URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "CEPA DE LIBERTADORES" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (475): 546-549, 1 de Octubre de 1911.


Cepa de libertadores

NOVELIN
        
¡Lamentos! ¡Lamentos! ¿A qué lamentarnos ante la desgracia que nos aplasta y derrumba nuestra esperanza? ¡Llorar! ¿A qué llorar ante el desastre si a todo debemos estar preparados? No te lamentes, no llores Fronilda, Fronilda...!
        Y el viejecito de un extremo a otro se paseaba, entre los cuatro cachivaches antiguos, que aún restaban de los buenos tiempos de la familia y que hacían sentir más la miseria en aquella sala desnuda de todo útil o adorno, espejo de una mediana comodidad. Fuera, en el corredorcito estrecho y bajo, se oía martillar con fuerza, silbar a todo pulmón a más de los desconcertados y secos gritillos de una mona que al son del martilleo saltaba medrosa, arrastraba la cadena con que la sujetaban al aro de cobre de un voluminoso baúl de madera, pintarrajeado de verde y rojo como el penacho de un caribe...

*

        Agarrado a la peña viva, árida, de la tostada "Loma del Viento", aquel último refugio de los García, era el más enclenque y jiboso casucho de la barriada tendido sobre un flanco del macizo cerro que avanza hacia la ciudad como un espolón florido.
        Bajo aquellas cuatro paredes roñosas y desplomadas terminaban su vivir angustioso, Don Ramón García y Doña Fronilda Fernández, la nieta querida de aquella otra Fronilda Fernández, la que cuando moza fue paseada sobre un asno con las espaldas desnudas y azotada vilmente por los sicarios del rey, por sospecharse haber sido la que gritara en un tumulto:
- ¡Viva Simón! ¡Viva José Antonio!
        En la sala sin enjalbegar, se hallaban hacinados los pocos trastos que les quedaban, casi todos sagradas reliquias de la edad heroica: la silla que sacaron un día al corredor para que Páez ajustara al pie las correhuelas de la gruesa espuela; la mesita de caoba, en donde Bolívar se abstrajera unos instantes al poner dos líneas a una amiga; el butacón de cordobán en donde expirara el viejo Capitán Don Ramón García, terror de los isleños de Paracotos y de toda la tierra montañosa de "Los Altos".
    Rodeados de aquella atmósfera leyendaria y heroica vivían ya olvidados, muertos para la parentela y los amigos, los ancianos García. Se habían sucedido nuevos tiempos a los hermosos días en los cuales los héroes, los padres, en sus horas radiantes de dicha, viéronles llegarse a la vida como la dorada promesa, el futuro por ellos preparado.
    Ancianos y desamparados, ya en el montón de los anónimos, puro e intacto conservaban los García el amor a los abuelos y a las ideas madres, generadoras de una patria de ensueños que llevaban en el alma. Para ellos, el pasado era la amplia casa solar llena de luz, con todas las puertas y ventanales al sol. Cuando se dijo, fiestas centenarias, pensaron con terror en lo que no habían pensado jamás: en la muerte. Ah! se dijeron: "si muriésemos antes de llegar el día". El día por ellos soñado. Un día raro, excepcional, para el cual se habían estado preparando durante toda su vida y en el que vivirían todo el pasado del cual eran la flor y el fruto. Todos los días ya vividos les parecerían rápidos aunque cargados de penas. Era un anhelar continuo. "Cuándo -se decían- llegará abril y el sol de julio, esplendoroso, fulgurará sobre las altas cumbres!... Algo divino los animaba y sostenía en aquellos largos días de esperanza. Quebrantos y amarguras, al rescoldo de sus recuerdos se amortiguaban. En la ruinosa sala, olvidaban el tiempo comentando el programa de los festivales y celebrando viejas e ignoradas hazañas. Sus bocas no se abrían sino en un afán de alabanzas. Ni quejas ni acusaciones empañaban el rutileo de sus héroes.
    Se llegó abril y los viejecitos, desde su casucho, contemplaron el alegre despertar de la ciudad en la clásica fecha. Extraños acontecimientos aguardaban, como que si al descorrerse los cortinales del día fueran a volver los tiempos viejos, o Febo, en honor de los héroes, detuviera sus corceles.
