PERÉZ, Francisco de Sales. "PESADILLA", en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (19): 314-315, 1 de octubre de 1892.




Pesadilla


    Después de uno de esos días aciagos, en que todo conspira a ponernos de relieve la corrupción de la época, y toda la hez que hay en el fondo del corazón humano, no parecerá extraño que mi espíritu abatido y mi cerebro calenturiento, no me permitie­ran conciliar un sueño tranquilo.
   ¡En vano apelaba a los recuerdos agradables, y m­e fijaba en aquello que es bálsamo de todas las heridas, y  manantial, siempre fresco, de alegrías para mi corazón -los se­res queridos de mi hogar!
    Seguían chocándose en mi pensamiento las mil ideas que me atormentaban, tristes unas, amargas otras, desesperantes las más.
    Yo no sé si estaba dormido o despierto en mi sillón de estudio, pero yo he visto pasar ante mis ojos una multitud de som­bras, que representaban las ideas que me habían dominado en el día.
    Pasó primero la Verdad.
    Era una criatura bella, con formas de mujer y vestiduras de arcángel; tenía alas y diadema.
    Dejaba ver en la majestad de su figura que no era hija de los hombres.
    La llevaban maniatada, de pie sobre un carro, tirado por leones, que rugían vol­viendo hacia ella la cabeza.
    La escoltaba una muchedumbre inmensa, en que lucían trajes de todos los pueblos de la tierra.
    En las primeras filas iban reyes, magis­trados, guerreros, tribunos y mujeres que revelaban costumbres ligeras en sus ador­nos y ademanes.
    Después seguían gentes de todos los gremios sociales.
    Cada uno arrojaba sobre la prisionera el lodo que encontraba a su paso, y la Verdad volvía la mirada tranquila, como si aquellos, ultrajes fuesen más bien una ovación,
    En medio de la multitud, iban grupos de niños y de gentes sencillas que marchaban tristes, sin comprender el objeto de aquella que parecía fiesta infernal.
    La Verdad, dirigía algunas veces una mi­rada compasiva a aquellos grupos inocentes y hacia además de hablarles, pero los reyes y los mandarines hacían redoblar los tambores; y­ los rufianes, y los aduladores, y las mujeres prostituidas por el oro de los amos de la tierra, vociferaban y maldecían para ahogar la voz de la Verdad.
    Entonces cruzaba por su faz divina una sombra de las tristezas de la tierra, y dos lágrimas rodaban de sus ojos.
    -¿A dónde la llevan? -pregunté compadecido, a uno que iba y venía, agitando una bandera negra con manchas de sangre, y que sublevaba las pasiones con discursos envenenados, y ensañaba el odio con gritos de muerte y de exterminio.
    -A la roca más escarpada, al abismo más profundo para arrojar a esta hipócrita y mordaz-me contestó, y brillaron sus ojos como dos brasas del infierno y crujieron sus dientes agudos y separados como los del chacal.
    ¡Insensatos! exclamé en mi interior, en vano pretendéis huir de su mirada severa y de sus juicios infalibles! ¡La verdad no perece nunca: desde la más profunda sima se alzará su voz hasta el cielo para conde­nar vuestras iniquidades! ¡Podéis engañar a los hombres, pero jamás a Dios: ni siquiera a vosotros mismos, porque dentro de vo­sotros ha creado Dios un tribunal donde constantemente oís la voz de la verdad! ¿Donde hallaréis un abismo bastante pro­fundo para ahogar vuestra conciencia?
    La Verdad siguió con su escolta de ver­dugos.
    Un silencio profundo sucede a la algaza­ra de aquella muchedumbre.


