PÉREZ, Francisco de Sales. "LAS AGENCIAS FUNERARIAS", en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (27): 48, 1 de febrero  de 1893.



Las Agencias Funerarias


    Entre las obras de misericordia no hay ninguna que alcance mayor precio que la de enterrar a los muertos.
    Si todas tienen recompensa en la otra vida, esta la tiene asegurada aquí en la tierra.
    Así, no es de extrañarse la multitud de individuos que dedican su actividad y su caudal al misericordioso ejercicio de sepultar a los muertos.
    Conozco algunos que no le darían de beber a un sediento, pero que, en cambio serían capaces de enterrar a todo Caracas antes de morirse.
    Por fortuna los habitantes de esta ciudad tienen la precaución de no dejarse enterrar vivos y de irse muriendo uno a uno.
    Las buenas obras satisfacen a quienes las practican.
    Los filántropos, (si los hay) sienten placer cuando hallan una necesidad que socorrer.
    La hermana de la caridad se encuentra feliz en medio de las tristezas de un hospital.
    Así mismo, los empresarios del servicio fúnebre, no están satisfechos sino en tiempos de epidemia.
     Preguntadles entonces:
    -¿Qué tal?
    Y os responderán candorosamente.
    -¡Muy bien! se hace algo, cae algún trabajito.
    Al contrario en épocas de salubridad les encontraréis siempre indispuestos y rabiando.
    -¡No se puede vivir en una ciudad donde no se muere la gente!.
    Para ellos no hay epidemias más terrible que la salud.
    El día que no entierran a un prójimo siquiera, exclaman, como aquel otro cuando no había hecho un beneficio.
    -"Hoy se ha perdido el día" -y tiene razón: un día en que no se gana, se pierde.
    Por eso, con tanta verdad se ha dicho -Es preciso que unos mueran para que otros vivan.
    Creen algunos que debe ser amargo el pan ganado así; que debe tener sabor de llanto.
    Es una preocupación: el pan que se gana trabajando honestamente debe saber siempre bien.
    Quevedo y otros han satirizado amargamente a los médicos; pero han sido injustos.
    El médico es el primer amigo de las familias.
    El lucha contra la muerte hasta el último instante y daría, de buena gana, sus honorarios por vencerlas.
    Cuando sucumbe el enfermo, él es el primer dolorido: si no siempre en su corazón, en su amor propio recibe una herida.
   Al paso que los asistentes del servicio fúnebre, no tienen, durante la gravedad más que una zozobra -¡la salvación del paciente!
    Cuando tienen noticias de que mejora, hablan entre sí de esta manera:
    -¿Saben ustedes que el Coronel va muy mal?
    -Pues ¿qué le sucede? -dicen los otros alarmados.
    -¡Parece que se salva!
    -¡Qué pérdida! -exclaman todos.
    Cuando el médico sale cabizbajo, después de una desgracia, entran cinco o seis agentes de las agencias mortuorias a ofrecer sus servicios.
    ¡Terrible visita!.
    Ningún dolorido puede resistir aquellas miradas frías, que parecen valorar la casa y los muebles para calcular cuanto se puede ganar en aquella catástrofe.
    La empresa se encarga de fijar la alta categoría del difunto para hacerle unos funerales dignos de ella.
     Ya se sabe que todo hombre es más grande después que muere. Los muertos siempre se estiran.
    ¡Desgraciados herederos si hay algún título de por medio!
    Entonces no alcanza el patrimonio para emblemas coronas y gasas.
    La vanidad se paga caro en la vida y en la muerte.
    Confieso que me impresiona el uniforme severo que usan los empleados del servicio fúnebre.
    Todo el mundo ve con ojos medrosos a esos coches fúnebres, cuyos aurigas llevan un plumaje negro en el sombrero.
    Y es natural. -Un carruaje que no se detiene frente a una puerta sino en días aciagos, no puede menos que inspirar terror.
    Sin embargo esos aurigas tienen una ventana muy envidiable en esa familiaridad que adquieren con la muerte.
    Cuando todos palidecen al saber una muerte inesperada, ellos permanecen tranquilos, y sólo hacen esta reflexión -¿A quién le tocará trasportarlo?
    Un cadáver, que para todo el mundo es objeto de terror, para ellos no es más que una mercancía.
    Ellos ven la población como una gran hacienda que se planta y se cultiva por sí misma.
    Cada habitante es una espiga, que el tiempo y las penas van madurando, y cuando está en sazón, la hoz de la muerte se encarga de segarla, y ellos van tranquilamente a conducirla en sus lujosos carros a ese granero pavoroso llamado Cementerio, donde ha de consumirse entre la polilla y el olvido....
    Esto que escribo no es una crítica, sino un ligero estudio de una de las más importantes instituciones de todo pueblo civilizado.
    Caracas tiene la gloria de poseer las más lujosas empresas funerarias que he visto, y servidas por hombres cuya cultura dulcifica lo que tiene de amargo el oficio.

1879