BIBLIOTECA ANDRÉS BELLO




M. V.  ROMERO GARCÍA






PEONÍA


(NOVELA DE COSTUMBRES VENEZOLANAS)






EDITORIAL - AMÉRICA
MADRID
1920
_

CONCESIONARIA EXCLUSIVA PARA LA VENTA:
SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LIBRERÍA
FERRAZ, 21





Al Sr. Dr. Jorge Isaacs.


Amigo mío: pongo a PEONÍA bajo los auspicios del ilustre autor de MARÍA.
No tienen mis páginas el mérito literario de las vuestras, porque yo escribo en la candente arena del debate político. Sin embargo, acaso encontraréis en ellas ese sabor de la tierruca que debe caracterizar  las obras americanas.
PEONÍA tiende a fotografiar un estado social de mi patria: he querido que la Venezuela que sale del despotismo de Guzmán Blanco, quede en perfil, siquiera, para enseñanza de las generaciones nuevas.
Quizá se resienta de mis rencores; pero ¿cómo no tenerlos cuando se nos humilla y nos envilece? ¿cómo separar de la pluma todo el ajenjo que ponen en el pecho el insulto y el ultraje? Vos sabéis, por propia experiencia, que en la lucha política se arroja lodo al rostro del enemigo cuando no se le puede vencer gallardamente.
Dadme, pues, el prestigio de vuestro nombre; dejad que una vez más sirva él de bandera en las batallas de la libertad.
Vuestro apreciador amigo,  
M. V. ROMERO GARCÍA.


Macuto, 14 de Marzo de 1890.








PEONÍA
_______


Mi ánimo se ha serenado ya.

Un no importa, lanzado con toda la fuerza de mis pulmones, me ha devuelto la perdida calma.
Guardemos las marchitas flores y las negras guedejas, manchadas de sangre, que recogí en el ataúd de Luisa, y vamos a escribir.
El primer amor deja en el alma aroma de tomillos y violetas que no arrastra el viento del infortunio.
Que permanezca ese perfume evocado recuerdos martirizadores; pero permanezca ahogado por los gritos de la orgía.
Pasen por sobre él las espumantes ondas del Champagne y los besos ardientes de las mujeres hermosas.
La vida es un himno: ¡cantemos, vivamos!

I

    Apenas hacía un mes que había terminado mis estudios  de matemáticas; el último lauro de las ciencias orlaba mi frente y  estaba, como quien dice, a todo el ancho de la cotonía.
    [8] Mi familia no había vuelto en sí del paroxismo que le produjo la alegría de tener un hijo Doctor; y mi abuelo, que es católico, y godo, y muy apegado a las cosas de España, se frotaba las manos al decirme:
-Ya lo ves Carlos. Si esos buenos de los españoles, nuestros gloriosos progenitores, no traen a las Américas su sangre, su valor y el estandarte del cristianismo, no fueras tú hoy en día un Doctor.
-Ya lo creo, abuelito. Con la conquista se cambió la faz de la América; pero, por más que usted me diga que todo esto es muy bueno, no llegará a probarme que lo que antes existía no fuese bueno también. Creo que yo sería veinte veces más dichoso con mi guayuco, adorando un muñeco grosero de barro cocido y corriendo por los campos con el arco y las flechas...
-¡Carlos, por Dios! ¿Cómo dices esas cosas?
-Como usted las oye. Mire usted, abuelo: la civilización de la América es muy negativa; es cierto que España nos dio  una lengua superior a la nuestra; pero, ¿negaría usted que la nuestra hubiera llegado a ser igual a la española?... Nos dieron una religión fundada en el temor y la esperanza; la nuestra se fundaba en el deber...
-Niño, no blasfemes...
-Tú tienes la culpa, papá -dijo mi madre entrando-. ¿No sabes que este niño tiene la manía de discutirlo todo? ¿No sabes que goza haciéndote rabiar?
[9] Y dirigiéndose a mí, me entregó una carta, añadiendo:
- Es de tu tío Pedro, y en el corredor te  aguarda el peón que la trajo.

II

Supongo que mis lectores querrán saber lo que me dice el tío Pedro, y para complacerles, ahí va la carta íntegra, con todas sus bellezas de ortografía:


"Peonía, Abril 30 de 188...
Mi querido Caslo:
Por carta de tu mama ce que lla te graduate de dotor y como yo tengo un deslinde con tu tío Nicola, guiero gue sea tu el gue arregle eso.
Bente pues en al muleta amarilla que te mando con el pion y la burra cana para tus corotos.
Te bendice tu tio
Saludo a toda la familia: nosotros estamos bien."

Pedro Contreras".

 La rúbrica es un rollito de bejucos; algo así como el ovillo del diablo de que nos habla el cuento del Alto Rhin.
-¿Y qué te dice tu tío? -preguntó mi madre.
-Que me aguarda en la Peonía para hacer el deslinde de la Fundación, de mi tío Nicolás.
[10]-¡Ahí lo tienes!-gritó mi abuelo loco de contento-.Ahora ya no dirás que los indios...
-Pero, abuelo, si yo soy indio de pura raza, legítimo de Caroní y la Goagira, según nos bautizó el Ilustre Americano, nuestro señor y dueño. ¿No me ve usted el pelo y el color de la piel?
-No lo repitas hijo; tú eres de las mejores familias de Caracas, de la aristocracia de sangre azul...
-¡Válganos Cicerón! ¡Qué aristocracia ni qué niño muerto, abuelo! ¡Está usted chocheando! Mire usted: soy de la aristocracia, porque soy indio, y lo indios somos los dueños de esta tierra; soy de la aristocracia, porque no he cometido ningún crimen; soy de la aristocracia, porque mi educación me ha elevado a la categoría de los que ganamos la vida con menos esfuerzo materiales y más trabajo intelectual...
-¡Ay, papá!... ¡Vuelve usted a las andansas! Deje usted a ese loco...
-Sí, hija; es un loquito el doctorcito: yo creí que el título lo hubiera compuesto.
-Pues ya ve usted que no, abuelito. Soy la misma persona aquella que usted conoció hace un mes con los zapatos rotos y los calzones remendados; y crea usted que lamento un tanto este título.
-¡Cómo!-exclamó mi madre-. ¿Conque después de tanto sacrificio que hemos hecho todos, inclusive tú mismo, por coronar dignamente tu carrera, te lamentas de ser Doctor?
-Un poco, mamá; y oiga usted: un título cientí-[11] fico es, como si dijéramos, el resumen de un período de lucha incesante y de esfuerzo inauditos; y honra mucho llevarlo; pero hoy día gastan títulos los que menos merecimientos tienen; si yo les contara a ustedes los detalles íntimos de mi curso; si ustedes supieran que conmigo, que fui un buen estudiante, se graduaron unos pollinos por ser hijos de Don Fulano y de Don Perencejo, del General Tal y del Ministro Cual, sentirían vergüenza. Entre nosotros las dos grandes carreras son la Guerra y la Iglesia; porque dan para vivir cómodamente sin trabajar. Yo cargo hoy con un fardo muy pesado que se llama el título de Doctor, pues ustedes comprenderán que ahora no puedo andar como antes, con los calzones remendados y los zapatos rotos; y como la profesión no da... Visto el asunto desde otro punto, un título sirve entre nosotros para acreditar ilustración: regularmente se dice de los que lo llevamos que hemos estudiado, de lo que no lo llevan, que han leído: es la única ventaja que presenta.
-¡Loco! ¡loco!-murmuraron a un tiempo mismo mamá y abuelito.
-Sí, loco, pero les quiero a ustedes mucho...
Y les di sendos abrazos, con lo cual quedamos en paz.
A los viejos hay que tratarles así; unas de cal y otras  de arena; y como se contentan con tan poca cosa, no vale la pena de estar de pleito con ellos por mezquinarles un abrazo.

III

[12] Héteme, pues, caballero en la muleta amarilla, luciendo un liquiliqui de warandol, unas polainas de cuero de caballo y una pava forrada.
 Jerónimo me seguía con la burra cana, con una escopeta Lefaucheux de dos cañones que me prestó un amigo. Detrás iba Tigre, hermoso perro venadero que me regaló un francés.
Yo me dejaba, de vez en cuando, mirar la sombra;  y en más de una ocasión me detuve a contemplar mi gallarda apostura.
¡Es tan grato ser uno Doctor, caballero en la muleta amarilla de un tío ricachón, y en camino para un deslinde!...
¡Tal debió sentirse el Manchego en su primera excursión!
La ciudad se despertaba: tras de mí iba saliendo los artesanos soñolientos, restregándose los ojos y bostezando; porque este frío de Caracas, a las seis y media de la mañana mas provoca a dormir que a trabajar.
Llegué al Rincón, dejé la carretera y me eché cuesta arriba, camino viejo de El Valle, mientras tierra de jugo, con sus mármoles y sus eternas tristezas, rodeando de desiertas y ahumadas tejerías, se perdía a mi derecha.
¡Qué de panoramas y qué de recuerdos!
[13] La capital, tendida a los pies del Ávila, apoyándose en aquellas colinas que tornaban a vestirse de esmeralda con las primeras lluvias.
Las perdices volando en bandadas por entre la hierba recién nacida.
Los sauces de las tomas, meciéndose blandamente al soplo de las brisas matutinas, con la majestad real del chaguaramo.
Las acequias de las haciendas señaladas en el cortado valle por la línea blanca, vaporosa y sutil de la neblina, sirviendo de marco a los caprichosos tablones de caña, verdes, con el verde robusto que precede a la madurez, y el verde amarillo y suave de las plantas tiernas.
Allí, en el Portachuelo, detuve la muleta, y respirando aquel ambiente fresco, vivificante, que ensancha los pulmones, pasé en revista los recuerdos de la infancia y la esperanza de la juventud...  

IV

-¡Guá, señor! ¡El niño Carlos!
-El mismo, Celestina.
Era una negra vieja, la que me cargó muchas veces en su petaca, cuando mi familia viajaba por los valles del Tuy.
Venía con su sombrero de cogollo y su pañuelo colorado al cuello, montada en un burro negro, entre dos sacos de legumbre; las piernas haciendo [14]como carril al pescuezo del jumento, flacuchento y pesado como todos los de su raza perezosa...
-¿Vas para el mercado?
-Sí, niño. ¿Y la familia?
-Buena. ¿Cómo está la tuya?
-Buenita, sin novedá. ¿Y  para dónde la lleva?
-Para el Tuy, a la Peonía.
-¿Casa de Don Pedro?
-Sí.
-Vaye, pues, niño, mucha felicidá  y expresiones a Don Pedro y a Don Nicolás.
-Gracias, Celestina
Y echamos a andar, cada uno por su lado.
A poco sentí voces a la espalda; era Celestina que me gritaba:
-Sí topa las muchachas dígales que anden, que se hace tarde para el mercado.
Y desapareció en el recodo del camino.
Había atravesado la larga calle del pueblo, paso entre paso, porque cada esquina, cada corredor, cada terrón me hablaba el lenguaje de las memorias infantiles.
Allí-me decía-jugué a las metras con Antonio; allí me di una caída y me rompí la cabeza; en aquellos escombros jugábamos al escondido; en aquella casa estaba la escuela...
¡Destino caprichoso de la Humanidad! ¡Cuántas veces un recuerdo, detalle imperceptible en el conjunto, envuelve un poema, una historia, una resolución que decide de la suerte de un individuo!

V

[15] Serían las ocho de la mañana cuando eché pie a tierra.
Estaba en una ranchería y tenía por delante un espectáculo nuevo.
No podía quejarme de la muleta amarilla del tío Pedro; había marchado bien, y mi retardo en el camino se debía solamente a que en más de una ocasión hallé obstruida la carretera.
Iba delante de mí un isleño con ocho vacas muy flacas que se dirigían al potrero.
Después, cuatro burros cargados de malojo que, con calma verdaderamente sibarita, marchaban de frente en batalla por la angosta vía.
Quise forzar la amarilla, pero no se hallaba muy a su gusto en presencia de aquella trinchera movediza: amugaba las orejas, raboteaba y daba señales inequívocas de susto y desagrado, hasta el extremo de convencerme, a mí que soy de infantería, que lo más prudente era echarme a la orilla y dejar que pasaran los jumentos del malojo.
Pero, al fin, estaba en la ranchería.
Un arriero cargaba; otro enjalmaba; éste ponía los ahogadores; aquél quitaba las maneas y en las tapas vertía el maíz de la ración.
-¡Maldita sea mi suerte!-exclamó un catire alto, delgado, tuerto del izquierdo.
[16]-¿Qué tiene el tuerto?-preguntó un llanero que se arremangaba el garrazí.
-Tuerta será su madre-replicó el herido por la pregunta.
-Vaya, hermano, que usted se disgusta por nada; si no quiere que le diga tuerto, le llamaré "manco de un ojo."
-El compañero Nicomedes -añadió otro-está peleando con el pardo que se disgusta cuando lo recogen por la reata.
-¿Y a quién le va a gustar que lo jalen de gaza?
Yo no sé si será a ese tuerto que sueña siempre con las muchachas pascueras...
-Mire, amigo- vociferó el tuerto-, que yo soy hombres entre los hombres.
-Me alegro mucho señor tuerto; yo también lo soy, y me prometo probárselo.
Y esto diciendo, se vino con el asta encabullada sobre el tuerto quien apeló a un cacha-blanca de media vara.
Ya iba, indudablemente, a prenderse la pelotera, cuando se presentó el general Mazano, dueño de la ranchería, rumiando la mascada y manoseando un S.W. de nueve milímetros, argumento convincente en todos los casos.
-¿Qué hay?-preguntó el General.
-Nada, mi general- contestaron sumisos ambos a dos los contendores, en presencia de aquel Hércules de chiva blanca, pañuelo amarrado a la cabeza y sombrero a la pedrada.
[17] ¡Terrible poder de los generales!
-¡Qué suerte la del arriero!-murmuró uno que venía mojado hasta la cintura por el rocío del gamelote.
-¿No te gusta el oficio?
-No; es muy arrastrado.
-Y sin embargo, hay algo peor que ser arriero.
-¿Qué?
-Ser burro.
Y diciéndolo, le descargó un ataso a uno mohíno, que lo tendió en la tierra.
En tanto había servido el desayuno.
Sobre la mugrienta mesa estaban un plato de carne salada frita, una arepa medio envuelta en un pedazo de papel, y un pocillo de café, que me hizo exclamar:
-Está bueno de agua y de maíz; pero le falta café.
Pedí mi cuenta: alcanzaba a nueve centavos, y me ahorcajé en la mula, no sin que antes me dijera un arriero que me echaba la última soga:
-Mire, blanco, que la parada corta hace el día largo, y la parada larga hace el día corto.
Máxima esa que he apuntado a mi cartera, como resumen de una larga serie de investigaciones filosóficas.
Y eché cuesta arriba.

