URBANEJA Achelpohl, Luis
Manuel.
"Flor de las selvas" en: El Cojo
Ilustrado (Caracas) (145): 15-17, 1 de Enero de
1898.
Certamen Ilustrado
De El Cojo Ilustrado * Composición en prosa
galardonada con pluma de oro
Flor de las selvas Oh! bravos y oscuros poetas de mi tierra, cantadores del lugar, salud! Vosotros que de niño habéis nutrido mi ánimo, al son de los cuatros, en las claras noches de luna, de todas las ansiedades que se funden en el tosco bloque del nativo ingenio, venid en mi ayuda, pues de la hermosa comarca aguarense os traigo el negro racimo de un moral de bejuco: una historia de amor! Ojalá os deje en el alma lo que el fruto en la boca: un suave agridulce. *
Aún se hallaban entumecidos los duraznales en
flor, y ya Juana-Vicenta se andaba entre los membrillales, en su bella
juventud, fresca y lozana como un resalvo. La tierra negra da buen
grano, y Juana-Vicenta, era prieta y acanelada como grano de mazorca
cariaquita, hacendosa como la hormiga y más traginadora que una
erica. Su nombre humilde, y grato como una caricia, no se venía
a los labios de las madres, sino para alabarla: "aprended de
Juana-Vicenta" -decían a las muchachas perezosas- "nunca se la
ve
mano sobre mano; prepara el cazabe, lava la ropa y canta como un
pajarillo". En verdad, era locuaz como un azulejo, y eso porque en el
fondo del alma llevaba un semillero de amor.En los tupidos membrillales recolectaba el fruto, llenaba los sacos de los más hermosos; al roce de sus manos, las aves sorprendidas en la semioscuridad del naciente día, echabanse a volar chirriando; y como atolondradas, posabánse siempre delante de ella, lo que no era de su agrado, porque el brusco despertar de los pájaros al sobrecogerla, le robaba el tiempo, del cual no se hallaba muy sobrada, pues con el día, que ya se le echaba encima, según que las cuestas de Chabasquín perdían sus neblinas Sandalio vendría por la carga. Ya estaban los sacos hasta la boca, cuando en la vuelta arriba del camino, donde remata la cuesta a cuyo respaldo se levanta el rancho, una voz gruesa, sonora como el tronco de una ceiba herido a golpe de hacha, detrás de un "arre burro" comenzó a cantar: "Anoche a la media noche a media noche sería, los gallos que menudeaban y yo que me despedía" y luego..." ay! sóo, burro del demonio"... Y dos mojinos y uno cano, a la entrada del rancho, se esforzaban en llevarse el tranquero con el pecho. A voz tan conocida, Juana-Vicenta se atortojó. ¿Acaso no se estremecen las rientes flores de pascua, si el negro pegón, pequeñito como un gorgojo, se acerca a ellas lascivo? Aunque simple muchacha del campo no se hallaba desprovista de presunción: si hubiese estado cerca de su baúl, del fondo y muy deprisa el limpísimo espejo hubiera sacado a relucir; si en la quebrada, se habría detenido ante algún pozo cristalino, en uno de aquellos en que se están mirando largas horas las remotas estrellas. Y causaban ese anhelo y tal desasosiego en el alma de la cándida muchacha, las llamaradas de unos ojos negros y brillantes que, al través de las brumas y los bejucos, la buscaban codiciosos y rendidos. Sandalio, desde el tranquero comenzó a llamar: - Juana-Vicenta, oh! Descorre las varas pá cargá el burro ¡oh! Vicenticáa... Andatée...! Con lo cual la muchacha vino a abrir; corrió el tranquero caminado delante de Sandalio, le guió al lugar de la carga. Allí si que fue todo reír! La diligente niña se dio prisa en ayudar a Sandalio, a Sandalio, más duro de huesos que de corazón un quiebra- hacho; y quien en su vigorosa juventud se sentía capaz de arremeter a todo Chabasquín, y talarlo hasta no dejar un solo membrillal en el Aguare, si sólo en sueños lo desease aquella muchacha, que sin mirarle se