    En aquel día sagrado, en la semiobscuridad de la ruinosa sala, una lámpara de aceite ardía ante el retrato del viejo Capitán, de ceño enérgico y azules ojos inquisidores y relampagueantes, con un llamear boliviano.
    En el atardecer, acompañándose de recios golpes, sobre la endeble puerta, llamó una voz varonil:
- ¡Abran! - ¡Abran!
    Los ancianos, por unos instantes, quedaron como alelados mientras que a los repetidos golpes desprendíanse los terrones mal seguros de las paredes.
    Afanosa y asombrada Doña Fronilda, observó:
- Es él; es Ramón! ¿No le oyes?
    El viejo García quitó la tranca a la puerta. Y en el hueco luminoso, alto y varonil, algo marchito, un hombre como de cincuenta años abrió los brazos y abrazó expresivamente, dando grandes voces de contento, a Don Ramón. Luego, con los mismos aspavientos y algazara apretó entre sus brazos a la anciana; la dio sonoros besos en las fláciles mejillas y se dejó caer en el butacón del viejo Capitán, único mueble de alguna comodidad que poseían los padres. En la mitad de la sala, el mandadero que lo guiaba dejó una inmensa caja, y cabalgando sobre ella una mona, de ojos parlanchines. Dos perros grises, semiescoseses, se plantaron por delante, muy atentos a sus gestos y gruñéndose suavemente: el uno y el otro eran Dick y Leda.
    Posó Doña Fronilda su mano tembleque sobre la frente sonrosada del recienvenido.
    - Ramón, ¿de dónde sales, hijo mío?
    - ¡De dónde! No sabré decirte: de muchas partes. De lejos, del extranjero. - ¿No es verdad, Dick? -El perro se puso sobre sus cuartos traseros, tiesecito y maullador. ¿Tú, qué dices, Leda? Y acarició a la perra con la punta de la bota. Ésta se enderezó sobre las patas alzando la cabeza por encima de su compañero, gozosa y zalamera.
    - ¿Y esos perros, Ramón?, preguntó el anciano García entre contento y malhumorado.
    - Se los compré a un Filandés que se embarcaba para Java en Québec. Son muy sabios y sin pena. Vamos, Dick, Leda! ¿Cómo se muere un bravo soldado?... -Y los perros se dejaron caer patas arriba cerrados los ojos y recogidas las patitas delanteras.
    Doña Fronilda, sin dejar de interrogar con los ojos el semblante inquieto de su hijo, como si quisiera descubrir el misterio que envolvía su presencia entre ellos, le interrumpió:
    - Tantas cosas se han dicho de ti, hijo, que no sabemos cómo logran verte nuestros ojos.
- ¿Y qué les han dicho?
Y explicó el viejo García, sin blanduras ni mimos:
    - Que habías caído heroicamente en la guerra de Cuba. Que te habías portado como un héroe. Y de eso hace tantos años y ahora te apareces, cuando estamos para dejar el mundo.
    - ¿Quién pudo decirles semejante cosa?
    - Los periódicos y luego todo el mundo. Fue una larga historia la de Ramón García.
    - Verdad es que estuve a punto de verme en un encuentro. Salí a incorporarme al ejército. Iba en seguimiento de Martí. Ya estaba para darle alcance e incorporarme, cuando cayó en la ruin emboscada. Entonces vi muchas sombras y no quise inmiscuirme más en aquella guerra.
    Curiosa y con un gesto de reproche quiso saber Doña Fronilda:
- ¿Y ese García muerto, que no abandonó la bandera?
- Pues, sería otro García... Y haciendo gracejos a la mona: "no chilles, Martina; se que tienes hambre"; y en son de guasa: "por muerto me tenían".
Afirmó Don Ramón:
- Yo lo dudaba mucho.
Suspiró Doña Fronilda:
- Pues yo lo creía, ¿no eres tú un García?
    - Quién lo duda? De haberme determinado a tomar parte en aquella guerra hubiese dejado muy en alto el nombre de la Patria y el de García. Pero, pasemos a algo práctico: ¿dónde me van a alojar Uds.? Necesito reposo lo mismo que mis compañeros. Y de pies comenzó a pasearse y siempre que pasaba por el hueco de la puerta, a la luz del crepúsculo, aún aparecía gallardo y hermoso Ramoncito García, alias Tuqueque.

