PARDO, Miguel Eduardo “Madrileñas (Y Madrileños También)”. En: El Cojo Ilustrado. Año III, Nº 55, Caracas, 1 de Abril de 1894. pp. 133-135.


MADRILEÑAS
(Y MADRILEÑOS TAMBIÉN)


    -En el tercer palco, primera fila- me dijo Sánchez Pérez, contestando a mi pregunta y ofreciéndome a la vez sus diminutos gemelos, con los cuales escudriñé medio incorporado en la butaca, aquella fisonomía de mujer rebosante de vivacidad.
   
    Era doña Emilia Pardo Bazán, la dama a quien inspeccionábamos Sánchez Pérez y yo.
   
    Vestía ella elegantemente de negro: a trechos de la empolvada y artística cabeza algunos brillantes le resplandecían fugitivos, como rayos, y el abrigo de pieles, al descuido, se le iba desbordando en aterciopeladas ondulaciones por sobre los hombros desnudos.
   
    A la verdad, que encontré hermosa aquella noche a doña Emilia.
   
    Mirándola a través de los cristales del chisme, miraba también con los ojos de la imaginación todo el flamante mundo literario de ese prodigio “femenino”. Esa noche repito –la encontré áurea como su estilo; deslumbradora como su prosa…
   
    Parias hay que rendirle a esa bizarra escritora, a esa gentil modernista que ha paseado victoriosamente por todas las radiosas sendas de la notoriedad: “desde las ciencias del cálculo según Menéndez Pelayo, hasta las ciencias naturales; desde la historia hasta la filosofía y desde la especulación mística hasta la novela realista”.
   
    Empero al anunciarme, no sé quién, que la ilustre dama había escrito una comedia y que esta se ensayaría en breve, lo apellidé acontecimiento-monstruo; porque es un acontecimiento que, a mi pesar, me hace prorrumpir en lamentaciones. Doña Emilia cuentista es inimitable; doña Emilia -dramaturgo, no cumplirá como Dios manda. En sus cuentos hay algo de Maupassant y algo de Madrazo -si vale comparar la literatura con el arte pictórico- pues ella pertenece a la falange lírica de los estilistas franceses y al luminoso ejército de los coloristas españoles. Su prosa es afiligranada con atildamientos clásicos; poco fluida, a veces, se me antoja artificiosa, pero tan llena de erudición, tan rebosada de frases esculturales, tan maravillosa en conceptos, que la producción resulta siempre inspirada, rica y vibrante. En una palabra, Emilia Pardo Bazán es una estilista audaz como Zola en los Rougón; laboriosamente pulida como Flaubert en Madame Bovary; exuberante como los Goncourt en la de Mauperin; apasionada como Daudet en Sapho; y regia y pomposa como el más pomposo y regio de los escritores hispanos. Por eso, por nutrida de lectura de eruditos, de filólogos y de médicos, alardea de tan férreas ventajas y hace con frecuencia literatura con vistas a la patología y a la criminología. Es lo único que en la insigne escritora no me convence. ¡En los Balzac, bueno; pero en las Jorge Sand!...

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    Viejo ya y cansado ha muerto el maestro Arrieta, el admirado autor de Marina. Le acometió una parálisis hace más de un año y esto no obstante el ilustre anciano reñía batallas desesperantes con la terrible dolencia empeñado en asistir al Conservatorio.
   
   Cuenta un periodista que la víspera del triste suceso, el maestro recordando sus días felices de estudiante en Italia, le relató su conocimiento con Donizzeti, en estas sencillas palabras:
   
    -Salimos del Conservatorio, acompañados del director de la Escuela, cuando en una de las principales calles de la ciudad nos encontramos de manos a boca con el autor de la Lucía.
   
   Nos quitamos los sombreros en señal de respeto y el célebre maestro, descubriéndose también su hermosa cabeza, nos dijo en tono por todo extremo cariñoso:
  
     -¡Addio, bella armata armonica!
   
    Arrieta acababa de comer cuando el último violento ataque lo postró en el lecho de donde no volvió a levantarse. Una coincidencia digna de mención: la cama donde expiró, es la misma en que hace diez años moría para las glorias literarias de España, el insigne poeta Don Adelardo López de Ayala -con quien colaboró Arrieta en multitud de zarzuelas.
   
    Sus principales obras son: La Guerra Santa, El Planeta Venus, La Estrella de Madrid, El grumete, Marina, Llamada y Tropa, La Dama del Rey, El Capitán Negrero y La Sota de Espadas, sin contar con una infinidad que se  me quedan ahora en el tintero.
   