VI

[18] El viaje por las cordilleras es rico en panoramas; a cada nueva cumbre, nuevas perspectivas.
A los bordes de las quebradas, en los vegotes, los cacaguales, con sus sobra de bucares; en las laderas, el cafetal, bajo guamos de verde negro; más arriba, los conucos, cercados de ñagaratos y pata-de-vaca, copiando los caprichos de un suelo de mosaico o los cuadrados regulares de un tablero de ajedrez.
A un lado,  los cerros, desnudos de toda vegetación, calcáreos, estériles; rocas basálticas, coronadas de grama; cocuizas, cocuyes, toda la inmensa variedad de las agaves; y los captus, desde el cardón centenario que da filamentos resistentes, hasta la roja pitahaya, y la dulce tuna, ese químico que convierte el mucílago insaboro en ricos cristales de azúcar.
Al otro lado, cedros seculares y caobos gigantescos, envueltos en mantos de enredaderas, esmaltados de topacios y rubíes y amatistas; rosa-cruz, de cuyas raíces manan los arroyos que se convierten en cascadas bulliciosas.
Al volver de un recodo se me partió en dos el camino; la amarilla se detuvo ante el abismo que tenía bajo los cascos.
Allí, sobre dos soberbia moles de granitos, escoltados por dos viejos tiamos, de negro tronco y mul-[19] tiplicados brazos, estaba un puente, que se fue por el barranco con la última creciente.
Venía Tigre con la boca abierta, y la lengua reseca y jadeante. Buscó el atajo, y a la izquierda, por una áspera pendiente, bordeando la roca tallada, iba la vereda, estrecha, sinuosa, como a saltos.
Eché  pie a tierra, y asido a las ramas de flacos zapateros que aguardaban al leñador que los tronchase para ganarse el pan, apoyando el pie en los helechos y en las mayas, bajé al fondo del barranco.
Por sobre un lecho de piedra, bordado de musgos, corría un hilo cristalino y fresco, cuya caída había ido horadando otra roca del fondo, que servía ya de considerable receptáculo, y a la cual sombreaban riquirriquis y platanillos de verdes hojas y negras venas, y casupos y capachos apoyados en los taludes del arroyo.
Aquel ambiente fresco, con frescura que no tienen las mañanas de Diciembre en los verdes setos del Ávila, parecía la residencia encantada de algún genio creador, cuyo aliento vivificante se esparcía bajo el follaje hasta cuajarse en perlas purísimas que perdían de las hojas de las enredaderas como diamantes de un manto de terciopelo verde, de esos que llevaban los magnates de la Hungría a las fiestas tradicionales de su raza.
Y como si nada hubiera de faltar a aquel cuadro de poesía y vida inimitables, al pie de una parásita, en la horqueta de un mahomo, estaba una soy sola, a la orilla del pajizo nido, dando al aire sus notas [20] melancólicas y arrobadoras como el tinte todo de la selva venezolana.
Llegóse Tigre al limpio pozo y sació su sed, y se baño luego; en tanto que en una hoja de casupo bebía yo de aquella  agua  que  destemplaba los dientes con su frío peculiar.
Pasar de aquel sitio sin gozar de su belleza y sus encantos, fuera crimen cuyo peso no habría de llevar sobre estos hombros que cargan un título de Doctor; y desaté el capote y me recosté sobre una piedra dejando que volara el alma por el círculo perpetuo de los recuerdo y las esperazas, ley fatal de la existencia humana. ¡Era yo entonces tan feliz!.
Tigre había saltado por las mallas y curujujules y apenas se percibía el lejano rumor de su aliento; la amarilla se sentía muy bien bajo el follaje, y apoyada en tres patas descansaba una trasera.
A poco, oyóse a lo lejos el canto monótono de un ganadero; luego se percibían sus notas claras y distintas; después, apareció en le borde del barranco.
Casi cubierto yo por las ramas, el llanero no se había dado cuenta de que alguien estaba abajo, y dijo con desenfado:
-Se cayó el puente...bueno; eso no le hace...ahora beberá el ganado.
Y a renglón seguido se abrió sobre una orilla y lanzó la punta al fondo.
La amarilla, que no había previsto el caso, se manifestó muy sorprendida de la irrupción, y no [21]encontró nada más cómodo que subirse por donde mismo había bajado, aunque para ello tuviera que pasar por sobre mí.
Ya comprenderán ustedes que para estas cosas y estos casos, una muleta amarilla no necesita de pedir permiso; y sin decir oste ni moste, se recogió de patas, y ...¡sús!, al otro lado, aporreándome una rodilla.
Ya me preparaba a imitar  a la muleta, cuando se me puse por delante ni más ni menos que un novillo careto, destoconado y de crespo cerviguillo que, sin darme los buenos días, iba sobre el arroyo con trazas de mal humor.
Era la primera vez que yo me hallaba frente a frente, a tan corta distancia, y cojo por añadidura, por un novillo careto destoconado.
Aquí me morí, resucité me volví a morir y me volví a resucitar.
Recordé que un llanero me había aconsejado echarme boca abajo y hacerme el muerto, al acometerme el toro, porque este animal diz que es tan noble que no le embiste a los muertos.
No sé si esto será cierto; pero no lo juzgo muy cónsono con la educación de los novillos.
Ya iba a echarme, pues, de barriga, cuando se me vino encima un encerado; y detrás de él un lebruno, y más atrás un barroso y la mar... Di una de saltos por el barranco hasta salir al camino.
Juro por mi honor que no sentí ningún dolor en la pierna aporreada.
[22] Una vez en la carretera vi la amarilla comiendo bejucos tierno en el talud; pero no se me ocurrió montarme en ella.
Corrí, corrí, y de vez en cuando volvía la vista para cerciorarme de que no me iba siguiendo el novillo careto.
En un recodo perdí de vista al barranco fatal; ya no temía más, y me subí por la cortada para ponerme a salvo.
Tigre ladraba con furor; después aullaba lastimosamente...
-No hay duda -me dije-; el novillo se encaró con Tigre y lo ha herido; y quise salir a buscarlo; pero me devolví, porque la amarilla venía disparada como una bala.
 Toméla  rienda y volví a subir el talud, obligándola  seguirme.
-La dejaré amarrada y segura-me dije-e iré por Tigre, que seguía aullando.
Y cuando tomé de nuevo la carretera, venía el careto paso a paso, orondo como quien hace una campaña, y el llanero desternillado de risa con mi capote en la mano.
-No corra, blanco -me gritó-; estos animales no hacen nada en la madrina.
Entonces recordé que otro llanero me había dicho que el ganado en sociedad se torna lerdo y paciente, al revés de lo que le sucede al hombre.
Sentí una ola de sangre, de vergüenza, subirme a las mejillas y casi me cubrí el rostro con las manos...
[23] Pasó el ganado, volví a montar, consolándome con esta reflexión:
"El miedo también tiene su valor; y no he de ser yo el único venezolano cobarde; si no que lo diga Guzmán."
En tanto el ganadero cantaba:

 Con puro papel de seda

  se limpian los caraqueños:
en el llano nos limpiamos
     con la pata y con los dedos.


Fuerza era dormir, después de tamaño susto y hube de parar en la primera ranchería.
Érase ésta una casa de paja, embarrada, con todas las trazas de un manare.
Había allí ocho o diez arrieros, echando ternos como de costumbre, burros que comía maíz en las tapas ahuecadas, y mulas que se coceaban de lo lindo.
No sé por qué me vino el recuerdo de una escena a bordo de un vapor francés en que iban dos americanos recién casados.
Seguramente por las caricias que se hacían, pero no lo garantizo.
 Estos tortolitos, después de mil ternezas por parte de ella, terminaban con un bostezo; un mañana comeremos beasteck, sobre la marcha se daban un pellizco y una de mojicones.
La cena estaba puesta, según aseguró la cocine-[24]ra que,  como todas las del arte tienen orgullo de andar mugrientas y curtidas. Sobre todo, gastan el lujo de no lavarse nunca los pies.
Comí unas caraotas de a medio; una arepa de a dos centavos; una carne frita de a medio y un posillo de café: total catorce centavos.
Ya dirán ustedes que soy muy económico.
Pues de barato le doy a cualquiera que viaje por ciertos caminos sin bastimento; por donde sólo transitan arrieros y caporales de ganado, sólo puede haber malos ventorrillos.
Es cierto que ese camino es frecuentado también por agricultores y por dependientes de comercio; pero los primeros, ya se sabe, viven en perpetuo ayuno, por... economía; los segundos ganan sueldos tan miserables, que apenas pueden sostener una mala vida.
 Y de la mesa al chinchorro.
Un arriero colgó en una de las piernas de una horqueta que se sostenía por su vértice, en un horcón del pajareque, saliendo por dos ahujadas.
Yo colgué de la otra pierna.
Todo iba perfectamente bien.
Los sudaderos de los enjalmas, con su olor peculiar; los lazos engrasados con sebo de Flandes; las horruras de los burros, y las plumas que de vez en cuando suelen soltar los arrieros, son un conjunto agradabilísimo del cual pueden ustedes gozar todo el tiempo que quieran.
Las tales rancherías son una felicidad.
[25] Pero ¿qué hacer?
Entre si me duermo o no me duermo; si me mezo o no me mezo en el chinchorro, llegaron las diez, hora en que el dueño de la casa y la cocinera se recogen de ordinario.
Se cerraron las puertas, ladraron los perros y...¡sus!, nos suspenden a mí y al arriero que había colgado en la misma horqueta que yo.
-¡Ea, socio! -gritó el sacudido.
-No soy yo -me apresuré a contestar, temiendo una violencia.
-Ya lo sé; es con el de adentro, que cuelgan de la otra punta de la horqueta.
-¡Ah!...
Ya no salía más la luz por las rendijas de la puerta.
De repente otra sacudida.
-¿Quién  más se acuesta? -preguntó el arriero-.En ese chinchorro no  cabe más que uno.
Luego siguió el vaivén natural de las hamacas, de izquierda a derecha y viceversa.
A poco se oyó un suspiro muy largo... después  se sintió otro vaivén, un movimiento sospechoso de arriba para abajo... y...
-Téngame usted la vela, que yo también quiero -gritó mi compañero.


VIII

[26] Al fin hube de llegar a Peonía.
Mi tío Pedro estaba sentado en una silla de cuero en el corredor del frente, recostado en la pared; con su blusa de crudo, remendada, sus anchos pantalones arrollados hasta las rodillas; las piernas de carabina y las alpargatas en el suelo.
Al verme, salió a recibirme; hacía ocho años que no iba a Caracas; ocho años que estaba recluido en su hacienda, peleando con  el tío Nicolás.
-¡Estás un hombre, muchacho!
-Ya lo creo; y usted muy gordo y muy viejo.
-¿Eh? ¿viejo yo? Pues apenas tengo un año de casado.
-En segundas nupcias...
-Pero es lo mismo...vamos...ven a conocer a Carmelita  y a ver a tus primos. Carmelita...aquí está Carlos; Andrea, Luisa, Perucho...aquí está el primo...
Y  el bueno de mi tío se volvió una pascua.
Mi nueva tía no me hizo muy buena impresión.
Inculta, altanera y zafada en su modales, lejos de desmentir sus origen lo ratificaba; era sirviente de la casa, criada por cierta estimación  por mi tía, la anterior esposa de mi tío (esto por si quedare duda), y elevada luego a la categoría de señora.
Su belleza no era notable; tenía línea toscas y [27] groseras, que hacían resaltar unos ojos negros, vivos y rasgados; y la cabellera, negra, lacia y en extremo hermosa, caíale como un manto por la espalda.
Mi tío disculpaba este enlace haciendo valer la necesidad de una mujer de fundamento que le ayudara a formar la familia que le había quedado de su primer matrimonio.
Desde que se inventaron las disculpas, ya se sabe, nadie queda mal.
Mi prima Andrea era una buena moza de diez y seis años; viva, quizás más viva de lo necesario; esbelta, bien formada.
No sé por qué me llamó mucho la atención su prematuro desarrollo.
Luisa me impresionó vivamente desde el primer momento.
 De cortes finísimos, había en su rostro cierto tinte de melancolía y dulzura que realzaban sus correctas líneas.
Era delgada, pero de formas esculturales; cuanto se puede ser a los diez y seis años.
Sus palabras, su gesto, hasta el ritmo cadencioso de su voz acusaban candor y sencillez, y decían a gritos que aquella criatura tan simpática y tan bella era muy desgraciada.
Perucho era un muchacho de doca años, robusto, bien formado y alegre decidor.
-Vamos a tu cuarto -dijo mi tío-; tú desearás descansar.
[28] Y luego que me mostró la puerta del aposento que me había destinado, agregó señalando a Luisa:
-Esta ha pedido ser ella quien te cuide mientras estés aquí.
-¡Oh, prima! Mil gracias por el honor, que me dispensas y el placer que me proporcionas (en esto de cumplidos soy muy exagerado), pero no quisiera darte molestias.
-¿Molestias?... no, primo;  lo hago con mucho gusto.
Y bajó los negros ojos al suelo; una ola de rubor inundaba su mejillas.
La tomé de la mano y entramos en el aposento.
-Ahí tienes un moriche - me dijo-; me lo regaló un amigo de papá, y quiero que tu lo estrenes.
-Cuánta amabilidad...
-No es ninguna... cuando necesites algo, me llamas a mí, ¿oyes?... yo vendré muy temprano todos los días a traerte una taza da café. ¿Tú te levantas temprano?
-Sí, prima; en Caracas no soy madrugador, pero aquí lo seré.
Y a mirarla fijamente, tornó a subirle carmín a las mejillas.

IX

[29] Mi tío y yo habíamos hablado naderías, generalidades, paseándonos en el patio, mientras llegaba la hora de comer.
Cuando el atolondrado Perucho nos avisó que la cena estaba servida, nos fuimos a la mesa.
Mi tío la bendijo y yo me puse en ascuas: una bendición delante de un materialista no es para menos.
Luego que nos sentamos, me dijo mientras me servía fríjoles:
-Hoy estamos en fiesta por tu venida: Carmelita mandó a matar un pato para comérnoslo asado.
-Bonito obsequio -dije entre mí-; patos como yo todos los días.
Y alzando la voz:
-No merezco tanto, tío; Carmelita es demasiado amable.
-Te quiere mucho -murmuró el tío, sonriendo de felicidad.
Un viejo enamorado es un necio: se vuelve un títere, y se goza cuando le bailan.
-Y Luisa -volvió a decir mi tío- ha hecho para ti dulces de mamey y guarapo de caruto.
-Deben de estar muy buenos; yo le agradezco su atención.
 Luisa bajó los ojos.
[30] -¿Por qué se ruboriza tanto esta niña?- me pregunté-. Debe ser muy llorona o muy coqueta.
¡Juicio errado, que me pesará toda la vida!
Carmelita y Andrea, que no hablaban, tragaban como bueyes; se hartaron y se levantaron sin aguardarnos.
Mi tío rabió porque se iban sin rezar la oración de gracias.
-Pero me acompañarás tú -terminó, dirigiéndose a mí.
El empeño era de a caballo.
Y acto continuo se puso de pie y soltó una retahíla que no era de Ripalda.
Al concluir dije en alta voz:
-¡Amén, amén!
Y di media vuelta.
Ya en la sala mi tío y yo solos, lloró un chiquillo en el aposento de Carmelita.
-¿Y eso, tío?
-¡Chist! -me dijo a media voz-. Es un fiado, un chico que tuve antes de casarme con Carmelita. Se llama Fernando.
Y luego, alzando la voz:
-Mañana es día de molienda y voy a dar mis órdenes en el trapiche. Vengo pronto.
Y salió.

X

[31] Eran las siete de la noche.
Una luna de Mayo, entoldada por nubes vaporosas, caían sobre el ancho patio.
Las rosas, las azucenas, los malabares, los claveles, las violetas y los jazmines, vertían su esencia embriagadora.
La brisa tibia y lánguida, como un suspiro de amor, jugaba en el ramaje de los samanes.
Tomé una silla y fui a sentarme junto al viejo tronco de alelí.
Luisa salió al corredor y fui a buscarla; la tomé de la mano y la senté junto a mí.
-Voy a suplicarte una cosa -me dijo al mirarla.
-Di, que estoy dispuesto a complacerte.
-No me mires.
-¿Por qué?
-Porque tus ojos me queman.
Me sonreí...
-¿Con que te queman mis ojos?
-Sí.
-Pues bien; desde ahora te mirare así...
E hice que me cubría el rostro con las manos, dejando los dedos medio abiertos.
-Es la misma cosa.
-¿Y cómo he de mirarte?
[32] -De ninguna manera.
-Volveré los ojos a otro lado cuando quiera hablarte.
-Tú no debes ver sino a las muchachas de Caracas.
-¿Por qué razón?
-Porque son hermosas y bien educadas.
-¿Y tú no lo eres?
-¿Yo? -preguntó  suspirando-. No, Carlos; yo soy fea, ignorante... yo sufro mucho...
Y sus hermosos ojos se  humedecieron.
-¿Sufres?... ¿por qué?... Vamos, cuéntame tus penas, que yo te consolaré.
-¿Tú?... Tú te vas muy pronto.
-Eso no importa; yo puedo volver.
-No lo creo: el que se va de estos montes para Caracas no vuelve más.
-Por ti hago cualquier sacrificio.
-¡Quién sabe!... y otro suspiro, salido de lo íntimo del alma, asomó a sus labios.
-Sí, Luisa...
-¡Luisa! -gritó Carmelita: ve a tender las camas.
Y lanzándome una mirada que no he podido traducir nunca, se levantó.