*

    Y fue en aquella hermosa mañana de junio, en la cual madrugó Ramón y alegre canturriador y familiar, desayunó en familia, cuando con ocasión de mostrar su último retrato, escurriendo de un trago las últimas gotas de café, abandonó la mesa y de hinojos ante la larga caja, de un golpe, a los ojos de los ancianos, dejó caer la tapa del descomunal baúl, que mantuviera siempre alerta la curiosidad senil desde su inesperado arribo a la tostada loma. Sobre las abiertas fauces de la pintarrajeada caja, tenaces y brilladores cayeron los ojos desteñidos y curiosos de aquellos. Más de pronto quedáronse como perplejos: en el fondo de la tapa, cuan largo era, revestido con el traje de Pierrot, enharinado el rostro, con dos vivos rosetones de carmín en las mejillas, sobre la frente un moñico retorcido como rabo de cochino y el clásico gorro en el estómago, yacía Ramoncito con una picaresca mueca entre los purpúreos labios. Bamboleábanse sobre sus pies aquellos cuerpos viejos sin salir de su sorpresa ante aquel Pierrot que era su propio hijo. Ramón reía con un reír canallesco y jovial. Doña Fronilda sollozaba. Con desdén y con enojo, Don Ramón inquirió:
    - ¿Quién es ése?
    Ramón dejó de reír y aclaró ser aquél su amigo Whit-face y señalaba a los pies del Pierrot, en rojos caracteres, el nombre que pronunciaba en el más puro y gentil inglés, con aquella soltura que le caracterizaba para echar a trajinar su lengua por las hablas más distintas y distantes pidiendo pan en chino y caraotas y naiboa en portugués.
    Siempre de hinojos, Ramón hurgaba en el fondo de la desordenada caja.
- No se de dónde, si de Estrasburgo o de Milán, pero es el último.
- El último, repetían los viejos. Y no apartaban los ojos del baúl. A cada hallazgo una vaga sombra de inquietud como que destendía sus arrugas.
- Helo aquí, exclamó incorporándose penosamente con un gran paquete de fotografías en la diestra.
Los ancianos lo rodearon. Las tarjetas pasaban rápidas en sus manos. No está, dijo volviendo precipitadamente el último retrato.
Mirándole a la faz observó Don Ramón:
- Pero si todos son retratos de saltimbanquis. En todas partes se ve a tu amigo, ese hombre que se te parece tanto que he llegado a confundirte. Sólo te salva el bigote.
    - Sí, Whit-face, se me parece bastante. ¿Dónde diablos estará mi retrato? Y de nuevo ante el baúl comenzó a arrojar con rabia todo aquello con que iban tropezando sus manos.
    El baúl se quedaba vacío. No los más extraños, sino los más extravagantes objetos se aglomeraban a su lado. Trajes de punto de medias, de colores chillones. Fieltros cónicos. Bragas azules, blancas, rojas, sembradas de estrellas negras, doradas y con grandes lunas, soles y escarabajos en las espaldas. Pero lo que más admiró a los ancianos fue una caja de narices. Narices y más narices, como que si con cambios de olfateras cambiara todo para el género humano.
    Frenético, con una mueca rara, epiléptica, Ramón amontonaba a su lado papeles, trajes, todo cuanto sus gustos y necesidades habían almacenado en sus correrías por las cuatro partes del mundo. Era una rabia sorda la que le poseía. Los ancianos, inmóviles y descoloridos, llenos de una tristeza infinita le contemplaban. Ante ellos aparecía el Ramón de las mocedades, irascible, atolondrado y débil.
    De pronto Ramón se contuvo y luego, como venciendo un escrúpulo, arrojó en el montón la vieja vaina de una espada de puntera y abrazaderas de hierro. La funda de algún pesado acero milenario y heroico que viniera tal vez a la conquista después de ser blandido, como una hoja por algún Rodrigo, Alfaro o don Alfonso en los tiempos famosos de la Reconquista. Al verla sobre el montón, se precipitaron sobre ella los viejos García. Llamábanla por viejos nombres familiares. Una alegría cuasi infantil hacía borbotear en sus labios los más dulces epítetos. Ramón nada oía. Nuevos y extravagantes objetos se hacinaban a su rededor. La caja estaba vacía. Se incorporó: formidable, hercúleo y amenazador, abrió los brazos y se tiró de los cabellos y gritó apretados los dientes:
- No está, no está!
    El viejo García se paseaba colérico y meditabundo. Sobre el regazo sostenía Doña Fronilda la vieja vaina. A los gritos de Ramón, el anciano se le acercó y poniéndole una mano en el hombro, hechas fuego las pupilas, inquirió:
    ¿Qué has hecho de nuestra alhaja, mentecato?
    Ramón se aplacó. El viejo insistía implacable. Ramón, con un sonreír cínico, aparentando gran calma, manifestó:
    Para qué engañarnos. La espada... la espada me la robaron los árabes del Desierto. No servía para nada. Era demasiado pesada... Y alegre y despreocupado comenzó a llenar el baúl.

