URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "EL ANCESTRO" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (528):  669-671, 15 de Diciembre de 1913.


El ancestro


NOVELIN

 
   ¡Reinaba gran silencio! A la cabecera de la mesa, la figura ruda y áspera del tío Luis imponía respeto y gravedad. Frisaba en los cincuenta. Las cejas enarcadas y gruesas y las profundas arrugas del ceño dabanle un aspecto fiero y resuelto. Dos mujeres entradas en años, de lineamientos reposados y varoniles, a ambos lados de Don Luis, tomaban con lentitud el caldo espeso de una olla a la vizcaína. Al otro extremo de la mesa, que era larga y ancha, dos niños comían con gran timidez. Una negra vieja, que los cuidaba y atendía farfullaba a sus espaldas. En torno de aquellos seres todo era rigidez y disciplina. La fiera, seca y austera alma castellana, en aquellos días de tensión recobrara todo su absolutismo. Hasta los mismos labios de las mujeres desconocían las amables sonrisas, no se plegaban sino para la oración y las frases cortas, terminantes, del mandato. Algo pesado y heroico caía a plomo, envolvía a los seres y las cosas de aquel caserón vetusto, donde ni la brisa agitaba el rosal de berbería, eternamente cuajado de macetas de sangre.
    Reinaba gran silencio. Oíase el gotear acompasado del tinajero y el pendular decrépito del reloj. Los ojos acerados de Don Luis, de cuando en cuando, caían vigilantes sobre los hondos platos de los sobrinos.
    Masticaba Don Luis con calma y apetito. Una mulata en abriles, de camisa rizada y fustanes crujidores, presentábale las viandas. A todos los comensales adelantaba en dos o tres platos. Soberbiamente castigados desfilaron ante él la olla a la vizcaína, el arroz con tasajo de lengua ahumada, el pescado fresco, traído a lomos de mula de Catia la Mar, donde esclavos de confianza cuidaban una heredad de cocoteros. Su mesa era frailuna, regalona y copiosa. Era el lujo de la época y el aliciente del vivir aldeano.
    Caracas no era sino una aldeota risueña, con mucho susurrar de regadíos y lozano verdor, frigidísimas mañanas y atardeceres claros y brillantes. A instantes, sus calles permanecían desiertas y silenciosas. El vivir era interno, en el hogar, a pesar de las sacudidas violentas de la guerra que amenazaba confundir, derruir viejos usos y costumbres. Alrededor de la olla y del rosario, se juntaba la familia con su concepción romana y católica de la vida. Los grandes días de la casa, eran cuando Don Luis, después de una ausencia de meses, retornaba de sus faenas agrícolas y pecuarias. Y la festividad se reducía a alegrar el voraz apetito del anfitrión. Gustaba él de la abundancia y las hermanas rebosaban las fuentes de porcelana antigua con cuantos platos sustanciosos y postres familiares eran de su agrado. Un marrano al horno todo entero, una lapa o un váquiro ahumado de largo y corvo colmillo. Un pastel de pasta fuerte y arenosa o bien una compotera con gelatina de patas de buey y ciruelas pasas. En los días de su permanencia sustituíase en las botellas de cristal tallado el agua clara y llorona del Catuche con vinos añejos, nobles y generosos traídos de la Península y guardados como un tesoro inapreciable. Una copita de puro aguardiente de España se paladeaba con lentitud como si en él estuviese concentrada el alma de la vieja patria, a la cual se estaba todavía ligado por el ombligo, por más que el fermento liberticida estuviera en todas las conciencias. Aún la mayoría no sabía bien lo que deseaba. Luchábase por la libertad, pero se intentaba poner coto a sus desviaciones que herían intereses de rosa y manejos de vida e intereses. No pasaba de la señorial cocina y del comedor el rumor de la fiesta. El movimiento todo era entre criados que comentaban los gestos de Don Luis ante las viandas y postres. Los comensales a la mesa, consérvanse siempre graves y silenciosos. Ahora, apenas si se oía el farfullar de la vieja criada al reprimir las impaciencias infantiles de los sobrinos recién amparados por el tío. Los señores eran de poco comer y a ratos, como distraídos contemplaban gustosos la voracidad del hermano, bien representada en la sanguínea robustez y en la atlética corpulencia. Todos los años, por Navidad, venía el albéitar a sangrarle un pie para evitar que la sangre le congestionara el rostro o produjera ahoguíos. Su vivir era rudo y de muchos afanes. La hacienda pingüe reclamaba tenaz y asidua vigilancia. Todos los años castraba mil novillos, herraba mil potros y potrancos y