XI

[33] El tío Pedro y yo nos fuimos a mi cuarto; yo tomé el chinchorro y él una silleta de cuero.
Estuvimos hablando largamente respecto del deslinde, convinimos en que yo iría al día siguiente a casa de mi tío Nicolás a ponernos de acuerdo para las últimas diligencias judiciales.
-Este pleito me arruina -dijo mi tío- y quiero terminarlo.
-Además de la ruina que puede traerle, es poca decorosa una disputa entre hermanos: la unión es la fuerza, tío.
-Pero con mis hermanos no hay medio vuelto: son ambiciosos, mezquinos, pretenciosos.
-No debiera decirlo usted.
-Ya ves, pues; Nicolás cree que es mejor que yo,  porque tiene su finca libre; porque come jamón y salchichón; porque tiene a sus hijos en el colegio; porque viste  bien y porque lleva su familia a pasear a Caracas.
Eso no prueba que es mejor que usted, sino que está más desahogado en sus negocios y toma la vida tal como la concibe; esto es, con las mayores comodidades.
-Eso es falso: yo trabajo más que él, vivo peor y tengo la finca comprometida.
-Esto último sí es un grabe mal, los agriculto-[34]res no pueden salir de su mala situación económica  mientras no haya  Bancos en buenas condiciones.
-¿Y para qué se necesitan Bancos? Lo que nos hace falta son Gobiernos buenos, verdaderamente paternales, como aquellos que teníamos antes de mil ochocientos cuarenta y  ocho; Gobiernos, Carlos, que le pongan a uno los jornales baratos.
-¿Luego usted sueña todavía con la esclavitud?
-¡Ah!... ¡por supuesto! A estos negros hay que tenerles bajo el látigo,  porque son muy haraganes.
-Pues no pierda usted su tiempo pensando en eso; no retrocederemos, tío.
-Te parece a ti...ya verás si les volvemos a hacer esclavos, como nacieron y si le plantamos la horca en cada esquina.¡Malditos liberales que nos han  traído guerra,  pobreza y zozobra!... Tú no te imaginas la tranquilidad que se gozaba en Venezuela antes de que esos Monagas, que deben estar en la última paila del infierno vinieran al Poder. Si tú querías ir a Caracas, ibas tranquilo; si querías venir, venías tranquilo. A la hora de pegar la molienda, sobraban brazos; a la de cortar, sobraban; para los desyerbos, sobraban...
-Eso lo que quiere decir es que necesitamos brazos, y los brazos vienen con una buena corriente de inmigración.
-¡Muy bonito!...¿Para qué sirve los tales isleños y los tales italianos que nos han traído el general Guzmán?
[35] -Tal como les has traído, para nada sirve; trayéndolos convenientemente, servirán de mucho.
-¡Mentira! Que traigan negros, para comprarles a trescientos pesos en el muelle de La Guaira.
-Tío, eso es imposible; los pueblos no retroceden; no hay quien permita comprar hombres.
-Pues que les regale el Gobierno y que le dé dinero a los agricultores para salvarse de la de la tiranía  de ese comercio ladrón.
-El comercio tiene mucha parte de culpa en todo esto, pero ustedes  también la tienen
-¡Eh! ¿cómo es eso?
-Voy a explicarme. Usted tiene esta finca, que vale...
-Veinticinco mil pesos.
-Y que está hipotecada por...
-Cinco mil pesos.
-Luego se la han depreciado en veinte mil pesos, o sean las cuatro quintas partes de su valor. Paga usted de intereses...
-Uno y medio por ciento mensual.
-O sea diez y ocho por ciento anual. Le suministran a usted en víveres, a los cuales recargan un cincuenta por siento, porque son  fiados; luego, le quitan una comisión de cuatro por ciento por venderle el fruto; y al pasarle cuenta venta le llevan, lo menos, un veinticinco por ciento; total: noventa y siete por ciento anual; ve usted, pues, que sería preciso un negocio excepcional para sacar ese inte-[36]rés, más el que usted necesita para su subsistencia y sus ahorros.
-Exactamente.
-Luego usted no es sino un sirviente de categoría.
-Sí, señor; pero ¿por qué tengo yo la culpa?
-Porque usted se ha metido en camisa de once varas; usted ha ido más lejos de lo que debía o de lo que podía..., y cuando se le propone un medio razonable para mejorar, sale con una pata de banco.
-Muchacho... puede que tenga razón... Este comercio es una ladronera...
-No lo dudo; pero si usted no se dejara robar, estaría perfectamente, porque en todas partes del mundo la agricultura es la principal fuente de riqueza. ¿Cree usted que es lo de menos poner un gramo de maíz en la coa, y que ese grano dé una mazorca que tiene cerca de trescientos..., uno por trescientos, tío?...
Mi tío guardó silencio, se atusó el encanecido bigote y empezó a rascarse un pie contra la pata de la silleta.
Luego se levantó, me dio las buenas noches y al llegar a la puerta gritó:
-¡Carmelita!... busca una espina de naranjo para que me saques una nigua.

XII

[37] A poco entró Perucho, ya en traje de dormir, con Tigre, al cual tiraba de orejas.
-Cuidado, niño, mira que este perro es de pocas pulgas.
-Sí, es verdad; está muy limpito; no se parece al de Casiano, que está sarnoso y cuando se rasca deja un reguero de pulgas.
-¿Y quién es Casiano?
-El mayordomo, un negro muy feo y muy repugnante; el otro día me pegó con un bagazo.
-¿Y tu papá consiente eso?
-Sí, primo; mi papá también nos pega, y le ha dicho que cuando yo le haga travesuras me dé "meremere con pan caliente."
Y sonó los dedos, imitando al chasquido del látigo.
-Mal hecho -pensé yo-. Debe pegarte mucho.
-Mucho; y lo mismo a Andrea y a Luisa.
-¿A Luisa también?
-Sí, primo. Y Carmelita también nos pega mucho.
-¿Y por qué?
-Porque las muchachas no rezan, o porque no llevan la comida a los cochinos, o porque no recogen los huevos de las gallinas, o porque no lavan la ropa. A mí me pegó anteayer y ayer.
[38] -¿Por qué?
-Porque anteayer luché con un muchacho más grande y me revolcó, me pegó y me dijo: "Perucho, cuando usted se deja atropellar con otro muchacho, le pego yo"; y ayer volví  a encontrar al muchacho, a Chusco, el hijo de Teodora, y entonces le revolqué yo, y como le iba sacando un ojo, vino aquí llorando y metió el chisme y papá me pegó también.
-Qué lógica tiene mi tío -pensé-. ¿Y con qué te pega?
-Con este torcido... que se llama caramelo.
Y sacó de las faldas de su camisa un rejo torcido en tres, mejor para la marra de un navío que para castigar a un niño.
-¿Y por qué te lo traes?
-Porque  yo quiero que usted lo esconda y lo bote, para que no nos peguen más.
-Pero hará otro.
-No importa, primo; mientras lo hacen descansamos un poco.
Tomé a caramelo de las manos de Perucho y lo arrojé detrás del bulto que contenía él teodolito.
Perucho salió, y ya, desde la puerta me dijo:
-¡Ah! primo, se me olvidaba... Luisa me mandó a preguntarle si quería leche cruda.
-Dile que sí.

XIII

[39] Tigre me puso la pata sobre la pierna, ladeó la cabeza y me dirigió esa mirada leal y decidora de los perros.
-Cuéntame, Tigre, cómo te fue de viaje. ¿Haz comido bien? Prepárate, que pronto cazaremos largo, y comerás mondongo de venado... ¡Vamos!... ¡no seas impertinente!... ¿cómo te tratan en la casa? ¿Qué opinas del tío, Casiano, Carmelita y caramelo? ¿No te parecen un cuarteto inquisidor de primer orden?...
Tigre gruño: parecía decir que si. Después quiso lamerme el rostro y tuve que echarlo al suelo.


XIV

Luisa entraba en ese momento.
-Toma la leche, Carlos. Yo misma la ordeñé.
-¿Y tú sabes ordeñar?
-Sí; yo nunca ordeño pero esta noche lo hice porque era para ti.
-Gracias prima: al leche está deliciosa; pero te advierto que no quiero que te molestes por mí.
-No es molestia... yo tengo mucho gusto...
-Pero hay ciertas cosas que no debes hacerlas, ni aun así, por complacencia.
[40] -Eso no importa. ¿Estaba buena?... Pero no la tomastes toda...
-Estaba magnífica; esa es la parte de Tigre.
-¡Ah!... ¿tú quieres muchos a tu perro?
-Mucho, Luisa: es un compañero leal; tan bueno que ni siquiera me reconviene por mis faltas, un francés naturalista que vino a Venezuela me lo regaló pequeñito; mi pobre hermana María le daba leche en un tetero, y yo, después de su muerte, lo he conservado aun en medio de mis pobrezas: es un ser querido, muy querido para mí.
-Los perros son muy leales- dijo Luisa apoyándose en las cabulleras del chinchorro.
-Más que los hombres y las mujeres.
- Las mujeres somos leales.
-¡Sé yo tantas historias!
-No todas, primo, no todas...
-Ojalá encontrara yo una leal.
-¿La has buscado?
-Mucho...
-Pues sigue buscándola, que quizás la encuentre más pronto que piensas. Pero a las mujeres leales hay que quererlas mucho; por lo menos así como se quieren los perros leales.
-Yo  quiero mucho al mío.
-Me alegra saberlo; porque me habían dicho que tú no querías a nadie.
-Te engañaron.
-Ojalá... -y suspiró-.Que pases buenas noches, primo.
[41] -Gracias, prima . ¿por qué te vas? ¿Tanto así  te fastidio?
Ya comenzaba a sentir una misteriosa atracción hacia  aquella mujer: tenía un gesto inimitable; una dulzura y una sencillez que no se fingen, ni se copian.
La humanidad vive sometida a la ley de los contrastes: para los caracteres  bruscos, apasionados, temerarios y resueltos está la simpatía en el otro extremo.
Se miran, se hablan, se estrechan y se unen, por fin...
¡Oh Luisa! ¿Por qué pasaste como meteoro por el cielo de mis tristezas?
-¿Fastidiarme? ¡no, Carlos! Quizás sea yo quien te hostigue.
-¿Tú?... No, querida niña, siento un placer indecible junto a ti; siento algo que me faltaba, algo que viene a llenar un vacío en mi corazón.
-No lo creo.
Y tornando ha suspirar, se despidió de mí, con estas palabras:
-Duerme mucho; mi cuarto es este del al lado: si algo necesitas, puedes llamar; yo vendré mañana muy temprano a traerte café.
-Bien, Luisa; así será; pero yo quq creo no dormiré.
-¿Sí?... yo rezaré por ti. Hasta mañana.
-Hasta maña, querida prima.
-Y estreché sus manos entre las mías.

XV

[42] Había dicho la verdad  al despedirme de Luisa: no podía dormir.
No sé  qué misteriosa atracción ejerce sobre mí  esta niña -pensaba meciéndome en el chinchorro -; no puede ser amor. Porque ¿cómo había de inspirarme una pasión una mujer que no tiene los encantos de otras con quien he estado en íntimo contacto? Han pasado junto a mí las bellezas de Caracas, me han rozado con sus trajes de seda, me han adormecido con los ecos de su voz y el perfume de su aliento.¿Cómo puedo enamorarme de Luisa? Ésta es una muchacha sencilla , inculta inocente, y tiene para mí el mágico poder de la desgracia. Una niña huérfana, cuando más falta hace a la mujer ese calor moral  que dan las madres crecida; bajo una tiranía que la humilla, porque su sirviente de ayer es su dueña de hoy; viendo deslizarse su existencia monótona y obscura, y obligada a callar en el seno tempestuoso de una joven de catorce años el primer grito de su naturaleza exuberante, que despierta con los perfumados besos de la primavera... Debe ser bastante triste la suerte de esa pobre niña; la desgracia se hace  simpática siempre, y, a no dudarlos, yo siento por ella un movimiento de simpatía;  es la debilidad que reclama protección; son las lágrimas que buscan [43] una mano que las enjugue; es la esperanza que busca horizontes... Mas ¿qué protección puedo brindarla yo?... ¡pobre primita!... Sí en mi estuviera hacerla dichosa, ya se contaría feliz... Pero lo que es amor, no siento yo.
¡Necio de mí!...
Y apretaba lo ojos como para reconcentrarme en mí mismo; y surgió en aquellas dobles tinieblas radiantes y vaporosas, la imagen de Luisa, apoyada en las cabulleras del chinchorro, mirándome sonriente y ruborosa.
Y me columpiaba con más viveza, sin lograr que el sueño sellase mis ojos con un beso.
Pues bien -me dije-; ya que no puedo dormir aprovecharé la noche escribiendo para mi madre.
Al poner el pie en el suelo; había sentido pasos en el corredor hacia la puerta de mi cuarto.
Yo soy esencialmente cobarde, y esto no necesito probarlo de otro modo.
Lo primero que se me vino al meollo fue que hubiese ladrones.
Iba a gritar, pero me contuve; pudieran asustarse la familia, sobre todo, Luisa dormía en el cuarto vecino, y sabría que yo tenía miedo.
Me acerqué a la puerta con el objeto de atrancarla, aunque fuera con el trípode del teodolito.
Al acercarme a ella sentí un cuchicheo.
-¿Por qué te dilataste tanto?
-Porque, como vino Carlos nos recogimos tarde.
[44] -¿Y quién es ese Carlos?
-El ingeniero.
-Debe ser un marica.
-Por lo menos no pinta otra cosa.
Tigre! -grité sulfurado ya-. ¡Aquí, Tigre!
Y en opuesta dirección partieron los del diálogo.
¿Quiénes pueden ser?-me pregunté-. ¿Será Luisa?...Pero ¿quién puede darse cita con ella? ¿Será capaz, la muy bribona, de tener relaciones con algún peón?...¡Vamos!, no puede ser; seguramente la cocinera...
A poco, oí una puerta que sonaba; no sé si se abría o se cerraba.
Después distinguí la voz de mi tío que venía hacia mí.
Al llegar a mi puerta:
-¿Qué  tienes, Carlos?-preguntó.
Allí de mi sangre fría.
¿Qué  debía contestarle?
En realidad, yo nada tenía; pero es de muy mal efecto, la primera noche que se pasa en la casa de un tío, darle de fisgón.
Además, pudiera ser Luisa, aquella mosquita muerta de Luisa, en dimes y diretes con algún mozalvete de las cercanías; y en ese caso, sería placer para mí sorprenderle y darla a ella  en cara con su  deslealtad.
¿Y por qué digo deslealtad? ¿Qué juramentos, qué compromisos había entre nosotros?
[45] En esto, se abre la puerta del cuarto de Luisa.
La situación se agravaba.
¡Ella, la delincuente, en le teatro de los sucesos!
-Carlos, ¿qué tiene? -tornó a preguntarme mi tío.
Fuerza era contestarle.
-Nada, tío.-Y abrí la puerta-. Es que Tigre duerme conmigo, y está noche está realmente insoportable.
Mi tío tenía una luz en la mano izquierda; en la derecha, su revólver.
-Échalo  para afuera.
Luisa medio envuelta en una sábana, se mantenía en la penumbra.
-Es peor, tío. Ya  está acostumbrado a dormir a los pies de mi cama.
-Pues regáñalo y no haga más alboroto; vamos a dormir. Hasta mañana.
-A díos, tío; buenas noches.


XVI

Juzgo innecesario decir que no dormí nada.
Cuando pensaba conciliar el sueño, ya cerca de las cuatro de la mañana, encendieron el vapor para la molienda, y el ruido que producía, pues estaba a menos de veinticinco metros de distancia, no era muy arrullador, que digamos.
[46] Apenas aclaró. me puse en pie, envuelto en mi capote me asomé al balcón.
La casa estaba edificada en una pendiente; por el Norte, entrando por el camino real, tenía un solo piso; por el Sur, hacia el campo, tenía otro más bajo.
Arrastré hasta el balcón una mecedora de esterilla y me senté a contemplar el panorama.
Digo mal: me puse a vagar  con la vista y el pensamiento por aquellos campos risueños y feraces.
El insomnio y un horrible torcedor -la sospecha de que fuera Luisa la de la cita- me tenían en ese casi sopor, en esa inconsciencia que sigue a las noches de vela,  que no se deslizaron en el placer.
A poco entró Luisa: traía en una mano la taza de café y en la otra  un manojo de flores.
-Buenos días, primo- me dijo con su genial dulzura.
Yo estaba muy prevenido contra ella; me había propuesto no dirigirle la palabra; pero aquella mujer me desarmaba con su ademán sencillo y candoroso, y con la vibraciones penetrantes y avasalladoras de su voz.
-Buenos días, prima -le respondí casi maquinalmente, poniéndome de pie.
-Eres muy madrugador.
-No tanto como tú, pues supongo que habrás dormido menos que yo.
Y la miré fijamente para sorprender algún rastro de sus devaneos.
[47] Ella bajó los ojos al tropezarse con los míos, según tenía por costumbre; y puede notarle entonces los círculos amoratados que dejan las malas noches.
-No he dormido nada: toda la noche te he oído meciéndote en el chinchorro; cuando llamaste a Tigre, estaba despierta y había sentido pasos en el corredor.
Estas palabras acabaron de confirmar mis sospecha: un  relámpago cruzó por mi mente; una ola de sangre me invadió el cerebro.
-¿Y sabes tú lo que serías?
-Seguramente los gatos.
Es  agregar a la falta el cinismo -pensé -¡cómo miente! Está tranquila, casi serena.
¡Cómo me pesan hoy esos juicios ligeros!
-¿No tomas el café?
-Sí, dámelo.
En dos sorbos escurrí la taza y se la devolví.
-Gracias, Luisa.
-Te traje estas flores. ¿No eres amigo de la flores?
-Sí -la contesté con amargura-.Las flores tienen mucho de amor de la mujeres. Así como ellas abren su broche con el primer beso de la aurora, las almas femeniles, débiles y tornadizas, se despierta con la primera caricia, se calienta al fuego vivificante de una pasión y, como la flor que se deshoja, las tibias  brisas de la noche se llevan, promesas, juramentos y recuerdos: para la mujer, la poesía de la vida sólo tiene un capítulo: el olvido.
Pareció extrañarla este reproche; yo mismo com-[48] prendí que no tenía ni derecho, ni razón para increparla
-Entonces, me las llevo.
-No- la dije volviendo de mi arrebato-, las dejas: tú las has traído para mi; y aquí, sobre esta mesa, se morirán; después las guardaré; las llevaré conmigo, y a ellas, mustias y silenciosas, contaré mis cuitas cuando esté lejos de ti.
-¿Y cuándo te vas?
-Muy pronto; quizás más pronto que pensaba: me siento mal.
-El desvelo; mañana se te habrá pasado y estará mejor. ¿Quieres leche?
Me había vencido su dulzura sin igual; yo no había oído nunca aquel lenguaje, tan lleno de naturalidad y gracias; aquella voz suave, y aquella mirada suplicante y tierna, era un himno cantado por las vírgenes en  coro, cuando toman el velo las novicias.
-Sí dame la leche.
.       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .       .


