URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "FLOR DE LOS CAMPOS"  en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (358): 694, 15 de Noviembre de 1906.


Flor de los campos

Todo el mundo en la aldea, estaba como en suspenso: "Flor de los Campos," se había fugado con un discípulo de Galeno. En el primer momento, el señor Cura y el comisario se vieron en grande apuro, pues en tanto que el uno preparaba una filípica sobre el asunto para el próximo domingo, el otro, obligaba a comparecer a su presencia a los mozos de la aldea; y como si estuviesen de común acuerdo, no hubo uno que no confesara gustar de la moza, estar locamente enamorado, pero también, no haber obtenido la mas leve sonrisa, la más inocente ojeada.
    ¿Cómo había sido aquello? He ahí el rompe cabeza del comisario. ¿Sobre quien echar la culpa? ¿De quién tener sospechas? Y era de ver a toda una aldea metida en semejante embrollo. Aquel santo día, fue de sobresaltos para las mozas casaderas. Las madres se volvían mil ojos, las reprensiones llovían, como aguacerito blanco. Los padres andaban taciturnos y a regañadientes, recordando a sus consortes el deber en que están de llevar a sus hijuelas cosidas a los fustanes. Con lo que los corazoncillos flechados no cabían dentro del pecho, pues, cada cual creía iba a ser víctima de minucioso interrogatorio y en consecuencia, condenado sin apelación. Pero como no había padre que no crea a su chica la más bella, la más perfecta y acuciosa de las chicas, de todas las chicas, no de la aldea, sino de la comarca,  ninguna de ellas fue sometida al examen de conciencia que se temía. Más, no así le aconteció a los mozos, quienes cogidos de sorpresa antes de saber de quién se trataba, a la primera interrogación del comisario, se clarearon:
- Sí, señor, amo a Estela.
- Aún no me ha dado el si, Manuel!
- A Berta es la que amo!...
- Raquel y yo nos amamos.
- Luisa ama a Juan.
Así, así cada uno de ellos, fue confesando el dulce nombre de la que amaba o de la que esperaba ser amado o el de la que nunca jamás llegaría a amarle. Por lo que desde aquel día, el Comisario, vio en las chicas de su aldea los peores enemigos de su tranquilidad. Todas, a su juicio, amaban; no había una siquiera por quien poder meter la mano en el fuego. Pues la que por fea y desairada se juzgaba  sin picaflor, andaba y no era de dudarlo, en amoríos con alguna estrella, el blanco Sirio o el ígneo Júpiter. Tan preocupado le traían las chicas al señor Comisario, que el domingo en la misa, al ponerse de hinojos ante la real Dama de la casa, se le vio volver a ambos lados y echar profundas ojeadas a todos los fieles: la real señora celeste a todos regalaba su maternal sonrisa!...
    Nada absolutamente nada se sabia de "Flor de los Campos," la hermosa niña cuya tez era de lirios y rosas de Alejandría. La boca pequeñuela, un capullo de granado, un botón de clavellina. Oh! Los ojos, dos pocitos, claros, tersos, transparentes, donde se habían quedado presas dos estrellas diminutas.
    Ni la más ligera noticia se tenia de su paradero, ni rastro alguno de su fuga. Seguramente no se había marchado a través de los campos, con su andaluza sobre los hombros y el bohotillo de sus ropas en la mano, al ser así, las menudas yerbas la hubieran traicionado conservando su huella, por no volver del grato desmayo de la presión de su pie breve. Por los aires, de un solo vuelo debió de abandonar la aldea, en la tranquilidad de la media noche. Sin detenerse siquiera en las frondas, por temor de que los loros parlanchines y los azulejos al despertar con el alba la denunciaran. Son tan chismosos esos pajarracos!...