trochaba, para los afanes del año entrante, trescientos caballos. Como solo, en tinados de Barlovento, fundaba extensos cocohuales, una fiebre de reconstrucción poseíale en aquellos días. La vorágine de la guerra arruinaba el patrimonio. Muchas veces había tenido que huir a los montes seguido de algún esclavo fiel o darse al mar en busca de la costa extranjera por su opinión violenta y sin ambages. A la vuelta siempre encontraba el patrimonio menguado. Amigos y enemigos tomaron de él cuanto les conviniera. Los esclavos se hacían libres o bandidos bajo las banderas del rey o de la libertad. De los negros pacientemente escogidos sólo quedaban mujeres y hombres viejos. Y ante su propiedad robada, quemada, no afligía ni desmayaba el ánimo. Todo era cosa de nuevos años de trabajo. Y con ahínco y fiereza hacia por rehacer lo perdido. Todos los suyos andaban en la guerra. Unos se batían por la libertad, otros, por el Rey. Más a él todos los bandos le respetaban por ser Don Luis. Sólo Chepito González le obligara a asilarse en los montes, porque en una ocasión le echara en cara su proceder sanguinero y crueldad sin límites a presencia del Jefe Supremo. Y el otro sin atreverse a enfrentársele azuzaba contra él sus forajidos. Más al alejarse Chepito de aquellos parajes volvía de incógnito a sus campos. Y nadie se atrevía a denunciarle por no habérselas con él, que si era noble y generoso, también era fiero e irreconciliable enemigo. Gritaba las verdades a los cuatro vientos y castigaba ante la misma Divina Majestad al osado que se propusiera ultrajarle o zaherirle. La fuerza de sus puños y su intrepidez eran famosas. Alzaba con los dientes un atravesado lleno de agua, y, a palos, en cierta ocasión, pusiera en fuga a una gavilla de bandoleros que Chepito interpusiera en su camino. Trajinaba por el país, infestado de ladrones, con la misma seguridad que se paseaba por los conventuales corredores de la casona solariega. El era Don Luis y su nombre era como un escudo y una garantía. Si él gritaba, le oía el Rey; si salía al encuentro de Bolívar, lo estrechaba entre los brazos. Manteníase aislado, en medio del desastre general diciendo verdades a los unos y a los otros. Para él, a veces, cuanto pasaba era un pleitazo de familia que terminaría por arreglarse; otras, una sombra de negros. Pero de lo que sí estaba plenamente convencido era de que cada uno debía mandar en su casa y hacer de lo suyo un sayo.
    Tres días antes llegara del Alto Apure, donde el Catire Páez, arriara la flor de sus caballos. El llano estaba perdido. Trabajaba con mujeres. Y soga de hembra no era soga por más que la arrojara la zamba Presentación.
    Nada de esto lo mortificaba. Ni hombres ni caballos, sólo que él, Don Luis, no pudiera capar no más que doscientos toros.
    Los niños se movían al extremo de la mesa. La negra farfullaba. Don Luis fijó en ellos sus ojos acerados.
- Sobrinos, queréis más higos maduros?
Los niños no se atrevían a responder. La criada los disculpaba.
    Don Luis frunció el ceño:
    - Lo que tienen es hambre de higos. No les taséis el comer, que en mi casa no hay lambuscones.
Los niños sonreían.
    El gesto fiero de Don Luis había desaparecido. Se separó un poco de la mesa y ordenó a la criada:
- ¡Acércalos!
La negra los llevó de la mano.
Don Luis los acarició y montó a horcajadas sobre las rodillas.
    Los niños eran robustos y fuertes y sobre las rodillas del tío mantenían los ojos asombrados. El más chiquitín fue el primero en reír. El tío lo hacía saltar como si cabalgara en un brioso corcel. El mayor se mantenía enhiesto como si fuera un muñeco de palo. La confianza comenzó a reinar. El chiquitín se abrazaba al cuello del tío. A poco Don Luis, el hombre fuerte y temerario, se levantó de la mesa llevando en las palmas de las manos a cada uno de los sobrinos que se mantenían tranquilos y sonrientes, como dos estatuitas, sugestionados por el mirar magnético del tío. Las mujeres los seguían y los criados y esclavos viejos se asomaban a las puertas admirados. Nunca habían visto al amo entregado a semejantes muestras de cariño. Se santiguaban y reían ellos como niños. Una desconocida fuente de ternura brotaba de los corazones. Don Luis estaba loco. Los lobeznos de la raza le habían trastornado el juicio. Era aquel un grande y desusado acontecimiento.
    En el zaguán empedrado se sintió el casco fuerte y nervioso de una bestia mular. Don Luis se detuvo en la mitad del corredor con sus niños bamboleantes en las palmas de las manos.