XVII

Estaba más tranquilo y me volví al balcón.
Ya comenzaban los peones a venir por los instrumentos de labranza.
Unos sacaban los bueyes del corral y con pereza ingénita comenzaba a enyugarlos para el arado, silbando un golpe.
[49] Otro uncía dos bueyes pintados a la sorra cantado una copla picante.
Aquél enjalmaba un burro.
Al pie del guayabo que está en el desborde de la regadera, estaban seis u ocho, unos amolando los machetes, otro las escardillas.
Y en el campo, en un océano de esmeralda, matizado de penachos grises, los cortadores segando las cañas para la molienda del día.
Dejé vagar los ojos por la vegas, hasta que se perdía la vista en la cañas amargas y las guadúas que sirven de dique a las crecientes  del Tuy, ancho profundo y majestuoso, aun así prisionero entre juncos y bambúes.
Volvíme luego a la derecha, a las altas cumbres coronadas de brumas, blancos penachos que adornan la frente de esos viejos de la América, los enhiestos Andes.
Allá, distinguía junto al guamal, la roza  recién sembrada y el rastrojo abandonado.
Más abajo platanales; más arriba un erial, un calcáreo, en cuyo agudo pico se mecía impasible un cují  blanco, soberbio dominador de la esterilidad en nuestra zona.
Y a la izquierda los pimpollecentes gamelotales del potrero; las gramas del arroyo y los guácimos destacados sobre aquella alfombra verde, como cazadores desplegados en líneas sinuosas.
Sobre una pequeña colina se veía el carbonizado tronco de un ñaure, cubierto aún de ceniza: lo [50] tomé por una res, y al informarme un peón qué era, cuando ya se iba, salió cantado:

Me gusta ver una negra
                   Vestida de muselina,                       
    Parece troncón quemado
Con camisón de ceniza.


XVIII

Perucho me trajo la leche.
-Papá está muy bravo, porque Luisa le dijo que usted no había dormido anoche, porque andaban unos pasos  en el corredor.
-¿Con que Luisa ha dicho eso?
-Sí, señor.
-Luego no era ella, pensé. ¿Y qué agregó tu papá?
-Que usted ha debido contárselo  anoche mismo para averiguar lo que fuera. Mi papá viene ya para acá.
En efecto, mi tío entraba en ese momento.
-Has debido enterarme anoche mismo de lo que pasaba, para poner remedio al mal.
-No lo juzgué de importancia, tío; llegué a figurarme que pudieran ser aprensión mía y no quise quedar en ridículo formando un escándalo sin necesidad.
-Muy mal hecho...Es esta la primera vez que [51] tal sucede en mi casa; y como tu habías llegado ayer, han podido creer que tienes dinero y que sería fácil robarte.
-Puede ser; pero ya eso pasó y no hay que pensar en ello.
-Bien; pero que no vuelvan a ocurrírsete semejante tonterías. Vamos al trapiche.


XIX


Aquella explicación acababa de tranquilizarme: pudieran ser ladrones; pero si se trataba de mí, ¿por qué  era yo la causa del retardo?
En fin, pudiera ser que trataran de robar  a mi tío, y que mi venida hubiera estorbado el plan.
De todas maneras, no era para descuidarme.
Junto al burro del trapiche estaba Casiano, el mayordomo.
Su presencia no me hizo tan buen efecto que digamos; y juzgo que la mía tampoco le cayó muy bien.
Al presentármele mi  tío me miró de soslayo, balbuceó algunas frases incorrecta y se fue para la sala de pailas.
-¿Qué te parece el trapiche?
-Es de lo mejor que he visto por aquí. ¿Cinco caballos, no?
-sí ,cinco.
-Más de lo que usted necesita.
[52] -¿Cómo?
-¡Ya se ve! ¿Cuántos tablones tiene usted?

-Cincuenta.
-Pues este es trapiche para el doble.
-No lo creo.
-Se lo aseguro y se lo pruebo: usted pierde lo menos seis horas diarias de molienda.
-Efectivamente; pero es porque la parrilla no me alcanza.
-Pues le falta parrilla.
-Gasto mucha leña.
-Lo comprendo; entre nosotros se montan vapores como quien se compra camisas hechas; ninguno está bien calculado. Le respondo que con un excedente de veinticinco por ciento sobre sus gastos actuales, muele usted cien tablones.
-¡Ay, sobrino! Mira que yo soy perro viejo, y perro viejo late sentado. Yo eché los dientes en esto, sembrando caña, ¿qué puedes tú enseñarme?
-Yo no trato de ensañarle nada, tío; hago una observación y nada más: usted es muy dueño de dejar las cosas tales y como están, y de hacerlas como guste.
-Me parece lo mejor. Vamos a las pailas.
-Vamos.
La  sala estaba como todas las del país: sin ladrillos, llena de hollín y de pegotes de miel.
-Es esta una buena parrilla.
-No lo creo.
-Es nueva.
[53] -Sí, pero de adobes crudos; ésta no resiste cinco meses de fuego sin derretirse.
-¿De qué es  mejor?
-De mampostería, se entiende.
-Sí, pero es más cara.
-Pero dura más. Siempre están ustedes los agricultores economizando; pero ninguno entiende la verdadera economía. ¿De qué era su parrilla anterior?
-De mampostería.
-¿Cuánto le costó?
-Tres mil pesos.
-¿Y le duró?
-¿Ocho años?
-Y ésta, ¿cuánto le cuesta?
-Mil pesos.
-Y le durará seis meses; pero calculémosle un año, al cabo de los ocho ha gastado ocho mil pesos; si la hubiera usted hecho de mampostería habría economizado verdaderamente cinco mil pesos. Así es como se calcula, tío.
-Pero yo tenía tres mil pesos.
-Eso es otra cosa.
En tanto, mi tío había cogido el ramillón y había recorrido los tres fondos que estaban hirviendo.
Se fue al de boca y quitó cachazas y puso cal; vino al siguiente y lo espumó; pasó al otro y le hizo periquitos.
-Todavía no hay mariposas; pero ya éste  estará de pasar a la tacha.  
[54] -Y bien, tío; dígame, usted que es perro viejo, ¿a los cuántos grados Beaumé cristaliza la miel para azúcar?
-Yo no sé; yo sólo saco papelón.
-¿Y para papelón?
-Cuando da mariposas.
-Pero, ¿a cuántos grados de mariposas?
-¡Qué sé yo!...
-¡Ah!...
-Vamos al alambique.
-Vamos.    
Allí todo estaba lo mismo que en todas partes: sucio, hediondo y obscuro.
-¿Por qué no le da luz a esto, tío?
-Porque dura mucho la fermentación.
-Pero la luz no influye nada en esa operación química; usted, que es perro viejo, debiera saberlo.
-Esa es teoría, Carlos; yo soy hombre práctico. Sé  que si tapo con fardo los pipotes, fermenta el guarapo más ligero.
-Pero, señor perro viejo, al taparlo sólo consigue usted calentarlo más, y es por eso que precipita la fermentación. La luz no influye en nada. Usted puede calentar esta sala a su satisfacción, pues tiene ahí las cañerías de los fondos de la tacha y el vapor, excesos todos del calor que pueden tonificarle su bacteria y precipitar la fermentación.
-¿Quién va a gastar tanto dinero en eso?
[55] -Ahí está el mal: en que no quiere hacer las cosas en regla. Estoy seguro que si usted  llama a un ingeniero que le arregle su oficina tal como debe estar, y le pide quinientos pesos por  montársela, usted  espanta, y llama a cualquier bicho para que se la monte mal por cincuenta pesos.
-Esa es teoría, Carlos, esa es teoría; yo soy práctico.
Dimos la vuelta por la bagazera, y al pasar por un camino de bachacos que iba por entre las escobas, exclamó mi tío:
-Hoy llueve.
-¿Por qué lo sabe?
-Porque los bachacos se están mudando
-¿Y esa es una regla?
-Infalible; nosotros, los agricultores prácticos, tenemos nuestro almanaque, que no dice mentiras como el de los Rojas; cuando el bachaco se muda y la hoja de la yuca se amortigua hay lluvia segura.
-Me alegro saberlo.


XX

Me fui a la mesa rumeando la lección de meteorología que acaba de darme mi tío, que, a fuer de perro viejo, debía saber tanto de eso como de su profesión.
Provocan a risa estos agricultores prácticos por [56] sus necedades, y terminan inspirando compasión por su torpeza.
Se reducen a una vida miserable; condenan a ella y a toda su familia; hipotecan las fincas; juegan el porvenir de sus hijos, y no pasan de ser  esclavos del comercio.
Mi  tío era de los que no se ponían zapatos en muchos años; jamás gastó una muda de ropa que le costara cinco pesos, y murió ahogado en sus propios compromisos.
¡Es una bendición ser agricultor práctico!
Mi tío Pedro llevó sus economías hasta poner una pulpería  en su propia casa, y cuando necesitaba algo la familia, se le acercaba la cocinera:
-Don Pedro, un centavo de cominos. Don Pedro, un cuartillo de manteca. Don Pedro, cuatro centavos de sal.
Y salía Don Pedro muy orondo, con su manojo de llaves, a venderle a su propia cocinera.
Cierta vez, una de ellas, pues las mudaba mensualmente, le pidió la ñapa, después de un gasto de nueve centavos, y le dio por respuesta un...
-¡Váyase usted al infierno!
Mi difunta tía tembló ese día; lloró, rabió y hubo una del demonio, por aquellas palabrotas tan sucias que salían de la boca de su esposo, a quien ella juzgaba un santurrón.
Entonces estaban recién casados, y no había podido todavía meter el gallo al saco; poco después se convenció de que no había más remedio que [57] amainar; y cuentan las malas lenguas que cuando la buena señora agonizaba le soltó un terno al cura que la auxiliaba, terno tan soberano, que hubo de exclamar la moribunda:
-¡Ay, Padre! Genio y figura...
-Por fortuna, ya usted se va -repuso el fraile.

 
XXI

El desayuno había sido sólido: devoramos una escudilla de fríjoles amanecidos, un revoltillo de chorizos, algunas arepas y mucho café con leche.
Confieso francamente que estos desayunos me encantan; lo único que me disgusta en Caracas son esas colaciones matutinas de una rebanada de pan con mantequilla y un dedal de café con agua de leche.
Al levantarme de la mesa, me toque el estómago con satisfacción, cosa que me sucede con frecuencia, porque en los primeros años del terror guzmaniaco estuvimos en casa viviendo a puro maduro sancochado con leche hervida.
La humanidad encuentra siempre placer en la venganza: yo soy cruel en las que se refiere al estómago.
Además, como mi vida ha sido un zig- zag, de vertiginosas alternativas, he creído que los buenos tiempos deben aprovecharse; y es por eso que el día que me junto con dos pesos, bebo brandy y al-[58]muerzo en "Saint Amand" ; y el día que estoy corto, bebo amargo y me despacho en los ventorrillos del Mercado.
Mi tío Pedro y demás de casa lo habrán hecho también como yo; a tal punto que al levantarnos me dijo el viejo:
-Ahora, sobrino, a ensillar la muleta y a la Fundación.
Mientras Bartolo, un sobrino de Casiano, enjaezaba la amarilla, entré en mi cuarto a arreglarme.
Luisa fue a saber si se me ocurría algo
-Sí -le contesté-, quiero reconvenirte por haberle dicho a tu padre lo que anoche sucedió.
Este era un rasgo de hipocresía: bien se comprende que me el fondo yo estaba satisfecho, porque me había disipado una duda, o al menos, parte de ella.
-Era  mi deber. ¿Y te vas ahora?
-Sí, prima; para regresar a la tarde.
-¿Te aguardo a las dos para el dulce?
-No te respondo; pero haré lo posible por complacerte.
-¡Ya ves! A otra le ofrecería venir, y vendrías; pero a mí, no quieres complacerme.
-Eso no es cierto; quién sabe si otra se atrevería a exigírmelo...
-¡Es verdad!...yo no tengo derecho...
-Sí lo tienes más que ninguna otra, porque yo te lo doy.
Gracias, no merezco...
[59] -Hay más, a las dos estaré aquí.
-Gracias, Carlos; ahora quiero otro favor.
-¿Cuál?
-Que uses este relicario de la Soledad, que llevo desde pequeña. ¿No te gusta?
-Si he de serte franco, querida Luisa, la Soledad es mi inseparable compañera desde hace muchos años; la llevo aquí, en el corazón, y aquí, en el cerebro; no he hallado nunca quien comparta conmigo ni mis afectos ni mis ideas. En cuanto a los primeros, dicen que no los tengo, porque el afecto brota espontáneo  en el hombre: yo soy áspero, y mis caricias deben de llevar la salvaje poesía de la rudeza; respecto a la segundas, paso por loco, exagerado y corrompido, porque uso un patrón para mis actos: la razón.
Luisa me veía como ensimismada: quizás ella, violeta escondida en los feraces campos del risueño Tuy, vivía como yo en la soledad del alma.
-¿Luego lo aceptas?
-Como un recuerdo personal tuyo; como un objeto querido para ti, que te acompaña desde la niñez, lo acepto;  y lo conservaré mientras existas.
-¿Y no le razarás?
-No, mi vida; no sé rezar.
Quiso ponerme la mano sobre los labios; yo se la tomé con pasión y la di un beso.
Huyó...huyó...
Tal se plega la sensitiva al contacto humano.
 [60] Era la primera vez que el labio de un hombre rozaba su mano.
¡Cuán bellos son esos pudores de los primeros años!
 Tiene entonces la mujer perfume de jazmín y lirio; y ya como la maga de la leyenda, vertiendo regueros de diamantes dondequiera que posa el breve pie.


XXII

 Tropezóse Luisa con mi  tío, el cual entró en mi cuarto un tanto hosco.
-Veo a la prima muy inclinada al primo.
-Y hace muy bien; es justo que corresponda al cariño que la tengo desde niña; sabe usted cuánto se quería ella y María.
-Es cierto, es cierto -murmuró el viejo, como convencido-. Además, yo no mentía.
-Por otra parte, tío, no debe usted asustarse: ustedes los agricultores prácticos, los perros viejos, dicen que el primer maíz es de lo pericos; yo pienso que el primer amor de las muchachas debiera  ser con sus primos.
-¡Caballerito!..!Vea usted cómo habla!
-No se sulfure, tío; es una chanza y nada más.
-Como chanza la acepto.
-Me alegro mucho.
Cerré la puerta; me monté en la amarilla, y corté la enojosa disquisición con mi tío Pedro.


XXIII

[61] Una vez fuera, cuando las sinuosidad del callejón me impidieron ver la casa, y a Luisa que estaba asomada al balcón de su cuarto, me entregué a mis propias reflexiones.
Dije a mi prima, cuando me ofreció el medallón de la Soledad, que era ella mi inseparable compañera desde mi más tierna edad.
Con efecto, tendría yo doce años, cuando leí aquellos inimitables versos de Alfredo de Musset; ese poeta que sabe a champaña y a lágrimas de mujer hermosa y sentí tal inclinación hacía ellos, llegué a querenciarme de tal manera con las bellas  estrofas del poeta francés, que las llevo estereotipadas en mi memoria.
Y nada hay de extraño en eso: reposa en el fondo de nuestra naturaleza una fuerza superior a nosotros mismos, que nos obliga a buscar nuestro equilibrio.
¡La soledad! ¡Cuántas veces la he invocado en los trances más amargos de mi vida, y ha venido, como ángel tutelar,  a darme sus inspiraciones!
Luisa me dio una virgencita, sin mérito alguno para los que, como yo, hemos perdido la fe, que es la virginadad del corazón. (Esto sabe a rancio.)
Las creencias son más ingratas que las pardas golondrinas; éstas mudan de clima, buscando calor, y [62] tornan al nativo suelo; las creencias que se van no vuelven nunca! (Esto también es rancio y ajeno.)
Como las mías huyeron hace, ¡ay!, tantos años yo he llegado a preguntarme repetidas veces si la fe sirve para alguna cosa.
Un filósofo belga de la escuela ecléctica, dice que la duda es el principio de toda creencia. Como Descartes, yo pudiera construir un sistema sobre esta base: ¿Qué creo yo?
-¡Que no creo nada!
Y así como no sé si la felicidad está en creer, ignoro sí la desgracia  está en la duda.
Alguien nos enrrostra que vivimos del acaso porque negamos esa mano de chisgarabís que se mete en todos los asuntos humanos.
Falso: nosotros no creemos ni en el acaso: la existencia tiene leyes inmutables, fijas, eternas,  que se cumple tan espontáneamente como se desarrolla la planta, como se agosta la flor, como se secan los arroyos.
 Y como las raíces de los árboles parten de un solo tronco, es en el principio único de todas las existencias que se enlazan las distintas manifestaciones de la vida.
Las doctrinas filosóficas del  ascetismo y los claustros conventuales pasaron con la época contemplativa de la Humanidad.
Hoy obedecemos a otro orden de principios: la vida tiene una causa, que es la vida, y un objeto, que es vivir.
[63] El reino de la materia se extiende a pesar de todo: el alma, el espíritu, que los escritores religiosos presentaron como un fluido, intangible, no es más que una modalidad de la materia.
La máquina animal  es  un piano de Pleyel: tiene alambres que producen distintas notas: el mérito está en la afinación, cuando se trata de los hombres, y en la envoltura, cuando se refiere a las mujeres.
Por lo demás, la vida es como aquellas fiestas paganas en que los creyentes se coronaban de flores, y al son de músicas sexuales,  hacían sus sacrificios.
¡Sí hay que sacrificar algo, que sea lo de menos  valor, y a gozar!, ¡a gozar!, que tras de nosotros viene la Pelona con su guadaña, y no sabemos si este polvo miserable pueda servir  para otra envoltura humana!...


