Continuación...


XLIV

[119] Seis parejas, las mejores bailadoras de la parroquia, estaban en la casa de una comadre de Méndez.
Poco trabajo nos había costado reunirlas; los médicos tienen en todas partes un prestigio sui generis entre las mujeres; quienes, por otra parte, tratándose de baile no se hacen de rogar.
También estaba allí el organillo; y listos ya, no había más que comenzar el baile.
Así lo hicimos; y apenas habíamos gozado del primer vals, suspendimos el baile para atender a unos cantores populares.
Eran peones ganaderos que regresaban de Caracas para el Guárico oriental, y que, como de costumbre, llevaban la guitarra y las maracas.
Hicieron su introducción con es música lánguida y ardiente, peculiar de nuestros llanos; y luego rompió el de las maracas:

               Con el permiso de ustedes,
señores y caballeros;
al son de mi guitarrita
    voy a sacar unos versos.
        Al son de mi guitarrita
    voy a sacar unos versos,
  para que sepan las niñas
   cómo cantan los llaneros.
       Para que sepan las niñas
   cómo cantan los llaneros:
      que dondequiera que pasan
      dejan los buenos recuerdos.


Hicieron una pequeña pausa; tocándole al de la [120] guitarra comenzar, alternando con el de las maracas:

   

 Mi zamba no necesita
que le regalen espejo,
         cuando se mira en mis ojos
      me dice: ya tengo sueño.
         Tengo una vaquita mansa,
     la vaca más buena moza;
con el fondo de canela
   y manchas de mariposa.
Una vez le regalé
    un camisón de recuerdo,
unas argollas de plata,
una pava y un pañuelo.
 Yo la tengo destinada
      para un regalo a mi  novia;
    ha de llevar cuatro mautes
y dos o tres novillonas.
Entonces ella me dio
un mechoncito de pelo
con un plumaje de garza
             que uso siempre en el sombrero.
       La noche que yo me case
   ha de ser noche de gloria;
 pues bebo luz en su ojos
     y miel de abeja en su boca.
        Cuando salgo queda triste,
      triste pensando en su negro,
   y alegre como una pascua
   la jallo yo cuando güervo.
   Si no me caso con ella
   ¡la pobre!, se vuelve loca
     porque la mujer que quiere
      cuando la engañan se atonta.
    De noche cojo mi cuatro
  y le saco muchos versos,
y ella paga mi cariño
    con un enjambre de besos


Hubo otra pequeña pausa; tocóle romper al maraquero:

             Me dijiste que eras firme
           como la palma en desierto,
             [121] si la palma fuera firme
       no la tremolara el viento.
                Cuando las mujeres quieren
   nadie las puede atajar,
            porque esos no son caballos
que resisten un bozal.
        Se cae la Magdalena,
   la misma Virgen María;
    todas las mujeres tienen
 su resbalón de cotizas.
            Sobre la yerba, la palma,
        sobre la palma, los cielos,
sobre mi cabello yo,
        y sobre mí,  mi sombrero.
          Que se vayan a los llanos
       todos los doctores juntos,
          para que prueben los pillos,
   La punta de mi bejuco.
                  Es mi espejo un pozo de agua
y mi rancho una mata,
   mi  comida un merecure
y mi delirio una vaca.
            Cuando ensillo mi caballo
y me fajo mi machete
         no envidio la suerte a nadie,
        ni aun al mismo Presidente.
            Todo el que tiene dinero
tiene la sangre liviana,
          aunque su padre sea un tigre
    y su madre una caimana.


Al hacer otra pausa les dimos las gracias y un par de fuertes, que el guitarrero deslizó por el oído de su instrumento: entonces les tocaba a ellos cumplimentarnos:


                Muchas gracias, caballeros,
          por las bondades de ustedes:
    que los cielos los protejan
   y los quieran las mujeres.



-Un corrido ahora -interrumpió Méndez.
[122] Y cantaron a dúo:

           Echame ese toro afuera,
hijo de la vaca mora,
   para sacarle una suerte
  delante de esta señora.
 Y si el toro me matare
           no me entierren en sagrado,
     entiérrenme un una loma
       donde me pise el ganado.
         Déjenme una mano afuera
con letrero colorado
            pa que digan las muchachas:
         "Aquí murió un desdichado.
            No murió de mal de amores
     ni de dolor de costado,
como llanero murió
          en los cachos del ganado."


Se despidieron cortésmente y seguimos nosotros nuestro baile. A poco de estar bailando una polka, vinieron otros payadores.
-¿Quiénes son éstos? -pregunté al picador, que estaba de barra, por la ventana.
-Son los cantadores tuyeros, que están picados por los llaneros y vienen a hacerles coco.
-¿Y quiénes cantan mejor?
-Yo no sé, pero usted puede oírlos.
Y los llamamos.
Cantaba, o mejor improvisaba uno solo, estaba herido: el otro acompañaba en la guitarra:

            Nosotros semos tuyeros
   de Yare y Santa Lucía,
   cantamos a todas horas
       pues semos de buena cría.
       No le negamos el vicio
a los músicos llaneros
                   [123]en el Tuy toos semos negros,
  pero semos caballeros.
        Nosotros nunca salimos
     a cantar en pueblo ajeno,
     porque mendigar pesetas
          lo tenemos siempre a menos.
 Nosotros ganamos real
  macaneando un callejón,
        no acostados en chinchorros
y comiendo requesón.
            Que se vengan para el Tuy
a jalar una escardilla;
   a doblarse sobre un pico
para plantar la semilla.
           Y no anden haciendo bulla
      con un cuatro destemplao,
      porque pueden tropezarse
    con un ñáure encabullao.


- Aquí habrá riña -le dije a Méndez, aprovechando una pausa-; estos hombres son rivales, y hoy se romperán las cabezas.
-No lo creas -me contestó-, así sucede siempre; se dicen iniquidades y luego beben juntos. Son como nuestros abogados.
-Pero no me gustan tanto éstos como los otros.
-Este negrito no es de los mejores payadores del Tuy: es el más audaz, el más ardiente, cuando le tocan la fibra del provincialismo; pero no es poeta.
-¿De manera que los hay mejores?
-Veinte veces; ya conocerás uno, un muchachón que debe estar por Yare o los Pilones: voy a hacerle venir para obsequiarte con un joropo.
-Convenido, ¿para cuándo es eso?
-Te avisaré: cuando menos lo pienses te mando a buscar.


XLV


[124] Había llegado la hora de volver a Peonía.
Tomé, pues, el camino, dejando una invitación para una partida de caza, el próximo domingo.
Venir al campo y no disparar una escopeta es una tontería soberbia. Sobre todo, había que dejar sentada mi reputación de tirador.
Recuerdo siempre que de caza se trata, que en una de las primeras ediciones de la Geografía de Venezuela, por Arístides Rojas, hablando de las razas primitivas, había esta pregunta:
- " ¿A quiénes escogían por jefes?
- "Al guerrero más valiente, al cazador más hábil y animoso."
No sé por qué ha desaparecido esa pregunta del libro en cuestión; pero de todas maneras, aquí tenemos una afición inmensa a la caza, y en más de una ocasión, la suerte de la República se ha ventilado batiendo un venado.
Pérez Escrich, en esos inmensos novelones que nos ha propinado por entregas, no deja pasar una sola de sus concepciones sin meternos un lance; tal así como esos otros novelistas no pueden prescindir de un desafío.
Entregado a estas reflexiones y otras del mismo jaez, había llegado al río.
Casi todo el día había llovido en sus cabeceras y venía crecido.
[125] Rodaban sus aguas por sobre los cogollos de las cañas que bordaban las riberas, arrastraba troncos, basuras, ramas verdes, matas que bajaban con las raíces al aire y las copas rozando el álveo.
El espectáculo de un río crecido tiene sus encantos.
Corren las aguas con majestad de verdadera realeza, las sucias espumas que lo bordean van formando líneas caprichosas, y al paso de los grandes árboles se hacen olas tranquilas y silenciosas que besan los barrancos y mueren en las orillas.
El paso estaba casi borrado. ¿Qué hacer?
Me aguardaban en Peonía: sobre todo, Luisa no perdonaría nunca aquella falta de cumplimiento a mi palabra y yo mismo me sentía deprimido en mi orgullo, al dejarme atajar por una creciente del Túy.
Era tarde, las últimas luces se quebraban en las aguas; los cerros se coronaban de brumas y el cielo todo se ceñía un manto negro.
Habría dentro de breves instantes más lluvia, una tormenta deshecha; y en tanto, Luisa me esperaba.
Forcé la mula: ella, conocedora del terreno y hecha a pasar aquel vado, habría de salir a la otra orilla de cualquier manera.
Con esa malicia propia de su raza, fue, las orejas amugadas, la nariz abierta y el ojo al soslayo, tanteando el vado.
Como a las cinco varas, le faltó tierra; y con rapi- [126] dez que no me dio tiempo para nada, se volvió a la orilla.
Torné a forzarla, echándola más arriba; halló más tierra, y cuando quiso retroceder, por haberla faltado firmamento, yo, aleccionado por la experiencia, la clavé las espuelas  la hice llegar al recio choque de la creciente.
Ya nadaba; apenas asomaba la cabeza y se dejaba cargar por las aguas; sin duda alguna no avanzábamos nada.
Comencé a guiarla y sobre todo a hablarla; el miedo y el valor se comunican; pero, por más que hacía, la mula no alcanzaba la opuesta barranca.
Estábamos lejos, muy lejos del punto de partida, y comenzaba a angustiarme.
-¡Maldita mula!... - exclamé tirándola fuertemente de la rienda..., y logré llevarla al medio del río.
En esto, un tronco inmenso, con todas sus raíces, venía aguas abajo con tranquilidad olímpica.
-Estoy perdido -me dije, y forcé más la mula; pero ella que indudablemente no se daba cuenta del peligro, no se apresuraba a luchar.
-Forcéla más: ya estaba casi fuera del alcance del tronco; y cuando comenzaba a respirar, torna la mula a dejarse arrastrar hacia el remolino que se formaba en un recodo.
La situación no era nada satisfactoria: un minuto más y entre el tronco y la barranca, al giro vertiginoso del remolino, estaba terminada mi existencia.
[127]  ¡Cómo se apega uno a la vida! ¡Cómo se pierden todas las facultades de sólo verse a la orilla del sepulcro!
De un golpe, pasé todo en revista; mi madre, mi abuelo, Luisa y ,Tigre, mi fiel Tigre, ese compañero inseparable y leal.
-Si sigo en esta mula -me dije-, estoy ahogado irremisiblemente; me tiro a nado y la abandono a su propia suerte.
Esas reflexiones se me vinieron con rapidez increíble; pero más rápido que ellas, ya el tronco estaba sobre mí.
Traté de sacar la pierna y no pude: me oprimía contra la mula una raíz enorme.
-¡A luchar! -exclamé, y le puse las manos a la raíz para desviar el curso del árbol.
Aquella era tarea superior a mis fuerzas. El árbol me empujaba violentamente y estaba a una braza del radio del remolino.
Y tomé con ambas manos aquella pesada masa; y en un esfuerzo supremo, en que reuní todas las energías físicas y morales de mi ser, traté de sumergirla.
¡Nada!... estábamos en el remolino... un segundo más, y ¡adiós mundo!... Yo debía estar lívido, desfigurado: ¡estaba a dos palmos de la tumba!
-¡Maldición! -grité... y sin saber cómo, la mula, sacudida acaso por una raíz, hace a su vez un esfuerzo supremo y pone las patas delanteras en la deseada orilla.
[128]  Una vez fuera, me reaccioné.
Ya el peligro había pasado: respiré mucho, mucho; se me quitó de encima todo el enorme peso del último instante, y no pude menos que acordarme de mi tío; murmuré entre indignado y miedoso:
-Mujer y mula, por la cintura... ¡Bicho más chocante! -y la clavé las espuelas y eché por las vegas arriba, buscando el camino real, que me quedaría a cien brazas del lugar en que hice pie.
Había anochecido: los sapos y las ranas se regocijaban en los charcos; los grillos, precursores de las noches húmedas, se daban el gusto de chillar como unos desesperados; y la lluvia, menuda y penetrante, comenzaba a caer.

XLVI


-¡Se me puso! -exclamó mi tío al verme empapado como un pato-. Sólo siento que se mojó mi silla.
La recepción no podía ser más cordial: creo que ella empeñó toda mi gratitud.
-Este tío -pensé- es el hombre más bruto que ha dado la tierra: me prometo inmortalizarle. No me iré de Peonía sin hacer su retrato. ¡Miren cómo me recibe!, sobre todo, después que me iba ahogando. ¿Será este hombre hermano de Nicolás y de mi madre?... Ganas me dan de dudarlo... Después de todo, él tiene razón. ¿Qué le va ni le viene con [129] lo que a mí me suceda? El diablo cargue con él, que bien cargado estará. Razón tenía Méndez...
-Buenas noches, Carlos-dijo una voz para mí querida.
-Buenas noches, prima. ¿Cómo has pasado el día?
-¿Yo?... Triste... Vienes ensopado.
- Sí, mi vida; me iba ahogando: el río está muy crecido.
- ¡Ay, Díos mío!, ¿y por qué lo pasaste?
-Porque te había dado mi palabra de venir esta noche, y si hubiese aguardado no habría llegado hasta mañana.
-Pero hubiera sido eso mejor que exponerte así...
-¿Y piensas que yo hubiera soportado toda una noche en vela, matando plaga?
-¡Impaciente!... -me enrostró con una gracia sin igual-. Por fortuna ya estás aquí...
-¿Y qué hay de velorio?
-Que todo está listo; vamos a pasar un buen rato.
-Sobre todo yo, querida Luisa, lo pasaré a las mil maravillas junto a ti.
-¿De veras?... Mira, Carlos, que a mí no me gustan esas cosas.
-¿Por qué?... ¡Vamos!, ¿por qué?
-Ve a mudarte y ven, que voy a hacerte un regalo.
-Perfectamente; pero antes quiero que me hagas un favor.
[130]  -¿Cuál será?
-Consígueme un poco de aguardiente de caña para darme una fricción.
Cuando iba a salir la detuve.
-Oye, Luisa.
-¿Qué?
-Acércate... Dime una cosa... ¿Me quieres mucho?
Bajó los ojos, según su costumbre, y yo la tomé una mano, que llevé a mis labios; la retiró vivamente y exclamó, con un si es no es de sentimiento, ira o desdén:
- Déjate de eso, Carlos.
Y me volvió la espalda.
Así son todas -pensé-. "Déjate de eso... déjate de eso..." ; ¡pero la vela ardiendo!


XLVII


Aquella noche estaba destinado a no comer; como llegué tarde, había pasado la hora del frito y mi tío se opuso a que me guardasen cena.
-Que coma parrandas -dijo a Luisa-, ¿quién le mandó para el pueblo? Él vino aquí a su negocio y no a vagabundear.
Pero mi prima fue más indulgente; y hecha ya a lidiar con aquel viejo terco y miserable, no contestó media palabra y me apartó mi plato en la cocina.
Mi tío comenzaba a cargarme: tanta ridiculez me aburría, y ya pensaba que terminaríamos muy mal.
[131] Sirvióme Luisa la comida en mi cuarto; se aguardó allí mientras yo, que tenía un hambre de perros, la devoraba, y luego nos fuimos a ver el altar.
Sobre la mesa de aplanchar, coja de una pata y acuñada con ladrillos, pusieron un cajón; sobre éste otro más pequeño; y sobre éste, otro más chiquito todavía, hasta formar una como gradería.
Allí estaban las sábanas y las colchas de la casa, sirviendo de vestidos al improvisado altar; un paño de manos cubría la desnudez de un cajón de fideos, el último escalón de la pirámide; y sobre su fondo blanco, se destacaba como el triángulo simbólico de las iglesias, un pañuelito de seda carmesí, en cuyo centro había una como cruz tentónica de papel amarillo, pegada con engrudo.
La cruz de madera, adornada con flecos de papel de color blanco, amarillo y rosa coronaba aquel calvario; veíase como de lejos, chiquita, chinga, casi perdida en aquel mar de sábanas y colchas y pañuelos.
Pendían de sus brazos la cadena de plata de un reloj que tuvo mi tío cuando niño, y un medallón, colgado a una cinta de terciopelo, que había regalado a Luisa mi hermana María.
En una cintita angosta estaban ensartadas dos sortijas y un par de zarcillos de Andrea, que se destacaban sobre la rosada peana de la cruz.
Con ramos de totumo, habían formado arcos en la pared, como para reducir y disfrazar el fondo ahumado y sucio del corredor.
[132] Dispersos por las gradas andaban un perro y un gato de vidrio; unos húsares de madera; un cofrecito-tocador y una cajita que contenía un juego de cocina, para muñecas.
Las luces del altar eran velas de estearina de 16 en libra, lujo extraño en la casa de mi tío, que no las gastaba sino de sebo, bañadas.
Los candelabros, botellas de cerveza, vacías por supuesto; y como centinelas avanzados, a los flancos de la cruz, dos canecas de ginebra, que aún conservaban su etiqueta; su doble corona.
El lujo estaba en las flores: lirios, azucenas, malabares, bellísimas; gajos de coralina, azahares de cajera; flores de saman, con rosadas barbas; gallitos, margaritas y rosas Páez y rosacruz.
Arrimados a la pared había bancos y silletas.
Mi tío se acercó al altar: lo recorrió con la vista y sin dirigirse a nadie preguntó:
-¿Velorio con ustedes solos? Eso será de verse.
-Ya usted lo verá -le contesté.
Me traje a Andrea y la senté; a la cocinera, y se la puse al lado; a Carmelita, y la senté al frente; después llamé a Casiano y a Bartola y se los di de galanes, reservándome a Luisa y a Perucho para mi tertulia.
Nadie se dio por ofendido; tan natural parecía a todos aquella sociedad en que habían vivido siempre. Tomé la guitarra y rasgueé un vals. Cuando concluí, se la pasé a Casiano.
[133]  -Yo voy a cantar unas décimas -dijo-, y entonó:


                                                              Santísima cruz divina
                                                            madre del Verbo Jesús,
                                                            en los ojos tienes luz,
                                                            y en el corazón, la espina:
                                                            por esa gracia tan fina
                                                            en que vives condenada,
                                                            yo me confundo en la nada
                                                            y me acojo a la dulzura
                                                            que mandas desde tu altura
                                                            con la luz de tu mirada.


Carmelita, Andrea, Bartola, la cocinera y mi tío aplaudieron con entusiasmo.
-¡Magnífica décima! -exclamé-. ¿Esa es de usted?
-No, señor; esa se la enseñó a Bartola la niña Andrea y Bartola me la enseñó a mí -contestó el negro, que reventaba de satisfacción y miraba de soslayo a Carmelita.
-Esa la aprendí yo en un libro de oír misa -agregó Andrea.
-Ya lo suponía -dije-; el estilo, el espíritu y su corte artístico, me dijeron al oírla que eran de algún Padre.
-¿Verdad que es muy bonita?
-Hermosa, lindísima; ni Díaz Mirón las hace iguales, ni Núñez de Arce, ni nadie.
-¿Y de qué cura serán?-preguntó mi tío.
-Hombre, por lo que yo he visto, debe ser del Papa o del Camarlengo.
-¿Y el Papa hace versos?
[134]  -¡Ah, sí!; pero en latín, porque no quiere que nadie los entienda.
-Vamos, Casiano -exigió Carmelita-, otra décima del Padre Camarlengo.
Volvió a empuñar el instrumento e hizo que lo templaba; lanzó una mirada llena de fuego a Carmelita y comenzó a cantar, blanqueando los ojos, como vaca degollada:


     Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
           pues todo un Dios se recrea
    en tan graciosa belleza.
    A Ti, celestial Princesa,
   Virgen, sagrada María,
      yo te ofrezco en este día
 alma, vida y corazón;
    mírame con compasión
             y no me olvides, Madre mía.


Un aplauso nutrido acogió el último chillido del negro, que se inflaba como queriendo reventar.
-¿Y esa tampoco es suya?
-No, señor; esa me la enseñó mi ama cuando chiquito.
-¿También será del Papa? -preguntó mi tío.
-Seguidamente -respondí-; Su Santidad no es muy dejado.
-Así deben ser los Papas: hombres sabios.
-¿Y sabe usted que es un gran músico?
-¿De veras?
-Toca varios instrumentos, pero de preferencia las maracas.
-¿Y quién le enseñó a tocar maracas?
[135]  - El obispo de Mérida, monseñor Lovera, cuando fué al jubileo.
-¿Y el obispo Lovera sabe de esas cosas?
-¡Ah, sí! Antes de ser cura fue cantor de joropos en Guacara; y dicen las indias de su pueblo que no hay en toda la Laguna quien escobille un zambe como él, ni quien dé la vuelta de chipola  con  más gracia.
-¡Así es como me gustan los curas! -exclamó mi tío entusiasmado-; ese obispo puede aconsejar bien a todo el mundo, porque ha hecho de todo.
-Sí, señor; el obispo de Mérida ha hecho de todo...
El entusiasmo llevó a mi tío hasta tomar parte en nuestra fiesta.
-Pongamos un juego -propuso.
-Vamos con él. ¿Qué jugamos?
-El barco... -y enrolló su pañuelo-. Vamos por la P.
Arrojó el ovillo a Luisa diciendo:
-De la Habana ha venido un buque cargado de...
-Pericos...

.       .       .       .       .      .       .       .       .       .       .       .       .         .       .       .       .       .  
    
Me había recostado en un pilar y miraba con profunda tristeza el cuadro; tenía en mi alma todas las sombras de aquella noche fría y tétrica.
¡Pobres muchachas! -me decía-. ¿Podrá un hombre, en rigor de derecho, por más que se [136] llame Padre, sacrificar una familia haciéndola descender tan bajo? ¡Ay! ¡Los hijos y las hijas que se forman en esta escuela serán los padres y las madres de mañana! ¿Adónde iremos a parar? Esta es la primera de nuestras capas sociales.