sonroja! Sandalio, al tomar la carga, se hacia el desmayado, viendo lo cual la muchacha venía en su ayuda. El muy taimado, por beberse los alientos de la más preciada flor de aquellas lomas, se hubiera estado cargando todo el bendito día. Así, cuando se llegaba a escapar el fruto de los mal cerrados sacos, y ello sucedía con frecuencia, se ponían ambos a recogerlos tan alegres y risueño, como era riente y bulliciosa aquella misma mañanita. A ratos se hacían los juicios, pero, allá en sus adentros, el estarse seriotes, les llenaba de cosquillas, a punto de que por quitarme allá esas pajas, reventaban a reír, sonora y estrepitosamente, así como al caer sobre los conucos estallan alborozados los loros salvajes. Y así en aquella alborada se vio cargado el viejo burro cano, entre dos buenos muchachos, en cuyas almas comenzaba la desbotonadura del amor, a la vez que en la selva olorosa cuajaban los bermejos botones del rosal de montaña. Terminada la tarea, echaron a andar los dos detrás de los burros, no atreviéndose ni siquiera a mirarse; ahora pensativos y cabizbajos como enantes alegres y juguetones. En llegando al tranquero, Sandalio pasó con la cabeza gacha, como apesadumbrado, y sin volverse, mientras ella corría las varas, le dijo: "hasta la tarde", pero la muchacha sin saber qué contestarle se le quedó mirando acodada en el tranquero. Allí se hubiese estado aguardándole hasta la tarde, si un grueso suspiro, venido de lejos, detrás de un "arre burro" áspero como un grito de rabia en el que se ahogase algún dolor, estremeciéndola, no hubiera venido a sacarla de su letárgico ensueño; y encendidas las mejillas, cual si fuesen un rojo botón que estallase a las ardientes caricias del sol, se alejó por entre las frondas misteriosas de los árboles. *
Razón tenían las vecinas: Juana-Vicenta no sabía estarse quieta; revoloteaba como una mariposa, y no cesaba de trabajar en todo el día! Si las horas la rendían en sus quehaceres, a lo que ella llamaba hacérsele largas las horas, alguna cosa inventaba con que acórtalas; y era entonces cuando la familia se daba el gustazo de saborear a sus anchas algún criollo manjar. Que buena y cuan perfecta al salir de sus manos primorosas, era la mazamorra de mazorcas tiernecitas, cuyas apretadas hileras, al pasar por el rayo, se deshacían en blancos hilos de leche! Cómo trascendía despertando la gula el obscuro tequiche, esa mezcla feliz y sabrosa de la harina de las rubias mazorcas cariaquitas, embebida en el zumo del coco jugoso y en la cual el prieto papelón contribuye con su grato dulzor! Nunca, pues, pudo hallársela remirándose en el bruñido espejo, ni charloteando a las puertas de los ranchos vecinos. - "Cosa rara" - decía la Tata- cuando el sol iba para la mitad del día - "la muchacha está hoy como sobre candela o picáa de jején." Las horas matutinas pasadas con Sandalio, la tenían como alborotada, y tanto, que la Tata, acabó por gritarle: - Vete pa casa e tu Taita! - Pero mamá! - Si te la pasas dándome vueltas y ya me tienes borracha! - Si voy a hacer...! - Qué? - Chivato! - ¿Pa está gastando? - Pero si se van a podrir los cocos! - Hacelo pues, y déjame en paz! Y la muchacha, viéndose libre del constante aguijón de la Tata, tomó solícita por el atajo del conuco. Nadie como ella para dar con el fruto más hermoso! Al través del yucal, saltando como una ardilla fue a dar entre los surcos del maizal espigado, y allí a dos pasos, tropezó con la prodiga auyama, desparramada y frondosa, la que, avara de su enorme fruto, lo oculta al favor de las redondas hojas siempre verdes. Dentro de la tupida hojarasca, denunciada por alguna próxima velluda flor amarilla, descubrió una a su gusto, tan pesada de grande que sólo con cuatro