XXV

Había subido ya los primeros repechos de la cordillera, y al detenerme en una meseta, a la sombra de un cedro, volví la vista al valle.
¡Cuánto lujo de vida en aquella vegetación! Perdíanse a lo lejos, en las quiebras de las vertientes, las vegas de mi tío Pedro; los cañaverales se mecían blandamente, y adivinaba, que no oía, el susurro de la brisa en sus intrincadas calles.
Allá, muy abajo, estaba la casa, y más abajo to-[64]davía, el torreón del trapiche, las chimeneas del vapor, lanzando al aire su aliento poderoso.
Tomé de nuevo el camino y seguí trepando las empinadas cuestas, salvando los barrancos y las cañadas.
Por fin llegué a la cumbre, y a poco columbré a lo lejos, perdida en los guamales, la blanca casa de mi tío Nicolás.
Deseché, siguiendo el camino, los calientes hormigones, y fui a desmontarme a la trilla inerte y empolvada ya, porque había hecho su labor.
La sirvienta vino a recibirme, sonriente y contenta, cual si llegara uno de los niños de la casa. Vestía su fustán de zaraza morada a listas; blanca camisa de algodón, el  pañuelo de madras al cuello, y el delantal de crudo, y traía la escoba en la mano.
-¡Guá, niño! Desde anoche le estamos aguardando; don Nicolás creía ya que usted no vendría hoy, y salió al campo: debe estar en el tablón de San Eustaquio, o en el Algarrobo, pues ahí están resembrando. Si usted quiere ir allá...
-No, gracias; aguardo aquí a mi tío.
Gracia había recostado la escoba en el pretil, y como para disculparse de haberme recibido con aquel instrumento, me dijo llena de pena:
-Estaba barriendo... A don Nicolás no le gusta ver nada sucio.
-No hay cuidado, Gracia; sigue tu oficio.
Las casa parecía, como vulgarmente se dice, una tacita de plata; todo estaba limpio y en orden, sin [65] echar de menos a la buena señora de mi tío, que por el momento estaba en Caracas.
En la mesa redonda, que ocupaba el centro de la sala, había periódicos.
-Vaya-me dije- que mi tío Nicolás se permite este lujo; mi tío Pedro no sabe aún lo que es un periódico.
Y me puse a registrarlos: La Opinión Nacional, el Diario de Avisos, La Ilustración y el boletín de la Agencia Pumar.
No era muy amplio el repertorio, pero no dejaba ser significativo.
A La Opinión se suscribían en Venezuela, en el Gobierno del terror, por saber cuándo le llegaba su turno al suscriptor.
El Diario de Avisos es ácimo, como pan de consagrar.
La Ilustración es un periódico extranjero, barato, y circula mucho en el país; es una "especie de aguaducho poético", como dijo Venancio Gonzáles; periódico de mala vida literaria,  pedestal de todas las nulidades de la América española.
No sé por qué no cuenta  entre sus colaboradores a aquel Sr. Tarrío de Bueno, gallego por más señas, que publica biografías por esta tarifa:
Con retrato, 40 pesetas.
Sin retrato, 30 pesetas.
Con reflexiones filosóficas y políticas, 25 pesetas.
Sin ellas, 20 pesetas.
Y en cuanto al boletín de la Agencia Pumar, es [66] una publicación muy útil, que para mi tío Nicolás tiene, además, el mérito de salir del centro del lirismo venezolano; pues al pobre Pumar le sacrifican a sandeces y sinfonías políticas sus buenos amigos, los sujetos aquellos que yo me sé...
En un estante de estilo caraqueño había varios libros: El Agricultor Venezolano, Le Terrage (lo cual indica que mi tío magulla el idioma de Moliere); un Diccionario, de Salvá; Los Esplendores de la Fe, de Moigno; Jesucristo, de Augusto Nicolás; Manual de Historia Universal, de Juan Vicente González, y un paquetito de periódicos, atado con una trenza azul.
Abrílo y me hallé con El Heraldo, de Juan Vicente González, y marcados al margen, unos sueltos editoriales en que le echaban bombo a mi tío porque había derrotado con la fuerza veterana a unas partidas federales desarmadas.
Su filiación política, pues, estaba en evidencia.
¡Qué contraste!-pensé-.Nicolás se levanta. Pedro se hunde. ¡Destino caprichoso!


XXVI

Mi tío no se hizo esperar mucho; me dio un abrazo estrecho, efusivo; me felicitó por mi grado y por un artículo que había publicado en esos días sobre meteorología.
[67] -Siéntate-me dijo-; vengo empapado y voy a cambiarme los zapatos.
Le obedecí, arrellanándome en una mecedora de bejuco, de las llamadas de Viena, que se columpiaba  suave, agradablemente, sobre el entablado de pichit-pini.
Frente a mi había dos cuadros bellísimos, en litografía, copia de uno que, según me dicen, está en el Museo de Versailles; son, Avant l´ ataque ( le matin) Après l´ataque (le soir), episodios militares que encantan.
A la derecha, dos cromitos, franceses  también: dos episodios de la guerra con Prusia.
A izquierda, una litografía inglesa de cerca de un metro, una Niobe bellísima haciendo juego con un Moisés de la misma procedencia y talla.
Volví la vista y me hallé con un cromo francés, firmado Daury: el brindis de Traviata, y me pareció escuchar aquella música tan voluptuosa, báquita, que enardece la sangre, y jugando con esté, el retrato de Bolívar: el cromo que repartió aquel periódico callejero, y de mala vida también, llamado El latinoamericano.
Quizás, y sin quizás, aquello no valía gran cosa, pero al menos acusaba cierto gusto por el arte, que honraba a mi tío.
-¿Qué te parece esto?-me preguntó, enseñándome los cuadros militares.
-Muy bello, tío; pero no me gusta; usted sabe que yo no quiero nada con fusiles.
[68]- ¡Quia, hombre! No digas eso, que tu padre era un valiente; una vez lo recuerdo como si fuera ayer, cargábamos los dos, él, con la columna Orituco, y yo, con el Convención, sobre unos ochentas federales armados de palos, que estaban en Santa Lucía, y no nos resistieron cinco minutos. Se fueron sin disparar un tiro y sin hacernos un muerto.
-Ya lo creo, tío; si eran ochenta y estaban desarmado...
-Es que con nosotros no se jugaba.
-Pero se juega.
-¡Ah! Porque este pillo de Guzmán ha corrompido el país;  pero deja que mordamos una alita y caigan en nuestro poder unos fusiles...
-Tío, ¡ por Dios!, déjese de mitos; ya pasó el tiempo de chopos de piedra;  ahora se usan  rémingtons;  y, ¿sabe usted?, la bala deja una huella del tamaño de una cuenta por donde entra y como una boca de cobija por donde sale.
-¿Cómo?
-Como lo oyes; en días pasados vi un herido, un soldado a quien se le fue un tiro y le destapó los sesos;  pero le cabía el puño por el agujero.
-No seas tonto. Esos no pegan de cerca.
-No los aguardaría yo ni a mil quinientas varas.
-Porque  tú eres un cobarde.
-Y me felicito de ello.
-¡Hijo de un hombre tan valiente!...
-Pero, tío, ¿cree usted que por que mi padre haya comido malojo yo debo llevar enjalma?
[69] -Así debiera ser.
-No pienso yo lo mismo.
-Ya verás si hay alguna cosa en que estemos de acuerdo; ¿ quieres tomar un trago?
-Eso no se pregunta.
-¿Qué prefieres, brandy o ron?
-Tampoco se pregunta, pues mi deber es hacerte los honores a monsieur Martell y a mister Hennesy, antes que a Pepe Ramírez.
El tío me iba gustando; trasegaba ron y brandy, último refinamiento de la civilización; en Peonía, ni amargo siquiera podía beber, porque el pulpero no lo incluía  nunca en su facturas.
Las dosis de brandy se repitieron hasta la tercera vez; luego nos sentamos a la mesa.
Era mi deber no hacerle mala cara al sancocho de cecina, ni la gallina asada, ni al arroz con huesecitos, ni a la mantequilla fresca y sabrosa hecha por Gracia, ni a los huevos  con queso, ni a un pernil del váquiro, cazado la víspera, que salía del horno gritando a todo viento: ¡Cómeme! ¡Cómeme!
Al café, hablamos del deslinde, y ya con instrucciones de mi tío Nicolás, quedó el asunto a mi absoluto arbitrio.
Después nos fuimos al cuarto de mi tío.
Revisté tres excelentes escopetas, con todos sus enseres; un cuchillo de monte, regalo del general Alcántara, aquel canillón que le echó a tierra los muñecos al compadre Guzmán; un puñal corzo y una hoja toledana que usó mi tío en sus campañas.
[70] Hablamos naderías; llegada la hora de la siesta, nos tendimos diagonalmente, él en un moriche  y yo en una hamaca, cuya apología haré cualquier día, por ser ella mi constante inspiradora.

XXVI

Tigre no me había acompañado en aquella excursión. ¿Qué haría el tal en Peonía?
Puede que se haya enamorado- me dije-;  algunas conquistas de mérito tendrá, pues raras veces  me abandona.
Me despidí de tío Nicolás, de Gracia  y de José, del mayordomo de la Fundación y , caballero en la amarilla, me eché cuesta abajo.
Mi tío me detuvo a salir, quiso acompañarme hasta la orilla de la hacienda para hacerme algunas explicaciones.
De paso vimos las almácigas para el reciembro; unas moreras que ensayaba por entonces y un hermosos árbol de leche, de cuya resina hacía conserva en todos los menguantes.
-Tomemos este camino-me dijo- para que veas mejor lo que quiero enseñarte; llegaremos a un topito desde el cual se domina todo el valle, y luego te dejaré en el camino real.
Y cuando hubimos llegado al sitio convenido:
-¿Ves-me preguntó- aquel mijagüe que está allá, sobre tu derecha?
[71] -Sí, señor.
-¿Y aquella ceiba que está junto al grupo de búcares?
-También.
-Y aquella palma real, más adelante, junto al rastrojo?
-También la veo.
-Pues esos son los tres puntos en que yo quiero que se apoye la línea divisoria; pero Pedro quiere que tome la margen de la quebrada, agua arriba  a fin de que le quede a él el dominio exclusivo de esas vertiente, aunque se perjudica en una faja de la tierra de más de trescientas fanegas.
-Está bien, tío; comprendo perfectamente lo que usted quiere.
-No peleo el agua porque la necesite hoy; pero como pienso poner una trilla mecánica con descerezo cuando esté frutal la plantilla esta falda, tengo que asegurar mis derechos.
-Es claro ,tío.
Bajamos la pendiente, tratando del mismo asunto, y me dejó cerca del cedro que está en la meseta del primer repecho.
-Pronto-me dijo-cambiaré  este tablón: está  secándose la sombra.
Allí me detuve otra vez.
Me pareció ver a la Luisa asomada  en el balcón, aguardando que yo llegara.
Luisa y yo estamos aquerenciándonos y al fin [72] habremos de terminar por ser inseparables -me decías entonces.
¡Oh! ¡Cómo me engañaba yo!


XXVII

No era ella quien me aguardaba: era Perucho, que sentado bajo el copey  que está en el callejón, se puso de pie al verme.
-Te noto quebrantado -le dije.
-Sí, porque papá me pegó.
-¿Y por qué te pegó?
-Porque me chupe una caña: míreme cómo estoy.
Y me enseño las espaldas materialmente vueltas sesina.
-¿Qué es esto? -exclamé-. ¿Cómo se maltrata así a un pobre niño?
-Usted no botó a caramelo, barriendo su cuarto lo encontraron, y a poquito me sobaron. Yo quiero andar con usted; quiero que usted me lleve para Caracas; yo le ofrezco que si me mandan a la escuela estudiaré  mucho, y si me pone a trabajar, trabajaré bastante.
-Ya hablaremos de eso con tu papá.
-No, no le diga usted  nada, porque me vuelve a pegar; yo me voy huido con usted.
-Ni lo pienses -le contesté -; yo arreglo eso.
-¿Pero me voy con usted?
[73] Sí, hijo; cuenta con que yo te llevaré conmigo.
Al mirarme mi tío me salió al encuentro, pidiéndome informes del deslinde.
Se los di y me respondió:
-Nicolás es un temerario, un terco un miserable. ¿Por qué quiere quitarme el agua?
-No quiere quitársela, tío;  busca tener en esa quebrada tanto derecho como usted.
-Pero eso es una infamia, esa agua es mía y en lo mío mando yo.
-Eso lo arreglaremos  ya, tío.
-Yo  te he hecho  venir para arreglarlo como yo quiero, y no como él  pretende.
-Pero ese negocio lo decidirá  el Tribunal.
-Sobornaré  al juez.
-Trate de verlo.
Y se mordió el cano bigote, de soberbia.
-Es mucho -decía como hablando consigo mismo-, que viva como un perro y que no pueda disponer de mi propiedad; ¡siempre  un bandido, robándose el trabajo ajeno!
Y se paseaba a grande trancos por el corredor.
Carmelita vino a traerle una taza de café  tinto y al verla, la gritó.
-Quítate tú también, pedazo de trastajo, si no quiere que te mate.
-¿Por qué me trata usted así, viejo atrevido?
-Calla, grandísima... vagabunda; más vieja será tu abuela.
[74] -La suya- gritó Carmelita, arrojándole al rostro la taza de café.
-Aguarda-gruñó el tío al sentirse quemado y humillado, y echó a correr tras ella.
Enredóse el traje de  la mujer en el  desvencijado tinajero; y  en el tirón, al mismo tiempo que dejaba media enagua, se vino abajo el mueble ruin, rompiéndose la piedra en mil pedazos y pulverizándose por completo la apolillada madera.
Yo me había parado en la puerta de mi cuarto a presenciar los toros.
Carmelita seguía corriendo y gritando adelante; mi tío detrás.
Así le dieron dos o tres vueltas al corredor,  y como al fin tornarse a enredarse en las enaguas la de adelante, dióle  caza mi tío asestándole tamaño puñetazo, que dio con ella en tierra.
Metióle luego un puntapié por las caderas, gruñendo en su agitación:
-¡Mujer y mula por la cintura!
Cuando se hubo retirado de ella, me acerqué a prestarla mis auxilios; abrió  los ojos, dio un pujido, más que un quejido, y al mirarme me dijo:
-No seas usted entrépito: no se meta en lo que no le importa.
Entonces dije para mí:
 "¡Mujer y mula por la cintura!"

 
XXVIII

[75] Mi tío se había ido para el trapiche, a acabar de pasar su furia; Carmelita se arrastró hasta su  cuarto y yo entré en el mío, que estaba convertido en campo de Agramante.
Una gallina se había subido en mi cama y hecho a anidar en mi sombreo de  jipa, el mismo de bautizar; pero, seguramente antes de instalarse  allí, sobre la propia firma J. A. Arévalo y Compañía, parece que anduvo por la mesa y volcando el tintero, me manchó todo el papel Bristol que llevé para mis planos.
Las pecheras acartonadas y brillantes de mis camisas estaban hechas un mosaico, en que andaban las huellas enlodadas de la gallina, y las terrosas manos de la gata, de aquella Lila con que jugaba Fernando, el fiado de mi tío Pedro.
Mas nos era eso todo.
Una marrana sinchada que Andrea engordaba para comprar el traje del Corpus, se había dado el gusto de rodar mi teodolito por todo el cuarto, y después que destrozó el fardo que lo envolvía, se dio a romper la cerradura de la caja.
Y es el caso que el instrumento no era mío; me lo había prestado Muños-Tébar, cuando aún no pensaba en ser candidato chasqueado.
¿Con qué cara me le presentaría yo al sumo pon-[76] tífice de los ingenieros, si el instrumento pasaba a la historia?
Era capaz de condenarme a la  propia suerte del puente de Guanábano, y no estaba entonces, como no estoy ahora, muy dispuesto a desplomarme y a caerme.
Había más todavía.
Lila, que había parido en esos días, andaba mudando sus gatitos, y no encontró mejor refugio que uno de mis bolsones, en que estaba mi ropa interior y mis pañuelos de mano.
Y es lo peor, que no había lugar a queja; en Venezuela se cree generalmente que una casa de campo implica desaseo, y esa comunidad de vida con los animales domésticos, que las da el aspecto del Arca.
Malas mañas que serás siempre una rémora al progreso; porque el dejo y el descuido, lejos de levantar, deprimen la condición humana.