LXVIII


 -No te vayas -me dijo Luisa-, para que tomes caratillo.
-Tráelo, pues; yo busco que nos dejen solos.
-Ya vamos a estarlo.
En efecto, Carmelita dijo que se sentía indispuesta, y Andrea también se recogió; de manera que quedábamos haciendo el velorio Luisa, Perucho y yo.
-¿Qué te parece el caratillo?
-Magnífico -la contesté.
-¿Quieres más?
-Ahora no; la noche está muy húmeda, y puedo resfriarme.
-¿Sabes que tú no cumples lo que ofreces?
-¿Cómo no? ¿Qué te he ofrecido yo que no te haya cumplido?
-Acuérdate...
-Por más que pienso no atino.
-Y ¿cómo yo me acuerdo?
-¿De qué se trata? Dime, primita.
-No te digo: tú debes recordar que me ofreciste una cosa; búscala en tu memoria.
[137] -No doy con ella; dime al oído.
Y, acercándose mucho, sin dejar a Perucho, a cuyo brazo había echado su brazo izquierdo, murmuró:
-Los versos.
-¡Ah! ¡Sí! -y la clavé los ojos-. Oye, acércate; y al murmurar en su oído: escúchalos, la di un beso silencioso y apasionado; un rumor que vagó convertido en olas de carmín por sus mejillas, y en un suspiro robusto que salió de su seno.
Tomé la guitarra y la templé, y con la música lánguida y voluptuosa de una canción nacional, comencé a cantar, mientras ella escuchaba embebecida:


     Como las garzas de la ribera,
  como las palmas de la sabana,
como los lirios de la pradera,
como las auras de la mañana,
así eres tú.
     Tienes de junco flexible talle,
    el blando arrullo de las palomas,
      el tibio ambiente que llena el valle
    cuando se posa sobre las lomas
la última luz.
         Tus ojos brillan con los fulgores
     de un sol que rïela sobre celajes;
    vibra tu acento con los rumores
      que deja errantes por los ramajes
dulce torcaz.
           Como un miraje resplandeciente,
 en sus latidos, tu alma sencilla,
 tintes de rosa deja en tu frente,
  carmín de auroras en tu mejilla,
leve y fugaz.
                Yo quiero, niña, que en tus delirios
de tenues gasas flote ceñida,
     como perfume que dan los lirios,
                [138] como vibraciones de eterna vida,
grata visión.
         Un ángel bello que en tus oídos
    himnos murmure ledo y sereno:
   que te despierte con los ruïdos
      de castos besos en tu albo seno,
besos de amor.


Mi tío se había levantado desde que comencé a cantar, y se vino, en su ligero traje de dormir, otra vez al velorio, no tardando en imitarle su mujer y Andrea.
-Repite, Carlos, eso está muy bueno.
-¿De veras, tío?
-De positivo.
-Siento no tener sencillo para pagarle.
-¿Qué?
-La... la galantería, tío.
-No te preocupes por eso -me contestó muy serio, como si tal mecha le hubiese dirigido-, repite.
Y hube de cantar de nuevo las estrofas.
-Yo conozco eso -me dijo al terminar.
-¿De veras?
-Sí, yo he oído eso en alguna parte.
-Creo que sí. ¿Cuántos años tiene usted, tío?
-Cincuenta, escasones.
-Pues ese tiempo hace que usted ha estado oyendo mis versos; porque ese mismo tiempo tiene usted viviendo en esta hermosa naturaleza; usted ha visto muchas veces las bandadas de garzas anidarse y criar en las cañas del río; muchas veces ha posado usted bajo las palmas de la sabana, y ha mirado, en una palabra, por espacio de cincuenta [139] años, estas colinas, y estos valles, y estas selvas, y sentido ese rumor melancólico y ardiente que juega en el follaje.
-Sí, es verdad. ¿Y por qué todos nuestros poetas no escriben versos así?
-Porque no hemos constituido todavía la literatura nacional; nuestros escritores y poetas, sin criterio ni tendencias, se han dado a copiar modelos extranjeros, y han dejado una hojaresca sin sabor y sin color venezolanos; algo así como esas parásitas amarillentas que el viento de la montaña pone en los ramos de los búcares.
Una nube de infinita tristeza cubrió la arrugada frente de mi tío; frunció el ceño, apagó los ojos, y sin decir media palabra se volvió a su cuarto. Cuando quedamos solos, Luisa me hizo repetir los versos a media voz.
-No hagamos mucho ruido -me decía- porque volverá mi papá.
Perucho optó por dormirse y apoyó la cabeza en las rodillas de su hermana.
Así es mejor -pensé-, y tomando una mano de Luisa la besé con pasión.
-¿Me quieres mucho? -la pregunté.
-¿Yo?...
-Sí, tú.
-¿Para qué quieres saberlo?
-Porque de nada sirve que nos amen, si no nos lo repiten todos los días del mes y a todas las horas del día: ¿me amas?
[140]  -¿Y tú?
-¿Yo? ¿Cómo quieres que te lo diga? Te hablo con mis ojos, y te digo que te amo; te hablo con mis versos, y te digo que te amo; te hablo con mis hechos, y te digo que te amo... ¡Ah, tú no me amas, Luisa!
-¿Cómo no? Yo también te lo digo a cada instante; mira, Carlos: yo te lo dije por primera vez la noche que murió María; la noche en que, apoyada mi cabeza en tu pecho, me diste el primer beso, ¿ya lo olvidaste?
-No, no lo he olvidado; eras muy niña y dudaba que las impresiones de aquella noche se hubieran fijado en tu memoria.
-¿De suerte que sólo ustedes los hombres tienen derecho a no olvidar?
-No, hija; las mujeres también lo tienen; pero nunca hacen uso de él...
Como bajan las sombras de la noche sobre las lomas, caía sobre la tersa frente de Luisa una nube de melancolía.
-¿Por qué te pones triste?
-¡Ay, Carlos! ¡Esa es la vida!
-No, Luisa; la vida es un himno a la naturaleza creadora; un suspiro de amor, tenue y lánguido; un beso ardiente, un delirio, un ensueño. ¿Por qué hemos de ver la vida como una marcha fúnebre? Nos morimos en cualquier instante, y es preciso tomar de la existencia sus mejores momentos; las notas del placer, las músicas de la felicidad.
[141] -¡Felicidad! -repitió con amargura-; esa palabra no existe para mí.
-Puede que no exista la palabra, pero es necesario que exista la cosa.
-¡Menos!
-¿De manera que tú no ves la felicidad ni en el amor mismo, que es la única bienaventuranza en que yo creo?
-Ni en eso. ¡He sufrido tanto!...
-Esa no es una razón en pro de tu teoría, sino en pro de la mía: cuando se sufre, se agiganta el deseo del placer; y cuando brilla la aurora de una dicha, se aspira todo el aire vivificante de esas mañanas de Pascua, que nos sonríen con celajes y armonías.
-El tiempo dirá quién tiene razón.
-La tendré yo, que he llegado a formarme una filosofía propia, hija de la soledad, del vacío en que ha vivido mi corazón: jamás he hallado un ser que me comprenda: jamás un alma amiga que se consubstancie con la mía: o la indiferencia o la decepción. ¿Y crees que por eso me entristezco? Lo deploro, es cierto; pero no me preocupa mucho: sé que no tengo más que un pequeño lote de vida; pero así pequeño, me lo tomo todo: un día, una semana, un mes, un año estaré sobre la tierra; ese mes, ese año, será mío, sólo mío, Luisa; y he de gozarlo íntegro. Yo soy, querida mía, un arpa eolia, que al paso de las brisas perfumadas produce todas las notas del placer: desde el leve susurro del [142] primer beso de amor, hasta el himno más robusto del deseo satisfecho...
-¡Me das miedo, Carlos!
-No, Luisa. El miedo está en ti, yo no te lo inspiro: tú sientes eso mismo que siento yo, porque ambos vivimos en la soledad y el vacío; quizás yo lo sienta más que tú; pero a ti te asusta el no haber caído antes en cuenta de que siendo la decepción el pasto de tu espíritu, es necesario buscar otros rumbos, volver la vista a más risueños horizontes!...
.       .      .       .       .       .       .        .        .        .        .       .        .        .        .       .       .        .  

XLIX


El día me sorprendió durmiendo como un bienaventurado; y lo era, en efecto, porque amaba, acaso por la primera vez en mi vida.
Mientras se terminaban todos los preparativos para la mensura, tomé la escopeta y me fui al campo, acompañado por Tigre. Tenía necesidad de estar solo; tenía sed de entregarme a mis propios pensamientos, sin que nadie me importunase. Al pasar por un callejón donde estaba el corte de escardilla, noté a mi tío, que con su azada en la mano estaba a la cabeza de los peones.
Al mirarme cerca se apresuró a decirme:
-Así no me engaña nadie: cada uno de estos canallas está obligado a hacer lo mismo que yo hago: así es como me ganan a mí los reales.
[143] -Querido tío, usted dispense: usted ganaría más dirigiendo sus peones que poniéndose a la par de ellos: la cabeza es para mandar...
-¡Ah, mocito! Tú tienes las mismas ideas de esos haraganes de Caracas: a ustedes no les gusta agachar el lomo: mi amiguito, el que me come a mí los frijoles los suda.
-Ya lo veo... Hasta luego, tío.
Y seguí tarareando un vals.
Llegué a los bambúes de la orilla del río; torcí a la izquierda y fui a sentarme a la sombra de un aguacate. El Tuy, tan crecido la víspera, había bajado ya y estaba en la más completa calma. Las aguas, turbias el día anterior y revueltas, ostentaban su límpido cristal ordinario.
-¡Oh! ¡Naturaleza! ¡qué de cambios! Ayer no más llevaba en su corriente el río un caudal enorme de aguas y piedras, y árboles y basuras, y hoy baja casi humilde: pasaron las horas de la fortuna y con ella los arrebatos de la insolencia; con los primeros instantes de la desgracia, los primeros rasgos de la cobardía, las notas de la prudencia. Y así somos también los hombres: así somos los venezolanos. Días vendrán en que este revuelto río del despotismo baje a su nivel, entonces veremos a los personajes de estos tiempos, orgullosos, irascibles, crueles y sanguinarios, tornarse mansos, suaves, generosos y nobles; pero, ¡ay de los que caigan!... mas no: nada les sucederá... entre nosotros hay valientes para coger trincheras; pero no para vengar ofen-[144] sas; nadie se atreve a jugar la vida en desagravio de su dignidad ofendida; pero vierten todos su sangre para entronizar mandones. ¡Habráse visto pueblo más raro!... Don Fulano es un valiente porque cuelga hombres por las testes en los campos de su parroquia; porque debe en los establecimientos y no paga nunca; porque usa palabras groseras... y si de los grandes señores se trata...
Volví los ojos hacia la opuesta orilla: una bandada de guacharacas se había posado en un guácimo de la vega y echándome la escopeta a la cara apunté para espantarlas. Apenas salió el tiro, se lanzó Tigre al agua: anduvo husmeando por la hierba y vino de nuevo a mis pies. Fue entonces cuando pude notarle una cinta de lacre que llevaba en el collar.
-Esta es de Luisa -me dije, y afluyeron a mi mente los recuerdos de la noche anterior.
¡Hermosa noche, corrida al calor de una pasión naciente!
Es cuanto puede caber -pensaba-, que haya venido a encallar yo en este monte: indudablemente, estoy enamorado; pero este amor, el primero que yo siento, no ha de durar mucho: será una de esas hermosas nubes que cruzan el cielo de Enero; uno de esos relámpagos que hieren la retina en las noches de Agosto; el perfume de una flor de Mayo, voluptuoso y pasajero: los arreboles de una tarde de Diciembre en las serenas aguas del Tacarigua. ¿A qué pensar más en esto? Debo dejarme lle-[145] var por la corriente. Esta es una vida nueva para mi; algo así como un ensueño voluptuoso y nada más; porque el amor tiene un corolario que me espanta: el matrimonio. Pero si he de plantear esta cuestión en su verdadero terreno, hay que ceder un tanto a la meditación. Supongamos que yo amo a Luisa y ella me corresponde: ¿qué hago? ¿Me caso? Esto es muy serio: yo, como que no me resigno tan fácilmente a la coyunda. ¿No me caso? Será lo mejor. Pero, entonces no debo decirla nada, porque las muchachas, a los catorce años, toman en serio cuanto se las dice... Verdaderamente, yo soy un colegial. ¿De cuándo acá esos escrúpulos, tratándose de una muchacha? Ya sé que en cualquiera de estas pláticas me sale con que "si la olvido se muere"... y sí es muy capaz de morirse, la muy ciruela. Me saldrá también con que su padre debe saber que yo la amo, y mi tío me llamará a capítulo y fijaremos plazo y todo lo demás... ¿Qué si es grave todo esto?... En fin, corramos el albur; nada de particular tiene enamorar a una muchacha y largarse uno luego con su música a otra parte... pero, realmente, esto se toma entre nosotros como una burla y puede que mi tío se me ponga de frente... además, es mi propia prima, y si algún otro se lo hiciera ¿qué diría y qué haría yo?... ¡Qué diablos! ¡El primer maíz es de los pericos!..    


L


[146]  Cuando volví a la casa era hora de almuerzo.
La mesa estaba puesta, y mi tío aguardaba mi llegada. Una vez allí, nos pusimos a almorzar. Yo no tenía gran apetito; sin embargo, le hice los honores a los frijoles, a los plátanos fritos y a un revoltillo de chorizos que provocaba. Todos se levantaron de la mesa y nos quedamos Luisa y yo.
Había hecho, con el corazón de la arepa, una palomita, en cuyo pico puse una pajita de la escoba y se la regalé.
-Está muy bonita.
-No tanto como tú... Todavía no me has dicho cómo pasaste la noche.
-Perfectamente. ¿Y tú?
-Muy bien, soñé contigo.
-¿Conmigo? -preguntó ruborizada.
-Sí, contigo.
-¿Y qué soñaste?
-¡Que te tenía en mis brazos; que bebía luz en tus ojos y miel en tus labios; que contaba uno por uno los latidos de tu seno; y que aquel éxtasis divino a que estaban entregadas nuestras almas, duró toda una eternidad!...
-¡Era un sueño!..
-¿Y quién te dice que los sueños no pueden convertirse en realidades?
-Cualquier sueño puede realizarse; pero los [147] míos, y aquellos que se relacionan conmigo, no se realizan nunca.
-No lo creas.
-A mí me persigue la fatalidad; yo creo que si algún día llego a tocar la dicha, en el instante mismo en que lo haga, me muero.
-Déjate de tonterías, niña -la dije en tono de dulce reproche-. ¿Tú has leído novelas?
-Algunas.
-Pues eso es lo que te tiene enferma; las novelas que van a nuestros hogares dan a la mujer una atmósfera romántica, ridícula.
-¿Y no dicen que las novelas son copias del natural?
-Sí, algunas; pero estas mismas son copias que obedecen al espíritu de la época en que se hacen; ahora, treinta o cuarenta años estaban muy bien esos poemas sentimentales. Hoy día no son aceptables.
Luisa sonreía con malicia.
-¿Y no dicen ustedes los poetas que el amor es eterno?
-Sí, querida mía; el amor es eterno, y es el mismo desde los primeros tiempos; pero cada época tiene una manera de amar que le es peculiar. Hoy se ama con el siglo: con el vapor, la electricidad; con todos los agentes que acrecientan la vida.
-Pues bien, querido primo; yo creí notar en ti las mismas tendencias que condenas ahora; seguramente me equivoqué.
[148] -Me parece que sí; yo, lejos de gustar de lloriqueos, los tengo miedo; el romanticismo pasó. ¿No lo crees así?
-Lo creo porque tú me lo dices; no sé qué es eso.
-¿Cómo?
-Yo no creo sino lo que tú dices; no siento sino lo que tú sientes; y no quiero sino lo que tú quieres.
He ahí la mujer -me dije-; su mayor satisfacción es encontrar quien la domine y la guíe en sus afectos y creencias; y alzando la voz:
-Y debes odiar también lo que yo odie; porque no concibo la vida en un término medio: o amar mucho u odiar mucho; yo digo con Echegaray en Haroldo, hablando de Dios:


             Con ser uno ya me agrada,
pues él sin duda pensó
  lo mismo que pienso yo:
    o ser todo o no ser nada.


Luisa estaba animada y sonriente; se lo hice notar y la pregunté:
-¿Qué te pasa?
-Que yo gozo oyéndote hablar.
-¿Por qué?
-Porque me parece que tú no dices sino la verdad, y que debo creer todo lo que tú dices.
-¿Luego tú no me crees capaz de engañarte?
-¡Oh, no! ¡Nunca, nunca!
-Haces bien: porque yo te he puesto tan alto en [149] mis afectos, que juzgo un crimen decirte una mentira; el día que llegue a engañarte, será el último de mi existencia.
Su fisonomía estaba más animada cada vez; la timidez y la debilidad de la mujer se tornaban en audacia y fuerza al soplo de la pasión. Después de una pequeña pausa, en que la miré reconcentrado en mis ojos todo el fuego de mi pecho, la pregunté:
-¿Qué sacrificio harías por mí?
-El que tú quisieras -contestó resueltamente.
-¿Y no temes que yo pida demasiado?
-No; mi vida y mi honra son tuyas; tú sabrás qué haces para conservarlas.
-¿Luego te entregas a discreción?
-Sí, Carlos; lo que tú hagas está bien hecho.
La abrumé con una mirada llena de ternura y fuego; la besé la mano y me fui... Me fuí porque estaba ebrio, loco; me maqueaban las piernas al choque eléctrico de su mano, y al dejarme caer en el chinchorro, murmuré convencido por una experiencia poco agradable: la pólvora se inflama junto al fuego.


LI


Después de la teoría del amor en estos tiempos, que había desarrollado en presencia de Luisa, fuerza era filosofar un rato.
Yo no sé en verdad, si todos los temperamentos se prestan igualmente al mismo tono de una pasión; [150] respondo de que el mío es rebelde a esas mojigaterías sentimentales.
Y cuenta que soy uno de esos seres realmente desgraciados, que tienen un hambre inmoderada de afecto, una sed insaciable de ternura.
En la lucha, cada jornada se cuenta por una decepción; cada decepción por un río de ajenjo.
En esos momentos en que gimo al peso de un dolor íntimo, echo de menos un refugio cerrado a todas las miradas indiscretas; busco un templo donde levantar un altar para un culto exclusivamente mío; un pequeño mundo con sus tintes de esperanza... pero también con los chillones colores de lo real y positivo. Mucho me gustaría una mujercita tierna y asidua; mansa y cariñosa, capaz de comprenderme; sería yo un marido excelente (calculo acá en mi celda de soltero): me volvería de terco y áspero, suave como armiño, y dulce como los panales mitológicos, de acre y amargo como soy.
Confieso que hallaría nueva fuerza en cada beso de mi mujer, cuando, desfallecido y triste, regresara por las tardes al caliente hogar; me sentiría más hombre cuando me viera renovar en los tripones, y tomaría más vida, porque me animaría entonces ese doble egoísmo de esposo y padre.
Pero también confieso francamente que me moriría de risa si me dijera mi mujer:
-¡Si tú me olvidas, me muero!
-¡Ay! -tendría que exclamar para mi capote-: ¡la niña es de alfeñique!
[151] O bien que, en una noche de amor, corrida al calor de esas caricias que sólo escuchan las cortinas del lecho y sólo sienten las blandas almohadas, me murmurara en un suspiro:
-¡Tú no me quieres!...
-¿Por qué, hija mía?
-Porque esta tarde te sorprendí guiñándole el ojo a la cocinera.
-¡Vaya! ¿Y por eso te vas a morir?
-Sí... me estoy muriendo...
-¡Pobrecita! Pero recuerda que si te mueres, hija...
-¿Te mueres tú también?
-No, niña, ¿cómo se va a extinguir la familia por completo?
-¿Y qué harías tú si yo me muriera de tristeza?
-Escribirte una buena necrología.

LII


Hay veces que yo mismo ignoro lo que quiero.
Cuando adopto una resolución, voy derecho a mi objeto, cueste lo que costare; pero antes de echarme el lío a la espalda, ando como el aire. ¿Qué fenómeno será éste? En realidad, no sabía si amaba a Luisa o no la amaba; si debía casarme o no; si debía seguir mis relaciones o cortarlas por completo. Quizás digo mal: es muy probable que sí supiera qué camino debía seguir; pero que no quisiera tomarlo. ¡Debilidades humanas, o debilidades [152] mías! ¿Será realmente un crimen engañar a una mujer? ¡Tantas veces nos engañan ellas!
¡Qué diablos! -exclamé por fin, levantándome del chinchorro-: no estoy yo para cavilaciones de esta laya; mejor estaré paseando por el vecindario.
Y mandé ensillar la mula; llamé a Tigre y me fui.

LIII


Había tomado el callejón de la derecha; pasé el río y al subir la barranca me encontré en el patio de Toribio, uno de los medianeros, quizás el más acomodado de Peonía.
-Buenas tardes, Francisca. ¿Dónde está tu papá?
-En la roza, dotor. ¿Cómo le va?
-Bien, gracias. ¿Y tu mamá?
-Abajo, en la vega, recogiendo unos tomates para mandar mañana para el pueblo.
-¡Cierto!, mañana es domingo.
-Si, señor: tilingo, tilingo,

            mañana es domingo:
se casa la pita

     con un borriquito
      de Juan Barrigón.

-¡Hola! ¡Qué bonita copla!
-¿Le gusta, dotor?
-Mucho, Francisca; pero no me gusta más que tú.
-¡Ya ve! ¡Manito con el hombre! Ayer no más vino y ya quiere...
[153] -¿Y eso es pecado?
-Sí, señor, porque usted es forastero.
-¿Y para los forasteros no hay nada?
-No, señó; ni pa güelé.
-Júramelo.
-Yo no juro... además, usted sabe que yo soy ajena.
-¿Cómo ajena?
-Sí, señor, yo vivo con un hombre.
-Eso no es un obstáculo; todos lo hacen lo mismo; la gracia esta en vivir con un hombre y robarle un poquito...
-¡Ni de plancha!
-¡Ea, tonta! ¡Eso no deja huellas.
-¡Ai-jué!
Y esto diciendo, eché pie a tierra.
-¡Ay, dotor! Más vale que usté se vaya y no me diga más na, porque conmigo no saca bejuco.
-¡Tonta! ¿No comprendes que te hablo de broma?
-Pué sucedé, dotor, pero si me le esboco me embazo. ¡Manito, con los hombres!... ahí viene mi mama.

LIV


-¿Cómo está, dotor?
-Sin novedad, Ceferina. ¿Y tú, cómo estás?
-Llevándola, dotor. ¿Qué milagro es usted por aquí?
[154] -Vine a visitarles a ustedes y estaba aconsejando a Francisca.
-Sí, señor. Mire usted, dotor, esta muchacha que la criamos con tanta estima y con lo que vino a salir.
-Ya lo veo.
-Pero por fortuna fue con palabra de casamiento.
-Sí, eso, una fortuna; cuando se tiene un hijo con palabra de casamiento se disculpa la falta.
-Sí, señor; y como las blancas lo tienen también, nada de particular es que los pobres nos resbalemos.
-Es claro: la naturaleza humana es la misma. ¿Y qué blanca hay por aquí, con hijos sin ser casada?
-¡Guá! ¿Usted no sabe dotor?
-No, Ceferina; cuéntame esa historia.
-No lo creo yo.
-Pues te aseguro que no sé nada.
-Pues si de verdad no sabe nada, no le digo.
Y cambiando de conversación:
-Francisca, anda a buscar una tapara de agua, que yo le voy a echar unas batatas en la ceniza al dotor, para que las coma con café.
-Gracias, Ceferina; pero cuéntame la historia.
-Esa era mecha; aquí no hay ninguna.
-Vaya, pues; no faltará quien me la cuente.
-No se vaya a reventar la cabeza, que por aquí no hay nada de eso.
-Está bien.


