URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "ALMA Y HUELLA" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (473): 493-494, 1 de Septiembre de 1911.


Alma y huella


Bella, ferozmente bella es la guerra y más que ninguna otra, la nuestra, porque aún conserva puro el bello gesto, primitivo y salvaje de la bestia humana que se bate por la hembra y el trozo de carne, sanguinolento y chorreante.
    Loados sean nuestros soldados astrosos, que por las rutas polvorientas bajo el fiero sol tórrido, no nos hacen soñar con los modernos filistrenes de la guerra, que matan matemáticamente a los quince kilómetros, charlandito y jugando ajedrez; ni aun con la falange macedonica, ni los legionarios romanos duramente disciplinados, sino con las hordas hambreadas de los Hunos y las montoneras crepitantes de Guaicaipuro.
    Ay! del que no se enardece y se le ensancha el espíritu, cuando los palillos golpean locamente en la tensa piel!
    Ay! del que no vibre cuando la corneta incita a la matanza y a la muerte: su pan, su hembra y su techumbre serán del primer ocupante!

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    Con esta lacónica alabanza a la guerra, a nuestra guerra, abre su libro de impresiones un camarada mío, el cual, por pura curiosidad, se fue a ella, seducido, como a mí también me sedujo, el sonoro y llamativo tamborileo de la hueste que se alejaba en son de rebeldía, medio habitual del hombre fuerte.

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    Acabando iban con mi entusiasmo las asperezas de aquella vida cuando hicimos nuestra entrada triunfal en el pueblo. Mi caballo, que venia en tres patas, a los primeros toques de corneta y al traqueteo de los cohetes que disparaban nuestros amigos en la plaza, relincho de contento y tascando el freno enarcó el flaco pescuezo y lo sentí retemblar briosamente bajo la silla. En ese instante sobre los lomos de aquel ruin caballejo despeado, gracias a sus jocundos relinchos y estremecimientos bélicos, me sentí héroe primitivo y salvaje. Más tarde supe, que aquel caballejo se había fogueado varias veces y que a la hora del peligro y del combate poseía una alma más grande que la de muchos grandes generales, pues, se transformaba en un brioso corcel de guerra, siendo tan solo en la ordinaria realidad de su existencia un lastimoso esqueleto.

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    Apenas si tuvimos tiempo para soasar la carne. La noche se avecinaba y recibimos la orden de apagar los fogones...
    Todos duermen. Sólo en el cuartel general se ve  luz.
    Echados sobre una mesa varios oficiales despachan la correspondencia. No se oye sino el rasguear de las plumas sobre el recio papel de barbas.
     La noche se ha hecho oscura y densa. En el pueblo y en el campamento reina un profundo silencio. El pueblo parece una villa arruinada: es un hoyo en medio de las montañas. Es lóbrego y triste y con muchos cantos rodados en sus calles que apenas conocemos. El sueño huye de mis ojos, y de mi alma de bisoño se apodera la añoranza.
    Muy lejanamente se ha oído un tiro. A mi lado dice un soldado: "se perdió esa cápsula". Del cuartel general, sale un oficial: ha ido a informarse de lo que pasa. A poco vuelve con la noticia de que es un tiro que se ha ido en una avanzada. De nuevo todo es calma y silencio.
    Al calorcillo de la cobija me adormezco. Suenan tres tiros y luego otros. Toda una granizada de balas nos envuelve. En medio del tumulto me olvido de todo y abstraído, como si contemplara la erupción de un volcán, me digo: ¡Qué bello espectáculo es un asalto!
    Nos rodea un gran abejeo luminoso y todos estamos dispuestos a arrojarnos los unos sobre los otros. A mi lado pasan soldados y guerrillas al desbarajuste. A mi vez corro, corro en la misma dirección de los otros. Los animales y los hombres en ciertos casos proceden lo mismo. Conmigo viene una guerrilla. Hasta lo último nos hemos estado a la puerta del cuartel general. Allí, pegado al muro había querido aguantarme con los míos; pero el plomo de un enemigo invisible nos desalojó.
    Contra un muro de bayonetas nos contuvimos. Así, en medio de la desorientación general, el caudillo iba organizando su hueste. Y era una sierpe de acero y un erizo de plata.
    Agarrado a un estribo de la montura del caudillo, en compañía del zambo Marcos, me encontré en medio de la calle, hacia la plaza. Frenético, como poseso de un demonio, lo victoreaba y martillaba mi revolver, a quema ropa, sobre los que no se detenían a mis voces y amenazas. El zambo Marcos, a quien le lucían los dientes como a un can, dando alaridos y agarrado al otro estribo, descargaba su machete sobre los que huían por su banda. . .
En la marcha, al otro día, mostrando al reír sus fuertes dientes, me decía:
-Tú no sabes a cuanto general y coronel le puse anoche el latón! Si no puede alzar el brazo!



URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "ALMA Y HUELLA" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (476): 581-582, 15 de Octubre de 1911.


Alma y huella

    Era un valiente y alegre camarada. Joven y fuerte, la guerra era su elemento. A ratos suponialo algo loco. Su estrepitosa alegría y su reír jocundo eran como la esquila del ejército que penosamente se arrastraba por los caminejos de la Sierra. A su lado me sentía valiente, sin penas ni fatigas. Algo de su locura como que me trasmitía. Mientras fue mi camarada, siempre estuve dispuesto a las mil y una diabluras.
    Sólo una vez pude observar que el dolor era en él tan fuerte como la alegría. Que la vida en él se manifestaba con todas sus amplitudes y violencias. Atravesábamos unos cafetales. Al pasar cerca de una casa de corredores, triste, sola y abandonada sobre una verde colina, se volvió y me dijo con un pesar infinito.
- Mira mi casa, qué solita esta!
Se encamino a ella. Miró por los postigos al interior, cuando salía encontró una vaca que pastaba en la ladera. Iracundo se precipito hacía ella y de un tajo le tumbo el rabo y de otro le abrió una ancha herida de los lomos. Como reprochara su violencia contra aquel pobre ser, con la faz demudada, fiero y tartamudo, gritó:
- Ahí, en ese corredor, al comenzar esta guerra, asesinaron a mi padre.
- Quién?
- La orden vino de Caracas. Una guerrilla lo sorprendió a las seis de la mañana con mi hermanito más chiquitico en brazos, y le cayeron a tiros.        
 A poco se desvaneció su furor, era mayor su amor a la vida. En la marcha cometía cuanta travesura era posible. Cuando llegábamos a algún pueblo, nos quedábamos de los últimos haciendo provisiones. La última vez, armado de un pote de chorizos, que no se como lo hubo, nos separamos a la orilla del río, del otro lado del cual acampaba nuestro ejército.
-Anda, prende candela y caliéntalos. Tenlos preparados, mientras hago moler este café tostado. - Se encaminó al pueblo y en el anca del caballejo de un amigo pase el río.
Del lado abajo del barranco establecí mi fogón por estar cerca del agua. Hervía el pote. Resobaba goloso en mis bolsillos las arepas con que iba a acompañar aquel desacostumbrado manjar. En esto revienta el fuego en la orilla opuesta. El enemigo no se dormía sobre nuestra huellas. Los que se habían quedado rezagados en el pueblo se arrojaban al río por los barrancos. Mi camarada no aparecía. Hervían los chorizos. Por encima de  mi cabeza silbaban las balas. Era aquel un malisimo sitio. Quedaría entre dos fuegos si se corría la línea. Pero no hube de dejar mi pote y comí apresuradamente. El fuego se generalizaba en toda la línea: no había tiempo que perder sino ganar el repecho.
En medio del río distinguí a mi camarada que me gritaba con su acostumbrada, estrepitosa alegría.
- Guárdeme mi pote!
No nos vimos más. Después me han dicho que se salvó río abajo. Pero lo dificulto, porque llevaba el agua al cuello.
- ¡Se pelea! -Al oír la ametralladora que aniquilaba a los nuestros, exclamamos a una la media docena de hombres que a la orilla del caño esperábamos, llenos de ansiedad y de temor, el resultado de aquel combate.
    Con un brazo lastimado y las piernas sembradas de llagas, yo no formaba parte sino de la impedimenta. Era un aniquilado y vencido por aquel crudo guerrear, en el que las penalidades diezmaban más a nuestro ejército que los más recios encuentros.