XXIX

Todo tiene su compensación.
Tras de aquellas escenas brutales y asquerosas, me reservaba mi suerte a Luisa, que vino a traerme el dulce de mamey.
Llevaba un traje blanco con orlas negras, y la desazón del insomnio, que la produjo un fuerte [77] dolor de cabeza, la obligó a ceñirse las sienes con un pañuelo.
Parecía una Carlota, con la imperial diadema sobre la frente; al mirarla, me puse de pie y quise exclamar:
-¿Salve Regina?
Sonreía de una manera más dulce y más triste que de ordinario; en su pálido semblante había como tintes de bochorno, acaso por el espectáculo que acababan de dar su padre y su madrastra, acaso por el lastimoso estado de mi cuarto.
-¿Cómo te fue?
-Bien, gracias. ¿Cómo has pasado el día?
-Mal... Te dilataste mucho.
-Sí, buscando a Tigre.
-Él no fue contigo.
-Pero creía que me había seguido.
-Yo lo tuve preso; de ahora en adelante debe estar conmigo.
-Como guste, prima; pero por no habérmelo avisado, voy a castigarte.
-¿No comes el dulce?
-¿Cómo no he de comérmelo, si lo hiciste tú?
-¿Cómo me castiga entonces?
-No entregándote un regalo que te traigo.
-A ver, ¿qué será?
-Un par de pichones de paloma... son dos tortolitas sencillas como tú, que me dieron en la Fundación, y que quiero que críes para que te acuerdes de mí, cuando se arrullen en su nidito de paja y [78] plumas; en esas horas benditas en que al amor baja como el rocío a poner en todas partes un germen de vida.
Luisa me miró fijamente; tomó el nido con los pichones, y luego dijo, al ponerlos en el ahuecado delantal:
-¡Qué bonitos! Y la madre, ¿qué se haría?
-La madre -dije- llorará por ellos como yo he de llorar por ti...
-Eso... eso lo cantan aquí.
-¿Cómo dicen?
               "Toma, niña, esta paloma;
que del nido la cogí:
        su madre quedó llorando
    como yo lloro por  ti."

Había tal gracia en su expresión, tal ritmo en el timbre de su voz, que hubiera querido devorarla a besos.
-¿Tú llorarás por mí?
-Sí; pero tú... tú te irás, Carlos, y no volveré a verte...
-Sí me verás; y me verás para siempre.
Sonrió tristemente; balanceó la cabeza sobre los hombros y me contestó:
-Para siempre... para nunca, será mejor.


XXX

[79] Carmelita, después del sopapo que le asestó mi tío, rebujaba toda la casa.
Tiraba muebles contra el suelo;  sacudía colchas y sábanas; volteaba baúles y amontonaba vestidos.
-¡Me voy! -gritaba-, ¡me voy de esta casa! Bien decía yo que este maldito viejo trataba de lucirse delante del sobrino. ¡Miren ustedes!, ¡pegarme a mí, que soy tan señora de mi casa! ¿Por qué no le pegará a sus hijas? Yo no soy su esclava;  y de serlo, tampoco me dejaría maltratar, porque a mí ningún hombre me ha pegado. Él lo hace valido de que soy sola; si yo tuviera quien viera por mí, otro gallo le cantara. Miren el perro del viejo, tan requetegrosero...
 Y mi tío, que no se dormía en las pajas, andaba en las mismas por el trapiche.
Insultó al mayordomo y a Bartolo, el sobrino; le dio con un bagazo a una emburradora, y le rompió la cabeza a un chico.
-¿Qué diablos tendrá mi tío?- le pregunté a Andrea.
-¿Y a usted qué le importa saberlo?
-¿A mí?... nada. Doy a usted las gracias.
-Usted dispense.
Y se largó a soplar un anafre en que calentaba las planchas.
[80] Indudablemente, a mí no se me hacía allí una recepción unánime.
¿Serían otros venezolanos que no los mismos que se las hacían a Guzmán?
El mayordomo y su sobrino, Carmelita y Andrea, es decir, dos para dos, me hacían la guerra.
Sus razones tendrán -pensé.
Y me fui al patio a conversar con Perucho, que estaba muy amoscado junto a una mata de bellísima.
-Avíspese, amigo -le dije cariñosamente.
-Esto me duele mucho -y quiso llevarse la mano a la espalda.
-¿Y no te has hecho un remedio?
-No, señor.
-¿Por qué?
-Porque no tengo quien me lo haga: como mamá murió...
Aquellas frases partían el alma.
-Pues bien; vete donde Luisa y dile en mi nombre, que te cure.
-Ella está también enferma.
-No importa; ve a curarte y vuelve con ella, si puede salir.
-¿Y usted me lleva a Caracas?.
-Sí, hijo.
En esto venía mi tío, hecho un toro.
-¡Casimiro! -gritó a un muchacho-. Sácame un poco de zumo de cocuiza para curar a Perucho.
-Es cuanto cabe -pensé-. ¿Cómo vienen al mundo hombres tan brutos?


XXXI

[81] ¡Ah! ¡la santidad del hogar!
¡Qué de farsas hay en estos desgraciados pueblos de la América!
Los resabios del despotismo español, de esa civilización que arrancó de los fúnebres cerebros inquisitoriales, han echado profundas raíces aquí.
Nosotros tenemos dentro del hogar una dictadura odiosa, escuela donde se forman siervos para las dictaduras políticas.
Los hijos se levantan bajo el látigo;  sistema más propio para producir esclavos para las tiranías que para crear ciudadanos a la República.
Ningún padre tiene en cuenta el carácter nacional; ninguno piensa que bajo esa vivacidad y esa altivez de los venezolanos, hay un fondo de bondad que nos enaltece.
Es un contrasentido que a un ciudadano se le lleve a la cárcel porque viole el derecho ajeno pegándole a otro ciudadano, mientras un padre, por el solo hecho de serlo, maltrata a un hijo, violando el doble derecho de hombre y de niño, que  reclama  protección por su debilidad.
Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato?
Contra padre no hay razón, se dice generalmente, y de puertas adentro,  no  he  visto cosa mejor que ser padre para tener a quien maltratar.
[82] Mi tío Pedro era un soberbio animal.
Cuando José, su hijo mayor, muerto prematuramente, fue al colegio, dio mi tío notaciones de no tener seso.
Ya se sabe que nuestros colegios no son más que un negocio productivo; si bien los maestros dicen que se sacrifican por sus discípulos, y que estos contraen deudas sagradas de gratitud para con sus segundos padres.
No sé cómo puede uno ser deudor de quien le maltrata.
Mi padre le recomendó al Colegio donde yo estaba, que decían ser el mejor.
Era el director un hombre de buena edad: cuarenta años contaría a los sumo; fue tenedor de libros en una casa mercantil, y luego se hizo maestro de escuela: su clientela le llevó a hacerse director de un colegio.
La educación mercantil de este señor, educación recibida ahora treinta años, hace comprender perfectamente que no tenía ni cursos científicos, ni esa instrucción general, nacida con el espíritu del siglo, que habilita al hombre para tener todas las carreras.
Además, es un punto convenido que sólo las medianías se dan a la labor de enseñar: para los talentos superiores no tiene atractivos lo que nunca cambia, porque el progreso es el movimiento.
"Una cátedra en la Universidad tiene aliciente: ella envuelve algo de levantado que ciñe aureola [83] de gloria, y deja huellas en las generaciones, porque sirve a una causa, ensañando los principios de una escuela."
Era, pues, el director un hombre inculto, adocenado, vulgar; que llevaba en el corazón la espina de preocupaciones sociales a que debiera ser extraño.
Era, como dicen los teólogos, un hijo del pecado; y el muy imbécil pagaba su tributo a las debilidades humanas, odiando cordialmente a los hijos legítimos.
¿Qué culpa tendría él de que su madre no hubiera sido casada con su padre?
La misma que teníamos nosotros de que los nuestros hubiesen llenado ese precepto social.
Mi padre le profesaba singular cariño, porque decía que me había "amansado" y se lo recomendó a mi tío Pedro, porque era José recio de carácter, como yo.
-Este muchacho -le dijo mi tío- es un facineroso; tiene vicios (¡vicios a los doce años!) que es preciso que olvide; a usted le toca esa tarea; se lo entrego, y sepa usted que si lo mata, bien muerto está.
Y no se inmutó después de ese discurso, que no se oye ni en boca de caníbales.
-Yo quiero -añadió- que estudie y que haga oficio a un tiempo mismo; procure usted que barra toda la casa, que lave los platos, ponga la mesa, etcétera, etcétera y que no salga a la calle.
[84] El otro no se hizo esperar mucho; además de la pensión ahorraba un sirviente.                         
Y el pobre José fue la burla de todos los compañeros. A las cinco de la mañana estaba de pie, con la escoba y la regadera, y cuando iba a tomar parte en nuestros juegos, no faltaba quien le dijera:
-Vete, que aquí no queremos sirvientes.
Iba a misa los domingos, como íbamos todos; y cuando se nos mandaba a paseo, él se quedaba en el colegio rayando el papel para las planas de todos los demás.
Yo, como primo suyo, me compadecía de él y le buscaba a menudo para conversar. Un día me lo prohibieron terminantemente, so pena de que podía corromperme.
Aquellos vejámenes, aquel rigor exagerado, los soportó durante un año.
Cierto día me confesó que pensaba fugarse y que acudiría a mí para que le ayudara. Le facilité un par de alpargatas y cinco pesos, con los cuales tomó el camino una mañana, domingo de Pascua, por cierto.
Desde entonces fue un hijo perdido para mi tío.
Le persiguieron y hubieron de capturarle; pero él, fuerte y con una entereza de carácter impropia de su edad, se defendió valientemente.
Fue entonces que recibió el golpe sobre el pulmón, que le llevó a la tumba siete meses más tarde.
¡Y todas estas cosas se hacen por nuestra felicidad!
[85] Ingenuamente lo confieso: cuánta amargura llevo en el corazón, la adquirí allí, en el colegio; porque la humillación no abate los caracteres bien templados: los levanta.
Después de todo, yo les preguntaría a mis padres y a mis maestros:
-¿Habéis logrado cambiar mis condiciones generales? ¿No habéis perdido miserablemente vuestro tiempo?
Cuando se palpan estas úlceras sociales se encuentra la causa del malestar de nuestro pueblo y se justifican los despotismos.
En vano haremos Constituciones políticas si no educamos ciudadanos altivos.
El vigor de las naciones tiene su origen más en el temple moral que en la fuerza física de sus ciudadanos.
Y con qué seriedad nos dicen estos maestros brutos:
-Nosotros somos vuestros segundos padres; vuestra gratitud nos está empeñada hasta más allá de la tumba, porque los sacrificios que os hacemos no se compensan con nada.
Bergantes.
¡Oh, costumbres bárbaras!                                                                                       
¿Cuándo pasaréis?


XXXII

[86] Yo estaba en un aprieto.
Mi tío, seguramente, iba a hablarme de aquellas escenas desagradables, y yo tendría que darle con franqueza mi opinión.
Fuimos a la mesa, y todos guardamos un silencio profundo.
Sólo Carmelita, que de cuando en cuando sollozaba, lo turbó para decirle a Andrea:
-Dale esta molleja de gallina a tu padre.
Y le pasó el tenedor, en cuyos dientes estaba pinchada la entraña.
Mi tío se la llevó a la boca en el mismo instante y devolvió el tenedor sin decir una palabra.
Ya me había extrañado que en una misma mesa se sentaran el marido que le pega a su mujer y la mujer a quien pega su marido.
Ahora debía subir de punto mi admiración, al ver aquellas caricias entre personas que debieran odiarse cordialmente.
¿Cómo se puede besar la mano que nos maltrata?
Mentalmente repetí el adagio de mi tío:
"Mujer y mula por la cintura."
Terminada la comida me fui al patio, y me acerqué a un grupo de peones que aguardaban a mi tío para que les diera la mitad de su jornal en fichas [87] y que les abriera luego la pulpería a fin de derretirlas allí mismo.
-¿Cómo la lleva el dotor? -me preguntó uno de ellos.
-Perfectamente, amigo mío; ¿y ustedes, cómo lo pasan?
-Muy bien; aquí pensando que mañana es día de la Cruz y el blanco quiere que trabajemos.
-¿Y ustedes no quieren?
-No, señor; porque mañana es día de fiesta, y además, como se acerca el Corpus, deseamos vestirnos de diablitos para ir al pueblo.
-¿Ya se lo han dicho ustedes?
-Sí, señor; pero él está como una macagua y nos contestó unas largas y otras cortas.
-Pero a él le pasa eso de aquí a luego-dijo otro-; yo conozco a don Pedro como medio  liso; es capaz de comérselo a uno crudo en una rabieta; pero se le pasan muy ligero.
-La verdad -añadió otro-; yo también lo conozco. ¿Se acuerda, camará, el día de los bueyes? Nosotros dijimos: ya mató al negro Santos; pero a poco se vino cantando bajito.
-Sí -contestó el interpelado-; lo mismo el día que se ahogó la novilla sarda. Entonces era yo bueyero, y dije: -Ya me despachó.
-¿Con que así es la cosa?-pensé yo-; pues no es un hombre malo el tío Pedro; la cólera es un movimiento natural; sólo el rencor acusa perversidad.
[88] Llamóles mi tío para despacharles y yo hice mi cálculo:
Ensillo de madrugada y me largo al pueblo: cuando regrese ya la tempestad habrá calmado.


XXXIII

Perucho y Luisa no tardaron en aparecerse en el patio: nos sentamos bajo una mata de resedá y comenzamos a hablar naderías.
Perucho, fastidiado de oírnos, exigió a Luisa que le contara un cuento.
-Yo no sé cuentos bonitos: dile a Carlos que te lo cuente.
-Cuéntaselo tú -la contesté.
-No, porque los que yo sé son muy feos, y me da pena contarlos delante de ti.
-¡Tonta! Empieza, que yo no oigo nada.
-No, cuéntalo tú.
-¡No, tú!
-¡Tú!
-¡Tú!
-¿Y si yo te lo exijo?
-Lo hago en el acto, pues tú sabes...
-Entonces -interrumpió Perucho- ¿usted quiere a Luisa más que a mí? Ella no se va para Caracas con usted, y yo sí.
-No es eso, niño: es que Luisa es una señorita, y los hombres debemos ser galantes con las damas.
[89] Luisa me miró y suspiró, y dándole una palmada en la rodilla a Pedro:
-Oye -dijo- que Carlos va a empezar.                                                                    
"Era una muchacha muy hermosa, a cuyos atractivos físicos reunía la belleza moral, que es como el perfume del lirio y la azucena.
"Vivía en el campo, triste y solitaria, y llevaba en el rostro las huellas de un dolor.
"Hablaba, y su voz tenía la cadencia melancólica de la Soy-sola, esa viuda de las selvas, que vierte en el follaje el dejo amargo de su eterna soledad.
"Era huérfana: faltó a su alma tierna y sencilla el calor de su madre, y en todos sus actos revelaba la debilidad de su ser moral. El que sufre, vive en la penumbra; sólo percibe las palpitaciones lejanas de la luz, y cuando la dicha quiere darle sus reverberaciones lo hace con la rapidez del relámpago que cruza el firmamento en las noches de tormenta.
"Un día pasó un joven por su casa y sintió por ella un amor de esos que cantan los poetas.
"Se hablaron y se correspondieron, y llevaron una existencia plácida y tranquila por algún tiempo.
"Después el joven se ausentó, y cuando vino de nuevo junto a ella la encontró desposada con otro hombre...
Luisa venía oyendo con vivas muestras de interés: la había pintado a ella y, quizás sin darse cuenta, escuchaba su propia historia.
Mas, al llegar al final, se irguió y exclamó:
-Ese cuento no es así.
[90] -¿Cómo es? -preguntó Perucho.
-El joven se fue y no volvió a acordarse de ella; entonces ella lloró mucho, y al fin murió de pena.
-Ese es otro cuento -repuse con viveza.
-No, es el mismo; las mujeres no olvidan, porque aman mucho.
-¿Y quién te ha enseñado eso?
-¿Qué?
-El cuento.
-¡Ah!... Lo leí una vez en un libro -añadió cortada y confundida.
-¿En qué libro?
Vaciló un momento, y respondió:
-En el Lenguaje de las flores.
-¡Ah, mentirosa! ¿Ves cómo me engañas? En ese libro no hay cuentos.
-Sí, hay unos versos a la flor de Mayo.
-Pero versos no son cuentos...                                                                                
Y acercándose a mi oído, murmuró:
-Yo lo inventé...
-Mal hecho -la dije-; esas historias no se inventan.
Perucho se fue a acostar.