LV


[155] Dejé el dure que estaba sentado y me fui a ver la  "huerta", que eran cuatro matas de cebolla, una de ají, otra de perejil, otra de culantro, otra de hierbabuena y otra de clavel, puestas en ollas viejas sobre un troje.
-¿Por qué tienes aquí estas matas?
-Por los bachacos y los animales.
-¿Y por qué no cuidas lo mismo las cuarenta días?
-Porque a esas no les hace nada el bachaco.
-¿Tienes mucha manzanilla?
-Sí, señor; la siembro sólo por la niña Luisa, que la usa mucho en su ropa.
-Cuéntame, ¿y de dónde sacó eso esa niña?
-Que el cura dijo en la plática, ahora dos años, que todas las niñas debían usarla, porque esa es la flor del monumento.
-¡Ah!... ¿Y donde está Miguel?
-Mudando la burra.
-¿Ya estará muy grande?
-Sí, señor; está un hombrazo.
-¿Y no va a la escuela?
-No, señor; porque, como está tan lejos... ¡Cata! Allá va Bartolo corriendo. ¿Qué será?
-¡Quién sabe!
Y Ceferina comenzó a gritar:
-¡Ah, Bartoloo! ¡Bartoloo!
[156]  Pero Bartolo no oía o no quería oír, o no contestaba.
-Esta es hora en que hay cochinos en la zocas.
-¿Será eso?
-Puede; pero como que va para el Tiamo o Cucharito.
-¿Quién vive en el Tiamo?
-El templador.
-¿Y en Cucharito?
-La señora Segunda, la curiosa.
-Irá a buscar el templador.
-No puede ser, porque hoy están templando allá,
-Es verdad.
-Debe ser a llamar a la señora Segunda ¿Habrá un enfermo en casa?
-No, no hay; a menos que haya caído después que yo me vine.
-¡Quien sabe, dotor!


LVI


En tanto se habían asado las batatas y estaba el café.
-Ya ve, dotor; si usted quisiera comer las batatas con miel.
-¿De abejas?
-De erica.
-Sí, Ceferina, tráela.
-No está buena, buena; la cogió Toribio en un [157] mahomo en la roza, y aunque la herví dos veces se enfuertó.
Y puso sobre la mesa un paño, blanco como un copo de algodón; un plato de hierro muy bruñido con las batatas, un platito de loza para la miel, una tapara que la contenía y una cuchara de cobre.
Arrimó la silleta de cuero y me dijo:
-Venga, y dispense la poquedad.
-No hay cuidado, Ceferina; agradezco la espontaneidad del obsequio. ¿No me cuenta la historia?
-¡Que tema tiene usted con esa historia!
-Me has picado la curiosidad, y deseo saberla.
-¡Quiá!... ¿Y usted no sabe que hay muchas blancas han tenido hijos fiados?... Cuando yo era chiquita, me acuerdo mucho todavía, era la hacienda El Rosario de un señor X.; y una vez trajeron a una niña a dar a luz aquí; por cierto que mi mamá la asistió.
-¿Y a esa es la que te refieres?
-A esa -contesto sonreída después de un instante de duda.
-¿Sabes que no lo creo?
-Es que usted es un aguacerito blanco...
-¿Y quién tiene la culpa?
-¡Guá, manito! Usted, ¿quién va a ser?
-No, hija, tú... ¿Y quién va a bautizarle el muchacho a Francisca?
-Ella dice que la madrina va a ser la niña Luisa; yo no sé quién será el padrino.
-Ese seré yo.
[158]  -Con mucho gusto -dijo Francisca entrando-. Pero ya usted se está acabando la miel que tengo para los miados.
-Estás que pichirre, Francisca -la respondió la madre.
-¡Si es una mecha, mamá; como él se juega tanto conmigo!...
-Es cierto -afirmé yo.
-Pero hay cosas que no se dicen  ni de mecha; porque aunque una sea pobre, debe ser decente con la gente.
-Es -pensé , la generosidad proverbial del pueblo venezolano- y añadí en alta voz-; tiene razón, Ceferina; la miseria no se aviene nunca con las personas que viven del trabajo.
Toribio llegaba en ese momento, con un palo para leña al hombro; el machete en una mano y la tapara vacía en la otra.
-Buenas tardes, dotor.
-Muy buenas, querido amigo.
-¿Qué buen viento lo trujo?
-Vine a verles a ustedes y a convidarte para una cacería.
-Con mucho gusto ¿cuándo será?
-Un domingo de estos. Te avisaré.
-¿Echaremos de este lado o sobre la Fundación?
-Donde a ti te parezca. Convida a dos o tres más.
-Serán Casiano y Bartolo.
[159] Y como hiciera un gesto que manifestaba mi disgusto, me preguntó:
-¿Cómo, que no los pasa usted?
-¿Por qué no? -contesté muy disimulado-. No me han hecho nada.
-¡Como aquí nadie los quiere! Nosotros les aguantamos por don Pedro; y él los tiene porque quizá no sabe lo que sucede.
-¿Y qué sucede?
Toribio miró maliciosamente a su mujer: ésta le hizo un gesto bastante significativo, que yo pasé como inadvertido. Luego respondió, bajando los ojos:
-Eso... Pero Casiano es un buen tirador y Bartolo buen perrero... Por ahí lo encontré, que se lo llevaba Caplán; iba a buscar a la señora Segunda.
-¿Lo ve usted, doctor? Era a la señora Segunda
-¿Y quién está enfermo en casa de mi tío?
-Carmelita...
Ceferina le lanzó una mirada bastante significativa; Toribio corrigió tartamudeando.
-Doña Carmelita... como yo la conocí... y luego que aquí nadie le dice de otro modo.
-Eso no vale la pena -le dije, y agregué para mi capote-; harta razón tiene el pobre.
Me despedí de aquella buena gente, y ya a caballo, torné a preguntar a Ceferina:
-¿No me cuentas la historia?
-¡Barajo con usted! ¡Más vale que no le hubiera dicho nada!


LVII


[160] Cuando llegué a Peonía comenzaba a obscurecer, mi tío se paseaba en el corredor.
-¿Hay aquí algún enfermo?
-Sí, Carmelita, quién tiene síntomas de aborto.
-¿Y mandó usted a buscar el médico?
-Yo no me meto con esa gente; estos doctorcitos de ahora no hacen más que manosear las mujeres con el pretexto de examinarlas: son unos corrompidos; he mandado buscar la señora Segunda, que es la medica de aquí, y cura más barato.
-¿Y desde cuándo está enferma Carmelita?
-Desde las dos; pero no había dicho nada hasta hace poco.
-Es una contrariedad.
-¡No me digas! ¡Esa pobre muchacha, tan buena!  Es el alma de esta casa; porque Andrea y Luisa son un par de flojas.
En esto llamaron a mi tío del cuarto de Carmelita; luego salió Andrea corriendo hacia la cocina; después oí a mi tío echando ternos. Cuando entraba en mi aposento pasó Luisa, con un lebrillo de agua tibia.
-Voy a hacerte un encargo -me dijo precipitadamente en voz baja.
-¿Cuál?
-No vallas a burlarte de esa mujer que viene [161] ahora, porque mi tío la quiere mucho y no consiente que hablen mal de ella.
-Está bien. ¿Vuelves pronto?
-Sí, ya vengo.

LVIII


En efecto, Luisa no tardó en llegar.
-¿Cómo sigue Carmelita?
-No sé, porque no la he visto
-¿Luego tú no entraste?...
-No, porque papá no quiso. Andrea sí está adentro. ¿Cómo te fue de paseo?
-Bien, porque pensé mucho en ti; mira lo que traje.
-¿Un lambiojo?
-Sí.
-¡Qué bonito! ¿Y está vacío?
-Sí, está vacío.
-Mil gracias... Voy a ver que hay de tu comida.
-No te dilates; mira que no puedo estar sin ti, y tengo que decirte muchas cosas.
-Está bien.
Esos conflictos de familia son los momentos propicios para los enamorados; yo no he visto nada más favorable en esas empresas que un velorio, una gravedad, un entierro.
Como todo el mundo corre, como nadie se fija en nada, los enamorados se sientan en un rincón y picotean de lo lindo.
Había llegado mi agosto: debía aprovecharlo.
[162]  -¿Cómo sigue Carmelita? -pregunté a mi tío que salía de su aposento con una vela en la mano.
-Mal; ya no hay remedio... ahora se trata de contenerle la hemorragia; ¡y Segunda no viene!
-¿Y que piensa hacerle?
-Voy a ver. ¿Qué es bueno para eso?
-No sé, tío, porque nunca me he visto en esos aprietos; yo no he abortado.
-Pues yo sí sé; de esto y pasar hambre, no me digas, porque he curado siempre los enfermos de casa. Tráeme la vela.
Y entramos en la pieza que servía de pulpería.
En una tabla pequeña, sostenida por dos estacas, había una horrible confusión de frascos de todos tamaños, formas y colores; paquetitos de papel, manojos de hierbas, cajas de píldoras, botellas, papeletas; era todo una botica en miniatura, desordenada y sucia. Mi tío se puso los anteojos y se comenzó a deletrear los rótulos.
Sem... esto es purgante; zarzaparrilla... para el reumatismo; sal de higuera... purgante; goma arábiga... fresco; linaza... para cataplasmas; cebadilla... para gusanos; alumbre en polvo... esta es la gente; alumbre en polvo...
Y al tomar el paquete volaron dos enormes cucarachas, que habían anidado en los dobleces del papel. Cerró la puerta tras  sí y se fue murmurando:
-Ya usted verá si soy médico; yo no comprendo para qué sirven los tales doctores, cuando uno tiene sus remedios y un libro de medicina casera.


LIX

[163] Acababa de sentarse a la mesa.
-¿Qué tenías que decirme? -me preguntó Luisa.
-¿Yo?... que te quiero mucho; que no puedo estar sin ti.
-Jesús, Carlos no me digas eso.
-¿Te ofenden mis palabras? -Ustedes los hombre no hacen más que inventar cosas para burlarse de nostras.
-Me alegro saberlo; ¿con que crees que me burlo de ti?
-Come, tonto -me contestó al mismo tiempo que me hacía una monada.
-Eres muy ingrata.
-¿Por qué?
-Porque no me quieres.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Tú misma.
-¿Cuándo?
-Cada rato;  en este momento me lo acabas de decir.
-Caballerito, usted es un mentiroso.
-Gracias, señorita.
Bartolo entraba jadeante.
Preguntó por mi tío, y mientras éste salía se dejó caer en una silleta.
-¿Qué hay? -le preguntó al verle.
[164] -Que la señora Segunda le manda a decir que lo siente mucho; pero que hace ocho días que se purgó y está en la dieta.
-Pues que no venga; vete a comer.
-¿Cómo sigue Carmelita, tío?
-Todavía tiene la hemorragia.
-¿No sirvió el alumbre?
-No, volvamos a la botica.
 Y al llegar a la tabla volvió a deletrear:
-Mostaza... para sinapismo; tintura de clavos... par los dolores de muela; agua sedativa... para los dolores de cabeza;  jengibre.. .escorsonera... percloruro de hierro... esto es... esto se pone para estancar la sangre de las sanguijuelas...
Y salió precipitadamente:
-Ahora si que es verdad.
Diez minutos después volvió a la botica.
-No sé qué tengo esta noche -murmuraba-; no atino... yo, que no las pelo... a ver... azafrán... valeriana... ruibargo, éter, láudano, trementina, tintura de yodo... esto debe ser bueno.
Y se disparó con el frasco en la mano.
Pero estaba escrito que mi tío Pedro no debía atinar aquella noche, pues a pocas vueltas estaba otra vez en el comedor con la vela en la mano.
-¿No se contiene la hemorragia?
-No, hombre; ¡que se va a contener! A ver, Luisa; busca el libro de Medicina casera, de Pompa.
Luisa anduvo su cuarto de hora largo registrando cajones, baúles, armarios; revolvía toda la casa.
[165] Mi tío, impaciente, nervioso, iba y venía de la alcoba al corredor; estaba, como aquel otro, de la rosa al céfiro.
-¡Qué jeringa! ¡Cuando uno busca las cosas no las halla! ¿Dónde estará ese libro? ¿lo hallaste Luisa?
-Sí, señor; aquí está.
-Ahora ligero, pues; eres una pereza.
Mi tío me dio el libro; busque en el índice el capítulo hemorragias, y diciendo:
-Página 84, comencé a buscarlo.
Pero nada; la página ochenta y cuatro no estaba por todo aquello.
-¿Cómo?, ¿qué tu tampoco sirves para nada? ¿No lo digo? Estos doctorcitos...
Y rectifiqué el índice.
-Página ochenta y cuatro; pero tío, si le faltan diez páginas al libro de la setenta y nueve a la ochenta y nueve.
-¡Acabáramos, carrizo!
Y arrojó el libro en el suelo.
-¡No hay caso! -exclamó. -Bartolo, ensilla la mula con el galápago de Carmelita y ve a buscar a Segunda: dile que Carmelita se muere; que le pido por su madre que venga en el acto.
Y se mesaba los cabellos; pisaba el primer peldaño de la desesperación.
Se paseaba por el corredor a grandes trancos; se atusaba el bigote y se decía:
-Ahí está lo que se gana con vivir en el campo; [166] a la hora de un apuro, no se encuentra a quien ocurrir.
Y al pasar por la puerta preguntó cómo seguía la enferma.
-Mal -le respondieron.
-Pues que le pongan un poco de aceite alcanforado, y unas lavativas de malva con láudano.
Este hombre -pensé- va a matar a su mujer; pero al fin y al cabo es suya y puede hacer lo que quiera. La ley no ha de preguntarle, cómo, cuándo, ni por qué la mató.
Y seguía paseándose con rabia.
-¡Maldita vida!, no fuera nada perderla si no hubiera que pasar por una enfermedad... ¿y qué me hago yo sin esa mujer?
Y volví a preguntar cómo seguía.
Igual respuesta de adentro.
-Pues que le pongan unos sinapismos en el vientre y una toma de escorsonera, para que le haga efecto pronto.
Y Andrea le aplicaba las medicinas.
Ya eran las diez, y la enfermedad no cedía. Mi tío estaba fuera de sí. Se paseaba con más furor, gesticulaba; se mordía los labios.
-Yo tengo la culpa; sí, yo solo la tengo, porque no he debido pegarle; ahora pagaré cara mi severidad.
Para la generalidad de estos hombres, sus barbaridades no son otra cosa que severidades. ¡Qué generación tan digna de un pienso y un ronzal! ¡Qué [167] falta hacen las galeras para poner allí a todos estos déspotas a remar, con el chicote sobre los lomos; así apreciarían lo que vale la condición humana y qué misión tiene el hombre en el hogar! Y seguía paseándose y mordiéndose los puños.
-¿Cómo sigue, Andrea?
-Mal, papá.
-Pues ponle unos fomentos de trementina y dale un purgante de sal...
Eran las once: la enfermedad no cedía. El chirumen de mi tío ya no abortaba más; él, más feliz que su mujer, sentía estancársele la hemorragia de remedios disparatados. Había llegado al colmo. Estaba llorando como un niño.
-Se muere -exclamaba entre sollozos-; se muere mi Carmelita de mi alma; ¿qué te hecho yo, Señor, para que me castigues así? ¿No ves la vida que llevo de privaciones?
Llorar aquel hombre era comenzar el desorden: todos los demás lloraban también. Sentí que dos lagrimas me venían a los párpados; pero hice un esfuerzo y las contuve: recordé que las tenía comprometidas para el día de difuntos.
-¡Señor, Señor! -seguía diciendo mi tío-.¿Por qué me castigas así? ¿No ves que es mi amor, mi tesoro, mi vida?
-¡Valla! -pensaba yo-; no le pagaré cinco pesos como cocinera; ¡entienda usted que es una ficha el tal tesoro!
-¡A nadie le hago mal!
[168] ¿A nadie? -me dije-. ¿Y que haces entonces, alma de cántaro, cuando humillas, atropellas y mortificas a tus hijos?
Y cayó de rodillas.
-¡Virgen del Carmen, te digo una misa de quinientos pesos si me la salvas!
-Veremos -quise decirle- si esa buena señora deja de ganar los quinientos pesos.
-Buenas noches -dijo una voz de mujer en el patio-; ¿cómo están por aquí?
-¡Segunda, Segunda! -exclamó mi tío-; la Virgen del Carmen me escuchó y te manda para salvar a Carmelita!



LX


Yo me quedé con Luisa en el patio.
-Buen negocio -la dije.
-¿Cuál?
-Esos quinientos pesos.
-¿Tú no crees que fue la Virgen del Carmen?
-¡Qué  Virgen ni qué calabazas! La mujer llegó porque ya venía para acá, a buen seguro que si hubiera querido seguir guardándole dieta a la purga hubiera llegado!
-¡Jesús, Carlos!
 En eso salía la señora Segunda.
-No se asuste, don Pedro; no sea usted cobarde; eso no vale nada.
-¡Si ya no tiene sangre!
[169]  -Pero no se muere; haber, Andreita;  tres rosas de montaña en seis vasos de agua y que hierva hasta que quede por la mitad.
Y se vino a tertuliar con nosotros.
-¿Usted es el doctor?-me interrogó.
-Servidor de usted, señora.
-Yo lo soy de usted. ¿Y le gusta el sitio?
-¡Cómo no!
-Aquí es muy divertido. Yo lo paso muy bien, porque tengo muchas relaciones. No ha  venido al pueblo un solo médico que no haya salido derrotado por mí. Yo le saque el daño a don Pantaleón; no puede usted figurarse la enfermedad que tenía. Estos viejos santurrones son unos perdidos. Don Pantaleón, como usted sabe, es casado y tiene hijas grandes; pues el muy vagabundo le dio por ser mujeriego y  tenía una en su misma hacienda; pero la familia no le llevaba a bien esa pillería y ya estaba olvidando la moza, ésta no se descuidó y ¿qué cree usted que hizo para agarrar a don Pantaleón?
-Ignoro qué haría, señora.
-Pues le dio yare hervido con siete pelos del sobaco; tres hormigas amarillas y ocho cagarrutas de ratón.
-¿Y cómo que los que usan esas armas tienen gran afición por los números cabalísticos?
-¿Cómo dice usted?
-Que a esa gente le gusta mucho usar números exactos, fijos.
-¡Ah!, sí, señor; porque el daño no se echa sino [170] así, si usted le pone una cosa más, pierde su tiempo... Pues, como le iba diciendo, se valió de una negra llamada Antolina, que vive en el Tiamo para echarle el daño, y que el viejo se puso zoquete...
-¡De veras!
-Sí, señor; ¡cuando la muchacha nos hacía apuestas a nosotras! apuesto a que hoy viene don Pantaleón; apuesto que me trae un corte de zaraza; apuesto que viene llorando... y siempre nos ganaba las apuestas.
-¡Vea usted!
-Hasta que un día le halló hablando con otra muchacha y se chivó, y entonces resolvió embromarle por derecho.
-¿Y qué hizo?
-Que cogió el cogollo de túatúa, y la raíz de cebolleta, y la concha de zaquizaqui, y las tripas de las tres chicharras y le dio una toma. Pero, ¡ay! ¡manito! ¡Si usted le hubiera visto la barriga al pobre viejo! Parecía un tamborón.
-¡Qué horror!
-¡Ay, doctor! Pasamos unos ratos detestables porque la familia cogió a llamar médicos y más médicos y no le curaban; y mientras tanto, el viejo empezó a ponerse flaco como un esqueleto; no comía ni dormía y se la pasaba hasta tres días sin beber agua y sin hacer sus necesarias.
-¿Pero usted le curó?
-Por supuesto; yo cobré cinco onzas; me las dieron y le curé en una semana; le di unas tomas y [171] empezó a arrojar inmundicias; mire, doctor; tenía en el estrógamo como seis zapos de verruga, dos culebras de agua, un millar de chicharras; tres cotejos, sanguijuelas y el millón de bichos...
-¿Y con qué le curó usted?
-Con esas tomas y la oración del daño que se la recé tres veces hincada de rodilla en cruz.
-Debe ser muy buena esa oración; yo quisiera aprenderla.
-Espléndida, pero yo no puedo enseñársela.
-¿Por qué?
-Porque usted no cree en eso y se va a burlar de mí.
-No, señora; ¿quién le ha dicho a usted semejante cosa?
-Yo se lo comprendo en su modo; ustedes los dotores no creen en nada de eso.
-Ya está el conocimiento -dijo Andrea.
-Allá voy -contestó la señora Segunda.
Se levantó como un rayo y fue para el cuarto de la enferma.
-¿Qué dices tú de esta mujer? -pregunté a Luisa.
-Yo no digo.
-¿Por qué?
-Porque en boca cerrada no entran moscas; no quiero la mala voluntad de esa mujer; harto mortificada vivo yo para buscar nuevos tormentos.
-Tienes razón; observo que esta mujer goza de gran prestigio en estos montes; sobre todo en tu [172] casa: goza del influjo que le da sus servicios y el miedo que le infunde a la gente ignorante.
Y me puse de pie.
-¿Te vas?
-Vuelvo.

LXI


Carmelita había mejorado mucho, quince minutos después de tomar el cocimiento, había cesado la hemorragia.
Mi tío estaba muy alegre; los que no se dan cuenta de las leyes fatales de la vida, pasan fácilmente de la desesperación a la alegría.
-Ya lo vez -me decía-.Si no es por la virgen que me manda a la señora Segunda se me muere la mujer. ¿Y tú no crees ahora?
-No, tío; sigo en mis trece...
-Tú eres un vagabundo -añadió algo sulfurado.
-Muchas gracias.
-¿Cómo te atreves a decir que no crees en la Virgen? Esa es la maldita civilización; eso lo que ustedes aprenden. Salen de la Universidad unos corrompidos. ¿Qué quedará de la sociedad el día que ustedes se adueñen de la república?
-Señor mío, creo que usted traspasa los límites de su doble derecho de tío y dueño de esta casa -le contesté con energía-. Parta usted de este principio: nadie pude contar con el respeto  de los hombres, si no es el primero en respetarles.
[173] -¿Y qué falta de respeto te he cometido yo?
-Usted me llama vagabundo y corrompido porque no creo lo que cree usted, y yo me permito preguntarle. ¿Quién le autoriza a usted para insultarme? Déjeme usted tranquilo y crea lo que le plazca.
-Pero, señor, ¿cómo voy a permitir semejante cosa?
-Muy fácilmente: usted debe respetar las creencias ajenas para que pueda respetar las de usted; eso es muy común entre ustedes los viejos godos: no quieren que nadie ponga las manos en sus creencias; llaman vagabundos y corrompidos a todo el que disiente de su modo de pensar. ¡Y vea usted quiénes son ustedes, cómo viven y como mueren!
Mi  tío no contesto;  giró sobre sus talones y se marchó.
-Ahí lo tienes -me dijo Luisa-; era lo que tú andabas buscando.
-Eso no vale nada -la dije-; comenzará la partida esta noche, y sucederá lo que sucede siempre: que alguien ha de vencer. Me voy a dormir; hasta mañana.
-Adiós, Carlos; que duermas mucho.
Adiós, querida prima; que sueñe con... con el ángel de la canción.
Y al estrechar en las mías sus blancas mano, le di un beso silencioso y ardiente, uno de esos besos que parecen de asalto...