    Nuestros corazones latían con gran violencia y nuestros oídos seguían impacientes el tranquear de la ametralladora. Cesó el fuego. ¿Cómo orientarnos en medio de aquella madriguera? ¿De quién será la victoria? En esto aparecieron como si brotaran espontáneos de la espesa ceja de monte donde nos guarecíamos, unos soldados de caballería. En la faz traían pintada la derrota. Y su aspecto era primitivo y bárbaro: parecían los rezagados de algún ejército antiguo, arrasador de murallas y desollador de pueblos. Buscaban el pase a la otra orilla del caño. Calmudos y silenciosos sobre sus bravos y fuertes potros se arrojaron a los lodazales del caño. Aunque iban pregonando la derrota cada uno de ellos tenía fe ciega en el esfuerzo de su brazo y en la punta de su lanza. Llenos de gran confianza en si mismos habrían podido engendrar los más legendarios hechos. Por ellos metidos siempre en una estricta reserva, conocimos a medias la triste nueva. Ignorábamos detalles. Pero en el corazón de todos estaba ya la derrota, la esperábamos. Sabíamos en que condiciones se batía nuestro ejército sostenido solo por el espíritu guerrero que informa el alma de nuestro pueblo.
    Por la noche, obedeciendo órdenes superiores vino a sacarnos de aquella orilla un compañero. Por él supimos del combate. Era casi un niño aquel hijo de la llanura, y su alma candorosa llena de entusiasmo, nos refirió la gran hazaña que rebozaba de gozo el corazón de los llaneros.
    Nos guiaba en la oscuridad de la noche y en instantes se detenía como para orientarse en el desierto de la llanura. El enemigo estaba cerca, marchábamos con gran sigilo. Pero nuestra curiosidad era grande y con nuestras continuas preguntas desatábamos su lengua. Las palabras cain trémulas de sus labios:
- La caballería había huido. Sólo Julio, con un piquete, le había dado frente al enemigo. Dieciséis cargas seguidas y lo detuvo. Pero en la última, rodeado de enemigos, había sido herido traidoramente por un soldado ya vencido. Por fortuna su asistente lo sacó fuera de combate, abriéndose paso a puro bote de lanza, por entre un cerco de bayonetas enemigas.
Y aquellas sencillas palabras caían trémulas, encendían nuestras almas. Así atravesamos la llanura comentando la nueva hazaña, futura leyenda del mañana.
Entusiasmadas nuestras almas por aquel simple relato, marchábamos en silencio. La luna asomó entre espesos nubarrones. Nuestro guía se detuvo indeciso.
- Qué pasa? - le preguntamos inquietos.
- Silencio: es que estamos en el sitio de la pelea.
    Nos embargó un gran recogimiento. Nuestros ojos se empeñaban en taladrar la oscuridad como si quisieran distinguir en medio de las sombras que nos rodeaban algún vestigio de aquella dolorosa jornada.
- Sigamos adelante - dijo el más osado. Y cruzamos aquel campo, a aquella hora, en silencio y paz.
Nos detuvimos. La luna alumbraba desde el seno de las negras nubes que envolvía a ratos el corral de palo a pique, donde sin tiempo para descuartizarlas se hallaban varias reses. A nuestros pasos huyeron amedrentados unos cochinos que hozaban en un montón de tierra del lado fuera del corral. Uno, inmenso y gruñidor, se paró en su rápida huida y comenzó a hozar de nuevo. La piara se fue reuniendo; gruñían y removían afanosos la tierra.
- ¿Qué hacen esos cochinos?
- Ahí enterraron a un Coronel de los otros, -respondió impasible nuestro guía. -La luna caía de lleno en el corral. Y nosotros en la llanura éramos como unas sombras espectrales.
                        
