PARDO, Miguel Eduardo “Madrileñas”. En: El Cojo Ilustrado. Año III, Nº 54, Caracas, 15 de Marzo de 1894. pp. 109-110.


MADRILEÑAS

  
    Hoy no vengo tan mal vestido: he decidido ponerme los mejores trapitos de cristianar, para que no diga el público que siempre me presento desgarbado. Aparte esta consideración de peso, éntrome así, ceñido el gabán claro, caladas las gafas de fiesta y relumbrosa la chistera de domingo, porque vengo del brazo de Ángel Pons, un artista;  y no como quiera sino artista de gallardo continente y de ingenio aún más gallardo que su porte -dos virtudes que merecen premio in sólidum, sobre todo en estos tiempos de grandezas pequeñas y de ingenios escasos; tan escasos estos últimos, que ni en los restos de la opulencia de Cuba se encuentran, gracias a los Ministros de la Hacienda.
   
    A no ser porque los castelarinos ditirambos van pasando de moda -según Cavia- de ellos  me serviría para elogiar con propiedad a mi artista, que es un dibujante de cuenta, o de cuerpo entero, como suele decirse. 
   
    Pero ni en esta ni en la otra prosa me atrevo yo a esbozarlo. ¡Claro! Como que se avergüenza la pluma de lo que hace a maravilla el lápiz.
   
  Prefiero que “él mismo”  se recomiende por medio de estas admirables caricaturas  que empeña en apellidar “monos”, recordando acaso que, allá en los comienzos de su carrera fue de los que amansaron patronas con dibujos dislocados. 
   
    Y aquí rompo el bracete para que Ángel se entienda con ustedes.


 
  Ya está resuelto el problema anarquista: ya la terrible institución (porque según Eusebio Blasco el anarquismo se ha hecho  institución) anda en camino de arrepentimientos. De hoy más no temblaremos a la voz espantosa de la dinamita ni de la sulfurita ni de todas las inofensivas “harinitas” que venían dando juego a la policía europea. También ésta puede darse punto de reposo, y hasta un punto y coma, si quiere, o dos puntos si le hace falta. El problema a que me refiero lo ha resuelto un asombroso periodista de esta coronada villa (sin Corte, pues creo que la Corte no ha metido mano en esta trascendental cuestión). Propone el periodista insigne, que se reparta mensualmente una cantidad a los anarquistas más feroces: a mil pesetas por barba… ¡Aquí donde las pesetas han llegado a la categoría de peluconas!
   
    ¡La idea, por donde quiera que se la mire es enternecedora!
   
    Cualquiera bota lágrimas como garbanzos.
   
    El mundo de malo que era se va a convertir en un misterioso edén al cual cantará Carrulla en verso bíblico, si no lo llevan a mal los académicos.
   
    Asegúrase que estos criminales (no los académicos; los anarquistas) hechos ya al arrepentimiento y a la honradez, fundarán tiendas de ultramarinos unos; otros se dedicarán al comercio de géneros; aquel publicará un periódico de familias, cuya sección poética pertenece por derecho propio a Vaillant -quien según informa otro periódico de Madrid, ha escrito, o escribió un soneto estrambote a la Virgen de los Desamparados, mucho antes de la lata de sardinas reventada en la Cámara de Diputados.
   
    A vuelta de estas noticias -repito- que me encuentro conmovido, y estoy por proponer a las autoridades españolas que procedan de igual modo con los facinerosos de Andalucía, pues andan ¡los pobrecitos! por aquellos breñales a salto de mata.
   
    Con estos procedimientos el anarquismo se trocará en una asociación parecida a la de  los padres de familia, y los periodistas que antes los pintaban como unos impenitentes desaforados, nos dirán el mejor día:

    El antiguo y furibundo anarquista don Fulano, hoy dechado de padres, etc, etc, ha salido ayer mañana de paseo con el Presidente del Consejo, el cual le obsequió con puros de la vuelta abajo. Después conferenciaron en la Horchatería de Candelas sobre la apertura de las Cortes, y luego don Práxedes fue de bracete con su tierno amigo hasta la misma puerta de su casa. Esta noche es  posible que el señor Sagasta asista a la tertulia del honrado anarquista, donde se bailará un Cotillón  y se cantará un pasa-calle de La Gran Vía. También  se jugará al tresillo; y se proyecta una partida de caza, en cuyo noble ejercicio hace  maravillas el distinguido señor; pero esta excursión  no se verificará hasta que el dislocado peroné del Presidente, no se halle de un todo en su perfecto sitio.

    Después de estas sensiblerías madrileñas, díganme ustedes si no cabe sollozar de contento y arrancándose por lo flamenco gritarle un ¡olé! resonante a los periódicos de trapío.