LXII


[174] Todo el mundo se había acostado y dormían; sólo yo velaba, meciéndome en mi chinchorro, presa de las distintas emociones que me embargaba.
De  un lado flotaba Luisa con su nimbo fulgurante; del otro estaba mi tío abrumador para mí, porque yo comenzaba a malquererle. Aquel me había insultado, y era preciso que tomara venganza.
Tengo el arma -me dije-, y voy esgrimirla; ya veremos.
Pero no bien me entregaba a mi sueño de desquite, tornaba Luisa a presentarse en mi imaginación, con su sencillez, con su bondad ingénita, poniendo un obstáculo en mis planes con su sola mirada y ademán.
Está escrito -me dije-que yo debo pasar muy malos ratos en esta casa. ¿Por qué vine a ella? Mi tío es de los hombres que no puede ser tratado sino por el peonaje; aquí vive muy bien, con su liquilique remendado, sus anchos pantalones zurcidos, sus alpargatas en chancleta y su sombrero de cogollo; mascando tabaco lleno de niguas y pegándole a su mujer...
Sentí un ruido de pasos en el corredor; abrí la puerta, que había quedado entornada, y pude distinguir entre las sombras una figura de mujer que [175] se deslizaba a la pared. Franqueó sigilosamente la puerta de la cocina y  salió.
Algo se pesca -me dije-;  ésta debe ser la señora Segunda, y como yo la necesito, es bueno hacerme su amiga desde ahora.
Y la seguí; pero al llegar a la puerta que  ella acababa de entornar  tras sí, no vi a nadie en el patio.
-La aguardaré; ella debe entrar por donde salió.
Y me senté sobre la manzana de una rueda vieja envuelta por el capote.
Allí estuve largo rato; la señora Segunda no aparecía; ya venía el nuevo día; aumentaba el frío, y resolví volver a mi cuarto. Apenas traspasé el umbral, me hice el cargo de inconstante. ¿Por qué me retiraba?
¡A la carga! -murmuré-.y me arrinconé en el obscuro pasadizo.
Pocos momentos después se abrió la puerta y entró una mujer.
Hágame usted el favor, señora -la dije a media voz rascando una cerilla-. ¡Andrea! ¿Qué hacías fuera?
La muchacha, cuyo brazo tenía yo asido, temblaba como una azogada.
-¿Qué hacías fuera?
No me contestó nada.
-Está bien -la dije.
Y me volví a mi cuarto.

LXIII


[176] La señora Segunda se levantó muy temprano, proporcionándome así el placer de verla a la luz del día.
Todavía no se había lavado la cara; por lo menos llevaba en las pestañas todas las secreciones de sus ojos negros, vivaces, pequeñitos, como de pulgas y encapotados. Tampoco se había peinado el cabello pasudo, especie de lana, que a manera de colchón llevaba en la cabeza; y en los salientes pómulos, cubiertos de paños, se distinguían perfectamente como huellas de cucarachas, la boca, grande, muy grande, cual si fuera una mochila de henequén  o un canasto, no estaba en mejores condiciones de aseo; diríase que aquellos labios, finos y arrugados, habían pasado la noche untados de chocolate; y en la estrecha y ahuecada barba lucía una chorrera, indudablemente del mismo líquido.
No había en su traje contraste alguno con su persona y sus modales: el fustán de zaraza morada, de doble faralaos, reclamaba, después de un paseíto por el lavadero, los cuidados de las agujas, pues era poco menos que un jirón. El saco, al asentarse sobre la joroba, dejaba ver un remiendo de la misma tela que, por ser de menor edad que la primera, resaltaba sobre el fondo desteñido; y , en realidad, sus zapatos de trapo, rotos y desahornados, le daban [177] un aspecto de ave de corral, de esas que llaman calzadas, por tener plumas en las patas.
Sobre una silleta estaba un sobremo de panza, color de ceniza, ceñido por una ancha cinta verde, con dos grandes plumas blancas, y un pañolón morado mapuey, descolorido y roto.
-¿Cómo amaneció la enferma?
-Muy bien, señor. Apenas la puse la mano se mejoró.
-¿Lo cree usted así? Mi tío piensa otra cosa.
-¿Qué dice el viejo?
-Que la Virgen del Carmen fue quien le salvó la mujer.
-¡Viejo más ingrato! Así sucede doctor, después que una se esfuerza por curar, son los santos los que hacen el milagro: lo mismo dijo la familia de don Pantaleón cuando le cure el daño; pero me la pagó.
Y brillaron sus ojillos negros con un resplandor siniestro.
-¿Usted irá por casa, doctor, antes de marcharse?
-Sí, querida amiga -la contesté con toda la amabilidad de que puede hacer-; iré a visitarla, porque tengo gran estimación por usted, desde que he visto sus conocimientos médicos; y deseo significarla con hechos el aprecio que de usted hago.
-Mil gracias, doctor; le aguardo por allá.



LXIV

[178] Mi tío, que había olvidado, según sus costumbres, la escena conmigo la noche anterior, me llevó al trapiche y hablamos largamente sobre la mensura.
Varias veces me vi intentando a decirle que en la madrugada había encontrado a su hija Andrea en una situación algo embarazosa para una señorita; pero me contuve haciendo esfuerzo sobrehumanos. Entre nuestras altas clases sociales, es muy común que las señoritas no puedan hablar a solas, en la sala, con un joven; pero las encuentra uno luego en el corral... Mucho me hubiera complacido poner de relieve ante mi honrado tío, aquella conducta que acusaba, por lo menos, descuido en su hogar; sobre todo, que fuera un corrompido como yo quien se lo echara al rostro, casi me desvanecía.
Sin embargo, siempre hay que sacrificar algo, en aras de mayores gustos: la venganza tiene toda la miel de Himeto, y es una tontería contentarse con probarla, pudiendo apurarla hasta la saciedad. Si todos los hombres supieran esperar, la venganza revestiría todo ese gran carácter  de moralidad que le diera el pueblo hebreo, llevado de un espíritu filosófico inimitable. Cuando aquellos señores consignaron en la Biblia la página del Talión, dijeron a pueblos y familias: -La justicia divina no existe, porque Dios no preside la vida en la sociedades civiles, sino en el gran laboratorio de la Na-[179] turaleza, en el soplo que anima las creaciones con el aliento inmortal del progreso; la justicia humana es muy deficiente, porque sus preceptos no son reparadores: sólo quedan como frenos para hombres y naciones esta ley, tiránica, terrible, si queréis; pero basada en la Naturaleza misma.   
El catolicismo, esa religión parásita, que al llegar a la meta de la glotonería  ha echado en olvido todo, todo, hasta su propia historia, predica contra el Talión  siguiendo las aguas del nuevo Testamento; pero jamás ha puesto mano sobre la vieja ley, porque ella reposa en todos los corazones y en todas las conciencias. ¿Quién no ha palpitado con ansiedad, acariciando una venganza? La escuela del perdón es la escuela de la crueldad. Los que se vengan perdonando tienen la doble responsabilidad de la premeditación: saborean el placer de los que matan con la punta de una aguja. Y sin embargo, dicen que esa  es la teoría más avanzada: indudablemente no mejora las condiciones de la especie, porque  da a los hombres el goce salvaje de un martirio que se prolonga...
Andrea me había visto hablando con mi ti; huyo de mí cuando nos encontramos cerca: temía. Estábamos, al llegar a la casa, frente a frente de la señora Segunda, enconada por el desprecio que se hacía de su ciencia. Iba a estallar la tempestad: sólo me preocupaba la idea de que  apareciera yo provocando el conflicto. Pero mi tío me evitó ese trance; al mirar a la curiosa la dijo sonreído:
[180] -Amiga Segunda, la Virgen del Carmen se ha portado; ganó su fiesta de quinientos pesos.
-Sí, señor, así sucede; después que una hace el milagro otro se coge la limosna; pero no importa: de esa cabulla tengo un rollo, don Pedro, y no  será esta la última vez que usted me necesita en su casa.
-¿Estás brava?
-No, señor.
-Porque sería una tontería que tú te pusieras brava por una cosa que está a la vista: la Virgen salvó a Carmelita; tú no has sido más que el instrumento de ella.
-Ya lo sé; pero usted ha debido pasarse sin el instrumento.
-¡Tonta! ¿por qué te das tanta importancia? ¿crees que vales mucho?
-No pensaba usted  lo mismo anoche.
-Anoche te necesitaba.
-Y después que usted se sirve del mueble le da una patada.
-¿Qué más quiere tú?
¿Yo? Nada;  el tiempo lo dirá.


LXV


Ocho días había estado ocupado en la mensura: había llegado el domingo y la partida de caza arreglada ya, iba a verificarse; Méndez se había venido a dormir a Peonía, para tomar el camino muy de [181] mañana. El sol nos sorprendió en el abra de una quebrada, tratando de dominar las matas de la aguada. Éramos de la partida Pascual, el amigo de los cuernos, y Guillermo el picador, que eran aficionados a la caza; Méndez, Bartolo, Casiano, Toribio y yo.
-Una bonita partida -dijo mi tío al despedirnos-. ¡Que gocen mucho!
Toribio hacía de montero mayor; fijó a cada uno su punto y mandó a Bartolo a echar los perros por la parte superior de la quebrada.
-Este lance no se echa así -dijo Casiano.
-¿Y cómo? -pegunté yo, que aún no me había apostado.
-De abajo para arriba, porque lo venados están siempre abajo por la mañana.
-No en estos tiempos querido amigo; los venados buscan ahora las alturas, porque en los vegotes hay mucha humedad.
-Pues yo he tirado muchos venados abajo por este tiempo.
Y comenzó a darme la interminable relación de sus tiros; hechos que constituyen en cada caso una como jurisprudencia de la caza. Comenzaban a ladrar los perros; Bartolo los animaba con sus gritos agudos y penetrantes. Principiaba el placer, los instantes de emoción que transcurren entre el ladrido de los perros y la aparición de la pieza. Se pone uno nervioso; una especie de voluptuoso hormigueo le recorre todo el cuerpo; el corazón salta [182] precipitadamente; en uno como vértigo se siente transportado el que aguarda.
Oyóse el ruido de la res entre las hojas: los ramos secos que quebraba al paso, signo inequívoco de su proximidad, indicaban que venía hacia mí. Preparé la escopeta y rápido como relámpago, me pasó por delante el viejote, con sus cuerno peludos, me eché la escopeta y disparé. Al mismo tiempo que yo, disparaba Casiano, que estaba a mi izquierda; el venado había caído. Corrimos a él a reconocer el tiro: era en la oreja izquierda, pues de ella manaba un hilo de sangre.
-El tiro fue mío -dije rebozando satisfacción, como cazador al fin.
-Fue mío -objetó Casiano.
-No, señor; la dirección del venado y la dirección del tiro comprueban que fue mío; usted le hubiera herido de frente, porque en el sesgo que tiene su punto, usted quedaba cubriéndolo por delante, mientras yo iba a cogerlo de flanco.
-¡Esas son las cosas de las cacerías! -exclamó chocantemente-; hace uno un tiro bueno y se lo niegan.
-No es que se lo niego, Casiano; usted se lo quiere apropiar; pero no discuta tonterías, que ahí viene otra pieza.
Apenas tuvo tiempo de volverse a colocar el negro, cuando apareció una hembra, casi en la misma dirección que el otro.
Apunte y disparé. Casiano había hecho otro tan[183]to, pero, no sé por qué, los guáimaros de su escopeta vinieron a dar a pocos pasos de mí, que estaba a respetable distancia del lugar en que fue tirada la venada. Se lo hice notar, sobre todo Tigre, que seguía la pieza de cerca, gritó lastimosamente.
-¿Está usted loco? Me mata a mí y mata al perro; ¿qué modo es ese de tirar?
El negro estaba lívido, ceniciento, y balbuceaba casi temblando:
-¡Guá! ¿Qué culpa tengo yo?...
-¡Así no va mi gallo, señor mío! -y llamé a los otros y les conté la ocurrencia.
-Eso está muy mal hecho -dijo Toribio, que fue el primero que llegó-; aquí no venimos muchachos, sino hombres formales; o ponen cuidado o nos vamos.
-Y vea usted -agregué retrotrayendo las cosas-, ese venado corría en aquella dirección; Casiano estaba allá, y yo aquí; vea usted el tiro en la oreja izquierda. ¿De quién es?
-Suyo, doctor.
-Y el señor me lo disputa.
-Aquí no cabe duda. Oigan ustedes, señores...
Y apeló a la opinión de los otros. Todos convinieron en el tiro era mío.
-¡Que perro tan bueno! -decía Méndez al ver que uno suyo, Catire, mordía los perniles del venado-; ese es el perro más seguidor.
-Pero el que más levanta es Tigre.
-No, señor; Muchacho es el que primero levan[184]ta; ese venado lo levantó Muchacho-dijo Bartolo.
-Y ¿quién levantó la venada?
-Tigre.
-Ahí lo tienen, señores; ese Tigre es mucho perro. ¿Te acuerdas, Méndez, que a Tigre lo enseñamos en Montalbán?
-Sí, y era más flojo que un tomate maduro; aquí no hay perro como Catire.
-¡Qué tonto eres tú!, yo no cambio a Tigre por Catire y a toda su familia.
-Ya se ve, si yo no te lo doy.
-No discutan más, señores -dijo Toribio-; vamos a echar el lance de Caujarito.
Montamos a caballo, no sin dejar el venado muerto en la horqueta de un chaparro, cubierto con una cobija, para que no se lo comieran los zamuros, y nos fuimos al Caujarito.


LXVI


Ninguno quiso quedar junto a Casiano, por lo cual éste optó por hacer de perrero, cediéndole a Bartolo la escopeta.
Echamos los perros y a poco sonaron dos tiros; luego, un tercero; después un cuarto; a poco, otro, y otro; parecía aquello un fuego de tiradores en línea  de batalla.
-¿A qué le tira?-me pregunté.
Y cuando más abría los ojos me llegó casi a dos varas de distancia un venado.
[185] Ustedes creerán que le apunté, pues no, señores; iba como una exhalación y no me dio tiempo para nada.
Los perros venían apurados para seguirle de cerca.
-¡Va herido!-gritaban los de arriba-.¡Herido!
-Herido -¡me decía yo!-¿y cómo corre?
Los perros buscaban la huella; Toribio, la sangre.
-Va herido en el lomo.
-No lo pienses - le dije-; ¿herido en el lomo y corre como un desesperado? Irá herido pero...
-Sí, doctor, sí va.
-Sí, sí va, pero debajo del rabo.
-No se burle, que la cosa es seria. ¿Cómo voy  yo a pelar ese tiro?
-Pues lo pelaste, y los otros también.
-¡Está escrito que yo no mate hoy un solo venado!- exclamó Méndez con desconsuelo.
-No te aflijas, chico, que ya te llegará la tuya.
-¡Yo, que no los he visto hoy! -suspiró el picador
-Pues yo tiré y lo pelé -djio el de los cuernos-; pero no quiero que se lo digan a mi mujer, porque me haría dejar el pelero: ella sabe que yo no pelo un tiro.
-¡Sí que debe saberlo, a fe mía! -grité yo-; pero lo que es en esta vez, nadie me pone el pie.
-¿Porque mataste uno?
-Precisamente; si no lo hubiera matado estaría como ustedes, rabiando.
[186] -Pues bien -dijo Toribio-, echemos el lance de la laguna y nos vamos a almorzar.
-Este lance va a ser para mí -dijo Méndez.
-O para mí -objeté yo.
-Veremos.
Y luego que lo echamos, nos convencimos de que no fue para ninguno de los dos, sino para Bartolo. Hay veces que, cuando la fortuna dice a sonreírnos, llega hasta el fastidio. Bartolo estaba harto porque le amaba una mujer con la cual no hubiera ni soñado otro de mejores condiciones que él; ¿qué más tenía que pedirle a la suerte? Él como el negro de Haití, hubiera podido decir:
"¡Un beso de tus labios y después venga la muerte!"
Todavía suelo preguntarme, después de estos sucesos, recordando la suerte de este sirviente de mi tío:
-¿Será envidia o caridad?


LXVII


El almuerzo iba a efectuarse bajo un soberbio mijagüe: por mesa teníamos el suelo enarenado y limpio; por paños, hojas de plátanos.
Rociamos la comida con vino Burdeos fabricado en el país, gaje directo de arancel proteccionista, que ha desarrollado la industria vinícola entre nosotros, sin consideración alguna por la salud de los bebedores. Y mientras se ponían sobre los verdes manteles las viandas del almuerzo, hici-[187]mos varias salvas a puro ron  Ceiba, fabricado en Caracas. La sociedad, es cierto, no era culta; pero para las partidas de caza no se necesita gran cosa; haber tenido perros y escopetas y haber salido al monte. Pocos comprenden la dulce embriaguez de la cacería; pocos saben apreciar las distintas emociones de una batida.
-¿Por qué erraría yo? ¿Por qué no maté ese venado?
O bien:
-Así es como se hace un tiro; le apunté al codillo y le y le di en la sien.
Los momentos de expectativa tienen también su voluptuosidad;  y seguir un rastro presenta un atractivo indescriptible: diríase que las gotas de sangre que encontramos al paso, nos arrastran en vértigo sofocante.
-¿Dónde conseguiste a Catire?-pregunté a Méndez, que se gozaba viéndolo devorar el hígado del venado.
-Ese es hijo de Diamela, la perra blanca de los E..., y de Polión, aquel perro de Antonio.
-Ya sé... Diamela es traída directamente de Europa.
-No, es hija del perro escocés que trajo A. L. hace diez años.
-¿De aquel peludo tan horrible?
-Precisamente... pero un gran perro... Yo lo vi seguir un venado más de una legua y al fin lo atrapó por una canilla, al saltar un sanjón.
[188] -De Polión si te respondo; Antonio me lo prestó una vez para cazar en Guayas.
-¿La vez que les derroto el Tigre?
-Exacto... era un perro magnífico.
-¿Murió?
-Se lo robaron: dicen que Wiedemann lo tiene en Tocorón.
-Ese alemán tiene buenos perros.
-Magníficos; después de los de Alejandro, son los mejore que ha habido en la República.
-Los de Alcántara eran muy buenos.
-¡Ya se ve!...
-Tigre es petacón...
-No puede ser de otra manera, porque no es nativo.
-¿De veras? Yo creí que ese era hijo de la perra pintada de M...
-No, ese me lo regaló muy pequeñito el naturalista francés con quien fuimos al Ávila.
-¿Y no tiene hijos?
-Veinte veces mejores que él: Rafael Pacheco tiene en La Culebrilla dos, macho y hembra, que son extraordinarios; a Antonio le regalé otro de Madama, la perrita de L.
-¿Y tú no tienes ninguno?
-¿Para que?, Bien sabes que yo no cuido perros; ahora voy a mandar por la perra Cantadora para coger algunos.
-¿La de Benjamín?
-Era de Benjamín; hoy  es de Enrique.
[189] -¿Dónde la tiene?
-En La Villa.
-Es cierto; Enrique está allá.
Las pláticas de todos los cazadores son todas de este tenor: se hace la genealogía de los perros; se recitan historias de lances comprometidos, y se habla de las escopetas.
A las tres nos pusimos en marcha: íbamos a tirar unas váquiras, a la quebrada del mismo nombre.


LXVIII


-Mucho cuidado, señores -dijo Toribio, nuestro montero mayor-, porque las váquiras están entiempadas ahora y son peligrosas.
Y empezó a colocarnos en nuestros puntos. Las reces se bañaban en los charcos del quebradón y roznaban como si todo el infierno estuviera allí, diríase que era un conciliábulo patriótico de incondicionales que celebran con el  santo fin de repartirse la República.
Casiano volvió a tomar la escopeta y estaba en el fondo de la quebrada, por el lado de abajo. Toribio le había hecho aquella concesión por su extrema habilidad en la cacería de váquiras. Yo quedé cerca de él dominándole por un barranco cubierto por un chipio; y, novicio en el tiro de váquiras, creí prudente sacar los cartuchos de guáimaros y sustituirlos por balas rasas. Los perros levantaron las piezas y comenzó el tiroteo en la parte [190] de arriba; y salidas las reces del lecho de la quebrada, se hubiera dado por perdido el lance, si dos de ellas macho y hembra, no hubiesen corrido hacia abajo. La posición  que yo ocupaba no era muy ventajosa; pasaron por junto a mí y no pude disparar; pero me acerqué automáticamente a la quebrada y gané el cauce.
Casiano había disparado y errado el váquiro; hirió la hembra; el macho, como sucede en estos casos, se enfureció y le atacó. Cuando yo doblé el recodo de la quebrada que me ocultaba los sucesos, pude ver a Casiano luchando cuerpo a cuerpo con el váquiro, mientras la otra se revolcaba en su propia sangre.
El negro se defendía con el cañón de la escopeta, que despedía chispas en los colmillos del cochino; la caja del fusil estaba hecha añicos. Pálido, ceniciento, se veía el negro entre el verde follaje de las barrancas, bajo un toldo de ramas entrelazadas.
-¡Socorro, socorro! -gritaba.
La Humanidad tiene su cuarto de hora; yo me detuve un instante a contemplar la lucha que se efectuaba a cinco varas de mí. Una idea había cruzado por mi cerebro, fugaz, como relámpago.
-Ojalá la mate -murmuré.
¿No me había él disparado en la mañana? El deseo era justo. Y me apoyé en el cañón del fusil. El negro retrocedía pidiendo socorro, y el váquiro le cargaba. Dio una envestida el animal y al saltar [191] atrás el cazador, se enredo en un bajuco y cayó. Un minuto más y llevaríamos un cadáver.
-¡Ahora conmigo!-grité, y el váquiro se volvió hacia mí.
Tenía los ojos inyectados y las encías hechas sangre. Volví a gritarlo y partió como una flecha; clavé la rodilla en el fangoso lecho de la quebrada y le aguardé en la boca de mi escopeta. Al ver el obstáculo que acababa de oponerle, erizó las cerdas y se recogió para asaltarme; pero fue el último esfuerzo que tentó, porque le enterré la bala en el corazón.
Ya llegaban los otros; Pascual, estupefacto, me miraba desde el barranco, con ojos desencajados: Toribio jadeante por el lecho del arroyo, y Tigre, mi fiel Tigre, pasó rozándose conmigo y destrozaba el váquiro agonizante. Casiano estaba herido; la pierna derecha estaba desgarrada, y en la izquierda tenía una soberbia dentellada. Toribio, que le odiaba más que yo, pero que era un corazón de oro, se acercó a él y le hizo levantar con gran trabajo.
-Nos vamos -dijo-; hagámosle una camilla y salgamos de aquí; hemos sido muy desgraciados hoy.
-¿Y Méndez, dónde esta? -pregunté.
-Ya debe venir, doctor -respondió Toribio.
-¿Y Guillermo?
-Aquí estoy.
-¿Y Bartolo?
[192] -Ya vendrá.
Pero se hizo la camilla y los otros no aparecían; luego oímos a Catire, que ladraba; después ladró otro perro.
-Aquel es Mosquito -dijo Toribio.
-¿Qué será?
-Lapa encuevada.
Y por los ladridos me fui.
Allí, sudados, jadeantes, en el seco tronco de un javillo, estaban Méndez y Bartolo, escarbando una cueva.
-¿Qué hay?
-Lapa, chico, lapa.
-¡Qué lapa ni que calabazas! Casiano esta vivo por casualidad.
Bartolo se incorporó y me preguntó:
-¿Qué fue?
-Anda y verás: allá, quebrada abajo... y se fue corriendo.
-Voy yo también -dijo Méndez.
-No, chico; sigue escarbando la lapa.
Méndez me miró con asombro; luego fijó los ojos en la dirección de mi mano derecha.
-¿Qué es?
-¡Mira, tu lapa! -exclamé muerto de risa-; un par de casiraguas coronaban el tronco.
-¡Que jeringa, Carlos!