*
    Ante el hostil silencio de los ancianos, Ramón exponía, instalado en el viejo sillón del Capitán:
- Fue ayer en un instante de entusiasmo cuando rompí con mi timidez y mis escrúpulos. ¿Por qué no contribuir con lo que me ha dado fama en el extranjero a estas fiestas centenarias? Mi nombre es famoso y al correr por el mundo igualmente lo hace el de mi patria y mi ciudad natal. White-face es aguardado con júbilo en cada temporada por los públicos de Londres, de París y de Chicago. ¿Por qué, pues, mi patria y mi ciudad, al celebrarme, no han de enorgullecerse de mis raras y extraordinarias dotes? Que otros sean obispos, sabios y letrados, poco importa, no apagan ni desdoran mis méritos. Pero yo no quiero ser entre vosotros Whit-face, el que ha hecho llorar de risa a más de un ciego, sino interpretar algo genuinamente nuestro, y he pensado en resucitar a los viejos titiriteros de mi infancia que tanto me hicieron reír. En el primer momento pensé en hacer conocer de nuestro público a White-face y me afeité los bigotes. Luego recapacité mejor y me acordé de nuestro inolvidable Cristobita. Haré unos títeres admirables! Tendré una mujer, causa de muchas discordias, un polizonte, un obispo y su monago, una hermanita y un general, una perica y un perico graciosísimos, y, sobre todo, un Cristobita blandiendo su macana. ¿No les parece a Uds. Admirable mi idea? Qué cosa tan divertida ahora, que hay tantos forasteros en la ciudad!
    Don Ramón, en mangas de camisa, con las elásticas rodadas, se movía cada vez más de prisa como que si quisiera dar alas al modo pausado con que Ramón les exponía su determinación.
    - Sí, sí, sí. Bueno, Bueno, bueno. Conque ahora tú sales conque eres un titiritero. Y para eso te has aparecido. Para eso sales del fondo del mundo para acabar con el buen nombre de tus padres, de tus abuelos, de todos los tuyos. Te oigo y se me revuelve la hiel...
    - Los abuelos, los abuelos, siempre la misma dominguejada. ¿Y quiénes son los abuelos? Nadie los conoce en el mundo mientras que Whit-face lo ha recorrido todo.
- Imbécil, imbécil, tú no eres nada y ellos la patria. Tú, el titiritero, el hazme reír del vecindario, y ellos, ¡qué decirte! Fuera de Dios, ellos!
Doña Fronilda saliendo de su abstracción:
    - Un titiritero, un titiritero... Y en eso has parado! Ahí todos nuestros esfuerzos y sacrificios. ¿Para qué volviste, Ramón? Te dábamos por muerto. Te creía yo un héroe. Y hablábamos de ti cuando lo hacíamos del viejo Capitán. ¿Para qué volviste, hijo mío?
    - Siempre el mismo. No me equivoqué. Fronilda, cuando te dije: el día menos pensado se nos aparece tu héroe para acabarnos de hundir.
    - Por lo que veo soy el oprobio de la familia. Pero yo me considero su salvador y su gloria. Siempre los he encontrado entorpeciendo mi camino. Son Uds. mis padres y más les agradezco a los extraños. A muchas personas les he expuesto mi idea, sin darme a conocer como Whit-face, y a todos les ha parecido admirable. Hasta mi amigo el Doctor, que de todo se mofa, me estuvo diciendo anoche.
    - Sí, tu amigo el Doctor, el borrachín que se la echa de poeta, que han metido dos veces en la cárcel y que dice sandeces en la "Venta del Tuerto" cuando se reúne con otros de su calaña. Buena persona, que asegura que Bolívar es el primer vagabundo.
    - Pues ese hombre, ese borrachín tiene mucho talento y le impuse de mi propósito y dijo:
    - "Ramón, si tú llegas a realizar tu proyecto te harás célebre. ¿Tú sabes lo que intentas? ¿Tú podrás darle calor a esa idea? ¿Sabes lo que representa Cristobita? Es el héroe nacional por excelencia y su maceta es el más alto de los símbolos. Tú no podrás interpretar nunca a Cristobita, al gran Cristobita. Muy pocos pueblos tienen la dicha de poseer un héroe tan legendario, humano y trascendental. Ese pequeño teatro ambulante es un tesoro en las manos de un hombre de ingenio. Ramón, piénsalo bien. Se te ha llegado tu hora aguardada por otros muchos hombres, la de la celebridad. ¿Serás capaz de engendrar un personaje inmortal?" Y son ustedes los que me detienen, los que obstaculizan mi destino!
    - Yo no entiendo nada de lo que dice, y ¿tú, Ramón?
    - Siempre he considerado a los titiriteros en lo que son, Fronilda. Los más ínfimos, tristes y desgraciados espejos en que la humanidad mira su lado más grotesco y vil. Y es de ese modo como él pretende alcanzar la celebridad en estos mismos días en que se rememoran las hazañas y hechos de los héroes y entre ellos, los de su propio abuelo.
    - Ustedes no quieren entenderme y no me entenderán jamás, pero ya se acordarán de mí... Y abandonó el asiento y se alejó cabizbajo seguido de Dick y Leda. En su ceño había un intenso y profundo nublado.

