PERÉZ, Francisco de Sales. "EL BUHONERO - VULGO QUINCALLERO", en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (85): 400, 1 de julio de 1895.




El Buhonero - Vulgo Quincallero


    El personaje que me propongo presentar a mis lectores es extranjero; sin embargo, es un tipo tan común en el país que puede to­mar carta de nacio­nalidad.
    El quincallero (voy a llamarlo así para que me en­tienda la gente) es como si dijéramos -de casa.
    En prueba de ello, él conoce todas nuestras casas, y las frecuenta más de lo que convendría a nuestros bolsillos.
    El hombre más corto de vista puede conocer a un quincallero a trescientos metros de distancia.
   Un ciego lo conocería por el olor.
   Ellos usan un traje especial, que si no es un uniforme precisamente, al menos da cierta unifor­midad al gremio, que lo distingue de cualquier otro.
   Todos usan un chaquetón negro y unos calzones color de polvo; ambas piezas de pana burda.
    Con ese vestido salen de su país y con ese regresan a los 10 años.
    Ellos traen a prevención un retazo para remen­dar los descalabros del tiempo; pero no de la misma tela ni del mismo color.
    Raro será el quincallero que, después de algún tiempo de residencia, no lleve, en la parte trasera más visible, un guardapolvo azul.
    Traen también unos zapatones, construidos por el mejor herrador de su país, destinados a durar tanto como los pies, y un cachimbo de una vara de largo.
    Al pisar nuestras playas, parece que les sale al encuentro la petaca y se les monta en la espalda.
    Ellos vienen ya encorvados para recibirla.
    Sus ojos no se levantan del suelo: están siem­pre buscando la pista.
    Hábiles cazadores, van derecho a donde está la presa.
    Su olfato está en los ojos.
   Estos hombres recorren todo el país; de vereda en vereda van buscando los caseríos de las más apartadas montañas, sin consultar ningún mapa, sin preguntar a nadie.
    La codicia es la estrella que los guía a través de nuestros desiertos.
    Veámosle llegar a una de esas chozas aisladas, donde viven nuestros ignorantes labradores.
    Buone giorno siñora; comestate; traigo guingalla, buona e barata. 
   Después de este saludo y de una humilde reve­rencia, destapa la caja de baratijas.
   Los campesinos la rodean llenos de admiración.
   Ante todo saca un rosario de grandes cuentas y lo presenta quitándose el sombrero:
    -Son lácrima de San Pietro; consagrato per Pío nono.
    Los campesinos besan el rosario sin atreverse a tocarlo.
    -La cruche é de plata -añade el quincallero.
    -¡Ay! que linda!  y ¡bendita por el santísimo papa! ¡Eso debe valer mucho! —dice la buena mu­jer, sin atreverse a preguntar por no cometer un sacrilegio.
    -Non siñora por tre peso, está barato.
    -Pero yo no tengo tanto.
    - Yo lo fio per due mese.
    La fisonomía de la mujer se ha iluminado re­pentinamente con la oferta del quincallero.
    Desde que una cosa puede comprarse a crédito ya no parece cara.
   La gente cree que los plazos no se vencen nunca, o que el día de pagar llueve dinero, o llueve candela para consumir al cobrador.
    El vendedor y la compradora se entienden al fin, en estos términos: -diez reales de pronto y catorce dentro de dos meses.
   Hecho este primer negocio, el quincallero dice en su interior-"me cuesta tres reales; la vendo en veinte y cuatro; recibo diez, si no me pagare los otros, ganaré siempre siete ¡moderata ganancia!"
    Después negocian algunas prendas, que son falsas y se venden por oro de 14 quilates.
    Así queda aquella familia cargada de cosas superfluas y adeudada, pero contenta y tranquila, porque hay dos meses de por medio para el pago.
    ¡Dos meses tienen tantos días! 
    Pero los días pasan uno a uno... Llega el día de pagar y el quincallero también llega, y no tan cariñoso como la primera vez, sino severo y exi­gente.
    Ahora trae cara de acreedor, o lo que es lo mismo, cara de herrero.
    No ha llovido dinero, ni quiere llover candela.
    Es preciso pagar de cualquier modo, porque el quincallero se ha instalado en la casa como hués­ped, y hay que mantenerlo mientras no se le pa­gue.
    Por otra parte, el huésped se ha lavado la cara, se ha afeitado y se teme que se recorte las uñas; y hay una muchacha en la casa, y la casa no tiene puertas, y, aunque a estos hombres no se les puede levantar el testimonio de ser aficionados a las mujeres, un acreedor siempre es peligroso y una madre siempre es cavilosa.
    Todo esto y los apremios del quincallero, deciden a la pobre mujer entregarle la burrita en que hace sus diligencias, por el precio que pone el acreedor.
    Pero la burra no alcanza y es preciso cargarla con todas las gallinas; y todavía falta un pico, y el italiano no quiere dejar picos pendientes.
    ¿Qué hacer?
    El acreedor se antoja de la cotorra de la mu­chacha, su único entretenimiento,  y es forzoso en­tregárselo por el saldo.
    -¡Gracias a Dios! -exclama la pobre mujer, al ver salir al italiano.
    -¡Siquiera le quedó la hija! -digo yo.
    El quincallero promete volver y vuelve en efec­to, si no el mismo, otro ejemplar de la especie.
    Estas escenas lastimosas se repiten con frecuen­cia en nuestros campos.
    ¡Maldita industria! ¡destinada a explotar no sólo la mercancía sino la inocencia!

1877.