de ellas bastaría para cimbrar al viejo burro cano subiendo las cuesta del Aguare. De vuelta al rancho la descuartizó, y puso las tajadas a sancochar; después comenzó a pasarlas por el colador: goticas de oro iban cayendo en la calmosa y tersa superficie del blanco zumo de los cocos, preparado de antemano en una olla, tiznada por los constantes besos de las rojas llamaradas de las chamizas. Ni un aliño olvidó Juana -Vicenta: ni sobra de dulce, ni escasez de anís. Gracias a sus cuidados, en pocas horas el chivato quedó tan de gusto, que, al volver del trabajo los muchachos, alguno por el olor se fue derechito a la cocina, y, la ya vaciada olla, con el dedo dejó limpia de toda raspadura. *
Todos, capanegras y viuditas recogíanse presurosos a los mogotes, y a la diáfana claridad de los cielos, sobre el lejano azul purísimo, solitaria, se iba alzando la estrella de la tarde, blanca como las nicuas y los gajos florecidos del soberbio urape. En la cocina, reunida la familia, sirviose la comida, y en religioso silencio se daba fin a la ración, cundo de pronto, allá, en el tranquero, rebuznando, llegaron los burros de Sandalio. El viejo Pantaleón soltó el plato y le salió al encuentro, y después de correr las varas y de preguntarle por la ventana, le invitó a tomar un trago, ofreciéndole a la vez un plato de caraotas con cecina. - Tío! No puedo complacerlo, balbuceó Sandalio. - Gua! muchacho! No es la primera vez que comes con nosotros. - Pero, no puedo tío! - Entonces, el trago... - Y chivato -dijo Juana-Vicenta desde la puerta de la cocina. - Bueno, prima, pa complácete. - Arrímate pue, Sandalio! gritaba el viejo Pantaleón, mientras la muchacha corría a la cocina en busca de alguna cosa... Rojos son los racimos del moral de bejuco antes que el sol con dilatadas caricias los haya sazonado; pero rojas, más rojas todavía las mejillas de Juana -Vicenta, cuando sirvió a Sandalio un plato bien repleto de la oliente golosina... Al más leve ruido, se llenan de temblores los nervios potros; pero temblorosas, mucho más temblorosas aún las manos de Sandalio, al tropezar con las de la fresca y vigorosa muchacha: por eso fue que de sus dedos trémulos se escapo el criollo manjar, entre el reír escandalosamente franco de la familia. Todo por querer ocultar lo que sabían de viejo los saltones y cuchicheaban los grillos entre las altas hierbas. *
A pleno sol, repentinamente, se aglomeraban inmensos nubarrones plomizos en el cielo; de sus fúnebres senos saltaban culebreando líneas de rojos y azules contornos, en medio de la brusca sonoridad de los truenos perdidos en el vasto cielo del trópico. La tierra exhalaba todo el ardor de sus entrañas, apenas humedecidas por los gruesos goterones recientes; negros garrapateros guarecianse presurosos en los más espesos mogotes; por todas partes, misteriosos ruidos, resquebrajaduras de hojas secas bajo los vientres blanquecinos de los grandes matos verdes; crujir de gajos en medio de la bronca ensordecedora de los vientos encauzados en los canjilones de la sierra. En la quebrada, las mujeres muy deprisa comenzaban a recoger la ropa; y sacando Juana-Vicenta la de sus hermanos, la restregaba sobre una peña, sin dar oídos a las voces alarmadas de las lavanderas. Restregaba sin cesar e introducía la pieza en el agua corriente, y la retorcía al sacarla sobre si misma y la echaba en el montón de la batea. Aguas crecidas del Aguare; ventolinas que venís de lejos, decidme; ¿qué espera Juana-Vicenta en la quebrada, bajo un negro cielo que parece echarse sobre la tierra? La muchacha sólo mira hacia las bocas del Aguare; su rostro resplandece de alegría! Alguien viene quebrada arriba... Es él, Sandalio! Ya esta cerca. Trae arrollado los