    Dícese que la música de Arrieta no es nacional, sí que italiana: y en efecto aquellos aires de Marina tan fluidos, tan serenos, de tan raras y dulces vibraciones, que se deslizan en el oído como jadeantes y vagos rumores de arroyo, son los ecos melancólicos de Italia, no los alegres francos y comunicativos, impregnados de calor y regocijados de risa, que brotaban como estallidos de bandurrias, de la batuta de Barbieri -que también se murió- en la rica gama de Arrieta faltaba una nota: la festiva…Quizá por esto, porque amaba lo triste como el ruiseñor el silencio de la selva, fue una víctima de la indiferencia de su patria; y el buen Arrieta saboreó prolongadamente esta amargura que, unida a la ingratitud de sus amigos, contribuyeron a crearle aquel carácter sombrío y receloso de sus últimos años de vida. El drama de esa vida tiene un protagonista abrumador: la parálisis

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    En todo ese repertorio francés, donde brilla, entre las primeras, la primera Sarah Bernhardt; en todo ese mundo dramático de Dumás y de Sardou, María Tubau me resultaba deficiente: a la actriz le faltaba algo a mi juicio; algo que yo no comprendía cuando más tomé a empeño fingírmela inmensa. Y ya estuve yo a punto de lamentar mi decepción, cuando se anunció, con bombo y platillo el estreno de una  comedia de Ceferino Palencia, un autor de muchos bríos que, a lo mejor, se dejaba la lira allá, en un rincón del gabinete, para ejercer de empresario.
  
   Como quiera que voy a referirme a uno de esos acontecimientos singulares, y sobre singulares extraordinarios en la vida de una actriz, he de hacer la siguiente aclaración: María Tubau es la esposa del autor de la Comedia, (de Palencia), quién a su vez se titula empresario del Teatro. Este doble o triple aspecto de interés, tenía para el público de Madrid el estreno aquella noche y por ende el gallardo coliseo presentaba un golpe de vista regio y flamante
   
    El final del primer acto se coronó con una tempestad de aplausos; en el segundo vacilaba la comedia y en el tercero se venía abajo con todas sus tiradas de estrofas y de ripios. Decididamente era un fracaso, a ojos vistas. La Tubau comprendió al instante el peligro: su papel de protagonista poblado de crudezas y de audacias capaz era de rendir a la actriz de más vigorosa voluntad.
   
    Figuraba una mujer de la nobleza, despreciada por un amante; y para vengar esta deshonra el tutor de la dama -muy diestro en el manejo de las armas- finge batirse con aquel hombre: el tutor debía disparar al vacío; pero allí, cerca, a diez pasos de la quinta donde vive la dama.
   
    El silencio del público es solemne; está como embargado por esa especie de pavor que infunde en el ánimo la proximidad de la catástrofe…
   
    Allá, en el fondo, se divisan los duelistas, entre árboles: el tutor dirige el cañón de su pistola, recto, a la frente de su adversario… es el momento supremo; y entonces aquella mujer, inspirada, hermosa, pletórica de odio, hambrienta de venganza, pálida de dolor, con el cabello suelto, la boca contraída, la mirada fulminando rayos olímpicos y las alas de las narices abiertas como olfateando ya la sangre que ha de brotar de la cabeza del infame, cruza como una flecha la escena y suspendiéndose sobre la barandilla de la ventana, con un acento de desesperación innarrable, trágico y vibrante lanza este grito sublime: -¡Tutor, tutor mátale!... Y a este grito eminentemente épico; respondió el público con otro no menos portentoso. Fue un estallido de aplausos, un estrépito de bravos como jamás otorgó Madrid a una actriz por insigne que ella      fuese.
   
    María Tubau no sólo luchaba allí por el honor de autor de su marido, sino que también por la empresa; por su fama de eminencia; y por todo un mundo de esperanzas cifradas en el éxito feliz de la comedia: la Tubau acaba de probar que merece el colosal renombre que, como primera actriz de España, le viene  consagrando de antiguo el mundo teatral.

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    Conozco muchos escritores que al regresar de España, pongo por caso, a Venezuela, afirman con énfasis, para darse pisto, que una noche comieron con Castelar; que otro día estuvieron mano sobre mano, en un café, con Don José Echegaray; y que, a veces dormían  la siesta en la cama de Menéndez Pelayo, con quien llegaron a tener amistad de tuteos… y majaderías por el estilo.

    Yo no soy tan necio; y cuenta que por mi “carácter de revistero” soy de los más favorecidos en eso de amistades literarias en Madrid; mas de los tres grandes escritores que he citado, los dos que me dispensan el honor de saludarme cuando me encuentran, (y ello muy fina y cortésmente sin charloteos ni confianzas) son Echegaray y Menéndez Pelayo, a quienes me presentó, en el Ateneo, Salvador Rueda. A Castelar apenas si lo conocí al vuelo, que me lo mostraron una noche en la Castellana; pero yo quería mirarlo muy de cerca y me estuve más de dos horas apostado frente a la casa del marqués de Urquijo, donde entró esa tarde Don Emilio. Era una calle harto populosa; la calle de la Montera, la gente, al pasar me atropellaba; un señor muy gordo que parecía un elefante, ocupó toda la acera y me dio un “barrigazo”; y una chula que se iba quebrando la cintura, hízose la encontradiza, y después de tropezarme me llamó ¡tío pelma, poste!... etc. Pero yo, que si quieres, no me moví hasta que salió mi hombre…
   
    ¿Y esto es Castelar? ¡Pues el Castelar  en los periódicos es otro!
   