XXXIV

Luisa se había acercado a una mata de lirio, y tronchando uno blanco, muy hermoso:
-¿Te gustan los lirios? -me preguntó.
[91] -Mucho, querida mía.
-Son muy vulgares, son como las muchachas del campo...
-No lo creas; el lirio es una flor muy estimada en los jardines.
-Es cuando los trasplantan; en el campo no valen nada; cualquiera que pasa los deshoja.
-Así sucede con todas las cosas, amiga mía; las flores que nacen a orillas del arroyo se van en la creciente; las que vienen a luz en los cercados se afinan con el cultivo y obtienen alto precio. Igual sucede con la Humanidad.
-¿Y cómo afinarías tú lo que creció grosero?
-Muy fácilmente -la contesté adivinando su intención-; el alma de una mujer es un pedazo de cera que recibe al calor de un afecto la forma que quiera dársele.
-Entonces el inconveniente está en querer... ¿Y te gusta la rosa?
-No mucho.
-La rosa es altanera y tiene espinas; son pocos los que llegan a tocarla sin que brote sangre. ¿Y la violeta?
-Es mi flor favorita; me encanta su modo de ser sencilla, modesta.
-A mí también me encanta.
-Porque entre tú y las violetas hay algo de común.
-¿Qué?
-La sencillez y la modestia.
[92] -No te burles, Carlos.
-Bien sabes tú que hablo en serio.
-Entonces, gracias por la lisonja.                                                                            
-No es lisonja; también sabes que peco de áspero.
-¡Ustedes los hombres tienen unas cosas!
-¿Y las mujeres?
-Nosotras, no; somos buenas.
-¿Como Carmelita? -pregunté maliciosamente.
-Calla, niño...
-¿Te ofende que la nombre?
-No, pero no me gusta que hablen mal del prójimo.
-Si es así, no podrías vivir conmigo, porque el día que yo no tengo de quién hablar, hablo de mí mismo.
-¿Y hablarás de mí?
-Por supuesto.
-¿Qué dirás?
-Que te quiero mucho...
Al tratar de ponerme un dedo en los labios, como la vez pasada, la di un segundo beso en la mano. Tornó a huir... y yo me fui detrás.
Mi tío estaba en el corredor, y al verme preguntó:
-¿Qué tienen ustedes?
-Que Luisa -contesté inmediatamente con el mayor aplomo- no quiere venirse del sereno, que la hace mal, y como la amenacé con decírselo a usted, ha querido llegar primero que yo.
[93] Si la explicación no le satisfizo, por lo menos aparentó tragársela.


XXXV

Mi tío Pedro estaba muy calmado.
Me senté frente a él, le ofrecí cigarros y me contestó:
-Gracias, Carlos: estoy mascando. Qué broma es casarse -añadió después de una pausa.
Ya estalló la bomba -dije para mi capote.
Y alzando la voz, le pregunté:
-¿Por qué, tío?
-Porque el matrimonio tiene muchos tragos amargos.                                            
-Pero todo tiene remedio.
-Sí; el matrimonio se cura con la mortaja.
-No tanto, que digamos, tiene un remedio más fácil.
-¿Cuál?
-El divorcio.
-¿Cómo? ¿Qué es eso?
-La nulidad o, mejor dicho, la anulación del matrimonio. ¿No lo sabía usted?
-No; había oído la palabra, pero creí que fuera un refrán. ¿Cómo es eso?
-El matrimonio, tío, es un contrato, que tiene por objeto la procreación y el mutuo auxilio; así como Blohm y Valentiner, por ejemplo, se han asociado para trabajar en el comercio, un hombre [94] y una mujer se asocian para cumplir una ley natural que rige la especie humana; y así como aquellos señores pueden terminar su contrato cuando mejor les plazca, los cónyuges pueden dar por caduco el suyo a voluntad.
-¿Y qué ley es esa que cumplen los casados?
-La del progreso de la especie humana, en cuya virtud los individuos deben aumentarla y mejorarla; se aumenta echando muchachos al mundo, y se mejora educando esos muchachos a fin de que, cuando les toque su turno, cumplan su misión con mayor suma de facilidad.
-Sobrino, tú, ¿es que tratas de burlarte de mí?
-No, tío; le hablo a usted la pura verdad; tales son las ideas modernas.
-Y después que descasan a uno, ¿se puede volver a casar?
-Claro que sí, pues lo contrario no tendría gracia.
-Pero, chico, aquí no hay de eso.
-¿De qué, tío?
-De ese divorcio.
-No, señor; nuestra legislación no ampara el derecho en ese punto; hay una cosa que llaman entre nosotros divorcio, pero que no es tal; es una mera separación, puesto que los esposos divorciados no pueden volver a contraer matrimonio.
-¿Y cuál es la razón para que aquí no lo haya tal como tú dices?
-Una muy sencilla: nuestra legislación viene de [95] fuentes que pudiéramos llamar viciosas: los legisladores venezolanos la han dado por copiar, sin saber qué copian; no sé si olvidando o ignorando que las leyes deben ser reflejo de las costumbres, producto de ellas.
-Pero aquí no se usa volverse a casar.
-Porque la ley no lo permite; pero en la práctica hay el nuevo matrimonio; ilegal, es cierto, pero existe. Aquí tiene usted a don Pantaleón: después que su esposa le adornó la frente con dos carameras de venado, la abandonó y se ha ido a vivir con esa mujer, y a formar una familia cuyos derechos no están bajo el amparo de la comunidad. Tiene a doña Juanita, que se fue con su amante y está formando otra familia, desamparada también. Si existiera el divorcio tal como debe de ser, ambos cónyuges estarían casados: el uno con esa mujer con quien vive y la otra con el amante que se la llevó. Resumen: dos familias desgraciadas por capricho. Y usted sabe que como estos casos hay cinco mil en Venezuela.
-¿Y por qué no tenemos esa institución?
-Por lo mismo que no tenemos otras muchas; porque no hay quien quiera romper con la tradición.
-La juventud romperá.
-Va por el mismo camino, en su mayor parte: además, tienen muchos enemigos esas ideas.
-¿Quiénes son esos enemigos?
-El clero y la ignorancia: nuestro pueblo no es, [96] si se quiere, fanático; pero deja hacer a los curas, y a éstos no les conviene que la luz se abra paso.
-Pues mira, Carlos; tu idea no me disgusta; pero si los curas han dicho que no les conviene, yo lo digo también.
-Ese es precisamente el mal.
-Pero, hijo, si nos han enseñado desde chiquitos a creer en los curas...
-Tiene usted razón; pero crea usted solo y no obligue a los demás a creer lo mismo que usted cree.
-No, niño; lo que los padres hacen, bien hecho está.
-Pues con su pan se lo coma.
Variamos la conversación, y al fin le dije:
-Tío, mañana es el día de la Cruz; y las muchachas quieren poner un velorio; necesito permiso de usted para el efecto.
-Déjate de alcahueterías con esas muchachas.
-Esa no es respuesta. ¿Sí o no?
-Mañana veremos.
-Yo me voy muy temprano para el pueblo.
-Antes de irte te daré la respuesta.
-Convenido: hasta mañana.
-Hasta mañana.


XXXVI


[97] Apenas entré en mi cuarto, llegó Luisa con la escudilla de leche.
-Te la llevé al corredor -me dijo-, y ya te habías venido.
-Así es mejor, porque puedo verte y hablarte.
-¿Y en el corredor no?
-No, el corredor está obscuro, pues ya se apagó la vela del farol; y además tu papá está allí.
-¿Y no puedes hablarme delante de él?
-No, porque no quiero cuando estás cerca de mi, que nadie me robe ni un rayo de luz de tus pupilas, ni uno solo de los ecos de tu voz.
Ella se ruborizó y extendiendo la mano, puso en las mías la taza de leche.
-No tomo un trago si antes no bebes tú...
-Por complacerte...
Y volviendo a asir la escudilla dio algunos sorbos y me la pasó de nuevo.
Tomé la leche y al devolverle la taza oprimí con la mía su blanca mano.
-Estás callosa -la dije.
-Del pilón.
-¿Y tú pilas todos los días?
-No siempre.
La miré fijamente y, según su hábito natural, bajó los ojos.
[98] Yo exclamé casi maquinalmente, entre los calofríos que me producía el contacto de su cutis:

         Para decirte cuánto te quiero,
  para decirte cuánto te adoro,
no necesito vanas palabras,
           pues para hablarte bastan mis ojos.

Había hecho, insensiblemente, un verso; malo, por cierto, pero que era el reflejo de la situación de mi ánimo en presencia de Luisa.
Además, ese cuarteto envolvía una declaración, que hasta entonces no había salido de mis labios, pero que estaba en mi corazón.
Ella lo escuchó sonreída y se quedó mirándome; luego, como saliendo de un letargo, suspiró y me preguntó:
-¿Es sacado de tu cabeza?
-Sí, hija.
-Entonces sácame otros, que yo quiero aprenderlos de memoria.
-Con mucho gusto, ángel querido; mañana te los daré.
Y dejándose besar la mano, salió del aposento.


XXXVII

Hay veces que quiero sustraerme a la reflexión.
Sobre todo, en ciertos instantes de dulce arrobamiento, quisiera echar de mí esta vieja fría que viene a espantar con su presencia ese enjambre de doradas mariposas que forja la fantasía.
[99] Amo la soledad y en muchas ocasiones la temo y la huyo; porque hay trances de la vida en que es necesario el voluptuoso vaivén de una ilusión para aligerar el espíritu.
Me metí en el chinchorro y cerré los ojos.
Luisa vagaba por mi imaginación con formas vaporosas y sutiles como las gasas de las mañanas de Diciembre.
No sé por qué la hermané en mi mente con los tipos semi aéreos de Shakespeare en su Sueño de una noche de verano.
Me volví a los recuerdos y ni una sola forma de mujer flotaba en aquel cielo en penumbras, como huérfano de un sol.
Cifras medio borradas; perfumes moribundos; rumor extinto de amorosos besos; notas que se apagaban a lo lejos... nada, en fin.
Luego, a la par de ella, el porvenir risueño y exuberante con el nervosismo de Musset aunado a la serena placidez de los poetas del Rhin.
Después...
-¿Por qué la amo? -me preguntaba-. ¿Por qué pienso siempre en ella? ¿Por qué me siento encadenado a su voluntad?
Pocas horas antes, no tenía la intención de ir tan lejos: casi insensiblemente llegué al borde del precipicio, y después de ya en él, era fuerza rodar por el plano inclinado de una pasión que me embriagaba.
No había ya lugar a retroceder; como Cortés,[100] había quemado mis naves, y como él debía internarme en pos de la fortuna.
¿Me amaría Luisa?
De niña, cuando jugaba en mis rodillas, yo la había acariciado mucho: vivió algún tiempo en casa, y llegó a querer tanto a mi hermana, que casi fueron inseparables.
Muerta María, yo quise reconcentrar en Luisa todo el inmenso amor que profesaba a aquella hermana perdida para siempre.
Ahora, al volverla a ver, ya mujer, me había producido tal impresión, que me dejaba arrastrar por su encanto irresistible.
¿Y qué podía hacer yo por ella?
En estas cosas pensaba, cuando me acordé que debía escribir a mi madre.
-Manos a la obra, pues -me dije-, y me puse al escritorio.


XXXVIII

Al día siguiente, casi obscuro todavía, estaba en pie.
Mientras ensillaban la mula, abrí el balcón y fui a respirar el aire fresco y puro de las montañas.
Luisa vino a traerme el café y pude notar en su fisonomía cierta animación y placidez que no le eran peculiares.
-Parece -la dije-, que has dormido bien, te noto contenta...
[101] -Sí -me contestó-: me dormí tarde; pero pasé la noche en un solo sueño: ¡vi tantas cosas!...
-¿Cosas buenas?
-Magníficas: ¡soñé con mundos nuevos, con algo que me era desconocido!...
-¿Sí? Porque tu alma despierta, prenda mía, al primer soplo del amor; porque tu naturaleza se sacude blandamente, tal así como se mecen los juncos de la laguna al beso de la brisa. ¿Verdad que es muy bello el amor? Tiene horizontes infinitos, perspectivas brillantes, cielos nacarados, días de luz espléndida, sonoras vibraciones, perfumes arrobadores y la voluptuosa languidez del deseo.
Ella se había ruborizado; y bajando los ojos se puso palpitante y nerviosa.
Tomé su blanca mano, la miré con todo el fuego de mi alma, y apartando los negros rizos de su frente, torné a mi plática:
-¿Verdad que sí es muy bello? Cuando se ama, Luisa mía, se llevan en el pecho el aroma de los lirios y las amapolas, las armonías del ave que juega en los emparrados del jardín, el fuego vivificante del sol, y el grato rumor de los arroyos que bajan de las verdes faldas de la montaña...  Mas ¿por qué te pones triste? ¿Por qué callas?...
Un ligero temblor le agitaba: sus labios quisieron sonreír y sólo se animaron al paso de latidos nerviosos: las negras pupilas parecían húmedas, y al rozado color de sus mejillas, sucedió el rojo de la púrpura: oleajes de sangre le subían del agita- [102] do seno. La contemplé un instante, y pasándole el brazo por el delgado talle, recliné su cabeza sobre mi pecho.
Se estremeció, como animada por el rápido contacto de una corriente eléctrica; cerró los ojos, los apretó mucho, mucho, y se quedó como dormida en un suspiro.
Pocos momentos duró aquel éxtasis: abrió los rasgados párpados, suspiró de nuevo, y como avergonzada de sí misma, se echó a llorar silenciosamente.
Yo enjugué sus lágrimas: quise beberlas, y al posar mis labios en sus ojos, tornó a reclinarse sobre mi pecho, y un nuevo vértigo conmovió su ser.
Al sacudirse de aquella pesadilla me miró con estupor: se mesó los cabellos y salió precipitadamente.
-¡Pobrecita! -dije para mí-, el amor tiene encantos por que misterios;  esta hermosa niña comienza su aprendizaje...


XXXIX

Mi tío me preguntó si ciertamente era día de la Cruz; y cuando se lo aseguré, me respondió con tristeza:
-No lo sabía; ¡así se vive en el campo!...
Luego añadió:
-Algunas veces me preocupa la suerte de estas muchachas.
[103] -Realmente, tío, da lástima ver cómo se consume su existencia en estos sitios.
Me miró fijamente; sus ojos brillaron con resplandor peculiar, y moviendo la cabeza, como contrariado por mis palabras, exclamó:
-¡Lástima! ¿Por qué? Ellas viven de lo suyo, y no le piden nada a nadie; además, la mujer no sirve más que para la cama y para remendar la ropa, cuidar sus hijos, si los tiene y rezar. ¿No lo crees así?.
-No, tío -le respondí sonriendo tristemente-; no es esa la misión de la mujer en nuestros días.
-¿Y no son así todas las nuestras?
-Por desgracia, así es la mayoría de nuestras mujeres; pero eso no quiere decir que no debamos aspirar a mejorar su condición. La mujer venezolana, tío, es el único tesoro que hemos salvado en el naufragio de nuestras virtudes, y duele verlas arrastrando esa existencia miserable a que las condena una educación que las cierra todos los caminos. Si se tratara de formar monjas, muy buenas estarían; pero para madres de familia, dejan mucho que desear, porque una madre es la más alta concepción humana, como que moldea el ser moral de sus hijos, después de haber modelado su materia...
-Cállate, niño, no seas mentecato. ¿A quién has oído eso? Déjalas que recen, que pilen y muelan, que remienden la ropa y hagan un buen sancocho...
-No, tío, ese es el origen de todos nuestros males, no tenemos hogar, mal podemos tener patria.
[104] -¿Qué sabes tú de eso?... Si ahora les enseñan más de lo necesario, porque tocan piano y cantan y hablan en lenguas...
-Dejemos más bien la discusión, tío; no hay peor sordo que el que no quiere oír; hablemos de otra cosa. ¿Da usted permiso para el velorio?
-Sí, hombre, sí.
Y me volvió la espalda.