pantalones más arriba de las rodillas y en una mano las alpargatas de colores... - Juana-Vicenta! - Sandalio! Si las temerosas lavanderas no hubiesen abandonado el sitio, habrían tenido hilo bastante para estarse destejiendo, todo el año, la madeja de la murmuración. Tal fue el regocijo de los muchachos al verse el uno junto al otro. - Anda Vicenta, - decía Sandalio, arrastrando la batea fuera del agua - mira que nos coje la creciente, pues la llovizna arrecia en las cabeceras. Dábase prisa la muchacha en recoger la ropa, cuando de repente se precipitaron impetuosas las aguas de la quebrada, atropellándolo todo, roncando como un monstruo, rompiéndose en borbotones y espumarajos al chocar contra los peñascales. Apenas tuvieron tiempo para ponerse fuera del alcance de las aguas, cuando ya toda la comarca aguarense se había convertido en un solo torrente. Tras de relámpagos y truenos que parecían ir saltando de precipicio en precipicio, gruesos chaparrones de agua doblegaban los empinados maizales: engendrabanse turbios manantiales donde antes florecía el yucal y la negra caraota, enredada sobre sí misma, se envolvían en guirnardas de morados pensamientos. Masas de cerro desplomabanse al abismo, entre ruidosos sacudimientos, como si la serranía entera tambaleara sobre sus estribos graníticos. En el fondo del barranco, los muchachos iban cediendo terreno a las aguas de la quebrada, salidas de madre; sus inmensas oleadas rompianse sobre el último palmo de tierra cedido, en medio de los gritos lastimeros de Juana -Vicenta y los saltos de jaguar acorralado de Sandalio, arrastrando de breñal en breñal a la muchacha. Perseguidos, amenazados siempre, lograron aislarse en una obscura grieta, tupida de bejucos. Ya en salvo, sonreían ante el recuerdo del peligro pasado y tiritando de frío se buscaban el uno al otro, como dos pichones ateridos, como a los troncos llenos de savia las parásitas perfumadas. Allí Sandalio trataba de consolar a Juana-Vicenta; y ella, intranquila y llorosa, no deseaba sino estar con los suyos. Pero, ¿la tierra no se estremece al primer chubasco? ¿A las caricias del sol, no cuaja el grano que dormita el sueño de la vida en los senos misteriosos de la coa? ¿No abre a sus besos el bruñido estuche de oro muerto donde guarda corales, cundeamor, y no se encienden los rosales y las mejillas morenas a sus soplos de fuego? Pues bien, a las caricias de Sandalio, se iba abriendo la flor del alma en Juana-Vicenta, y al anterior desasosiego sucediase dulcísimo abandono. *
Las aguas volvían a sus cauce estrecho; por el cielo despejado corrían nubecillas ligeramente grises; los árboles semejaban vestir nuevas hojas de un verdor más tierno; la tierra fresca y oliente, como rejuvenecida, llamaba a la vida. Juana -Vicenta y Sandalio, con rostro en los cuales la felicidad resplandecía, iban camino del rancho, y detenidos a cada paso por los vecinos, recibían sus saludos con la dulce placidez de las buenas almas. El uno al lado del otro soñaban despiertos, así como sueñan, en su sana juventud, los muchachos del trópico. Cuando Juana -Vicenta oía a Sandalio, lo escuchaba plácidamente, pues sus palabras se le filtraban en el alma, subes y cariñosas, como cosas de viejo conocidas: todas aquellas voces gratas las había sentido en medio a los rumores de la selva, en alguna tarde diáfana, bajo un cielo gloriosamente azul, en la nube, en el aire, en el gajo florecido, en el tremolar de las espigas que brotan enhiestas en los manchones de silvestres espadillas. *