LXIX


[193] Era ya tarde cuando llegamos a la hacienda. El percance de Casiano molestó mucho a mi tío: entre aquellos dos hombres existía una gran querencia; parece que se completaban recíprocamente. Muchos y muy fuertes cargos me hizo, porque inutilizado su mayordomo se pararían las moliendas, y era fuerza apurarlas, porque el invierno, que comenzó bien, parecía agotarse.
-Se secarán las cañas -me decía- y acabaré de arruinarme; ¡todo por el placer de una cacería!
-Pero, tío, yo no tengo la culpa; usted sabe que ni le invité ni le hice fuerza para que nos acompañara; creo, por el contrario, que le he salvado la vida, y sus recriminaciones me hacen sospechar que si el accidente me hubiera ocurrido a mí estaría usted menos molesto.
-Es muy probable -me contestó con un aplomo que le hacía muy poco honor y me volvió la espalda.
Quise devolverle su grosería con otra igual; pero recordé que estaba en su casa, y sobre todo, que yo tenía hasta cierto punto la culpa de aquellas cosas, toda vez que, conociendo su carácter; había ido allí.
Méndez me aconsejó que me fuera por lo bajo de la hacienda; pero no podía complacerle porque todavía no había concluido mi trabajo. Después que cenamos nos sentamos él, Luisa y yo en el patio, y [194] hablamos naderías. Hubo un momento en que les dejé solos; cuando volví a su  lado, les hallé platicando alegremente.
Sentí entonces un pinchazo en el corazón; el amor enloquece; los celos son el zig-zag de la embriaguez. ¿Por qué nos volvemos unos necios cuando pensamos que alguien pueda robarnos el corazón de una mujer? ¿Será que formamos mal concepto de ella, creyéndola tornadiza y voluble, como hija de Eva, o mal concepto de nosotros mismos, juzgando a los demás superiores hasta el punto de derrotarlos?
Sea de ello lo que quiera, los que aman tienen que pagar su tributo a la debilidad humana, ¿por qué había de exceptuarme yo? Cuando Méndez se levantó le hice comprender a Luisa la tormenta que llevaba en el pecho; ella me escuchó en silencio, y luego, con su naturalidad ingénita, me dijo:
-¿Y qué culpa tengo yo?... Me dijo tonterías, lo que nos dicen todos los hombres; pero mi respuesta en esta ocasión ha sido la misma de siempre.
-¡La misma de siempre!... ¿Luego él te ha galanteado otras veces?
-Sí; y como papá lo supo, le hizo muchas indecencias a fin de que se retirara; hacía cerca de tres meses que no venía a casa.
-Yo lo ignoraba...
-Pues es bueno que lo sepas todo; apenas llegó al pueblo a ejercer su profesión ,vino a visitarnos, pues él fue presentado a mi tío por el señor cura;[195] estuvo frecuentando la casa largo tiempo, y un día me escribió pidiéndome permiso para dirigirse a papá, solicitando su autorización...
-No sigas -interrumpí-; basta con eso.
Y me despedí de ella manando sangre del corazón.
Cuando entré al cuarto hallé a Méndez acostado ya.
-Se realizan mis sospechas, chico.
-¿Cuáles? -pregunté maquinalmente.
-Estás enamorado de la prima.
-Te aseguro que no, y a mi vez te digo que sospecho de ti.
-¿Para qué negarlo? Esta muchacha me cautivó desde que la vi por vez primera; su padre me lanzó de aquí, pero aun así, sin verla, sin hablarla y sin saber si me ama, yo la amo con locura; sólo que guardo siempre la más absoluta reserva y una aparente indiferencia, porque en mis delirios he puesto el ídolo tan alto, que no quiero que nadie llegue a ofenderla con una mirada  indiscreta siquiera.
Y la fisonomía del médico se animaba al hablar; yo le miraba fijamente y hacía esfuerzos por serenarme; ¡qué rugidos había en mi pecho!
-Somos -continuó Méndez- bastante amigos para que yo no te hable con franqueza; me siento subyugado por Luisa: la amo locamente, y... no sé si me equivoque, pero creo que ella tambien me ama.
-¿Lo crees así? -le pregunté sin darme cuenta de lo que hacía.
[196] -Sí..., lo he comprendido así
Era una nueva herida; un nuevo dardo que me partía el corazón.
-Y tú -añadió-, tú, que eres mi amigo, de lo cual te he dado infinitas pruebas, tú Carlos, eres el único que puedes hacerme feliz, y creo que no te negarás aprestarme ese servicio.
Tenía una tempestad en el pecho y un volcán en la cabeza; Méndez invocaba mi amistad: mi amor invocaba mi egoísmo. Yo hubiera querido hablarle con la misma franqueza; hubiera deseado decirle: Estamos en igualdad de circunstancias, pero ¿qué hubiéramos ganado con ello.
Él me cedería el campo al saberlo, porque yo estaba en mejores condiciones para luchar, y sería una herida que iba a causarle; además, yo no sabía qué pensar de Luisa ni de mí mismo.
Pero había que darle alguna solución a aquella cuestión; y haciendo un esfuerzo más, le dije, apagando la vela:
-Ea, tonto; ¿crees que me engañas? Vamos a dormir y déjate de esas chanzas.
-Si no fueras tú, te contestaría lo que mereces. ¿Cómo te figuras que yo te engañe?
Y comencé a roncar, a roncar despierto, violentándome en extremo, porque me dolía tratar así a un amigo a quien quería tanto.


LXX


[197] Ni Méndez ni yo habíamos dormido nada; hubo un momento, ya en la madrugada, en que él logró conciliar el sueño; pero fue un momento. Aquel mozo debió haber sufrido mucho; apenas se cerraron sus ojos comenzó a delirar.
-Luisa..., Luisa..., Luisa..., ¿cómo no me amas? ¿Qué tengo yo que no he podido ser simpático a tus ojos? ¿Soy acaso algún leproso que no debes ni acercarte a mi? ¿Luisa, Luisa por qué no me amas?
Al escucharle me levanté. Méndez tenía fiebre; apenas me sintió junto a su cama, se despertó sobre saltado:
 -No temas, soy yo.
 -¿Qué pasa?
- Que tienes fiebre; estás delirando.
-¿Y qué decía?
-¡Qué se yo!... Frases entrecortadas...
-¡Ah! ¡Qué situación al mía! Tú eres muy feliz...
-Te parece, porque tengo más energía que tú, o al menos aparento mejor.
-¡Quién sabe!
Se levantó.
-¿Qué vas a hacer?
-Me voy
-¿Te vas? ¿Estás loco?
-Todavía no, pero lo estaré.
[198] Y comenzó a vestirse; luego  mandó ensillar;  se fue...
Se despidió de mí con una sonrisa amarga
-¿Irás a verme?
 -Sí.
-¿Cuándo?
-Al desocuparme.
-Te aguardo, pues.


LXXI


Muy caviloso estuve en mi trabajo durante los cuatro primeros días de la semana. Cuando terminé, resolví irme al pueblo a ver a Méndez; mi tío me comisionó para arreglar con el cura la fiesta de la Virgen de Carmen, que tenía ya dos objetos más: el restablecimiento de la salud de Casiano y la vuelta de las lluvias.
Méndez se alegró mucho de verme; estaba flaco, pálido, nervioso. Le dije que mi tío pensaba llevar la familia el domingo, y se animó mucho; no me habló de su amor, y yo no creí prudente tocarle esa cuerda. Me acompañó a casa del cura, y se dispuso a pasar un buen día.
-Aprovecharemos el día -me dijo-, para organizar el joropo que te ofrecí; ya estás de viaje y debo cumplir contigo.
-Te devuelvo la palabra; estás malo, y una trasnochada te empeorará.
[199] -No lo creas; necesito distraerme, y como nos vendremos temprano...
-Sí insistes, aceptado.
-Sí, pasemos un rato; después iremos a Caracas juntos.
-Bien ¿me lo ofreces?
-Ofrecido.
Y acto continuo  se puso a dar sus órdenes para el joropo. Cuando ya regresaba a Peonía me dijo emocionado:
-Saludos para  todos; siento que tu tío sea tan... como es él, porque pudiéramos pasar un buen rato con las muchachas.
-Nada conseguiremos, chico;  mejor es no pensar en ello.
-Así lo creo.


LXXI

Al llegar a Peonía, di a Luisa los recuerdos de Méndez. Ella me contestó con un gracioso mohín, y luego añadió:
-Por lo que veo, tú gozas haciéndome sufrir ...
-¿Cómo así?
-¿Por qué me das saludos de Méndez?
-Porque así me lo encargó;  a buen seguro que si me lo hubiera dado tú para él...
-Pero, yo no te los di.
-Ya lo sé...además, ¿Méndez no es tu amigo?
-Sí.
[200] ¿Y qué tiene de extraño que un amigo te recuerde?
-No tiene nada;  pero tú me lo dices de un modo...
-Porque sé que él te ama.
-¿Y eso qué importa, si yo no le amo a él?
-Importa más de lo que tú crees; yo llevo, Luisa, hasta la exageración el egoísmo en mis afectos; no quiero que nadie absolutamente nadie, ose poner sus ojos en ti de manera irreverente; deseo que te quieran pero que te quieran sin interés de que les correspondas con una pasión; yo, óyelo bien, ¡sólo yo puedo amarte!
-Te contradices, Carlos; ¿cómo es que quieres que me quieran, y sólo tú puedes amarme?
-Bien sabes tú lo que he querido significarte: Méndez te ama, busca la luz de tus ojos para quemarse en ella, y esa luz es mía no más, ¿entiendes?; busca los besos de tus labios, y esos besos los quiero par mí; buscas que formes con tus brazos una cadena que le ciña el cuello, y yo quiero que tus brazos, como las verdes enredaderas que oprimen los búcares, sean el único lazo que me ate a la existencia; y quiero que tu pecho no se recline otra frente que la mía... ¿entiendes?
Y bajó sus hermosos ojos, ladeó blandamente la cabeza, como atraída por algo misterioso que tuviera yo. Tomé su blanca mano y la besé;  dejé correr el brazo alrededor de su talle, y , jadeante, como si la pasión me abrumara, tembloroso, cual si tuvie-[201] se miedo, la contemplé un instante, y posé mis convulsos labios en su frente virginal, y la oprimí tanto, tanto, que casi perturbaba su agitada respiración y cortaba los suspiros que brotaba el fondo de su pecho. Así permanecimos algunos instantes. Sentí que mis pulmones no tenían aire; mis nervios se mecían al vaivén de aquel soplo voluptuoso; y ya faltaba luz a mis pupilas, cuando Luisa despertó de su abandono y con ternura infinita murmuró a mis oídos, quizás para despertarme también:
-¡Te amo tanto!...
-¿Sí?
-¿Mucho?
Y torné a posar mis labios resecos y ardientes, sobre aquellas mejillas encendidas por los golpes vertiginosos de la sangre, próxima a extasiarse en sus estrechos vasos. ¡Benditos instantes corridos al calor de una pasión! Tienen, aun después que el tiempo pasa por sobre ellos, la acre voluptuosidad del recuerdo.
¡Hoy, en la soledad de mi alma, miro todavía a Luisa en mis brazos; oigo su acento encantador, y me embriago con el perfume peculiar de la mujer que se abandona a los vértigos enervadores del deseo!


LXXIII


[202] Cuando nos separamos, me sentía con fiebre: mis nervios vibraban como cristal; después me vino una postración tal, que hube de recogerme. Un vago sopor se apoderó de mí; vía a Luisa cruzar por mi mente, y tornaba rebelarse mis nervios. Al saber mi tío que yo estaba malo, vino a verme
-Seguramente-me dijo-es una fiebre palúdica; vamos a hacerte un remedio.
-No es fiebre- contesté apresuradamente, pues yo sabía cómo curaba mi tío- es un ataque nervioso, que me pasará en breve; no se moleste usted.
-Pues entonces te mandaré un conocimiento de borraja.
-Gracias, tío; no estoy enfermo del pecho.
-¿Tomarás valeriana?
-Tampoco; esto se quita sin remedios.
-Algo debes tomar... ¿ que usas tú para eso?
-Agua de Melisa, ¿tiene usted?
-No sé, voy a ver.
Y a poco rato se presentó muy sonreído.
-No hallé agua de Melisa, pero aquí hay algo que puede suplicar; por casualidad  encontré este poquito en poder de Andrea.
Y tomando el frasco, leí en el rótulo: "Brisas de las Pampas."
-Eso es un extracto para el pañuelo, tío.
[203] -Y no es eso?
-No,  señor; yo le hablo de una gota que llevan el nombre de Melisa o Gota del Carmen.
-¡Ah! ¿Y cómo es que siendo de Carmen no las tenga yo? Yo soy muy devoto de la Virgen del Carmen, tú lo sabes.
-Si, señor, lo sé.
-¿Y qué te hacemos?
-Por ahora nada; dejemos que pase.
-Vaya, pues;  así se hará;  si quieres mandamos a llamar a Segunda.
-Mil gracias tío.
-O le mandamos la orina.
-No es preciso.
-Tú avisarás, pues.
-Sí, seño.

LXXIV

En dos o tres ocasiones tuve que huír de Luisa: ella se me entregaba, y yo temía que una debilidad mía la manchara. En otras circunstancia, ¡quiénes sabe!; en aquella, era preciso hacer un papel, si no de Casto José, al menos de algo parecido.
La franqueza con que hago semejante declaración, puede parecer ridícula a muchos; pero no siempre se ven las cosas por el mismo prisma. El amor es una fiebre que perturba el cerebro tanto como el corazón: es algo así como la borrachera de las gallinas en el período de la incubación. La mujer honesta, por más que sea una idiota, se de-[204]fiende cuando de ella se exigen ciertas concesiones; pero en los momentos de arrobamiento, en los instantes de éxtasis, cuando el pecho se  solivianta  al empuje de la sangre, cuando la respiración se hace entrecortada y difícil; cuando los ojos  se humedecen, el labio se reseca  y los nervios crujen, al chocarse en un beso ardiente, el amante puede tomar lo que quiera, sin darse el trabajo de pedir. Son momentos de acción, no de discusión. Después vendrán los remordimientos, las lágrimas, los sollozos  y las protestas;  pueda que hasta se repita aquel verso.

Yo no sé cómo fue; yo no quería;

pero hay un hecho indestructible, y es que fue; bien puede las niñas guardarse el cómo y el por qué.
A mí mismo me causaba extrañeza mi conducta; ¿por qué huía de Luisa? ¿Por qué no tomaba todo aquello que encontraba en mi camino? Después de todo, ninguna responsabilidad tenía yo;  y era preciso producir algún sonido, porque ya pasaba como un ciruelo a los ojos de mi prima.
En más de una ocasión notó que en mí sucedía algo extraño cuando me acercaba a ella; y como ya no solíamos ir al jardín, y como ya la había prohibido que fuera a mi cuarto, deseando evitar las tentaciones, ella, ignorante de las razones que tuviera para procedes así, lo atribuía a desvío de mi parte, y lloraba y se quejaba. El sábado en la tarde [205] se me acercó y me preguntó con voz temblorosa:
-¿No vas mañana al pueblo?
-Quizás no.
-¿Por qué?
Vacilé un momento y luego la contesté:
-Porque como allá esta Méndez...
-¿Y qué quieres decir con eso?
-Que es inútil mi ida.
-¡Ay, Carlos! Después de tantas promesas, después de tantos juramentos, me huyes, porque ya no me quieres; y no contento con eso me mortificas hablándome de Méndez. ¿Me crees tan cándida que no sepa la verdadera causa de tu conducta?... Pues bien; yo no te hago cargos; me los hago a mí misma, porque sólo yo tengo la culpa.
-¿Qué me dices con eso?
-Que tú nunca has sentido amor por mí; tú me hallaste en tu camino e hiciste conmigo lo que haces todos los días con los lirios que encuentras en la sabana: jugaste conmigo y me has arrojado lejos de ti, porque ya no sirvo para nada; me desprecias.
-No entiendo ni una jota de lo que me hablas.
-Así debe ser; yo te he creído superior a todos la hombres; me figuré que de tus labios no saldrías sino frases de verdad; y que nunca, nunca llegarías a engañarme, porque yo me juzgué sagrada para ti por el amor que me jurabas, sagrada por el recuerdo de tu hermana, sagrada por mí  misma, que soy torpe y fácil de seducir, y sagrada por [206] nuestros lazos de familia; me entregué a ti, y hoy me miras con el mayor desprecio...
Aquel lenguaje me sorprendía, ¿qué le había hecho yo a aquella niña para que me hablara con tanta amargura?
-Luisa, no entiendo; hazme el favor de decirme qué significa todo eso. ¿Qué falta me has cometido para que yo te desprecie? Lejos de eso...
-¿Qué falta, preguntas? Pues óyela: tú me has besado; tú me has abrazado, y tú no has debido tocarme una sola vez ni siquiera, porque las mujeres son como las flores que se deshojan al paso de la brisa, y su reputación como el cristal, que se empeña con un solo soplo.
-¡Por Dios, niña querida! ¿Sales ahora con esas tonterías? Pues bien, contesta a esta pregunta y te explicará la causa de mi conducta. ¿Crees que te he engañado? ¿Crees que te engaño todavía?
Estuvo un rato vacilando, y luego dijo resueltamente:
-Sí
-Pues en ese caso, excuso mis explicaciones, porque juzgo que nada harás oyendo palabras que no has de creer.
-¿Y si yo creyera en ti?
-¡Ah!, si tú crees en mí, si guardas siempre, como te lo he ofrecido, que de mis labios jamás ha de salir la mentira, estoy dispuesto a satisfacerte.
-Entonces, habla; yo te amo, Carlos, y confío en ti.
[207]-Bien: ¿sabes por qué huyo? Porque temo que de esos besos y esos abrazos, que nada valen, pasemos a algo más serio que pueda dañarte a ti; es esa la única causa de mi conducta; la observo porque te amo, y creo que tú debieras agradecérmela.
Bajó los ojos, se sonrojó, y casi llorando me dijo sin mirarme:
-Dispénsame... ¡te quiero tanto!...
Estreché su mano, y dándole las buenas noches me retire sin aguardar una palabra más.