XL

Ya a caballo, recordé a Luisa que mi tío daba permiso para el velorio de esa noche; y me despedí prometiéndola regresar muy temprano.
-Cuando uno está enamorado -me decía por el camino-, se pone muy estúpido; yo creía que jamás me enamoraría; pero caí en el garlito sin saber cómo ni cuándo; ahora sólo me quedará el placer del recuerdo... cuando desate las cartas del Luisa, cuando remueva las marchitas flores en el fondo de un cofrecito... Corramos el albur...
Y embebido en estas reflexiones llegué al pueblo.
Eran cerca de las diez de la mañana y la misa no había terminado todavía.
Los establecimientos estaban cerrados; las casas solas. Toda la población estaba en la iglesia, pues había venido el cura del pueblo vecino a pronunciar el sermón.
-Pues a la iglesia -me dije-, que al fin me divertiré allí.
[105] Y al atravesar la plaza para entrar en el nido del fanatismo, me llamaron.
Era un amigo, compañero de colegio que, después de terminada su carrera, se había ido a Cúa a ejercer su profesión.
Después del abrazo de ordenanza, hube de preguntarle cómo estaba de dinero.
-Mal -me respondió-, aquí la gente no se enferma; entre el boticario, el cura y yo, hemos convenido que despacharemos a los buenos ya que nadie quiere ponerse en condiciones de recetarse y morirse.
-Bien pensado -le dije- es preciso ganarse la vida; entre nosotros, querido amigo, la mejor profesión es ser cura o general.
-Ya lo sé: la ciencia, hasta hoy, es para los venezolanos que a ella se dedican, como el gancho del trapero, o el cuchillo del zapatero; pesa sobre nosotros una atmósfera de plomo, todo está en calma, con esa tranquilidad de los cementerios.
-Y que mucho que se sienta ese malestar, si llevamos parálisis en el cerebro y anemia en el carácter; nadie piensa, nadie tiene voluntad propia, nadie conserva rasgos de la antigua dignidad.
-La tiranía -me dijo al oído-; la tiranía que absorbe nuestras fuerzas físicas y morales; no tenemos ciudadanos, y es necesario que no tengamos república, los dioses se fueron.
-¿Y crees tú que los hubo alguna vez? El presente es una consecuencia del pasado, las genera-[106]ciones actuales tienen dolores y miserias que son como detritus de miserias y dolores de otras generaciones; en las sociedades hay atavismo como en los individuos.
-Pero el pasado nuestro fue mejor.
-Lo niego: el malestar del presente nos hace volver la vista hacia tiempos que fueron, y de los cuales no nos dimos cuenta nosotros; sabemos de ellos lo que nos refieren los que estuvieron interesados en los sucesos de la época; y esos ven aún las cosas a través de su prisma peculiar, porque el hombre no dejará de ser hombre nunca y debe llevar consigo todas sus debilidades.
-Luego, ¿tú no crees en las excelencias del pasado?
-Las niego rotundamente: Venezuela tuvo su edad de oro eminentemente contemplativa y patriarcal; era la emanación de un arreglo social, que partía del privilegio y que al privilegio convergía; el espíritu de la época presente es de lucha, los obreros del progreso van armados de una piqueta, porque su misión es demoler.
-¿Y cómo saldremos de este estado de inercia política y social?
-Moviéndonos, moviéndonos con la rapidez del vértigo.
-No tenemos ideales.
-Sí que los hay, querido amigo; sentimos la necesidad de un porvenir mejor, pues he ahí el ideal; alcanzarlo, luchemos.
[107] -¡Es siempre tu mismo espíritu batallador y revolucionario!
-El mismo...
Alzaban en la iglesia, las recámaras y los truenos del altozano hacían trepidar la atmósfera, y tomando a mi amigo por el brazo, le llevé hacia el reguero de pólvora.
-Vamos a aspirar ese humo, que es el aliento del progreso.
-Cómo, ¿la pólvora?
-Sí, la pólvora; el progreso humano se realiza en series, y cada una de ellas arranca de un dolor íntimo; las etapas de la civilización se marcan con sangre, y la sangre pende de la punta de las espadas; esas gotas, amigo mío, son las lágrimas del progreso.
-Me extraña oírte hablar así... la civilización moderna condena la guerra por que vierte sangre.
-Sí; porque la civilización moderna ha cortado a la Humanidad una camisa muy holgada, como decía Larra, y en vez de recortarla a la medida de su cuerpo, quiere que la Humanidad crezca hasta que le venga bien. Se olvida eso que acabo de decirte: el progreso se realiza en series, y cada una de ellas arranca de un dolor íntimo.
-Pero eso destruye el ideal.
-No, lo vigoriza: el ideal está lejos, muy lejos, y vamos hacia él; para llegar allá, se cae y se levanta, se llora y se ríe; pretender alcanzarlo de un salto es un lirismo chocante; es querer perturbar a la Naturaleza, y ¡guay de aquellos que violan sus leyes!
[108] -El mismo revolucionario, el mismo demagogo...
-No, demagogo no soy; salvo que tomemos la palabra en la significación que tiene aquí; demagogo es en Venezuela todo el que tiene carácter; todo el que no se pliega; todo el que sabe estimar su dignidad. Las ideas que acabo de emitir te prueban que soy harto moderado; la escuela que inscribe en sus banderas este lema: El progreso se realiza en series, no es la demagógica. ¿Sabes lo que yo quiero?... Que el lote de progreso que corresponde a cada época se realice íntegra y espontáneamente. En la obra de la Naturaleza no cabe ni artificio ni violencia por parte del hombre, porque es producir efectos contrarios a aquellos que se desean; yo lucho contra esos apóstoles de la mentira y de la infamia, que bastardean las revoluciones y desacreditan los sistemas, porque ellos van de error en error hasta entregarnos a una tiranía que absorbe el derecho y esteriliza la razón, y conste, una vez por todas, que yo protesto lo mismo contra las dictaduras religiosas, literarias y filosóficas que contra las dictaduras políticas...
-Está saliendo la gente de misa; vamos a ver las muchachas y a saludar a los amigos.
-Vamos.


XLI

[109]  Formamos con los demás hombres que salían una larga línea de batalla, ondulante, desordenada y estrecha, para obligar a las mujeres a desfilar por nuestro frente.
-Mira aquella indiecita -decía uno-, ¡qué bonita!
-¡Qué chinga tan salada! -exclamaba otro.
-¡Ave María Purísima! ¡Eso es lo que se llama una vieja fea!
-Parece un golpe en la espinilla.
-Un tropezón en noche obscura.
-Un dolor de estómago.
-Un acreedor.
-¡Ah!..., pero aquella carita sí vale la pena. ¡Qué elegante!
-Tiene buena talla.
-Es de buen fuste.
-Debe tener muy buenos movimientos.
-El doctor Méndez debe saberlo.
-¿Es su esposa, chico?
-No.
-Y ¿por qué dicen eso?
-Maledicencias.
-Lo creo; la gente en estos pueblos es muy habladora. Ven a cualquier doctor enamorando una muchacha y ya dicen que tiene relaciones de otra especie con ella.
[110] El doctor Méndez se ruborizó un tanto; me tomó del brazo y me dijo:
-Voy a presentarte unos amigos.
Así lo hizo; y ya que vamos solos en altozano, él, los recién presentados y yo, cuando hubimos de volver la vista a la calle trasversal.
Eran los diablitos que venían con la guitarra y las maracas, haciendo un ruido infernal.
Una turba de chiquillos y viejos; la gente pobre y los acaudalados del lugar, seguían la comparsa de diablos.
-¡A que no pasan por aquí! -exclamó uno de nuestro grupo.
-¿Por qué?
-Porque el diablo le tiene miedo a la cruz y nosotros estamos en la iglesia.
-Si vienen -añadió el otro-, les echo agua bendita- y sacó un frasquito que llevaba en el bolsillo.
-¿Y usted lo lleva siempre? -pregunté.
-No, señor; pero como hoy hay diablitos, lo saqué.
-¿Usted les teme?
-Yo no; mi hermana; y me hace prevenirme.
-¡Usted les tiene miedo!
-Un poco -le contesté-; sobre todo a los cuernos, aunque no soy casado.
-Pues mire usted, doctor: yo, como tengo negocio de ganado, me he acostumbrado a los cuernos de tal manera, que no me asustan; en casa los [111] tengo arrinconados, y mi mujer toma a empeño acomodármelos de manera que no estorben; porque como la casa es tan pequeña...
Méndez sonreía maliciosamente; yo volví los ojos para no reventar de risa.
-Están tejiendo la cinta.
-¿De veras?
-Sí.
-Vamos a verlas.
-Vamos.
Y nos acercamos al grupo de admiradores.
Ocho cintas, de varios colores, pendían de la punta de una vara de maguei, pintada de rojo y azul, con onoto y añil; y cada diablo, tomando la suya, tocaba sus maracas, agitaba la campanilla del rabo, bailaba y tejía.
Uno de ellos, cuya máscara ostentaba dos cuernos de chivato, se enredó cuando hubo de inclinarse para hacer el tejido, y rompió la cinta.
Una lluvia de improperios y risotadas cayó sobre el imbécil; mas uno de los espectadores le arrojó un limón; y el que hacía de jefe de la cuadrilla le descargó, indignado por su torpeza, dos zurriagazos de padre y muy señor mío, que le rompieron la correa del mandador.
Y ya concluida la evolución, cuando los otros nos estiraban sus pañuelos para que les pagáramos la gracia, el torpe no recogió ni un solo centavo.
Los diablitos siguieron por la calle real, entre la multitud de curiosos.
[112] Nosotros entramos al establecimiento en cuya puerta se había efectuado la función, y convinimos unánimemente en que el señor del agua bendita, a quien su mujer le acomoda diariamente los cuernos, tenía inspiraciones magníficas.
Acababa de invitarnos a tomar ron.


XLII

-Hoy almorzarás conmigo -me dijo Méndez.
-Con mucho gusto.
-Si mi casa no fuera tan pequeña -objetó el de los cuernos- les invitaría a ustedes.
-Gracias, Pascual -contestó Méndez-; ya sabemos que los cuernos ocupan hasta el último rincón de tu casa: te dispensamos del convite.
-Pues la mía -añadió el otro que era nada menos que un picador -está a las órdenes de ustedes, señores, ya allá será que almorzaremos.
-Y yo acepto en mi nombre y en el de Carlos, esa invitación, pues sé que Clara no se descuida y nos obsequiará a las mil maravillas. Tendremos un buen almuerzo, chico.
-Gracias, doctor, por su favores; yo no tengo más que buena voluntad para los amigos; soy pobre, usted lo sabe, y lo poco que puedo ofrecer es con muy buen afecto; sólo le exijo al señor -dirigiéndose a mí- que me dispense.
-No tenga usted cuidado-le contesté-; yo [113] agradezco su buena voluntad y no me preocupo por la calidad del obsequio.
- Pero es que hay una cosa -agregó como apurado.
-¿Y qué es?
- Yo vivo con un cuero.
-¿Cómo es eso?
-Que yo no soy casado... y quién sabe si a usted no le gusta ir...
-No, mi amigo; no se intranquilice por eso; yo soy muy partidario del amor libre; pienso pedirle al Gobierno un área de tierras baldías para fundar una colonia modelo. Mi moralidad no se espanta por tan poco.
-Vaya, pues... ahora tomemos otro palito.
-Que venga el otro palito. ¿Tiene usted brandy? -pregunté al pulpero.
-No, señor; ron, amargo, anisado y champurrio.
-Deme a mí amargo y a estos caballeros lo que gusten.
-Estás muy popular -me observó Méndez.
-¿Lo dices por lo del amargo?... Pues querido, no hago más que cuidarme; ese ron mata como veneno.
- No lo dudo; pero como no se pierde nada...
-Ya lo veo: al menos tú, el boticario y el cura ganarían. Ya sé que más se perdió en Coplé, pero te juro que no entra en mis cálculos pasar al otro barrio.
-Usted tiene razón -dijo el de los cuernos-;  [114] yo no bebía ron hacía tiempo, porque el último aborto de mi mujer fue ocasionado por unos miados que tomó de ron.
-Con que abortó la señora de usted. ¿Y era su primer hijo?
-No, señor; tengo cuatro, el doctor Méndez les conoce. ¿No es verdad, doctor, que ninguno se parece a mí? Uno es indio, el otro es catire, catire; el otro es un zambito muy avispado y el otro es más blanquito.
-¿Y son hijos de usted todos?
-Sí, señor -contestó sin inmutarse, en tanto que Méndez y Guillermo, el picador, se sonreían.
-¿Y por qué son tan diferentes?
-Le diré; la señora Segunda, una curiosa que vive en Cucharito, dice que eso es de nación, y que está en el clima.
-Indudablemente -asentí, haciendo esfuerzos por no desternillarme-; esa señora debe ser una eminencia; y fijándole la vista a Méndez, que se tragaba los puños: -Es tu rival.
Méndez me dijo que sí con la cabeza; estaba de lo más comprometido.
Yo no podía contener la risa, y al asomarme a la puerta para volver el rostro y reponerme un tanto, vi venir un grupo, que gritaba y se reía.
-¿Qué es aquello? -pregunté.
-Es la tarasca -contestaron a un tiempo mismo mis compañeros y el señor de la pulpería, que se agregó a los curiosos.


XLI

[115]  -¡Qué cosa más fea! -exclamé.
-Se parece -objetó Méndez- al alemán latonero que vive en Caracas, en la esquina de...
-Exacto. ¿Y va en zancos?
-No, señor; esa es una armadura de madera forrada en tela que, como usted ve, imita las enaguas y el talle de una mujer; dentro de la armadura van dos o tres hombres.
-Juro a ustedes que jamás había visto ese muñeco... Y ahora comprendo por qué hay tanta gente fea, tantas caras grotescas en estos pueblos.
-¿Por qué? -preguntó el de los cuernos.
-Porque -contestó Méndez- el feto toma en el vientre, en cierto período de su desarrollo, las formas de la imagen dominante en el cerebro de la madre; una mujer que se impresione con los diablitos o la tarasca, le da a su hijo las líneas groseras que perduren en su imaginación.
-Eso es una verdad -añadió el picador-; digo, si sucede lo mismo con las bestias que con los hombres; porque las sabanas dan pelos conforme al color de la tierra.
-Sí, sucede lo mismo -afirmé yo-; crea usted que entre los hombres y los caballos no hay grandes variantes; sobre todo, hay ciertos hombres que parece debieran haber nacido caballos.


XLII

[116] -El fenómeno es el mismo en ambos casos -agregó Méndez-; es un movimiento fisiológico, del cual debiera aprovecharse la humanidad para mejorar las condiciones físicas de la especie.
El de los cuernos escuchaba con tamaña boca abierta; luego, como saliendo de su estupor, exclamó:
-¡De verdad!... ¡Y a mi mujer que le gustan tanto los diablos y la tarasca!... Por eso dice la señora Segunda, la curiosa de Cucharito, que ella asistió en Yare a una mujer de parto, que tuvo una chiquita con una verruga en la frente, como si fuera un cacho...
-Pues tenga usted mucho cuidado, amigo Pascual; una mujer así como la suya es muy propensa a fenómenos...
-La voy a hacer confesar, para que el señor cura la regañe...
-Hará usted muy bien; y nosotros también, si nos tomamos el otro trago y nos vamos a almorzar.


XLIII

Durante el almuerzo, que no fue del todo malo, proyectamos un baile.
-Lo difícil es la música -dijo Méndez.
-La buscaremos; es imposible que no bailemos hoy.
[117] - Veremos. ¿Por qué no aguardamos a la noche?
-Porque estoy comprometido a ir a Peonía temprano; estamos allí de velorio, y habiendo dado mi palabra...
-Comprendo... estás enamorado de la prima.
-¡Oh! ¡No!
Y me ruboricé a tal punto, que yo mismo sentí el fuego de mis orejas.
-¡Oh! ¡Sí! Estás enamorado como un bellaco.
¿De cuál de las dos?
-De ninguna.
-¡Buena gracia! ¿Cómo quieres negarlo? Mira, yo no te hago cargos; pero te advierto una cosa.
-¿Cuál?
-Que tu tío es un solemne animal, muy malcriado y puede hacerte una mala partida.
-Creo que le juzgas ligeramente.
-Al contrario; respetando tu parentesco con él y tus simpatías hacia una de sus hijas, soy muy corto en mis apreciaciones; tú sabes que soy bastante franco y que soy tu amigo; tu tío personifica esa generación estúpida que, por fortuna, se hunde en el sepulcro.
-Luego tú crees...
-Las muchachas, sobre todo Luisa, son excelentes; tu tío no es malo, en realidad; pero aquella Carmelita...
Méndez me decía la verdad; me era duro oírla; pero... ¡era la verdad!...
Yo la sabía tan bien como él.
[118] - Pero, bien. ¿Qué hay de baile?
-Bailaremos con un pianito.
-Convenido. ¿Y me acompañarás a Peonía esta noche?
-Mucho desearía estar contigo más tiempo; pero yo también tengo aquí mis compromisos...; te ofrezco ir el domingo a cazar. ¿Tienes aquí a Tigre?
-Sí, aquí está; tú sabes que es mi inseparable compañero, y si no lo traje hoy fue porque...
-Porque lo dejaste cuidando a la prima; ya sé yo que ese pobre perro no tiene más oficio que cuidar tus niñas.
-Eso no es cierto -repliqué vivamente-; aunque algunas muchachas de Caracas lo tuvieron de guardián, en esta vez lo dejé en Peonía, porque no hace buena amistad con la mula; te juro que no hay nada de particular entre mis primas y yo.
-No necesito que lo jures, pues un amorcito es la cosa más natural...; sólo que noto cierta insistencia en negarlo.
-Sabes que nunca me alabo.
-Pero a mí no me habías ocultado nunca tus empresas.
-Eso te prueba que no las tengo actualmente...
-Pues me alegro... Vamos a arreglar el baile.