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    Con motivo de la gran fiesta literaria celebrada en honor de Núñez de Arce, los admiradores de Campoamor se empeñan  en hacer propaganda para una fiesta igual o superior a la verificada por la Sociedad de escritores y Artistas. Ese proyectado homenaje al insigne autor de las Doloras, huelga.
   
    Es lo mismo que montar la Gloria sobre zancos, para que resulte más alta; es como pensar en agregarle un rayo más de luz al sol espléndido. Que las damas españolas se proponen ofrecerle una rosa natural -dice Kasaba!- la flor de la poesía encerrada en artístico cofre de oro; y que el pueblo, el verdadero pueblo, a juicio de Cavia, se prepara a ovacionarle… ¡Bueno! Y ¿qué se gana con ello? ¿Para que necesita tales manifestaciones el más legítimo, el más espontáneo, el más popular de los poetas?
  
  Campoamor es… Campoamor. Núñez de Arce será primero: primero es Campoamor.

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    No de ahora, es de antiguo que los coleccionadores de sellos en Madrid, vienen muy preocupados con las dichosas estampitas. Hay quién da capitales por sellos de la Edad Media, porque como esta es la época de los descubrimientos, ha venido a saberse por arte de birlibirloque que no fue Inglaterra la que en el año  30 realizó la primera edición de sellos, sino un pueblo romano que ha “desaparecido” del mapa como nuestra Guayana de Venezuela.
   
    Esto de coleccionar -me decía un fanático “sellista”- no crea usted que lo hacemos así, a humo de paja: tiene sus ventajas. Si no fuera por los sellos ¿cómo sabríamos que existe, v. gr. ahí, a la vuelta de la esquina como si dijéramos, una república que se llama Venezuela?
       -¡Hombre por la Geografía!
    -¡Cá! No señor. Por los sellos. Figúrese usted que yo he visto unos nuevos, muy monos, acabados de imprimir y en los cuales aparece Colón rodeado de indios.
    -¿Y qué?
    -Que si eran indígenas tenían que ser venezolanos.
    -¡Indígenas no, caramba!
    -Bueno indigentes. Da lo mismo.
  
    Una mano de bofetadas es lo que yo daría a uno de estos pelmas. A tal extremo llega la obsesión  de los sello-maniácos, que un amigo mío, atacado de esta terrible enfermedad, encontró a mi cartero la otra tarde y lo quiso ahorcar por que éste no le dejó arrancar los sellos de mi correspondencia.
   
    A lo mejor se los tropieza uno en la calle.
  
    -¿Quiere usted ver mi álbum? -exclaman atolondrados.
    -¡Imposible! -se grita lleno de espanto, ante la terrible perspectiva     -¡Ahora voy a almorzar! Pero en vano es la resistencia: quieras que no se lo llevan a uno y le plantan el hinchado libro frente a los ojos.
  
    -¿Ve usted esto? -dicen mostrándonos en el  álbum un pegote color de chocolate claro- ¿Lo ve usted?
    -Si, señor.
    -¿Qué le parece?
    -Una patata frita
    -¡No sea usted bruto! ¡Es un sello de Marruecos!
   
    Y hay que creerlos, porque de lo contrario le pegan a uno. ¡Vaya! ¡que si le pegan!

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   Por de pronto los bailes de máscaras son los que nos tienen atortolados. Con los trajes y las caretas todo el Madrid alegre se ha olvidado de las inundaciones, de las catástrofes, de las bombas Orsini y hasta del Sultán - que es mucho tío – a creer lo que se cuenta. Y por de contado no pensamos más que en divertirnos; en disfrazarnos de cocheros, de zapos y sobre todo de moros del Riff. Es el traje que más viste a los hombres, porque a las mujeres creo que, las expone a pillar una pulmonía fulminante el vestido de odaliscas. Prefieren ellas el de chula que –aparte el abrigo- sirve para decirle las cuatro verdades a cualquiera. Una chica guapa y coquetuela, con el palmito entre el pañuelo de seda, el historiado mantón cruzado al hombro, ondeando la pintoresca falda, y puesta airosamente en jarras, es capaz de traer al retortero al más flemático.
   
    Entre un vals corrido y un sorbete; entre una frase con pretensiones de chiste y una sonora carcajada de comparsas, se nos pasan las horas muertas en el Teatro Real admirando las toilettes, los rasos, las joyas y los miriñaques de aquellas anónimas estrellas... después de la comedia de la vida la mascarada del placer; el trueno jovial de la alegría atropellando la última mueca del dolor; el ruido incesante de los cascabeles apagando el sollozo de las postreras decepciones. También los que no llevamos careta gastamos algo así como la máscara del goce mientras dura ese torbellino de fiesta.

Madrid: 1894