    Don Emilio en estampa es una figura, ¡vamos! una fígura heroica, con sus retorcidos bigotes negros y su perfil griego que maravilla; el que yo he visto es un moreno más bajo que alto, con bigotes canosos y con el ancho entrecejo acentuado, cuya gravedad corrige la vivacidad de su mirada.
   
    El error más craso que se puede cometer es juzgar de las fisonomías por el claro-oscuro de un cartón fotográfico: las esfumadas tintas no llegarán nunca a pagar su tributo de luz a las pupilas ni su homenaje de vida a las facciones. Cuando vi que salía Castelar me clavé de firme en el sitio y abrí mucho los ojos, ávido de curiosear los menores detalles de aquel que, como Napoleón, ha fatigado la historia con su nombre. Se acercó con un pasito ligero, atropellado; ya cerca, muy cerca, lo miré de nuevo con insistencia… y con lentes; con la misma fijeza que él debió mirar la gloria antaño cuando sus compañeros de Universidad le llamaban Emilio, a secas.
   
    Observé que Castelar tiene la particularidad de la sugestión; con su fisonomía simpática y su mirada ardiente atrae, más claro: hipnotiza.
  
    Aparte observaciones psicológicas -la verdad es que don Emilio es hombre sólido: lo digo porque hay quien le moteje sus impulsos gastronómicos, por los que se dejó arrastrar, de joven, según me informan… y ahora también.
   
    ¡Claro! A fuerza de hablar y de poner la imaginación en tortura, sin alimentos nutritivos; y a fuerza de pésimos manjares, quizá -o sin quizá- don Emilio Castelar no habría sido el primer orador del mundo o habría pasado como uno de tantos escritores de “reputación”, pero sin méritos positivos. Y yo creo firmemente que el mérito positivo en literatura, lo constituye el alimento: a mí nadie me hace tragar que Cervantes estaba en ayunas cuando terminó el Quijote. Mientras haya patronas que nos den patatas lívidas sumergidas en salsa negra, y carne apergaminada nadando en aceite verde, créanlo ustedes, no hay inspiración, ni ingenio, ni frases nuevas, ¡ni nada! mejor dicho: mientras haya patronas yo no creo en Dios.
   
    Tomando a la formalidad, confieso que he necesitado de todos estos ardides y artimañas para trazar esta silueta al lápiz. Ella es preferible a otra cualquiera preñada de ditirambos y de hipérboles: para hipérboles y ditirambos, el Castelar, que deslumbra siempre de puro luminoso. ¡Lo que le han criticado! Ahora, dicen que está escribiendo cada artículo que despampana por enmarañado y palabrero; y aunque yo no comulgo en tales ideas comprendo que como literato, abruma, a veces. Mas como orador ¿quién es osado a criticarle, o ¿quién se atreve a regatearle la elocuencia?... ¿Quién traduce esa música de avasalladora dulzura, que nutre el aire de armonías edénicas, de temblorosas vibraciones de alma, que suenan como a gorjeos de pájaros, como a rumores de estrellas, como a voces de vírgenes que dialogan con el cielo?...
   
    No: A Castelar hay que oírlo. Es el ruiseñor con alas de águila: ¡el ruiseñor de la Historia!... En sus oraciones pasan aleteando las melodías de Offenbach y las ternuras de Lamartine… Si Castelar hablase en medio de una selva, por bóveda de templo el cielo, por gloriosa tribuna la peña desnuda; si su voz, cabalgando sobre las corrientes impalpables del aire, fuese repercutiendo a través de los bosques augustos, de caverna en caverna y rodase hasta perderse en el vago centelleo del horizonte, sin que moviese a milagro, puede decirse -escudados por la hipérbole- que a la soberbia sinfonía de su elocuencia, se pondría ebria de vida la naturaleza; ¡los pájaros cantores revoloteando sobre las copas de los árboles vendrían a estudiar su ritmo no aprendido y las flores salvajes, abriendo sus pétalos huraños, se buscarían para besarse las corolas desmayadas de amor!... Cada rama, cada arbusto, cada hoja de árbol; la tierra inculta y la montaña inmóvil, todo lo insensible o muerto se despertaría palpitante de impulsos, de voluntades y de alma.

Madrid: 1894.