Ya había cerrado la noche, y la familia sentada a la puerta del rancho, a la rojiza luz del candil, escuchaba de boca de Sandalio, cómo Ovejon el de los cortos y merinos cabellos, amarillos como el azufre, se las había para convertirse en negro humillo, o en chispeante guarataro, o en haz de seca leña, cuando de cerca le asediaban los comisarios. -A la cárcel- decía Sandalio,- una vez llevaron a Ovejon, y a media noche sintieron ruido los soldados en su calabozo; pero solo vieron una araña peluda subirse por la húmeda pared. - Jesús! -exclamó la Tata, santiguándose. El viejo Pantaleón se rascaba detrás de la oreja, y los muchachos, echándola de valentones, reían de miedo. Juana-Vicenta, desde el quicio de la puerta, oía como enmudecida; para ella no había más que Sandalio en la tierra; oyéndole pasaría toda la vida, adormecida y feliz. ¿Acaso los turpiales, cantando sin cesar en la rama que sostiene el nido, no embelesan a la vistosa compañera? *
Aunque Sandalio no se acercaba al rancho de sus tíos, sino cuando algún negocio especial lo llevaba a él, por eso no dejaba de ver a Juana -Vicenta, ni de estarse con ella sus buenos ratos sentados, allá en la quebrada, sobre el tronco carcomido de un viejo sauce, colgándoles las piernas hasta las aguas; charlando quedito, remirabanse en el agua corriente, como enamorados de sí mismos, abandonabanse el uno en los brazos del otro, como lirios de una misma cepa a un solo tallo unidos. Se amaban como Dios manda, buenamente, como el azulejo a la rama más alta, como el lagarto al sol, como la tierra sedienta a la gotita de agua. *
Una mañanita, cuando se esponjaban todos los botones al sol, y la sana alegría de vivir, comenzando en el trinar de las aves, llegaba hasta el hombre, acariciadora y persuasiva, como diciéndole "toma tus herramientas y vete a la montaña: el guayabo salvaje aguarda tus golpes de hacha" Sandalio, el enamorado de Sandalio, se presentó en el rancho de sus tíos, terciada sobre el ancha espalda la carabina y hosco el ceño, bajo el sombrero de amplias alas. Algo grave debía sucederle, para presentarse tan de mañana cargado de todas sus armas. A sus bruscos "buenos días" el viejo Pantaleón, que asentaba el filo de su machete en una piedra, se lo quedó mirando como perplejo. ¿Qué ha sucedido, Sandalio? exclamó de pronto. En aquel instante, el viejo evocaba todos los recuerdos de su juventud; se veía en el muchacho: cómo él, una mañana había trocado la chícura por la carabina, y dejando las lomas perfumadas del Aguare, se había ido lejos, muy lejos! Siempre lo mismo: la eterna revolución! Como si a la tierra le fuera necesaria ración de sangre cuando se están las cosechas desgajando en las matas. Se daba cuenta cabal de la guerra: robados sus animales; pudriéndose la cosecha en el suelo; sus muchachos huyendo; el rancho saqueado por todos! "Dime, Sandalio, dime" insistió el anciano. - Ya se lo voy... mi tío. No, no! La guerra, sobrino! ¿Crees tú que sacas mucho con eso? Que te maten y te roben los animales! Pa nosotros el chopo y el plan, ¿y pa ellos...? El viejo conocía toda la injusta y trágica historia. ¿Acaso hoy, el siervo venezolano ignora la faena siniestra de los señores? Por eso hierve y rebosa en su seno la onda prolífica de no tardías reivindicaciones! Todo lo despreciado será enaltecido. Del seno de las madres no saldrá más "el carne de cañón," así como del numen del poeta no surgirán más himnos sino para la tierruca amada y las muchachas hermosas. - No, mi tío -replicó Sandalio -lo que tengo que decir es en familia.... Y toda ella lo rodeo. En los semblantes paseabanse el asombro. Con las bocas abiertas aguardaban sus palabras. Juana-Vicenta temblaba de miedo; ella, como su padre, había creído que Sandalio cogería el monte. No se daba otra cuenta de la guerra, sino que Sandalio se quedaría en una loma, lejos, muy lejos de ella, para siempre, y como contaba su padre