    Como en balde resultaban las pesquisas en la aldea, los uno a los otros se miraban con ojos sospechosos. Y eso que todos se bañaban en el mismo pozo, tomaban el agua de la misma fuente, leían en el mismo periódico. Se conocían por sus pelos y señales: el cura por la sotana raída y los dos inseparables perdigueros que le precedían en sus caminatas, almacenando cuanta retozona alegría cabe en un alma perruna, para desbordarla diabólicamente en el altozano de la Ermita a la hora del ángelus, cuando arrimado al muro paladeaba la mística perlería de su brevario. El comisario por estar siempre sentado en el soportal de su despacho, donde chala a sus vecinos y saluda a los transeúntes por sus motes lugareños y diminutivos familiares. El medico por su luciente calva y su caraza de rústico bonachón. Todos se conocían, desde el empingorotado y extravagante propietario, quien con gorra de jockey y luengo mandador en la diestra, recorría presuroso la comarca al trote de su sacatripas, hasta el más satisfecho y feliz de los mendigos, que se entraba derecho a todas las cocinas, convencido de que en el fondo de todas las ollas algo quedaba para su regalo.
    No era para menos la fuga de "Flor de los Campos": todos estaban tan acostumbrados a verla, a solazarse con su hermosura. Ella era la mitad de la galanura de aquellos campos. Su casita a la vera del camino, blanqueando a lo lejos, era mirada con amor; allí vivía Flor. Y tener que conformarse con la realidad, era duro, muy duro, para los que no habían tenido ojos sino para admirarla.
    Así es que la aldea entera estaba de pesquisa, en acecho. Y aunque todos los ojos escudriñaban, nada sacaban en claro. Pero he aquí que un hecho inesperado los puso sobre la pista.
    A "Flor de los Campos", en días pasados le habían regalado un perrillo con que sustituir en su cariño a Tigre, un perrazo que se moría de puro viejo. Al perrin atortunado la niña había bautizado por Onza, por semejarse en pelaje al cuadrúpedo de este nombre. Y he aquí que Onza, del que nadie se había preocupado, a la siguiente mañana del hecho que a todos traía encandecidos, se presentó en la aldea, con la lengua que era un coral en los aires, y en el cuello un collar, que era una monería, hecho de una cinta de plata con un candadico semejante a un corazón. Rico aditamento a lo que no estaban hechos los canes del lugar, que a lo más, lucían una carlanca de aceradas púas.
    Al momento se congrego en torno al perrin media aldea. A hablar Onza, de seguro se le sometería a minucioso interrogatorio. Aquel collarín tan mono debía de ser premio a su complicidad! Allí al punto se supo que el perrillo, se lo había regalado meses atrás un temporadista, a "Flor de los Campos,"  un discípulo de Galeno, quien vino a tonificar sus nervios en el helado y abundoso manantial de Cachimbo.
    Ya en el hilo de la madeja, se convino en vigilar a Onza y seguirlo aun a riesgo de reventar. Con la tardecita Onza, tomó las de Villadiego: lo vigilaban en demasía. Pero su rastro no fue abandonado.
    Al otro día se supo en la aldea, que "Flor de los Campos" vivía en la ciudad, en una casa como un palacio comparada con su casita de la vera del camino. Que cuando llegó Onza, Flor estaba sentada en una mecedora, mirando hacia la luna, trajeada con una bata blanca con prendidos azules, y a sus pies, en un cojín, el discípulo de Galeno, seguía con su mirada el mirar de "Flor de los Campos," hacia la remota viajera del espacio.
    Todo eso se supo con grande asombro. Y no tardó en levantarse entre la gente moza el deseo de la venganza. Al discípulo de Galeno le quemarían en efigie en la plazoleta de la Ermita y a "Flor de los Campos" la arrastrarían por el moño. Pero al fin, se calmaron los ánimos. Se quiso echar un velo generoso sobre aquella desgracia. Y hasta el señor Cura, en su plática del domingo, con mucha maestría como dijo:
    Es menester tener caridad. No es "Flor de los Campos," la primera Flor que cae; otras  flores de jardines preciados como el humilde de esta aldea han caído, pero también es cierto, que de los campos se han obtenido los más hermosos ejemplares de preciosas flores, que sometidas aun sabio cultivo han sido el orgullo de sus cultivadores. Si no, interrogad a los cariaquitos de nuestros cercados acerca de la historia de "Heliotropo."