LXXV


El domingo, desde muy temprano, estábamos todos en pie. Mi tío revolvía la casa; Carmelita se emperejilaba, dándose aire de señora; Andrea no se preocupaba mucho de su abandono, y Luisa se arreglaba lo mejor que podía. A las cinco y media estaban uncidos a la sorra Turpial y Mariposa, los dos bueyes más hermosos del rebaño; al carretón le habían hecho su toldo de cobijas y encerados, sobre arcos de bejucos y cañas, desde la víspera.
Allí entraron todos, menos mi tío, que quiso ser el gañán porque no se atrevía a confiar el tesoro de su mujer a un carretero cualquiera; yo iría más tarde en la muleta. Cuándo quedé solo comencé a recoger los objetos de mi uso; dos días después había de partir. Todos me hablaban en aquella casa el lenguaje de los recuerdos; por dondequiera que pasaba, tatareando a media voz la Soledad, de Musset, [208] a la cual le he puesto música por mi propia cuenta, me parecía que salíanme al encuentro todos los muebles que habían sido tocados por la  mano de Luisa o acariciados por sus hermosos ojos.
Quizás para lo único que sirvo yo es para tomar resoluciones rápidas, y para hacerme superior a mis propias contrariedades. Me eché a la espalda, digámoslo así, cuánto de mortificante había en aquella tarea; hice un esfuerzo y alejé de mí todo lo que pudiera enojarme. Cuándo terminé, monté a caballo y me fui. Pero en el camino me sucedía lo propio que en la casa: todo parecía decirme: no te vayas.
Así llegué al pueblo, luchando en mi interior con tantos recuerdos y tantas esperanzas. No quise ir a la iglesia; Méndez estaría allí, y me haría daño con su amor a Luisa. Necesitaba aturdirme y allí no había dónde ni cómo. Eché a andar por la calle real, tropecé con el picador.
-Vamos a casa -me dijo-, para que vea usted un bonito caballo del general Quevedo, que pienso mandarle pronto.
Acepté el convite sin darme cuenta y me fui con él. Al entrar encontramos al hijito de Guillermo, cuya correcta fisonomía me llamó la atención. Siempre he tenido gran afición a los niños; no sé por qué me inspiran la simpatía de la compasión, a caso por lo que les hacen sufrir en Venezuela.
-¿Tiene usted aquí -le pregunte- algún cuadro en que haya un niño?
[209]-El único que hay es un Niño-Dios en los brazos de la Virgen.
-¿Puede usted mostrármelo?
-Sí, señor, con mucho gusto.
Y al traerme la empolvada estampa de la Virgen de la Silla, llamé al niño y empecé a comparar sus líneas con las del cromo. Había en ella una semejanza perfecta; apenas diferían en las palpitaciones de la vida que faltaban al cuadro.
-Cuándo yo amansaba ese caballo -me dijo Guillermo- estaba la madre de este muchacho en cinta; y al verme montar todos los días, se arrodillaba frente al santo y rezaba por mí hasta que volvía a casa.
-Ahí tiene usted -le dije- la confirmación de lo que hablamos ahora días; ¿lo recuerda usted?... Este niño tiene las mismas líneas del Niño-Dios que hirió la imaginación de la madre en el período de gestación, de tal manera, que le hizo vaciarle en un molde ideal.
-Es cierto, doctor -contestó sonreído y satisfecho.
Vimos el caballo y nos fuimos. No me había equivocado: Méndez estaba en la iglesia, y de ella salía, siguiendo a Luisa, al terminar la misa. Al mirarme vino a mi encuentro: estaba siempre pálido y nervioso.
-¿Por qué estas tan retraído?
-¿Yo?
-Sí; creí que vinieras a misa con tus primas.
[210] -Sabes que no soy católico y no voy a la iglesia.
-Tampoco yo lo soy; pero por ver las niñas, soporto hasta la plática y  el sermón.
-Pues yo no, querido, porque no me gusta contradecirme.
-Eso no vale nada; después de todo, los curas y los padres de familia tienen la culpa de que uno sea hipócrita. Si llegara el día en que yo hubiera de casarme, te juro que con la mayor sangre fría iría a confesarme y a comulgar; esas son imposiciones que debemos aceptar como otras tantas con que diariamente nos tropezamos en la vida social; ¿no te sucede muchas veces que por no formar una polémica en una tertulia aparentas participar de ideas contrarias a las tuyas? ¿No te encuentras en un salón con un individuo a quien odias y le das la mano y sonríes?... Pues así mismo hago yo en asuntos religiosos; no creo en nada, pero aparento creer; me parece que el gremio clerical es lo más arrastrado que tiene nuestra sociedad; sin  embargo, me quito el sombrero al ver un cura y finjo que le acato y reverencio.
-Generalmente sucede así entre nosotros; hombres y mujeres ven con el mayor desprecio la religión, sus hombres y sus actos; pero fingen que les acatan y reverencian; y, no sé si por espíritu de desorden o porque realmente nuestra sociedad es hipócrita, viven en la iglesia y beben agua bendita. Pero yo te aseguro que tomo las cosas [211] con más seriedad o más franqueza y me abstengo.
-Por eso es que estás siempre en pugna con el espíritu de nuestra sociedad; ella va por una pendiente y tu quieres detenerla; deja que llegue al abismo, que cuando se oiga el grito de sálvese quien pueda, habrá sonado la hora de organizar el desorden.
En esta plática habíamos llegado a la casa en que se hospedó la familia: entramos y la encontramos en disposición de almorzar.
Mi tío estaba muy satisfecho; se mostraba alegre y complaciente; pero cuando observó que Méndez estaba allí, se descompuso todo. Apenas terminó el almuerzo, dijo que se iba con la familia, porque tenía que hacer; yo no creí prudente sentarme a una mesa en la cual no cabía un amigo mío. En el fondo, desde el punto de vista de mi interés de amante, aquello me complacía en extremo. ¿A qué negarlo?
Quizás era la única vez que mi tío me daba gusto


LXXVI


Habíamos pasado  la tarde hablando naderías; pero al fin y al cabo, nos habíamos distraído, cosa que necesitábamos ambos.
Ningún proyecto serio, ninguna consideración grave surgió en nuestra entrevista; era cuanto habíamos menester para no pasarla del todo mal. A las ocho nos fuimos al joropo. La música, y sobre [212] todo la melancólica, como es la popular de Venezuela, cuadra muy bien a los espíritus abatidos. Méndez y yo, enfermos del mismo mal, gozábamos en aquel momento. Sólo se aguardaba nuestra llegada para empezar; de manera que al vernos, templada ya el arpa, se rompió el desorden. Méndez de más confianza que yo, se fue a las habitaciones de la dueña; yo me recosté en la pared para oír embebido el son que tocaban.
El de las maracas cantaba:

                 Me monté en un alto pino
A ver si la divisaba,
       y como el pino era verde
    en vez de verla lloraba.
               Lo que no tiene remedio
olvidarlo es lo mejor;
      mas yo no puedo olvidar
       la que me robó mi amor.
             Esta vida es un misterio,
     una completa mudanza:
     ando buscando un vega
          en que nazca la esperanza.
                 Nacemos entre sollozos,
         y entre lágrimas morimos,
                  si no hay placer para el hombre,
            entonces ¿por qué vivimos?
                  Ausencias causan olvido,
            lo sé porque estoy ausente.
              Es el amor de estos tiempos
         misa de cuerpo presente.
             Si tú quieres ser feliz,
           procura que estén contigo
tu caballo, tu mujer,
     y tu cobija y tu amigo.


Méndez se había juntado conmigo.
-¿Qué te parece? -me preguntó
[213] -Este tiene más sentimiento que los del otro día: en rigor crítico, hay poesía en sus versos.
-Sí la hay; es una lástima que este muchacho no hubiera tenido cultivo.
-No lo creas: sus versos tienen ese sabor de tomillo, ese olor de malvas y albahacas, porque no ha ido a nuestras cátedras de literatura: si caen en poder de esos viejos roedores de papel, verdaderos ratones de biblioteca, pierde el colorido nacional; este no es un hombre que pudiera, ni en cien años de estudio, vaciar su sentimiento artístico en el molde de una oda de Horacio; su genio va a la poesía ligera, melancólica y filosófica al par; tendería a la escuela alemana, a ese semillero de baladas bellísimas, nativas del viejo Rhin, las cuales no cuadran a nuestros almidonados académicos; lo harían un fabricante de villancicos, un versicultor de octosílabos inertes y descoloridos.
-Eso equivale casi a negar la poesía venezolana.
-Poco a poco, querido amigo; nuestra generación, idólatra en todo, rinde culto ferviente a la forma; Bello, pasa por el primero de  nuestros poetas, y se le asigna ese puesto más por las traducciones de Víctor Hugo y por alguna otra composición sonora y rotunda, que por su silva a la Zona Tórrida, que es la primera  poesía americana; Baralt se engolfó  en la oda clásica; Lozano y Maitín matraquearon el romanticismo a su sabor, sin dejar el primero más que una poesía nacional, La Flor de Mayo. Toro, como poeta, hubiera superado a Bello [214] en fluidez y en ductilidad del verso, ya que no le iba en zaga en la mecánica de la lengua; era mejor naturalista que Bello; sus trabajos se los apropió Ernst. José Antonio Calcaño tiene una poesía nacional: En la orilla de la mar, pero desde que es académico no sirve para nada; todos lo días se hace más vacío. Morales Marcano hizo traducciones magníficas y se amaneró en las originales. Heraclio Guardia es, acaso, el más nacional de los poetas llamados clásicos en Venezuela; tiene, sobre todo, bellazas y atrevimientos brillantes; sus versos llevan el sello de su personalidad. Pérez Bonalde es, en mi concepto, con Heraclio Guardia, lo único que vale en nuestro Parnaso. Entre los jóvenes, Pimentel, Coronel, Romanace y Garbiras Guzmán representan la poesía nacional, de idea, la escuela del siglo; Picón Febres y Méndez Mendoza, vienen después, sin rumbo fijo; Potentini y Carlos Fernández son el epigrama torneado y sangriento.
-¿Y qué deduces de todo eso?
-Deduzco que sólo tenemos dos poetas que representan una tendencia literaria: Lozano y Maitín; un solo poeta americano, Andrés Bello, y otro que se le acerca en americanismo, José Ramón Yepes; que tenemos tres poetas que pueden fundar la escuela nacional: Pérez Bonalde, Pimentel Coronel y Romanace. Paulo Emilio Romero, muerto en España, tenía talento. Dejó buenos epigramas y algunas composiciones que imitaban a Becker: dos que pueden elevar la poesía satírica a desconocida altura [215] entre nosotros, dos poetas que pueden ponerse por sobre Rafael Arvelo, Potentini y Carlos Fernández. Todavía deduzco más: que si nuestros poetas viejos hubieran seguido un camino eminentemente americanista, Venezuela habría aparecido como renovadora de la poesía castellana del Siglo de Oro; pues está probado que ejerció influencia decisiva en la literatura de los pueblos vecinos, según puedes verlo en el prólogo de las poesías de Gregorio Gutiérrez González, colombiano, escrito después de constituida la literatura de  esa República hermana, cuando ya no necesitaban halagarnos. Todavía más: que en lo único que hemos tratado de seguir el genio nacional es en la poesía épica, pues nuestros bardos todos han tentado cantar batallas y héroes: ahí están F. G. Pardo, Lozano, etc., etc., que valen más, mucho más, en ese concepto, que los épicos españoles. En Colombia ha habido más tendencia en la poesía: Gutiérrez González es padre del nacionalismo; Núñez, la duda que se ampara en la forma desmañada y áspera; Arrieta, el siglo XIX, en la corrección de las estatuas griegas. Julio Alboleda fue también nacional; Candelario Obeso, un pedazo de la tierra colombiana; Antonio José Restrepo, el eco robusto de una generación vigorosa, que se yergue altanera cuando todo cae y se abate en derredor; Antonio José es el grito del ultimo hombre en una sociedad decadente. Jorge Isaacs es, acaso, de lo más original que haya dado la América boliviana; sus versos [216] son suyos, como las líneas de su rostro, como su gesto, como él mismo; su poesía no se confunde con ninguna otra poesía...
El son había terminado, y se preparaban a bailar otro. Un compadre de Méndez se nos acercó preguntando:
-¿No bailan ustedes esta ornada?
-Sí -contestamos a un tiempo mismo.
-¿Qué van a tocar?- interroguéle.
-Una chipola.
-¡Va con ella!


LXXVII


Te  advierto -me dijo Méndez- que en la revuelta debes dejar la pareja.
-¿Y cuál es la revuelta?
-Yo te avisaré.
En efecto, cosa de díez minutos después de haber principiado, la música se avivó; el arpista pulsó las cuerdas altas con más energía que de costumbre; el maraquero agitó sus instrumento como en vertiginoso torbellino; un zapateo general se sintió en la sala y los hombres hicieron una pirueta mientras la mujer pasaba en un vuelta por debajo de su propio brazo.
Entonces nos sentamos nosotros, que habíamos invitado; quedaron ellas solas bailando, y cada una le extendió el pañuelo al que fue más de su agrado.
Y siguió el son hasta la otra revuelta, en que el maraquero cantó con voz robusta:


       [217]Señores los bailadores,
no bailen tan de carrera,
        miren que me están ahogando
con tamaña polvoreada.

Parece que ha terminado nuestra misión aquí -le dije a Méndez.
-¿Ya quieres irte?
-Para muestra basta un botón.
-No se vayan -dijo Pascual el de los cuernos-, que van a tocar un pájaro.
-Vamos con él.
Y la música, de melancólica, se tornó viva, aguda, alegre como una mañana de Pascua, como un beso de la primavera.
-Cantaba el maraquero:

Pajarillo alegre
    no hay como el gonzal,
que de día y de noche
siempre ha de cantar.

Y parecía, en efecto, que oíamos el gonzal columpiarse festivo y parlero en la empina copa de un caimito o en las tortuosas ramas de un caujaro.
-Basta de pájaro -dijo Méndez a poco-; que toquen un cocoyé.
Y comenzó entonces la música epigramática: la sátira popular fustigando, desde las cuerdas del arpa, los tipos odiados y odiosos de la comarca:

       -¡Señor don Julián!
        -¡Dichoso sea usté!
          -Présteme un chelín.
     -Ay, no, cocoyé.
               [218]-¡Señora María!
          -¿Qué me dice usté?
               -Que me dé un cuartillo.
       -Ay , no , cocoyé.
                   -Ya viene un barril...
            Yo me equivoqué,
              pues es el que viene
    Julián cocoyé.
           Parece Julián
       un mismo tonel.
         ¡Qué barriga tiene
     Julián cocoyé!

-No más cocoyé-dije yo entonces-. Arroz con huesito, ahora.
Y siguió la música epigramática, epigramático y licencioso el canto, y más licencioso aún el baile.
-Ahora sí nos vamos -dijo Méndez.
Y dejamos el baile en toda su fuerza y vigor.
Apenas habíamos andado dos cuadras, cuando sentimos una zaragata. La noche estaba obscura; reinaba un silencio profundo, apenas interrumpido por el ladrido de los perros, y la algarabía, que aumentaba cada vez más, en el baile. Fuimos a ver qué sucedía, y al llegar al patio de la casa presenciamos escenas por demás interesantes.
Dos individuos, armados de garrote, se defendían de otro dos armados de machete conuqueros. Debajo de un totumo luchaban  dos a  brazo partido. Más adelante estaba uno en tierra, aturdido de un garrotazo. Otro lloraba amargamente porque le habían hecho una sangría en una mano. El dueño de la casa trataba de dominar con su voz aquel granizo de veteranos, imprecaciones y denuestos.
[219] En la sala, dos mujeres se habían desmayado; otra, que no se sentía bien del estómago seguramente, juzgó oportuno desahogarse allí mismo. En  la alcoba se refugiaron algunas otras, entre ellas, un zamarro, un zángano que se hizo el miedoso para arrastrar a su amada bajo la troje que servía de cama a los compadres  de Méndez. Casi junto con nosotros llegó el jefe de la Policía con dos corchetes y los comisarios que halló al paso. Como sucede en estos casos, la presencia de tan eminentes personajes calmó instantáneamente los ánimos.
-¿Qué pasa aquí?
-Oiga usted, general -dijo el dueño de la casa-: estábamos muy tranquilos bailando, cuando sentimos que habían echado en la sala polvos de ají tostado.
-¿Quién los echo?
-Yo no sé; mi mujer fue la primera que sintió la picazón  en las piernas, y comenzó a zapatear y a escobillar gritando: ¡ay, mi mamita de mi arma! La comadre Cleta comenzó a estornudar, lo mismo que pavo con moquillo; Petronila se desgarró todo el justán rascándose, y yo estaba que ya no veía del lloreo  de los ojos.
-Pero ¿quién echó el ají?
-Yo no sé; yo me creo que fue Luciano, que está siempre de lambío; él fue quien lo echó en el baile de ña Rumalda.   
-Pues bien: ahora van todos a la carcel. ¡Ea, salgan, salgan!
[220]  Y cuando todos se fueron, compungidos y silenciosos, salió Luciano de debajo de la troje, con su muchacha del brazo, y rápido como una exhalación  se perdió entre las bruscas y los borrajones y ñogués del corral.


LXXVIII


 Había llegado el momento de la despedida; tenía que separarme de Peonía, y me sentía con miedo. ¿Cuándo volvería a ver a Luisa?
Un vago presentimiento, que en vano me esforcé por disipar, me decía que jamás vería mis ojos en sus ojos. Después del almuerzo, tuve ocasión de hablar a solas con ella.  
 -Estoy muy triste -me dijo-. Los días de dicha que han corrido para mí, no han sido sino presagio de crueles sufrimientos. ¿Por qué te he amado? ¿Por qué has puesto tus ojos en mí?
 -¿Y qué tengo yo que no puedo amarte, vida mía? ¿Estoy condenado acaso, a vivir en una eterna soledad?
 -Nada tienes; pero yo no volveré a verte.
 -¿No te he prometido volver dentro de diez días?
 -Sí, pero no volverás.
 -¿Por qué?
-Porque te lo exijo así.
 -Pero yo no accedo. ¿Qué razones tienes para ello?
-Papá me ha reprendido duramente anoche; [221] me ha hecho cargo por los galanteos de Méndez y yo -que no sé decir mentiras- le he confesado que te amo. Más valdría que nunca se me hubiera ocurrido  semejante cosa, porque ha sido peor.
-¿Qué te ha dicho.
-¿Para qué quieres saberlo?
-Deseo conocer el concepto que le merezco a mi tío a ese respecto.
-No es bueno, te lo aseguro.
-Ya me lo figuraba... Y bien: es preciso pensar en nosotros. Tigre se quedará aquí; tienes un falso en el collar y ahí puedes poner un papel escrito, despachándolo inmediatamente;  por este medio me comunicarás cualquier cosa que te ocurra, y por lo demás, no te preocupes. ¡Si todo fuera vencer!
Luisa  suspiró profundamente; una nube de infinitas tristeza veló sus negras pupila, y comenzó a llorar.
Ahora -me dije- es cuando te quiere, Carlitos; y me paré rápidamente; le eché la pierna a la mula y salí sin decirla  adiós.
Mi tío, parado en el corredor, me gritaba:
-¡Así te despidas de un barranco!

LXXIX

Al tomar la carretera, me sacó de mi embarazosa situación un mujer que estaba al pie de una ceiba.
-Aguárdese, doctor -exclamó al verme.
[222]-¿Qué se le ocurre a usted?
-¿No me conoces?
-No; jamás la he visto.
-¿Ni ha oído hablar de mí?
-Tampoco.
-Yo soy la China.
-¡Ah, sí!...
Y saqué del bolsillo una moneda que puse en su sucia y descarnada mano.
La China es una loca; mejor dicho, una idiota. Vive de la caridad y recorre los caseríos como una visión infernal.
-Esto es muy poco -me dijo-, yo quiero para comprar un camisón.
-¿Cuánto quiere?
-Tres pesos.
-Tómalos...¿Y qué hacías tú ahí?
-Aguardándole a usted.
-¿Para eso?
-Sí, y para decirle que vaya a dormir esta noche a la Cruz de Gato: allí hay una carite, y se encontrará con una persona que quiere verle.
-¿Qué persona?
-No sé... allá la verá usted...
Y echó a correr en dirección a la hacienda.
Ahora estoy mejor -me  decía, empujando la muleta-; atrás un dolor; adelante un misterio. ¿Qué será esto?
Y sumido en triste reflexiones hube de llegar a la Cruz de Gato.


LXXX

[223] Apenas comí me dirigí al carite.
-¿De quién es el chiquito? -pregunté a la señora Segunda, que salió a recibirme haciéndome doscientas morisquetas. -Es un ahijadito mío; por eso estoy yo aquí.
-¿Cuándo murió?
-Antier; estas es la tercera noche de velorio; mañana le enterramos; pero no se preocupe usted, que no está corrompido: acabamos de hervirlo en salmuera por segunda vez.
-¿Sí?...pues entonces no hay cuidado.
-¿Usted recibiría un recado mío?
-Supongo que sí...con la China...
-Sí, señor; le hice dar esta molestia porque como yo no estaba en casa, ni podía ir a Peonía, deseaba decirle adiós; y como yo sé que usted es medio parrandero, le di el pitazo para que pasara una buena noche.
-Mil gracias, amiga mía; pero yo no resistiré mucho, pues estoy trasnochado.
-¿Adónde, doctor?
-En el pueblo.
-Mírenlo allí... Pues bien: entonces nos acompaña un rato; baila unos golpes, las hallacas y se va a dormir.
Pocos momentos después bailaba yo un golpe aragueño con la madre del muertecito, quien según  costumbre, preside estas fiestas como una Pas-[224]cua. Y a fe que no hay por qué exigirle seriedad ni menos tristeza; aferradas en las creencias del catolicismo, las mujeres de nuestro campo ven la muerte de sus hijos pequeños casi como una dicha: son "ángeles" y van al cielo...
¡Bendita religión, que así desata hasta los lazos con que la naturaleza sujeta la existencia humana!
El cadáver parecía una ciruela pasa; estaba negro, por los dos cocimientos en salmuera que había sufrido, y por una capa de polvo levantado de la sala en el torbellino del zapateo y la escobilla. Dos bateas de hallacas, probablente hervidas en la misma agua en que hirvieron el carite, y como él cubiertas del polvo, le servían de escolta a ambos flacos, haciendo sombra a cuatro velas clavadas en sendos litros vacíos.
 En el intervalo del golpe que había bailado, la señora  Segunda me ofreció un menjunje bajo la pomposa denominación de mixtela.
-Usted está chupado.
-¡Ah, no! no se lo figure.
- Y tiene razón, porque lo que deja detrás vale la pena
-¿Y qué dejo yo detrás?
-La niña Luisa.
-No lo crea: no hay nada entre nosotros.
-Ay, doctor, usted sabrá mucho pero, a mí no me engaña: en todo este plan no pasa nada que no llegue en el acto a mi noticias, y se lo voy a probar.
-A ver, cuéntame algo.
[225] -Oiga, pues, y no me niegue la verdad.
Hizo una pausa; se aclaró el pecho y cruzando las piernas, prosiguió:
-La primera noche que usted pasó en la hacienda sintió ruido en el corredor,  ¿verdad?
-Sí.
-Después, fue usted a casa de Toribio y le estuvieron embromando con una historia... ¿Verdad?
-Sí.
-Después, encontró una mujer que salía en las altas horas de la madrugada... ¿es verdad?
-Sí
-Después, Casiano le disparó su escopeta en la casería.
-Sí, es cierto.
-¿Y usted no sabe qué es eso?
-No.
-Pues yo se lo diré, pero vamos a bailar este golpe.
Y salimos a girar al son del arpa. La mujer me miraba con curiosidad, fijándome sus ojillos negros; estaba gozosa porque había puesto las bases de un plan diabólico.
Se felicitaba interiormente, de seguro, porque me tenía ya envenenado.
-Descansemos -la dije al cabo de algunas vueltas-; estoy sumamente fatigado.
-¡Fatigado! Repitió con una sonrisa llena de malicia-; usted es muy curioso; pero todavía no le digo nada.                                             
[226] Comprendí que quería divertirse conmigo como el gato con el ratón antes de devorarlo;  y yendo igual por lo menos la partida, la contesté afectando la mayor indiferencia:
-Ya probaré a usted que no; me voy a dormir; cuando usted crea que es tiempo, me llama y me dice lo que se la ocurra.
-¡Oh no, doctor! Eso fue una broma y nada más; acabemos de bailar el golpe y nos retiramos a la cocina.
-Acabemos, pues.
Y tornamos  arrojarnos en le torbellino del joropo.