    La figura espantable de un negro viejo, de camisola y amplios calzoncillos asomó por el anteportón que se abría con lentitud.
    El negro al ver a Don Luis, con los niños en alto, arrojó el sombrero al suelo y dobló las rodillas, sin soltar las bridas de la muleta que montaba.
- La bendición, mi amito!
    Don Luis le miraba suspenso. ¿Por qué aquel negro se presentaba a la casa? Y dejando blandamente los niños en el suelo, inquirió:
- ¿Qué pasó, Rufino?
El negro no se atrevía a hablar ni a enderezarse sobre las rodillas.
Tornó a inquirir ya violento:
- ¿Qué te trae?
El negro se enderezó. Temblábale la voz.
- Se han alzado, mi amo!
    Los ojos de Don Luis echaban chispas y se abalanzó al negro como si fuera a desbaratarlo.
- ¿Quiénes, quiénes?
- Los negros de "El Casupal".
    Como aleladas todas las personas de la casa rodeaban a Don Luis. El negro volvió a caer de rodillas como si tuviera la culpa de aquel desastre. Don Luis gritó con voz estruendosa:
- Mi mula, mi mula, Dionisio!
Las hermanas imploraban:
    - No vayes solo. Lleva todos los esclavos de la casa. Llévate a Eusebio, el español, al negrero.
    Don Luis se paseaba violento por los corredores. Las hermanas rogaban cuidara de su persona. Los tiempos eran malos. Los negros mataban a sus amos.
    Gritó impaciente el señor:
- La mula, la mula!
    La bestia ya se la traían, vivaracha y briosa. Un criado se acercaba con un par de pistolas y un sable corto, fuerte y ancho.
    Don Luis de un brinco se encaramó sobre la mula y de un empujón tiró allá al esclavo que le presentaba las armas.
- Para mis negros no necesito más que mis puños.
Picó la mula y se iba llevando una hoja de la puerta. Reinó luego gran silencio. Las señoras se llevaron los niños al oratorio. Iban a rezar por que el tío Luis, el buen Don Luis, matara a todos los negros.
Don Luis clavado en la silla picaba la mula, que arrancaba chispas a los pedruscos de la calle. Iba ciego y delirante de soberbia. Era la primera vez que sus negros se le alzaban en masa. Aguijoneaba la mula como un furioso; quería volar. Tenía veinte leguas por delante. Una cólera espumante le hervía en el pecho y brotaba de sus labios en frases duras, violentas, como estallidos. Se veía ya entre aquellos miserables comiéndoselos a palos, soasándolos vivos. En aquel correr desbocado por malos caminos le sorprendió la noche. Hacia seis horas galopaba. De pronto sintió que los remos de la mula temblaban, luego como que se escurriera entre sus férreas piernas. Estaba muerta. Don Luis saltó al suelo. Encontrábase en un paraje sombrío, entre montañas. Se detuvo un momento y luego echó a correr precipitadamente. Al amanecer se encontró ya en tierras de Barlovento. Comenzaban los valles bajos, cálidos y de frondosa vegetación. Estaba muerto de cansancio. Pero no quería llamar a ninguna hacienda de las que tropezaba y pedir una bestia. Sentía como un bochorno inmenso. Oh! negros malditos! Y su rabia y su encono se hacía mayor. Por fin se detuvo en una venta que se abría en la soledad del camino tortuoso. Un canario ejercía allí el comercio. Permutaba por víveres el cacao que los negros se robaban y daba posada a los pocos viajeros que frecuentaban la ruta. Don Luis se entró de sopetón. El canario exclamó sorprendido:
- Don Luis, Don Luis, qué hace usted aquí! ¿Le ha derribado la mula!
- Se reventó en el camino!
- Guapa mula; era nuevecita.
Don Luis veía al español con fijeza.
- Quieres venderme tu mula?
- Puedo prestársela, pero vendérsela no, no.
Don Luis tornaba a proponer.
- Vende la mula.
El canario se negaba. Don Luis, dejándole caer la mano en el hombro:
- Mil pesos te doy!
    El canario le miró sonriendo, pero no se movía. Don Luis pasó la pierna por sobre el mostrador y se fue derecho al corral. Desató la mula que comía atada al tronco de un árbol. El canario le miraba sin decir. La muleta era asustadiza y briosa. Don Luis saltó sobre el lomo redondo y golpeó sus hijares. La bestia salvó una empalizada y cayó al camino. El canario desde la puerta gritaba:
- Aguarde la montura. Cuidao con la mula, es mañosa. Cuidao que lo revienta.