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    Todas las miradas se fijan hacia el Orien­te, donde aparece una carretela de oro, tirada por veinte caballos que devoran el espacio y levantan una nube de polvo.
    Los penachos y el brillo de los arneses deslumbran como el sol.
    Sirve de auriga la Fama que trae en una mano las riendas y en otra su clarín.
  De pie sobre aquel carro triunfal, entre flámulas y gallardetes multicolores, apare­ce la Mentira, coronada de piedras precio­sas; la faz riente; como rosas las mejillas sueltos en largos rizos los abundosos cabellos y el seno descubierto como una bacante.
    En una mano agitaba una banderola, y con la otra arrojaba flores artificiales de un. cesto inagotable que tenia a su lado.
   Un ¡hurra! estruendoso resuena en el espacio al penetrar entre la multitud: el eco se dilata prolongándose hasta los con­fines de la tierra, y todas las manos se agitan en señal de alegría.
    La carretela hace alto y la muchedum­bre se arrodilla.
    Una tropa de sátiros medio desnudos, coronados de yedra, danzan al rededor del carro, al son de alegres panderetas. Ofren­das sin número son depositadas a los pies de aquel ídolo del siglo.
    Después de estas ceremonias, la Mentira, agitaba su banderola en torno de la multitud; los caballos relinchan y parten como rayos [315], entre una lluvia de flores que brota de todas las manos.
     Un nuevo vítor retumba en los aires, mientras se pierde en el horizonte la carretela deslumbrante.
    La multitud quedó en silencio, como extasiada.
    Sólo de un pequeño grupo, que había permanecido de pie mientras los otros se arrodillaron, salió una maldición.


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    Después pasó la Ingratitud en puntillas, callada, sin séquito ninguno, cubierta con un ropaje pardo y el rostro vuelto hacia un lado, como para que no la conociesen.
    ¡Inútil disfraz! tanto me ha hecho sufrir, ¡que la conocería hasta por el ruido de sus pasos cautelosos!


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    Seguía después la Buena Fe.

    Iba entre un ataúd, muerta; una túnica, blanca como el armiño, la servia de mor­taja.
    Sostenían el ataúd cuatro hombres de figura distinguida que marchaban risueños y con paso firme.
    Detrás del féretro, seguía un grupo de vírgenes pálidas y llorosas, coronadas de rosas blancas y azucenas marchitas.
    Cada una a su turno, arrojaba una flor de su corona entre el ataúd: el contacto de aquella flor, el cadáver se estremecía, como galvanizado, y entreabría los ojos y la boca; pero al instante los labios se juntaban des­deñosos, y los párpados caían con la pesan­tez de la muerte.
    ¡Allí no había esperanza!...


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    Después pasó !a Miseria.
    Era una vieja, sorda, descarnada y pálida, nariz aguda, ojos juntos y consumidos, ca­beza pequeña, cuello largo y recto.
   Sus brazos, como las barras de una tena­za, sostenían una cornucopia, que arrojaba cáscaras secas, huesos, pedazos de hierro enmohecidos y cigarros apagados.
    La seguían varios cortesanos, parecidos a los avaros que conozco: iban recogiendo todo lo que salía de la cornucopia y guar­dándolo cautelosamente, para que los otros no se apercibiesen.
    ¡A los lados de la ruta se habían situado algunos ciegos, ancianos valetudinarios y niños huérfanos con hambre y frío, que ex­tendían los brazos y pedían una limosna por amor de Dios!
    La Miseria, como era sorda, no los es­cuchaba, y los avaros se miraban unos a otros y se reían, y despreciaban aquel cla­mor que partía el alma, y seguían reco­giendo el tesoro que brotaba de la cornu­copia....


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    Detrás venía el Desencanto.
   Se veía como dibujada en un lienzo, la figura de un hombre sentado en un sillón; pálido el rostro, sin brillo los ojos, circun­dados de ojeras negras y surcos como de llanto: la boca contraída con un gesto de resignación, pero al mismo tiempo de in­conformidad: los brazos cruzados y la mi­rada fija en el cielo, como quien, perdido en todos los rumbos de la tierra, sólo espe­ra en la divina justicia.
    ¡Al aproximarse el lienzo reconozco mi propia imagen, y un grito de terror se escapa de mi pecho! Despierto lleno de angustia, me veo delante del espejo y com­prendo que soy víctima de una pesadilla espantosa.

1878.