que habían quedado muchos, para festejo del insaciable zamuro. - Tío - por fin dijo Sandalio- ¡qué guerra! La única guerra es que unos cuantos vagabundos, junto con el comisario, me fueron a matar, y me han macheteado todo el cafetal! - Pues da parte a la autoridad! - Pero si usted lo sabe muy bien, mi tío: el Jefe Civil esta tibio conmigo por la embarranca del pollino. - Entonce no hay na que hace, sobrino. - Si. Eso es: déjame matá. Pero, evita, hombre! - Que evite? Por eso es que estamos así, en este país; porque si el Jefe Civil quiere compra todo el maíz pá él, y el cafecito también...! Caramba! ni esclavos! Todo el año trabajando pa que él tenga caballo, y si no, lo sacan a uno en limpio! - Pero, hijo ¿qué va a hacer uno en estos montes? - Pues...No dejase mata! - Pues bien, esa es otra cosa tuya. - Por eso vengo casa de usté: pa que me preste los muchachos! - Si estamos sacando yuca! - Yo lo acompaño después, tío: usté sabe que el trabajo con gusto rinde... - Bueno, Sandalio; pero no te vayas a exponer por cuatro matas... - No, tío; yo quiero que me acompañen po que si algo sucede le avisen corriendo... La familia toda callada. De nuevo la Tata siguió rayando yuca. Juana-Vicenta respiraba a todas sus anchas; los muchachos, como resignados, iban tras de Sandalio, y el viejo Pantaleón asentaba su machete sin atreverse a mirar a su mujer. Estaba lleno de contento. -¡Caramba! Si no era la guerra! exclamaba sonreído, dándole vueltas a la hoja sobre la piedra... *
Cuando se acercan las cosechas, y en ruido estalla, en el frondoso guamo, el nidal de los pericos, la culebra tigra se viene presurosa y del nidal se adueña. Pero, al chillar de los recién nacidos, acude la madre diligente, y después de lucha vana, revoloteando sin cesar, desconsolada, la pérdida lamenta del caro albergue de su cría y sus amores. En la risueña juventud, cuando para todo hay un canto en nuestras almas, se llega de improviso el infortunio y amarga el regocijo, así como al alegre nidal de los pericos sorprendió la voraz culebra. La desgracia, de pronto, plegaba sus negras alas sobre la espaciosa frente de Juana-Vicenta. Ésta, creyéndose morir, enloquecida de desesperación, clamaba sollozando: -¡Virgen del Carmen! ¡Santo Cielo! ¿qué me hago?... A la virgen prometía sus pendientes de oro, su crucecita de plata, flores y humildes velas con que alumbrar y embellecer el altar; todo cuanto puede ofrecer a la divinidad misericordiosa una humilde muchacha del campo, sin más tesoro que el inmenso tesoro de su amor. Desesperabase: el viejo Pantaleón la mataría! La Tata, allá en el monte se lo contaría todo. "Oye -le diría -todo el mundo lo sabe!" Sí, se lo diría muy claro: los muchachos se besaban mientras ellos dormían la siesta... Sosteniendo entre ambas manos la ardorosa frente, gemía la pobre niña, como sus hermanas las soy-solas en los tupidos carrizales. No veía, en su honda pesadumbre, otro refugio que Sandalio, así como en las noches de invierno el menudo gusanillo de luz, refulgente como una migaja de oro, es la única claridad que vislumbra el viandante y lo guía sobre la tierra obscura. La desventurada, en cuanto cerró la noche, dejó el rancho, ataviada con el liquiliqui y los pantalones de uno de sus hermanos; amarrado sobre la nuca el de madraz, bajo el sombrero de cogollo de amplias alas, con el machete de rozar en la diestra, cual efectivo peón conuquero, de esos que llevan siempre, en los labios, aires nativos. Larga era la caminata. Chabasquín arriba, se estaba el plantío de Sandalio, en la cuesta más pendiente, por lo que bebía más sol en el verano y mejor se empapaba en el invierno. Iba tan deprisa Juana-Vicenta, que en la obscuridad de la noche, al pasar por