PERÉZ, Francisco de Sales. "EL AVARO", en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (115): 752, 1 de octubre de 1896.



El Avaro



    La Fortuna mitológica tenía los ojos vendados.
    Era una divinidad ciega que corría sobre una rueda, repartiendo sus dones al acaso.
   La Fortuna de los tiempos modernos tiene los ojos abiertos, y reparte sus tesoros entre los más laboriosos, los más inteligentes, los más audaces y los más miserables.
    Estos últimos, más bien que de la Fortuna, son favoritos de una divinidad infernal lla­mada la Avaricia.
    Desde que nace un niño con buenas dis­posiciones, es decir, con la conciencia an­cha, los ojos de águila y las uñas largas, comienza a sonreirle la Avaricia -y le dice al oído este consejo-
    -"Quítale a todo el que puedas y no le des a nadie."-
    Por eso, el que ha de ser avaro, lo es desde que nace; si es mellizo, deja sin parte al hermanito: si nace solo, acaba con la pobre madre.
    Más tarde, en la escuela, come de las golosinas de todos sus compañeros, y oculta las suyas para comérselas a escondidas.
    Cuando llega a la edad de trabajar, hace el primer negocio consigo mismo.
    El alma propone el cuerpo el siguiente pacto:
    -Cuerpo mío; prométeme que sufrirás todo género de privaciones;
    que te alimentarás con poco, y ese poco de un valor ínfimo;
    que sufrirás el frío en el invierno, sin ne­cesidad de abrigo;
    que soportarás el calor del estío sin pedir refrigerios;
    que vestirás con telas burdas sin cuidarte de la moda;
    que aceptarás las injurias, si de ello repor­tas beneficio;
    que serás incansable en las fatigas, y so­brio en el dormir.
    El cuerpo conviene en todo lo que el alma le exige, y a su vez, propone:
    -Alma mía: prométeme, en cambio, que pondrás a tu sensibilidad un blindaje de acero;
    que no tendrás piedad de ninguna mi­seria;
    que no sufrirás con ningún dolor ajeno, ni harás ningún sacrificio por aliviarlo;
    que no derramarás una lágrima sino cuando puedas derivar del llanto alguna utilidad.
    Prométeme que no darás entrada al amor sincero y abnegado, y que sabrás fingirlo cuando te convenga;
    que si llegas a rendir culto a la belleza, por imitar a los demás, cobrarás muy caro el incienso que quemes en sus altares, y marcarás en el reloj de la conveniencia la duración de tus obsequios;
    que no verás la probidad, la abnegación y la lealtad, como virtudes meritorias, si­no como circunstancias que deben apro­vecharse en la ocasión y menospreciarse a su tiempo;
    que no te dejarás obligar por la grati­tud en ningún caso;
    que no darás ningún valor al beneficio recibido, y que sólo tendrás palabras dulces -óyelo bien- palabras para halagar la esperanza del que pueda servirte ma­ñana.
    Prométeme, en fin, romper la balanza de la justicia, y no aceptar como equitativo sino aquello que favorezca tus intereses, y no detenerte en medios para obtener cuanto apetezcas.
    Cuando tengas reunidas, para mi rega­lo, todas las comodidades de que hubieres privado a los demás;
cuando veas, convertidas en oro, todas las lágrimas que hayas hecho derramar; cuando hayas llegado a la cúspide de la opulencia, levantaremos un castillo colosal, sobre todas las miserias, todos los dolores, y todas las tristezas que haya producido tu severidad, y lo circundaremos de para­rrayos para que no lo destruyan ni el fuego del cielo, ni las maldiciones de los hombre.
    Entonces, alma mía, ocultaremos nues­tra dicha en la más alta de sus torres, muy lejos de la tierra, para que no tur­ben nuestro reposo los suspiros, los ayes, ni los gemidos de la desgracia.
    Allí me regalarás con todos los goces de que te prometo privarme:
    Desde aquella inmensa  altura arrojare­mos, de cuando en cuando, puñados de monedas sobre las miserias de la tierra, y escogeremos el sitio y la ocasión para de­jarlas caer donde hagan mucho ruido y haya mucha gente que aplauda.
    Los hombres no tienen memoria y pron­to habrán olvidado lo que llamarán tus durezas.
    Devolveremos a los más necesitados, al­gunas migajas de pan, y vendrán, como los pajarillos, a cantar a nuestras rejas.
    Al cabo de poco tiempo te habrán per­donado, y alcanzarán, con sus ruegos, que Dios te perdone también.
    -El alma promete hacer todo lo que le exige el cuerpo.
    ¡El pacto queda sellado: el porvenir es seguro!
    Satanás, oculto, asiste como testigo a aquella conferencia espantosa, y suelta una carcajada que llena de alegría los in­fiernos.
    Así es como se han formado esos mons­truos nacidos para labrar la propia y la ajena desgracia.
    Pero rara vez permite Dios que coronen sus deseos. -Los más de ellos, antes de fabricar el castillo colosal y la torre al­tísima tienen que cavar su sepultura.
    El uno víctima de la dispepsia producida por una alimentación escasa y nociva.
     Otro a causa de la debilidad cerebral, consecuencia de la eterna meditación y la soledad.                             
    Otros de muerte trágica, víctimas de la traición y para provecho de herederos lejanos a quienes ni siquiera conocían.  
    Quisieron economizar hasta el afecto y  no formaron familia -el amor les pareció una prodigalidad; -sin ver que, si el hogar es caro por costoso, es más caro, por dulce y benéfico.                        
    ¡Cuántos tesoros representa el amor de la familia!

1896.