararle “chilindrinas”, y ella que no entendía de guasas, o que tenía poca correa -como suele decirse- metió la mano al bolsillo y sacando un flamante revólver Smith, levantó  el gatillo y lo puso en la butaca contigua, a la sazón vacante.
   
    El desorden se vino encima, y hubo quien se pusiese a tan honesta distancia, que salvó las puertas del vestíbulo… Por fortuna la autoridad acudió a prisa; pero (aquí la nota magistral de aquella escena) el arma que debía dejar sin vida a uno, o a muchos de los concurrentes, se convirtio, como por arte de magia, en un perfumador americano.
   
    Sí; aquel revólver de colosales dimensiones  que puso a  raya a todo un público, y si me apuran digo que a la policía civil, aquel pavoroso instrumento de muerte era chisme de tocador... ¡Y la “elegante” dama una loca que ingresará en el manicomio, a petición de la aristocracia resentida!
   
    ¡Hay colmos, eh!

  •   
 
    Todo el último y aterido mes del año, España entera  olvida sus más grandes intereses para ocuparse de un “número”: ese número informe, esa luminosa cifra desconocida se llama “el gordo”; el premio de la Gran Lotería. De ella están pendientes millones de seres: desde el opulento banquero que se juega capitales en docenas de billetes, hasta la humilde modistilla que aventura sus ahorros en la problemática partida de un décimo. ¡Cuántas angustias cuántos desvelos, cuántos silenciosos martirios puestos sobre esa cifra misteriosa que va a danzar entre el inmenso montón de bolitas y cuyo movimiento rotativo suena en los oídos, crujiente y devastador acariciante y lúgubre a la par!... Ese número es la felicidad o la desgracia: él representa ríos de oro y significa también miserias y amarguras: es el lujo y la independencia; simboliza los banquetes, los bailes, los carruajes y la consideración del género humano; pero que de lágrimas cuesta a muchos la fortuna de uno sólo...
   
    El poseedor del billete agraciado con el premio mayor, es, un carnicero de Zaragoza.
   
    Los periódicos ilustrados ostentan la efigie –que reproducimos hoy- del afortunado mortal; y hay quien le ofrece serenatas y quien le  escribe odas y becquerianas y sentidísimas “doloras” –estas últimas, acaso más humanas que las del eximio Campoamor.
   
    Ese caudaloso río de ondas doradas que se le ha entrado por la casa del simpático señor ha sido su Jordán.
   
    Ya no se le dice carnicero, a secas; sino el señor carnicero.
   
    ¡Cuando digo que todo esto es muy humano!
   
    El oro se ríe de la gloria, del valor, de la honradez, de todo; su omnipotencia está por sobre todos los derechos, por sobre todos los triunfos de la ciencia, de la literatura y del arte, porque el siglo XIX, que no es un poeta ni un soñador, sino un  mercader o un banquero, alcanza la verdad en una sola forma, en metales: amarillos o blancos, no importa el color; lo que se necesita es metal, que conquista voluntades, que abate linajes, que domina hermosuras y compra conciencias; metal que pone ideas e inteligencias estrechas; frases elocuentes en labios que fueron torpes  para el lenguaje culto y sonrisas angelicales  y miradas brillantes en patibularios rostros. Y no en  España, en cualquier nación del globo, ese Santiago Comín que fue un anónimo hasta ayer, ese honrado tocinero a quien todo el mundo despreciaba porque estuvo detrás de glorioso mostrador de salchichas con su mandil empapado de sangre, asesinando cerdos, tendrá mañana amigos marqueses, amigos duques, amigos condes que festejarán su palacio y admirarán sus alfombras hechas para ser oprimidas por pies de reyes, y sus cuadros de pinturas y sus gabinetes perfumados, y sus gabinetes espléndidos de luz y de vajillas... ¡Todo ennoblecido y decorado por un pincel lleno de colores: los colores luminosos de oro!
   
    Y ese hombre cuya súbita fortuna debió sonarle como una caricia en los oídos ¿tendrá el suficiente valor? -más claro- ¿el suficiente talento para seguir siendo lo que fue?... ¡Carnicero!

Madrid: enero de 1894