*

    - Todo está ya preparado. En el corredor se levanta la casa de los títeres, Fronilda. Los cuatro listones de madera y las cuatro varas de trapo blanco que le recubren.
    Hecha un ovillo en su butaque de cuero, murmuró Doña Fronilda:
    - Yo no se cómo rogarle. No desiste. Se burla y ríe de mi cuando le suplico se vaya y nos deje morir en paz.
- Fronilda, nunca he abrigado esa esperanza; Ramón no desistirá jamás. Hoy se cree un gran titiritero como antes se había creído un gran sabio y luego un gran general. ¿No recuerdas por qué fue a la guerra de Cuba? No iba él a sustituir a Martí? No ha consumido lo poco que teníamos en sus majaderías? ¿Qué no ha intentado en que no haya fracasado? Y ahora quiere cubrirnos de bochorno. ¡Hasta dónde hemos llegado! A ver un García de titiritero!
Entre grandes y profundos sollozos se lamentaba Doña Fronilda:
    - ¿Por qué no nos habremos muerto? ¿Para qué vivir más cuando todo lo que nos rodea son amarguras?
- ¡Lamentos! ¡Lamentos! ¿A qué lamentarnos ante la desgracia que nos aplasta y derrumba nuestras esperanzas? ¡Llorar! ¿A qué llorar ante el desastre si a todo debemos estar preparados? No te lamentes, no llores Fronilda, Fronilda!...
En el corredor silbaba Ramón con fuerza, martillaba apresuradamente clavando la tela sobre los marcos de madera. Escandalizaba la mona. Sobre una mesa coja yacían varios personajes obras de sus manos, pero en lo que parecía haberse esmerado más era en la creación de Cristobita y su pulida macana. Hasta él llegaba el susurreo de los viejos. Por ahogarle hacía el mayor ruido posible. Por último, ciego de furor, en guarda-camisa, atlético, sudoroso, de un salto se plantó en la puerta y agarrado a los marcos, gritó hacia la oscura sala:
    - Si queréis libertaros de mi, peleles ¿por qué no os ahorcáis? ¿Por qué estáis vivos todavía? Hasta cuándo he de aguantaros! Hasta cuándo me salís al paso mordiéndome los talones!
    Reinó largo silencio. Presurosas lágrimas rodaban por las mejillas de doña Fronilda. Don Ramón mantenía cerrados los ojos como si tratara de orientarse en el vacío;... de pronto, quedamente, susurró al oído de la anciana:
    - Mañana ha de salir con los títeres. Hay todavía una tabla de salvación. ¿Quieres seguirla? Es el último sacrificio que nos resta; es la última puerta por donde pueden escapar dos viejos, hijos de libertadores, del oprobio que les amenaza. Además, puede ser que de ese modo fracase su intento y quede ilesa la memoria de los García. De la mano, en la oscuridad de la noche, nos arrojaremos en el gran estanque que surte de agua a la ciudad...
    - Sí, sí, iremos, -contestó, con entereza la nieta de Fronilda Fernández, restregándose con el dorso de la mano los enrojecidos ojos...
    En el corredor se oyó una voz rara, desconocida, que llamaba a los ancianos! Salieron ellos apresuradamente hacia la puerta. Era que en la casa de los títeres, Ramón ensayaba la voz de Cristobita.