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Estabamos distantes y nuestro guía se acercó presuroso al caney. De vuelta, le preguntamos,
- ¿Qué hay?
- Heridos.
Nos encaminamos hacia ellos. Apenas sí distinguíamos sus bultos en el suelo. Uno nos rogó le diéramos agua. Bebió a grandes sorbos y suspiró profundamente. No se quejaban: todos estaban como conformes, resignados a su ingrata suerte. Un viejo veterano, atravesado por las piernas, nos exigió quedamente sacáramos de allí a dos camaradas que agonizaban.
- Así nos pasara a todos. Hagamos ese  favor. ¡Cuándo volverá a pasar gente por aquí!
Y los más blandamente posible, en la oscuridad de la noche, fuimos arrastrando a los moribundos al pie de un frondoso limonero algo distante del caney.
Cuando nos acercamos a ver en que otra cosa podíamos serle útiles, el viejo veterano nos dio las gracias.
- Gracias, muchachos, no se pierdan; mañana abra otro que arrastrar.
Prometiéndole no abandonarlos, nos pusimos en camino. Marchábamos cavilosos, tristes y lentos; pero de mi imaginación no se apartaban los marranos: sin querer, pensaba que continuarían su banquete bajo el frondoso limonero en medio a la bárbara música de sus monótonos gruñidos.




URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "ALMA Y HUELLA" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (477): 605-606, 1 de Noviembre de 1911.


Alma y huella

Las honras del héroe.

    Aún no despuntaba el día y ya nos encontrábamos formados en batalla. La ciudad estaba allí, a dos pasos nuestros, guardada por un ejército aguerrido. Alegres y dispuestos no esperábamos sino la orden de ataque. Aquella urbe que dormía tranquila y confiada, era a nuestra desdicha y afanes, la promesa cierta del reposo y  la abundancia de que andábamos hacia largo tiempo tan necesitados. Sobre ella marcharíamos a pecho descubierto en la violencia de una sola carga. Más entre las brumas del día se dejaron oír a nuestra retaguardia toques de corneta. El enemigo nos atacaba. Había salido de la plaza en la oscuridad de la noche para caer sobre nosotros con el alba. No era mala la estrategia. Bruscamente cambiamos de formación, lo que nos ocasionó muchas bajas. El enemigo se debatía con denuedo, pero tuvo que retirarse destrozado en aquel tenaz y sangriento combate. Entonces, vencedores, enardecida nuestra sangre, entre un ulular de caníbales, cargamos valientes y crueles sobre la plaza. El enemigo se defendía heroicamente. Pero nuestro empuje y nuestro asedio eran aun mayores. La victoria reciente nos llevaba al sacrificio, llena el alma de júbilo. Nunca, bajo ninguna comunión latieron al unisomo tantos corazones.
    Aniquilado, abandonó la plaza el enemigo con el atardecer. Después de aquel feral combate de todo el día, extenuados, sólo los más fuertes se llegaron a la ciudad con la noche, el resto pernocto a las afueras en espera del nuevo sol. Necesitábamos reposo. No podíamos con nuestros cuerpos.
    Además, siempre fue grato a la vanidad de los guerreros, entrar con banderas desplegadas y al son de las cornetas, a campos enemigos. Aunque a veces tan pequeña vanidad es causa de cruentos males.
    Aquella larga noche de ayes, lamentos y victores, nos refugiamos varios hombres en un rancho en ruina. Entre nosotros se contaban algunos heridos leves y un viejo Capitán enfermo, quien a la hora del peligro había exigido obstinadamente ocupar su puesto y batidose con estoicidad, sobreponiéndose a los muchos males que le traían como un espectro. Los unos al lado de los otros nos tendimos en el suelo. Eramos un solo harapo y una sola miseria. El cansancio, el hambre y el sueño nos rindieron a pesar de los ayes de los heridos. Por la alta madrugada sentí que me sacudían por un brazo y me decían al oído:
- Cámara, toque pa que vea que tieso esta nuestro compañero. Y sin querer llevaron mi mano hasta reposar en las hirsutas barbas del viejo Capitán. Era un hielo.
- Deje morir a ese hombre.
- Los que no podemos seguir durmiendo toda la noche, con este hombre, somos nosotros. Si ya está tieso como un garrote.
- ¿Qué hacemos?
- Sacarlo para afuera y ponerlo a orillas del barranco.
Él lo tomó por los brazos y yo por los pies para dejarlo en aquel sitio. Como caminábamos entre ruinas era lento y penoso nuestro andar. Mi compañero cantaba a media voz:
- Golin-Golin échenle tierra a ese pobre. Y de repente lo meció con tal violencia que se me salieron de las manos los pies del viejo Capitán. Rodó lentamente por el barranco aquel cuerpo rígido, hasta que sentimos un golpe seco y lúgubre retumbar en el fondo de la quebrada.
Al otro día entramos todos a la ciudad.