        Don Luis galopaba, dábale con fuerza en los hijares. Y el animal, libre de aperaje, se perdía por el camino fragoso. Pasaba como una exhalación por los boscajes y arcabucos. Desde los matorrales oscuros y húmedos el ojo esclavo y supersticioso lo miraba atemorizado. Sería algún caballero del diablo. El alma en pena de algún amo muerto, o de algún forajido retardado en sus correrías nocturnas que tornaba a esconderse bajo las armazones de piedras que iban demarcando el camino. Don Luis corría poseído de interno furor hacia "El Casupal", aún lejano, perdido en el fondo de los valles bajos, húmedos y sombríos. Esguasaba profundas quebradas, atravesaba peligrosos atascaderos y barrizales. En los parajes silenciosos y desiertos se oía su voz sonora, agresiva y estimulante. La bestia a saltos salvaba los lodazales, se recogía sobre los remos y amugaba las orejas, enhiestas y vivaces como dos lanzas sobre el pecho de un enemigo. Semejaba un cazador fantástico que corriera tras una res maldita. A veces recogía el ir de la cabalgadura. La estación mantenía vivos los torrentes y los largos trayectos inundados, interrumpían su marcha precipitada. Pero cuando salía algún claro, volaba por los desgalgoreros.
        Un sol esquivo apenas si doraba las cimeras de los altos árboles. Bajo el muro espeso de las frondas la noche se hacía tempranera cuando el día aún era en las colinas.
        Quebrada en medio y ya estaba Don Luis en "El Casupal". A su oído llegaba el golpetear de un tambor, de uno de esos broncos tambores, regocijo de africanos. Y la ira como una hoguera crepitante llenaba su alma dominadora y absoluta. Una rampla pedregosa e inundada por la creciente bajaba rápida a la quebrada. Don Luis enardecido castigaba a la cabalgadura. De entre las patas de la mula alzó su vuelo pesado e inseguro un corrao, que dejó en el aire su grito destemplado y tétrico. La mula se batió asombrada. Don Luis la golpeó furioso. La mula por huir dio un salto inmenso por sobre unos peñascales y el jinete derribado entre las peñas, semejaba un caballero antiguo descabalgado a un golpe de lanza. La mula desbocada se perdió por el camino desierto. Las aguas de la quebrada de borde a borde se deslizaban serenas con un ondular de serpiente. Don Luis se fue metiendo en las aguas y comenzó a bracear ligero y ágil. Ganaba la orilla y con ella "El Casupal". Abandonó el camino y se internó por un desecho que salía al patio mismo de la fundación. El tambor se oía más claro y en el clamoreo se distinguía ya el vocear borracho de los hombres y el cantar gangoso de las mujeres. Por entre las malezas le llegó el resplandor de una inmensa hoguera. Llamaradas rojas, lamían ansiosas grandes piezas de carne en improvisados asadores. Un negro golpeaba el tambor. Y mujeres y hombres cogidos de las manos danzaban alrededor de la hoguera, envueltos en un resplandor violáceo. Don Luis cayó de súbito entre ellos y a favor de la lumbre su sombra descomunal se extendió en el patio. Los negros ante aquella aparición corrieron a la desbandada. Don Luis se encaminó a la casa y bajo su mano la vieja campana del portal, secos y vibrantes, dio los tres golpes que anunciaban la presencia del amo. A la llamada, los negros ya rehechos, entre espantosos alaridos y el tremolar de sus lanzas, cubrieron al patio. En las sombras brillaban los ojos y el marfil de las dentaduras. Un negro de los recién comprados, alto y fornido, capitaneábalos. A su voz formáronse en dos alas y marchando siempre recelosos fueronse hacia el amo. El capataz, como para infundirles valor, se precipitó el primero hacia Don Luis que salía a su encuentro. Un grito ensordecedor salió de todos aquellos pechos en una confusión de cotorras.
- ¡Viva la libertad! ¡Viva el taita Bolívar! ¡Viva el Rey! ¡Viva Chepito!
Por los aires voló la lanza. De un solo golpe en la mitad de la frente el puño de Don Luis tendía al capataz. Y en un grito estentóreo contestaba el reto de la negrería:
- ¡Aquí no manda sino yo!
        Y avanzó con el asta de una lanza sobre aquella masa negra, que se desbandaba. Un esclavo que perplejo esperó su acometida, rodó quebrado el espinazo. Todos huían, imploraban y arrojaban las armas.
        Rendidos. Don Luis se sentó en el tambor, frente a la hoguera. El cielo profusamente estrellado parecía muy cerca de la tierra. La inmensa masa de los árboles semejaba una muralla en la tiniebla. Ante la carne de los asadores Don Luis sintió despertar su voraz apetito: los negros golpeados, se revolcaban a sus pies, en la agonía.