LXXXI

Al terminar, me obsequió de nuevo mi pareja con un poquito de mixtela, servida en un pocillo sin asa. Después nos fuimos a la cocina y ella se puso a arreglar la mesa para la cena.
Sobre la piedra de moler maíz puso una batea, y sobre ésta un par de hallacas, una torta de cazabe y dos pichaguas. Echó por tierra el pilón, para que nos sirviera de asiento, y nos pusimos codo con codo, como dos inocentes tortolitos. No sé por qué me acordé en el acto del muerto, del sancocho de salmuera y las hallacas...
-Y usted, ¿ por qué no come?
-Tengo pocas ganas.
-¿Se acuerda de la niña Luisa? Ella, la pobrecita es muy buena; no ofende a nadie; es el paño de [227] lágrimas de todos los pobres de la comarca; pero aquella Andrea, doctor, esa es una fierecita, una pantera. ¿No lo cree usted así?
-No tengo motivo para juzgarla mal.
-No me engañe, doctor, que yo sé lo que le digo; y sepa una cosa, que si no fuera por el deseo de servirle  a usted me callaría la boca; pero usted está ciego, y como me ha hecho sangre, yo me voy a tomar la libertad de contarle todo, para que sepa a qué atenerse.
El preámbulo avivaba mi curiosidad. ¿Qué tendría que decirme aquella maldita mujer?
-Hable usted -la dije-; la oiré más por complacerla que por el interés que usted supone en mí.
-Pues bien; ya usted sabe que existe una historia en esa familia, que no quiso contarle la mujer de Toribio. Esa historia es que Andrea, su prima de usted, no está niña como se cree.
-Ya lo supongo; lejos de estar niña la creo una mujer hecha y derecha.
-Sí, señor; pero no es a eso a lo que yo me refiero; digo que Andrea no es una muchacha honrada.
-¿Y en qué se funda usted para decirlo?
-En que tuvo un hijo; yo la asistí en su alumbramiento.
-¿Y de quién es ese niño?
-Si usted lo supiera...
Y se echó a reír; se comprendía que gozaba.
[228] -Pero creo que usted me lo dirá.
-Sí, señor; le contaré; su difunta tía, no sucumbió sólo al mal tratamiento de don Pedro; es cierto que ella no era feliz, pero lo que precipitó su muerte fue el saber que su hija había tenido amores con un peón de la casa, un catire llanero de nombre José del Carmen, que fue quien la hizo el servicio...
-¿Y dónde está ese hombre?
-Vive en Camatagua muy tranquilo...
-¿Y mi tío lo sabe?
-Ignora todo, absolutamente todo; la señora no quiso decirle nada a don Pedro, porque temía que matara a la niña en uno de sus arranques. ¿Cree usted que si lo supiera estuviera viva esa pobre muchacha?
-Indudablemente que no... ¿Y el niño, qué se ha hecho?
-Está en Sarteneja; lo cría una mujer muy buena, a quien yo recomendé.
-Todo eso es muy grave...
-Todavía no he concluido; Andrea es de mala cabeza; ahora tiene otros amores.
-¿Con quién?
-Con Bartolo.
-¡Cómo! -exclamé espantado-. ¿Con ese negro?
-Sí, señor -contestó Segunda rebosando alegría en su diabólica sonrisa.
-¿Y lo sabe mi tío?
[229] -Lo ignora; como  ignora también los amores misia Carmelita con...
-¿Con quién?
-Con Casiano.
-¿Se chancea usted?
-No, doctor; le hablo en serio.
-¿Pero ha medido usted toda la gravedad de lo que me comunica?
-Sí, señor; todo lo he medido; haga usted lo que quiera; yo respondo de todo.
Dijo y se levantó bruscamente; en vano traté de detenerla, rápida como una saeta se perdió entre las bruscas del corral, gritándome entre carcajadas:
-No se asuste; Luisa es buena, y es la que le interesa a usted.
Aquellas revelaciones me enfermaron.
¿Qué era de la honradez de mi familia, tan decantada por los míos? ¿Qué quedaba de aquellas tradiciones aristocráticas, de  que tanto se pagaba mi abuelo? ¡Ah! Las aristocracias. Las aristocracias reconocidas por el progreso moderno son aquellas que se fundan o sobre el talento o sobre la virtud; de la primera no había habido en mi familia; debía de ser la suya la segunda.
¿Y dónde estaba ahora? ¿Qué quedaba de aquel hogar, si todo era fango y podredumbre? ¡Ah! ¡La educación de nuestro pueblo! ¡Las preocupaciones estúpidas derramando su veneno por dondequiera!¡Enseñad a la mujer a ser honrada, por temor o por halago, y habréis labrado su desgracia; hacedla bue-[230]na por deber, y pondréis las sólidas bases de una dicha sin fin!


LXXXII

Describir  aquí las impresiones que me agitaban, es tarea superior a todo esfuerzo humano.
Por más que yo no pertenezca a esa escuela que arrancan de las preocupaciones, en ellas vive y por ella trabaja, tengo que resentirme de sus  influencia, porque las ideas trasnochadas que bullen en el cerebro de dos millones de seres humanos, hacen sentir  su onda funesta a aquellos que las rechazamos.
Indudablemente, las faltas de Andrea y Carmelita, los descuidos y las barbaridades de mi tío, no debían afectar moral ni materialmente a Luisa. Pero la conveniencia social, estúpidas en todo lo que se refiere a la solidaridad de la familia, la envolvía con el mismo manto de oprobio. Por otra parte, mi familia, embuída con ciertas ideas  aristocráticas mal entendidas, llevarían a mal mis relaciones con Luisa; olvidaría que era mi prima, mi propia sangre, para ver en ella la víctima de ajenas faltas.
De cuando en cuando surgía en mí la duda. ¿Había faltado Luisa también? Sumergido en tan tristes reflexiones llegué a Caracas, presa de una fiebre violenta. Cuando mi madre me estrechó en sus brazos, comencé a llorar. En vano me interrogó; en mis ideas reinaba el más completo desorden; en  mi pe-[231]cho rugía una tempestad que en vano trataban de calmar mis lágrimas.
Mi madre se afanó mucho con mi enfermedad; el médico, llegado en el acto, combatió su opinión  de que tuviese un tabardillo, como ella suponía; era una fiebre nerviosa, que pudiera  atacar al cerebro más fuertemente que hasta entonces. Ocho días permanecí en tal estado; cuando la fiebre cedió, cuando tornó el orden a mi mente, una ráfaga vino a despertar mi memoria. Era una hermosa mañana de Mayo, de la postreras de ese mes de perfumes voluptuosos y sonrisas inefables. Había llovido en la madrugada, y el sol naciente daba sus tibios besos a la húmeda atmósfera. Un rayo silencioso de ese sol entraba por el cristal de un balcón y se acurrucaba entre mis sábanas.
Mi madre acababa de darme una medicina y se había sentado a mi cabecera, en el viejo sillón de caoba, forrado de suela y orlado de tachuelitas de cobre, que adornó la alcoba nupcial de mi abuela.
-Hoy quiero levantarme y caminar -la dije-: ya me siento bien y, sobre todo quiero huir de esta atmósfera de plomo, que me mata insensiblemente.
-No saldrás hasta que venga el médico -contestó ella.
-¿Tardará mucho?
-No; ya son las siete.
En efecto, pocos minutos después entraba el galeno, y habiéndome dado permiso para levantarme me apresuré a hacerlo.
[232] Habíame sentado en la antesala; por la entornada puerta entraban lo aromas del jardín.
Mi madre me miraba tristemente; acaso quería leer en mi rostro el por qué de aquella enfermedad.
-Estás muy abatido; en tus enfermedades jamás has perdido tus energías.
-Es, madre, porque jamás había estado enfermo del espíritu.
-¿Y ahora lo estas?
-¡Mucho!...
-Antes -me dijo en tono de dulce reconvención- me contabas todas tus penas; ahora huyes de mí.
-¡Ay! la que me ahoga al presente no la mitigarás...
-¿Cómo no?...
Y se acercó a mí; me echó los brazos al cuello y al besarme en la frente, murmuró:
-¡Pobre hijo mío!; ¿qué tienes?, di...
-Oyes, pues, si te empeñas.
Y comencé a hablar de Luisa.
-Es un ídolo -la decía- que he levantado muy alto en mi corazón; un ídolo que al caer de su pedestal puede producir un cataclismo.
-¿Y por qué ha de caer? Si la quieres y ella te quiere, ¿quién puede impedirlo?
Yo me sonreí con amargura; en aquel instante hablaba la madre.
-Sabes -repuse- que mi tío Pedro es un hom-[233]bre bueno, pero exageradamente torpe y sobremanera desgraciado.
-Sí; es un hombre de caprichos muy terco, muy sordo a la voz de la razón.
-Pues bien: mi tío Pedro ha tenido ciertos descuidos en su casa que han  manchado su honor y  labrado la desgracia de muchos seres.
Y la confié, no sin grandes esfuerzos, punto por punto, las revelaciones de Segunda.
A medida que avanzaba en mis relatos, palidecía mi medre, se desbordaba su orgullo, había dejado de ser madre; era mujer. Cuando concluí se puso de pie; estaba lívida y estrujaba entre sus dedos la última receta del médico.
Con voz entrecortada por la cólera, y con un ademán que revelaba la suprema expresión de una voluntad irrevocable, me dijo:
-¡Pues bien, no será! Pedro inocente o culpable, ha arrojado un padrón de infamia sobre todos nosotros, y tú no debes pensar ni por un momento en que Luisa, hermana de una vagabunda como Andrea, e hijastra de una vagabunda como Carmelita, pueda ser tu esposa. Antes que todo, el honor de la familia; ya lo sabes; entre nosotros jamás ha habido prostitutas; y ya que la fatalidad ha querido que las haya, no hemos de contribuir nosotros, y menos tú, que debes dar lustre a nuestro nombre, a semejante infamia.
-Pero madre, ¿qué culpa tiene Luisa en los deslices de su hermana y su madrastra? Por el contra-[234]rio, es digna de recompensa su virtud, pues ha podido seguir el ejemplo que ha tenido tan cerca.
-No, hijo mío, no; puede ella ser la misma honradez en persona; pero... no, de ninguna manera. Mañana todos dirían, señalándote con el dedo: este está casado con una hermana de aquella meretriz... Vivimos en una sociedad respetable y debemos respetarla.
-¡Ay! madre. ¡Cuántos ejemplos puedo citarla! A..., M..., R..., N...
-Falso, son calumnias.
-Así mismo puede ser esto una calumnia...
-No, esto es verdad; te lo repito: no y no.
Y cuando se dirigía a la puerta llamando a mi abuelo para contarle lo que sucedía, la saltó Tigre al pecho y empezó a acariciarla. Tigre regresaba en momentos harto tristes para mí.


LXXXIII

Mis previsiones estaban cumplidas: mi madre era el primer obstáculo en mis primeros amores. ¡Malditas sean las preocupaciones! ¡Maldito sea ese necio orgullo que esteriliza el sentimiento!
Una languidez mortal se apoderaba de mí; sentía otra vez la fiebre; y poco a poco se acababan mis facultades. Tigre, mi fiel amigo, apoyó sus patas en mis rodillas, me bañó con su mirada leal y cariñosa, y cuando restregó sobre mi pecho su hermosa cabeza, llevé instintivamente la mano a su collar. [235] Allí estaba un billete de Luisa, el único que conservo escrito de su mano.
"Sé -me decía en él- que estás enfermo, y sufro mucho por que estoy lejos de ti. Son los hombres tan inconstantes, que acaso haya murtos ya en tus recuerdos; sin embargo, te amo; te rindo el culto del primer amor, porque tu me has dejado un  mundo de sueños que embellecen mi existencia. ¿Volverás pronto? Ojalá pudiera verte... yo te miro siempre, siempre, porque no te apartas de mí un solo instante. Reponte y vente, que las brisas de estos valles te devolverán la salud perdida. ¿Verdad que tú no me olvidarás, porque yo te quiero mucho? Recibe mi corazón."
Al acabar de leer por segunda vez aquel sencillo y encantador billete, sentí que mis ojos se velaban... después, no supe más de mí.
Una semana más tarde tornaba a levantarme. Tocaron a la puerta, y cuándo creímos ver la apergaminada fisonomía del médico, nos hallamos, no sin asombro, frente a frente de un oficial de policía.
Tintorera, ese esbirro que vivirá eternamente en el odio del pueblo de Caracas, venía a prenderme. Se me acusaba de conspirador; a mí, que jamás había tomado cartas en política. Mi madre y mi abuelo le hicieron presente mi estado; el corchete contestó que era orden superior y la cumpliría de cualquier manera.
Había llegado para mí la hora del sufrimiento; por fortuna, el sufrimiento es una escuela de gran-[236]des enseñanzas; sólo tiene de malo ese ajenjo que vierte en el alma y que amarga la existencia para siempre. ¡Desgraciados aquellos que no se han acostado una noche con hambre, lejos del hogar nativo y de los afectos más caros! ¡Desgraciados aquellos a quienes el desengaño no les ha impreso el sello del dolor, que no se extingue!


LXXXIV

Estaba en la cárcel.
Mi ánimo, profundamente abatido, se sacudió con violencia. No tenía derecho-como no tiene ningún hombre-de acongojarme en la adversidad; la pasión política, que no existía en mí, nació espontánea y robusta, con todos sus fuegos y todos sus orgullos.
Se me hacía mártir de una causa que tenía todas mis simpatías, porque era la buena; pero a la cuál no había dado hasta entonces el concurso de mis facultades por repulsión a las intrigas de la lucha. Era necesario, pues hacerme, héroe.
El primer día de mi prisión lo pasé en las inmundas letrinas del cuartel de policía: en la noche, a las nueve, se me condujo a la Rotunda. Aquello estaba obscuro y en silencio. Atravesé por la prevención; se me hizo pasar por un buzón y a la mitad del corredor me detuvo el alcaide. Registraron mis bolsillos; las arrugas todas de mi ropa. Luego me empujaron por otro buzón y caí en la Redoma.
[237] Apenas se alejo el alcaide, seguido de su guardia, salieron algunos presos y me recibieron con las con las interpelaciones de estilo.
-¿Quién es usted?
-¿Qué hay de nuevo por fuera?
-¿Cuándo y dónde le prendieron?
-¿Quiénes más están presos?
Y satisfechas esas y otras preguntas, se me acercó un viejo amigo, que llevaba ya cuatro años sumergido en aquellas soledades, y murmuró a mi oído:
-Mucho cuidado con los que hables, tenemos muchos espías.
El mismo amigo que me condujo a su calabozo y me ofreció su tarima, una almohada y una cobija, mientras de casa me mandaban mi ajuar de cárcel.
Hablamos de política, de cosas desconocidas para mí; y concluyó con estas frases, que jamás he olvidado:
-No pasarán  tres meses sin que este bribón de Guzmán este caído: la revolución es formidable y en breve estallará.
¡Oh, mirajes de la esperanza! ¡Después de eso luchamos más de seis años contra el tirano, sin lograr derrumbarle!
Mi compañero se durmió; yo quedé abandonado a mí mismo. Eché una mirad hacia atrás, y no pude contener dos gruesas lágrimas; después me reí de mí; y reconcentrando todas mis facultades exclamé:
[238] -¡No importa!
Desde entonces  es esa frase mi divisa; desde entonces me río de todo; y cada día que pasa, adverso o próspero, me deja cierto sedimento de desprecio por todo lo que me rodea.


LXXXV


A las seis se abrió la reja y entró el alcaide con dos oficiales: la escolta quedó a pie firme en el corredor de afuera.
Nos formamos todos en el corredor interior, siguiendo al curva de la pared; y el negro Cocho, esa visión fatídica que flota en la conciencia de los venezolanos como una evocación del infierno, paseó su mirada torva, preñada de odios, por la sinuosa formación: se mesó la lanosa chiva y mandó correr número. ¡Habíamos noventa y ocho presos políticos en aquella mazmorra! Después empezaron a vender el desayuno; los alcaides han tenido siempre un rancho, en que se expenden los artículos de primera necesidad para los presos a precios décuples de los corrientes. En una lata que contuvo petróleo estaba el café; en una mochila de henequén el pan de trigo frío; en un pedazo de coleta sucio, el queso, hecho telas delgadas y pequeñas.
Yo observaba aquel cuadro, que por primera vez se desarrollaba a mi vista. Unos andaban en franela; otros de sobretodo; otros de capa; muchos sin zapatos, y todos eran hombres de alguna posición. [239] Algunos me conocían personalmente; no faltaban allí amigos de mi padre, que se me ofrecían con toda sinceridad. Y cuando estaba en estas cosas, ocupación ú obligada del mamantón, me llamó el alcaide.
Una vez en el corredor pidió mi paltó y mi sombrero, y me dijo con su tono áspero e insolente:
-¡Sígame!
En la puerta de la cárcel estaba un coche y entré en él con Rafael Lovera, jefe de un cuerpo de Policía, y el mismo Tintorera que me había llevado. Ni ellos me dirigieron la palabra ni yo  les dije nada. Llegamos a la estación del ferrocarril de La Guaira. Allí estaban mi madre y mi abuelo: aquella lloraba, éste estaba grave; parecía un burro viejo. Al abrazarme mi madre me dijo al oído:
-Hemos conseguido que te destierren por el estado de tu salud.
-Ya estoy bueno-la contesté con altiva sequedad.
-Gracias a Dios, hijo; que el destierro te cure de la otra enfermedad.
 -Es muy difícil...
Y no hubo tiempo para decirnos más nada; el tren partía. Tintorera se sentó a mi derecha; Lovera a mi izquierda. Pasé el mediodía en la cárcel de La Guaira; en la tarde me embarcaron en un vapor inglés que zarpaba para trinidad. ¡Adiós, patria querida! ¿Hasta cuándo?


LXXXVI

[240] A todas estas yo iba en el mayor estado de pobreza. Cuándo puse el pie en el suelo trinitario, entre aquella turba de negros soeces e insolentes, apenas tenía diez y ocho centavos en el bolsillo. Carecía por completo de relaciones en aquella isla; y aunque había allí multitud de venezolanos, acomodados muchos de ellos, me abstuve de solicitar la protección de ninguno. Sabía por entonces, y una dolorosa experiencia y una dolorosa experiencia me lo ha confirmado después, que el egoísmo y la envidia constituyen el fondo del carácter venezolano en el destierro; defectos que se acentúan a medida que el individuo se eleva en categoría social. ¿Cómo podía yo, que no llevaba equipaje, llegar a ningún hotel, siquiera fuera el de última categoría? Es verdad que la generalidad lo hace así; y de ahí depende la mala reputación de que gozamos en las Antillas; pero la sola condición de desterrado tienen hartas humillaciones para el que fuese yo a aumentarlas con desaires y repulsas.
Quédeme, pues, allí, en Marina Square, a la sombra de los samanes, divertido con los zamuros que en Trinidad gozan de los mismos fueros y prerrogativas que los súbditos ingleses. A la hora del almuerzo me fui a un ventorrillo  y compre dos centavos de cambures y bollo de pan; hice con eso mi colación y seguí entregado a mis meditaciones; [241] a Luisa y a mi patria, las dos divinidades de mi culto. Como los antiguos paladines que luchaban por su Dios y por su dama,  yo pesaba sólo en  mi patria y en mi dama; porque esos afectos constituyen siempre la religión del proscrito.
Cuando vino la noche, pesada como plomo para mi espíritu, hube de acostarme en  banco de la plaza; y como el sereno en la isla es casi u a llovizna, ya en la madrugada me vi forzado a guarecerme bajo el mismo banco, tendiéndome en el musgo. Por más que mi energía vibraba vigorosa y robusta, la materia se encorvaba al peso de los acontecimientos que trabajaban mi organismo. Al tercero día apareció de nuevo y más intensa que antes la fiebre que me había acometido en Caracas; entonces resolví arrastrarme hasta las puertas del hospital y dejar al tiempo que resolviera los problemas que tenía pendientes.
Serían las once de la mañana cuando una hermana de la caridad se me acercó y en un inglés dulce como el de Escocia me pregunto que si sufría.
-Mucho-la contesté.
-¿Es usted español?
-Venezolano, hermana.
Me puso la mano en la frente, me tomó el pulso y se fue. Luego vinieron dos sirvientes y me cargaron hacia dentro.
                                                                                                       

LXXXVII

[242] Un mes después, cuando salí del hospital, fui al correo a buscar cartas. No había allí ninguna. Por las estafetas de Venezuela no circulaban correspondencia para los enemigos de Guzmán.
Sin embargo, abrigaba la esperanza de saber de los míos, y comencé a indagar con los paisanos allí residentes. Algunos de ellos apenas me contestaban; otros me volvían la espalda y uno hubo que me enrostró el calificativo de espía. ¡Espía yo! Estaba anonadado. Sentí una ola de sangre en el cerebro, y me lancé sobre aquel infame.
Alguien me había sujetado por detrás; volví la vista y me encontré con uno de los que habían estado presos conmigo en Caracas.
-No se apure-me dio-; deje usted a ese canalla y véngase conmigo.
-¡Que no me apure!... ¿Y no oye usted que me insulta?¿Cree usted que yo deba tolerar semejante ultraje?
-Sí, por dos razones: sea la primera, que éste es eco inconsciente de los revolucionarios de Caracas; sea la segunda, que se acercan mejores días, y usted debe conservarse para vengarse.
-¿De manera que los revolucionarios de Caracas propalan semejante calumnia?
-Esa turba de viejos egoístas, que han hecho de la revolución un negocio, no se ocupan más que [243] de sí propios; inventan calumnias y noticias falsas para entretener a los desterrados.
-Está bien, mi amigo; esperaré. Tengo una fuerza de voluntad incontrastable y un elemento político indestructible; soy joven, y esos señores, ya a las puertas del sepulcro, sentirán el peso de su vergüenza en los días serenos de la patria; hoy por hoy, hay que tolerarles todo, porque lo contrario sería complacer al enemigo.
Cuándo nos separamos, teníamos aquel hombre y yo un vínculo más.
Aquella misma tarde, ayudado por él, conseguí entrar como dependiente en una panadería de Puerto España; allí aguardaría la hora del regreso a la patria, pensando en Luisa.


LXXXVIII

Pasaba  el  tiempo y nada sabía de mi familia ni de Luisa; en tanto, me divertía o, mejor me avergonzaba con los escándalos que daban en Puerto España los desterrados.
Cuánto se discutía en las Juntas circulaba públicamente en la ciudad, y el cónsul, que tenía agentes activos y bien pagados, trasmitía al Gobierno de Caracas datos exactos. Se supo en cierta ocasión que los directores de la Revolución había emitido bonos valor de dos millones, distribuyéndoselos entre sí, y el inspector de Policía llamó algunos para averiguar la verdad de lo sucedido. Sin [244] embargo, sólo a mi me juzgaba indigno de la confianza de mis compañeros. Yo repetía mi consigna ordinaria: ¡No importa! Y el tiempo, que es el mejor justificativo para la inocencia, así como el éxito lo es para la ambición, se encargo de cambiar el concepto en que se me tenía.
Mi conducta circunspecta fue formándome cierta aureola de consideración, que llego a satisfacerme por completo cuando los que más rudamente me atacaron fueron los primeros en reconocer su falta. Sólo me mortificaba la idea de que Luisa me juzgara ingrato; acaso ignoraba mi situación.
Afortunadamente, un día tuve noticias suyas. Un buhonero italiano, marchante de mi tío Pedro, la había informado que pensaba ir a Puerto España en busca de mercancía, y ella resolvió escribirme.
La carta-de fecha bastante atrasada-y que perdí después en un incendio, era tierna, apasionada y sencilla. Muchas veces la leí, y muchas otras suspiré por Luisa.
En el desierto, en la cárcel, en las horas, en fin, en que la adversidad nos azota, es que más se siente la necesidad de un afecto.
En los días dichosos podemos pasarnos sin un ser con quién compartir nuestra felicidad; en los días tristes saben menos amargas las penas, cuando tenemos unos ojos que nos miren con amor, unos labios que sonríen con ternura y unos brazos que nos estrechen con pasión.
[245] Así llegó Diciembre con sus risueñas auroras. El dos, muy de mañana, se presentó a la panadería el portero del consulado, a llamarme de parte del cónsul para un asunto urgente. Aquél agente de la tiranía me dijo, con el tono acre y despreciativo de las medianías que se encumbran:
-Ha muerto su abuelo de usted y usted tiene permiso del Gobierno para regresar a Venezuela.
Y me tendió el pasaporte y una carta orlada de negro. La carta era de mi madre: verdadero grito de dolor, verdadero arranque de desesperación; en sus menudos caracteres había todo el desorden desgarrador de los golpes que el cariño no prevé. Dos días después me embarqué para la Guaira.