los ranchos vecinos, las mujeres, al ver su sombra manchando el resplandor rojizo del candil, se santiguaban, cual si fuese un alma en pena, y los perros, al salirle al encuentro, se revolvían gruñendo a echarse cerca de sus amos. Atolondrada, llevaba en la cabeza tantas cosas que decirle a Sandalio, como cocuyos parpadeaban en la masa borrosa de la sierra. A veces se sentía tentada a retroceder; pero era tanto el miedo a sus padres, que emprendía de nuevo la carrera, perseguida por la inquietante fantasmagoría de su exaltada imaginación. Sobre las lomas, veía la lucecita errante, que el pueblo llamaba la luz del "Tirano Aguirre"; tras de sí sentía pasos y apretaba el andar, y no era otra cosa que el viento susurrando en los olorosos membrillales. En los troncos, en las sombras, le parecía estarse Ovejón en asecho, y si algún aguaitacamino dejaba en la calmosa serenidad de la noche flotar su seco grito, se le oprimía el corazón, creyendo habérselas con alguna bruja voladora. Cuando se vio cerca del rancho, emprendió a correr, sin hacer caso de los ladridos de los perros, y al llegara a la puerta comenzó a golpearla con el machete, a la vez que con voz enronquecida llamaba a Sandalio. -"Sandalio: abre. Soy yo!" A tales golpes y voces los de adentro respondían mañosos: "Da tu nombre y te abriremos!" A tanto llamar, sus hermanos, que aún no habían dejado de acompañar a Sandalio, vinieron a abrir, armados de sus machetes, tambaleándose de miedo; pues creían habérselas con la enemiga gente del comisario. Despacio y con sigilo entreabrieron la puerta, pero de repente, tras un fuerte empellón, se precipitó en el interior Juana -Vicenta, sin cuidarse de la resistencia que le oponían los de adentro, hasta dar con Sandalio, en el extremo de un corredor, a la puerta de su cuarto, quien, ya en guardia, con la carabina acomodada en el hombro y los ojos puestos en la mira, a la agonizante luz del candil, con voz cavernosa en la que se traducía el pánico de que estaba poseído, le pregunto por dos veces consecutivas: ¿quién eres? ¿qué quieres? -Ya lo diré a ti solo, en el oído" respondía la voz ronca de la muchacha. Y ella se abalanzaba al mismo tiempo con los brazos en alto, resuelto y persuasivo el gesto. Retrocedía Sandalio, y ella, viéndose seguida de cerca, acosada por sus hermanos, de tiró hacia Sandalio, como para echársele al cuello en amorosa caricia; pero el infortunado, dilatada la pupila por el terror, desconociéndola en el traje varonil, le gritó: "¡párate!" y halando del gatillo de la carabina, salió un relámpago, y cayó tendida la pobre niña sobre el pavimento, arrancada para siempre a los goces de la vida, en la mitad del apogeo de los amores de su juventud, destrozado el exuberante seno, en cuyas fresas la erica de los campos se hubiera emborrachado de amor... -"Me has matado" - exclamó la desventurada, mientras Sandalio, reconociéndola, le preguntaba anhelante: ¿Vives? Respóndeme! ¿Vives, mi vida?... Pero ¿qué buscabas aquí, con ese vestido?... - Y me lo preguntas? contestó ella con voz apagada, y prosiguió murmurando entre suspiros de agonía: "Quería, mi hijito... quería quedarme aquí... contigo... los dos solitos para toda la vida"... Y la muchacha, así como se mueren dulcemente las nícuas besadas por el sol, se moría sonreída y tranquila en los brazos de Sandalio, entregándole su alma enamorada con la última caricia de su boca... ¡Oh! lomas perfumadas del Aguare!... cuesta altas del Chabasquín, donde casi salvaje crece y fructifica el oloroso membrillal, y nunca faltan duraznales en flor! El más hermoso de tus frutos se desprendió de la rama sin que la acuciosa hormiga, ni el locuaz azulejo llegasen a descubrir si se hallaba en sazón...! |