LXXXIX

Mi madre estaba inconsolable: el abuelito había sido el refugio de su viudez; y cuando agradaba larga vida para él, fundándose en su robustez, le vio caer herido por el rayo.
Él quiso cerciorarse de la verdad de los sucesos de Peonía, y pasó cerca de un mes en el Túy, con mis tíos. De allí regresó a morirse lenta y silenciosamente.
-Desde que vino-me decía mi madre llorando-se encerró en su alcoba; abandonó sus libros de devoción, y huía de mí. En más de una ocasión sorprendí lágrimas en sus ojos; y muchas noches, acercándome sigilosamente al entreabierto postigo [246] de su ventana, escúchele hablando solo: " -¡Imposible, imposible!-murmuraba.¿Para que sirve la vida ?" El veinte de Noviembre, a las siete, me llamó, se despidió de mí, me dio este pliego par ti, y otro para Nicolás. Hizo venir al sacerdote y expiró con serenidad admirable.
Yo escuché aquel relato con mal disimulada indiferencia; impensadamente estaba en Peonía, acariciando a Luisa; y en mi labio vagaba ese no importa, que ha sido mi compañero de triunfos y reveces.
Tigre, mi amigo Tigre, casi ciego y achacoso, sin mi mano amiga para acariciarlo, había venido tan amenos que era un esqueleto; apoyó la cabeza en mis piernas y lloraba. Abrí el pliego del abuelito: eran sus últimos consejos.
"Querido Carlos-decían los vacilantes caracteres-me siento morir y voy hablarte por última vez. Estudia Teología, que es la ciencia de la verdad; sé buen católico, apostólico, romano. Cuida mucho a tu madre y respétala y obedécela. Respeta mucho a la sociedad y sus prescripciones todas. Si resuelves formar familia, cuida mucho de tu mujer y cuida mucho a tus hijas. No te cases con Luisa, porque "hijo de chusco no hierra bejuco". No te metas en política; deja que mande quién mandare, que los buenos tiempos de la Republica se acabaron con el esclarecido: Sé feliz. Te bendice tu abuelo."
Tendíle el papel a mi madre, mientras ella lo [247] leía, acariciaba yo a Tigre. Cuando hubo terminado me preguntó qué pensaba hacer.
-No lo sé-la contesté-; pero te avisaré mañana.
-Vienes transformado, hijo; casi no te conozco.
-¿Qué quieres tú? ¡Así es el mundo! Todo pasa en la vida; y cómo se marchitan las flores, se secan los corazones.
Y me fui a mi cuarto.


XC


Esa misma noche, sin avisar a mi madre, me puse en marcha para Peonía. Iba como alma que se lleva el diablo, devorando leguas. Cuando remontaba la última cumbre se me oprimió tanto el pecho, que hube de detenerme a respirar.
Un vago presentimiento se apodero de mí; había recorrido ya varios peldaños en la larga escala del infortunio, y no aguardaba nada bueno. Sin embargo, sacudí el espíritu con un ¡no importa! , y trepe a la cima.
El sol se había ocultado tras las lejanas lomas, orlando el valle con encajes de fuego. Tibio aun el ambiente, parecía un suspiro de  la tierra, en su adiós a la luz. Las adormideras, enredadas por el zarzal, plegaban sus menudas hojas. Las campánulas  abrían sus pétalos morados al llanto de la noche, la eterna viuda de la leyenda guajira. Los bambúes, mecidos por la brisa, dejaban que besar la orla de su man-[248]to de esmeralda, las cristalinas linfas del Túy. Los torrentes, al despeñarse por los riscos de la ladera, ahogaban con sus gritos atronadores el postrer gorjeo del azulejo. Era la hora de las tristezas íntimas; cada suspiro de la brisa era un ¡ay! doliente y lánguido, como brotado de un pecho oprimido: cada onda de aroma embriagaba con melancólica dulzura.
Me desmonté, tendí el capote y me reconcentre en mis propios pensamientos. ¡Que de ideas, ora tristes, ora alegres, pasaron por mi cerebro con la vertiginosa rapidez del rayo! La noche había teñido por completo ya; diríase que al descorrer su manto de abejas de luz-reina de la soledad y de la calma-quería presenciar un gran dolor.
 Cuando fui a montar de nuevo en mi cabalgadura, me sorprendió un resplandor rojizo que llenaba el valle.
-¡Fuego!-exclamé-; y precipitadamente comencé a bajar la cuesta.
El incendio aumentaba por instantes. Los cañaverales, al quemarse, semejaban disparos de cazadores en línea. Las llamas se alzaban como olas gigantesca y caían para erguirse más y más. Los perros aullaban aterrorizados, y de pajizas chozas del vecindario salían gritos de angustia.
Al llegar al último tope vi el valle iluminado: el incendio era Peonía.
Empujé la mula cuesta abajo, en toda la velocidad de su galope.
[249] Hubiera querido darle alas al pesado injerto, para llegar en seguida; tenía que descender un zig-zag de más de dos kilómetros; por la recta, el incendio distaba apenas ochocientos metros. Y al mula flaqueaba; marchaba des de media noche, y, como toda bestia de alquiler era un arpa desvencijada. A fuerza de picarla con la espuela llegué al plan, y al intentar darle nuevo empuje retrocedió espantada. Me acordé de mi tío Pedro: "Mujer y mula por la cintura", y mientras más la obligaba más rehacía se mostraba.
A pie- me dije-y que te lleve el diablo.
El fuego avanzaba, avanzaba devorándolo todo. Salté las cercas del piñón, y cuando tomaba la diagonal de un tablón de zocas, vi la casa arropada por las llamas.
Corrí más y oí una detonación de escopeta seguida de un grito angustioso, terrible, inimitable:
-¡Me han matado, Carmelita, me han matado!
A ese grito siguió otro, suprema expresión del espanto y del dolor:
-¡Pare mío!...
Y a éste, otra detonación, y a la detonación otro grito:
-¡Dios mío!, ¡Me matan! ¡Carlos, Carlos!...
Y cuando ya me faltaba el aliento, cuando una mujer con un niño corría por un callejón de la izquierda para arrojarse a las llamas y un hombre se escampaba por las zocas de la derecha, llegué al patio de Peonía.
[250] El fuego devoraba la casa; las maderas carbonizadas crujían; los techos se desvencijaban con estrépito ensordecedor. Junto a un naranjo, estaba un grupo harto aterrador. Mi tío Pedro, con el vientre destrozado por un puñado de guáimaros, agonizaba, y Luisa, herida de bala en el omoplato izquierdo, se revolcaba en un charco de sangre.
-¡Carmelita! ¡Carmelita!-murmuraba mi tío en su estertor.
-¡Carlos! ¡Carlos!-profería Luisa.
-¡Aquí estoy, ángel mío!
Y volvió a mí los entornados ojos.
-¡Me muero, Carlos!
-No, mi reina, has de vivir; aquí estoy yo.
Y la besé mucho, mucho, en la frente, ya marchita, y en los rasgados ojos, ya sin luz para mí.
Mi tío tenía contorciones horribles; al fin espiró, llamando siempre a Carmelita. Tomé a Luisa en mis brazos y recosté en mi pecho su cabeza húmeda en sangre.
-¿Qué sientes?-la preguntaba en mi desesperación-. ¿Estas herida?
-¡Me muero!-contestaba.
-¿Qué ha sido, vida mía todo esto?
-¡Un gran crimen!-gritó una voz a mi espalda.
Era mi tío Nicolás, que llegaba seguido de algunos peones y vecinos.
Al volverme hacia él me preguntó con estupor:
-¿Tú aquí?
-¡Sí, señor; yo aquí!

XCI


[251] Mi tío, consternado, dominaba la escena con la vista, y se abrazó al cadáver de su hermano, llorando como un niño.
-Pobre Pedro-decía con voz entrecortadas por sollozos que salían de su garganta como atropellándose.
-Carlos-murmuraba Luisa-,llegas por fin a recoger mi último suspiro, yo me siento feliz muriendo en tus brazos.
-No morirás, mi bien;  largo es el trecho de la vida que nos queda todavía.
Y la estrechaba contra mi pecho en tanto que ella me pasaba el desfallecido brazo por el cuello.
-¿Me amas?-la pregunté al oído.
Y dejó caer lánguidamente la cabeza contra mi corazón, contestándome con apagado acento:
-Mucho, mucho...
Mi tío Nicolás no de daba cuenta de lo que pasaba y yo hube da caracterizarme.
Mandé un peón a llamar a Méndez y a otro a buscar almohadas y ropas de cama a la Fundación y a traerse a Gracia, y con los demas trasladamos el cadáver de mi tío a un rancho cercano y a la pobre Luisa a la casa de un vecino.
Sobre la troje de la pequeña alcoba tendimos una estera de enea, y con mi capote la hicimos una almohada. Después rezague sus vestidos para verle la herida. Con aguardiente alcanforada le lavé la mór-[252]bida espalda y la puse el dedo pulgar en el surco de la bala para contenerle la sangre mientras hubiera algo mejor. Nicolás se consagró a su hermano muerto, a ese hermano que tanto le odió en vida. Allí se revelaba el hombre. Yo me dediqué a Luisa. Más tranquilo ya la interrogué.
-Habíamos comido-me respondió-, cuando sentimos fuego en los tablones de la vega. Yo estaba en mi cuarto, porque desde que te fuiste no salgo de él; papá llamó repetidas veces a Casiano y Bartolo, y no le respondieron. Como estaba anonadado y enfermo desde la muerte del abuelito, no quiso salir a cerciorase de lo que sucedía. A poco, el fuego estaba en la bagazera y en el trapiche, y después en la casa. Mi papá corrió al patio, llamando a Carmelita; yo busqué a Andrea y no la encontré. Al llegar al patio caía papá herido. Cuando me incliné a recogerle me hirieron a mí.
-¿Y no sospechas qué sea esto?
-Sí, pero te lo diré a ti solo, porque puedo equivocarme y no quiero morirme con un remordimiento.
Los que estaban allí salieron a un gesto mío. Al quedarnos solos me incliné más sobre mi pobre Luisa para que no se fatigase.
-Abuelito-prosiguió- le contó a papá una conversación que tuviste tú con Segunda, y papá le insultó y le lanzó de casa. Después insultó a Casiano y  a Bartolo y llamó a Segunda para insultarla también.
[253] -¿De manera que no creyó nunca en la falta de su mujer ni de su hija?
-Nunca.
-¿Y realmente faltaron?
-Sí, Carlos.
-¿Y por qué no me lo habías dicho?
-Porque  a mí no me tocaba acusarlas.
-¿Y Casiano y Bartolo permanecieron en la hacienda después de eso?
-Estuvieron fuera algunas semanas; papá les llamo luego, les abrazó, lloró con ellos, les pidió perdón y les restituyó a sus puestos.
-¿Y la Curiosa?
-Quedó siempre desagradada... Eso me hizo sufrir tanto...
-¿Luego tú crees  que fueron ellos tres los del crimen?
-Sí, ellos tres.
Y lanzó un ¡ay! Desgarrador.
-¿Sufres?
-Sí, mucho; pero estoy contenta porque estás aquí... ¿Cómo está papá?...
-Esta bien-la respondí haciendo un esfuerzo-; sus heridas no son graves.
-¡Gracias a Dios! Ahora, aunque yo muera...
-No morirás, hijas mía.
-Y la besé de nuevo.
-Bésame más, Carlos; será la última vez...
.       .      .       .       .       .       .        .        .        .        .       .        .        .        .       .       .        .  
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XCII

[254] La herida seguía manando sangre, y Luisa decaía visiblemente.
Como a las once y media, llegó Méndez, pálido, agitado. Me tendió el brazo y me estrechó fuertemente; pulsó a Luisa y me pregunto qué la había aplicado. Después que le contesté, agrego:
-Vamos a sondar la herida.
 Yo seguía con la vista el semblante del médico, para leer en él la gravedad  del caso; pero en aquella fisonomía de será no cabía una nueva huella...
Cuando terminó, dijo con voz temblorosa:
-Bien... Vamos a  estancar la sangre...
Después me llamó a solas. Al encontrarnos en le patio, nos abrazamos, y él me dijo muy quedo:
-Se muere;  la bala esta sobre el corazón y descenderá rápidamente. Lloremos... Ambos la amábamos y ninguno ha de poseerla.
Y dejamos que corrieran nuestra lágrimas en silencio, estrechándonos cada vez más fuerza. Así permanecimos algunos minutos. Luisa, que me llamaba, nos sacó de nuestro abandono.
-¿Cómo sigue papá.
-Está bien- la contesté-. ¿Sientes algo?
-Seme oprime mucho el corazón...me muero...
La bala desciende-pensé-; y alzando la voz:
-No, Luisa; estás bien; no te morirás...; pero si tienes esa idea, te mandaré buscar un sacerdote.
-¿Lo quieres así?
[255] -Para mi no lo pediría; pero como tú profesas creencias opuestas a la mías...
-No le hecho mal a nadie... no tengo nada de que arrepentirme... ¿Me perdonas tú?
-¿Y qué tengo yo que perdonarte?-la pregunté llorando.
-¿Tú?... Te he hecho sufrir... lo sé...; pero tú me perdonarás, ¿verdad? Tú has sido mi dicha y mi ventura, mi orgullo y mi esperanza... ¿Me perdonarás?
-Sí- la contesté sollozando.
Y rocé mi frente con su frente y mis labios con los suyos.
Cerró sus ojos y del pecho se le escapó un ¡ay! que en vano quiso comprimir.
-¿Qué tienes?
-Nada... me muero... Quiero ver a papá...
-No puede ser ahora... Por la mañana le verás.
-Cuando vayas a Caracas, abrazaras a Perucho en mi nombre... dile a Andrea y a Carmelita que me perdonen como las perdono yo... corta mis cabellos y guárdalos, y pon flores en mi nombre sobre al tumba de María. A papá que me bendiga...
Y exhaló un quejido prolongado; se retorció, y al llevarse las manos al pecho, vertió, un torrente de sangre por la reseca boca.
-¡Adiós!...-murmuró-, sé feliz.
Y en otro golpe de sangre expiro...
Méndez y mi tío Nicolás entraban.
[256] -¡Dios la bendiga!-dijo éste.
-¡Tenía un alma de paloma!-Exclamó Méndez.
Y los tres lloramos sobre aquel cuerpo que comenzaba a helarse.
¡Que hermosa agonía!...
 .       .      .       .       .       .       .        .        .        .        .       .        .        .        .       .       .        .  
Al día siguiente, muy temprano, trasladamos al pueblo los cadáveres en sendos chinchorros, acompañados por  todos los vecinos. Hombres y mujeres lloraban porque Luisa era un ángel de bondad en la comarca.
A duras penas conseguimos dos ataúdes en el pueblo: en el de Luisa, que era el más pequeño y el que primero hallamos, puse muchas flores: azucenas y lirios, azahares y violetas. Para mi tío Pedro tomamos la urna de un propietario de los alrededores, quien habiéndose salvado de una pulmonía, nos la cedió juzgándola un mueble inútil para él en aquellos momentos de salud.
A puestas de sol les enterramos en sepulturas vecinas.
Mi tío se fue a despedir la concurrencia, cuando la última palada de tierra cayó sobre las urnas. Méndez y yo nos quedamos llorando silenciosamente.
El sepulturero nos despertó del abatimiento que nos dominaba. Al despedirme me dijo Méndez:
-Vete tranquilo; ¡yo cuidaré esa tumba!
Con el corazón destrozado dije adiós a todos aquellos sitios, embellecidos un solo día por el sol [257] del amor primero; y cuando Tigre salió a recibirme en el corredor de casa, me abracé a su cuello y lloré mucho, mucho.

*   *   *
Dos meses después pasaba por la Casa Amarilla y me sorprendió la presencia de Casiano con un uniforme de general y Bartolo con el de el capitán.
Ambos estaban en la Guardia de Guzmán.
Mi tío Nicolás aún estaba preso; el isleño Quevedo aseguraba que era responsable del crimen de Peonía por el pleito de deslinde.
¡Tal es la sanción entre nosotros!
Días más tarde, la policía inquiría un acecino en Curamichate y llevaba a la cárcel a todas la incondicionales de aquella calle.
Andrea rompía la marcha.
*   *   *

Luego se pregunta ¡por qué la generación nueva toma la vida como un carnaval, y se ríe y se gasta en el placer!
     ¡Oh, compañero! Mientras esos hombres decrépitos se reclinan para siempre en el gélido fondo del sepulcro, vamos por el camino de la orgía. El hogar está desorganizado; nuestros padres son nuestros propios enemigos; las sociedades que tienen para la virtud un clavario y una apoteosis para el vicio, deben perecer como la ciudades malditas!

FIN

        






                                                                 

VENEZOLANISMOS QUE OCURREN EN ESTE LIBRO
______

Aguacerito blanco.-Impertinente.
Amargo.-Aguardiente aromatizado con cáscara de sidra, limón o sauce; con semilla de fruta-de-burro o pimientilla; con hierbabuena o anís o malojillo. El aroma le da nombre.
Amugar.-Se dice de las caballerías cuando en señal de disgusto vuelven las orejas hacia atrás, casi hasta pegarla al cuello.
Arepa.-Pan de maíz
Bolsones.-Alforjas.
Burro.-Especie de artesa de madera, donde se ponen las cañas que han de entrar en los cilindros de trapiche En los Estados Unidos lo llaman mesa.
Cabullera.-Cabullería.
Cacha-blanca.-Cuchillo grande y ancho con empuñadura de hueso.
Camisón.-Se llama así el traje de la mujer, cuya enagua está adherida al corpiño.
Casiragua.-Ratón silvestre.
Catire.-Rubio.
Coa.-Abertura practicada en la tierra para depositar la semilla. También se denomina así la siembra de un año.
Conuco.-Terreno cultivado de cereales. Pequeña posesión rurales.
Corte.-Trabajo del día en los campos.
Cotejo.-Lagartijo.
Champurrio.-Mezcla de licores.
Chinchorro.- Hamaca de cabulla o hilo grueso, tejido de malla.
Chipola.-Aire de joropo.
Chivarse o comer orégano.-Enfurecerse.
Chupado.-Triste, amilanado. Se conjuga todo el verbo como reflejo.
Chusco.-Mono.
Dejar el pelero.-Huir.
Dure.-Asiento hecho del tronco de un árbol.
Eco...!-Exclamación de burla.
Emburradora.-La persona que pone las cañas en el burro del trapiche: regularmente es una mujer o un muchacho.
Entiempada.-Se dice de las hembras en la época del celo o de la brama.
Entrépito.-Entrometido. Intruso.
Erica.-Abeja americana.
Estar niña. Ser niña. -Estar virgen.
Estrógamo.-Estómago.
Fustán.-Enagua.
Gamelote.-Hierba áspera, alta y de fácil reproducción. Abundada en el Túy y en las orillas de del lago de Valencia. Algunos académicos rurales opinan que esta voz es corrupción de gramalote.
Garrazí o uña de pavo.-Pantalón rematado en puntas que semejan las uñas de un pavo. Lo usan nuestros llaneros.
Golpe. Son.- pieza de Joropo.
Guáimaro.-Munición gruesa usada en la caza.
Guayuco.-Tela que los indígenas se arrollan en la cintura y  los muslos para cubrir su desnudez... Remplaza a la hoja de higuera del Paraíso, y la hoja de parra de las estatuas...
Hacer sangre.-Simpatizar.
Incondicionales.-Diéronse este nombre-en al ceguedad del servilismo-los amigos e instrumentos de Guzmán Blanco. Hoy se denomina así a las mujeres pública de la más baja clase.
Jalar de gaza.-Apretar constreñir, hostigar.
Joropo.-Baile nacional: música nativa; las figuras participan de las danzas  africanas y los bailes populares españoles.
Lambío.-Fresco, grosero.
Lambiojo.-Pequeña abeja americana, cuya peculiaridad consiste en picar los ojos a los hombres y animales, cuando se las molesta en sus casa de barro, de forma cónica, colgantes de los arbustos.
Lebrillo.-Aljofaina de barro, tosca.
Liquiliqui.-Blusa.
Madrina.-En el trabajo de los llanos se llaman así las reses mansas que sirven para conducir las cerriles. También se llama  madrina a toda las partida que se arrea de un lugar a otro.
Manare.-Cedazo ordinario de corteza de caña brava, con borde de bejuco.
Malojo.-La mata de maíz apenas espigada, que se usa como pasto para las bestias de silla y tiro. Los académicos rurales dicen ser corrupción de malahoja o maloja.
Mamantón.-El que es preso por primera vez.
Mandador.-Foete tosco.
[260] Medianeros.-En los fundos de caña, los colonos que siembran a partir  cosechas con el dueño de las finca.
Mecha.-Chanza.
Meremere con pan caliente.-Acción de castigar a los niños con rejo o chancleta.                 
Miados.-Obsequios que se dan en las casas pobres, cuando nace un hijo. Regularmente es de aguardiente de caña con alhucema y miel de abejas.
Misia, misea.-Corrupción de mi señora. Se usa para las mujeres de alta posición.
Moriche.-Palmas de las márgenes del Orinoco y sus grandes afluentes. De la fibra se hace una cabulla de la cual se fabrica chinchorros. En el Orinoco llaman moriche un pájaro que equivale  al turpial  del centro.
Mujerero.-Mujeriego.
Novillo.-Toro castrado que se destina al matadero.
Ña, Ño.-Abreviatura de doña. Abreviatura. Se emplea para los viejos pobres o de baja estofa. Doña se usa para las mujeres de mediana posición.
Ornada.-corrupción de jornada. Golpe, Son.
Pelar.-Errar en el tiro; no dar en le blanco.
Perrero.-El que levanta la caza con los perros.
Pichagua.-Especie de cuchara de tapara.
Pichirre.-Mezquino miserable.
Pilón.-Mortero hecho de tronco de un árbol, para quebrantar los granos de maíz y arrancarles el pergamino.
Plan.-Comarca, sitio, lugar.
Plantilla.-Planta nueva dícese del café.
Punto.-Sitio de cada cazador en la batida.
Punta.-Partida de reses vacunas: en las marchas de nuestro ganado se hacen las puntas de diez reses para cada peón.
Potrero.-Potril. Dehesa.
Rastrojo.-Conuco abandonado.
Roza.-Se dice del terreno virgen descuajado y sembrado.
Sorra.-Carretón de bueyes de cuatro ruedas, con resorte de acero sobre los ejes.
Tapara.-Calabaza seca de la fruta del totumo.
Tierra de Jugo.-Cementerio general de Caracas.
Yare.-Agua, azúcar y ácido prúsico, extraído de la yuca al hacer el cazabe.
Zambe.-Aire de joropo.
Zoca.-El retoño de caña de azúcar: la segunda y la tercera cosecha del fundo.