URBANEJA Achelpolh, Luis Manuel. "LAS HAZAÑAS DEL CHANGO CARPIO Y SIETECUEROS", en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (338): 73-75, 15 de Enero de 1906.


Las hazañas de Chango Carpio y Sietecueros


    La noche y para más una lluvia menuda y copiosa los había sorprendido en el camino. A cada instante caían de un fangal en otro, pero los dos hombres llevaban con paciencia, sin proferir una queja los rigores del tiempo y el mal estado del camino. Así marchaban en medio la más completa oscuridad, cuando uno de ellos que se había metido hasta las rodillas en un barrizal dijo:
    - Chango, bueno es que nos amparemos en cualquier parte, aunque sea bajo una mata, porque así no adelantaremos nada en toda la santa noche.
    - Sietecueros, respondió el otro, para llevar agua como loro en estaca, mejor es aguantarla caminando; por lo menos, se tiene el cuerpo en calor.
    Y diciendo esto, Chango, cayó de bruces, cuan largo era en la mitad del camino. Se   había metido en un charco profundo, uno de esos hoyos pestilentes que por falta de profundos y espaciosos desagües se forman, poniendo en peligro a diario la vida de los viajeros, destrozando los carros, mancando el bestiaje y sobre todo engendrando el paludismo.
    Hecho una furia, se enderezó Chango, y sin dejar de patalear en el fangal con riesgo de volver a caer, exclamó, con todo el encono y odio que le cabían en el cuerpo:
- Maldita sea mi estampa!
- La del Gobierno, Chango, observó Sietecueros.
- La del aguacero, repuso el aludido, pues, si no lloviera, no se pondría así el camino.
Y los dos hombres dando tumbos prosiguieron su camino en medio de la oscuridad y bajo la lluvia menuda y constante.
No habían andado una milla, cuando sintieron un patalear de ganado y como a duras penas el uno al otro se distinguía, se detuvieron a  ver qué dirección traía aquel ruido. Más estaba tan cerca de ellos, que volviéndose a un lado, dieron con un corral de palo a pique, donde las reses para desentumecerse se propinaban sendos topetonazos y cornadas.
- Esto me huele a gente, exclamó Chango.
- Sí, estamos en el "Paradero", vale; todavía tenemos mucho que andar.
- Bueno, pero aquí echaremos una paradita, para no perder la maña.
Y encaminándose a la pulpería, fueron a sentarse en un pretil del soportal.
Aunque estaban llenos de barro, por los costurones y lepras de sus piernas, por el color verdoso de la piel, por los trapajos que cubrían a medias sus carnes enflaquecidas, se veía a las claras que aquellos hombres debían de ser algunos retirados o desertores de las tropas que acaban de hacer su entrada triunfal en la capital.
Y efectivamente eran soldados retirados camino a sus lares. Sus semblantes aún reflejaban el asombro de las batallas. En sus pupilas prontas a  dilatarse se leía el estado morboso de sus ánimos, las sacudidas violentas, la animalidad y salvajismo en que durante largos meses habían vivido. Además sus motes de cuartel lo pregonaban. Chango, Sietecueros, no habían podido salir sino de la vida brutal de la compañía, donde el instinto suple a la inteligencia.
Chango, era un catire tosco, cariampollar, con belfo grueso y ojos hundidos en medio de una nariz achatada y roma. Su nombre de pila era el de Carpio, según constaba en su boleta de retiro, pero que a él le causaba ya extrañeza, tan hecho como estaba a ser llamado, Chango.
Sietecueros, era un barbilampiño, moreno bronceado, no mal parecido, pero su piel adiposa con señales de ganglios infartados, parecía ser más resistente que la de cualesquier otro mortal, de donde provino el darle seis pellejas demás.
Arrimado el uno al otro en el pretil, cubríanse lo mejor que podían en sus míseras cobijas de soldado; los dos camaradas, guardaban el más profundo silencio, como que si trataran de conciliar el sueño. Así permanecieron algún tiempo hasta que Sietecueros bostezando, dijo:
- Ahorita abren la pulpería y no tenemos con qué tomar un trago.
- Ni hay quien nos brinde ni quien nos fíe, contestó Chango.
Y volvieron a guardar silencio, arrimado el uno al otro, como si durmieran, hasta que Sietecueros, poniéndose en pie y examinando el cielo, exclamó:
- Ya va a aclarar!
- Con eso seguiremos nuestro camino a ver que se presenta más adelante, respondió Chango.
Pero Sietecueros sin prestar atención a su compañero, con sus ojos movibles escudriñaba los contornos. En esto cantó un gallo, al que respondió otro y tras éste comenzó el monótono menudeo de costumbre de los gallináceos. Sietecueros con aquel saludo matutino de las aves, se volvió hacia Chango, y mirándole picarescamente, con la sonrisa en los labios, le dijo:
- El primero que rompió los fuegos fue un pataruco, que está allí; y extendía la mano en dirección a un grupo de árboles.
- Eso debe ser el patio de algún rancho, le observó Chango.
- Ya lo creo, contestó con sorna Sietecueros. Y, con paso de zorra, rápidos y cautelosos, echada la cobija a modo de mantón sobre la cabeza, se dirigió hacia el sitio indicado, ocultándose en breve tras los matorrales. A poco le vio aparecer en el claro del monte, sus pequeños ojos fulguraban, los músculos de su cara mantenían a esta en una mueca desagradable, que de un todo cambiaba sus no desapreciables facciones de barbilampiño. Desde el claro comenzó a hacer señas a Chango, quien en el pretil esperaba reposado e indiferente el resultado de la excursión de su amigo. Con las señas de Sietecueros, un ligero estremecimiento nervioso animó las facciones de Chango. Su ceño se contrajo en gruesas arrugas, sus ojos se hicieron más hondos, su boca tomó tal expresión de dureza como que si todos sus dientes calzaran los unos en los otros, fuertemente. Energía y fiereza era la máscara de aquel semblante que en calma hacía sonreír a causa de su fealdad. Chango, no se hizo esperar de su amigo; en pie, doblo su cobija, embrazándola a modo de escudo, en tanto que empuñaba un machete liniero, el cual aunque sin vaina pendía de una correa de cuero sin curtir terciada sobre el pecho. Cuando estuvo al lado de Sietecueros, le preguntó secamente:
- ¿Qué hay?
- Nada, sino que como son muchas las gallinas te llamaba para que las recibas en tanto que las cojo.
- ¡Gallinas! exclamó Chango con desprecio, yo creí que habías conseguido quien nos diera siquiera café, aunque de mala gana.
Sietecueros, sin dar oídos a la observación del camarada, se encaminó hacia la arboleda, sin dejar de hacer señas a Chango con la mano sacada hacía atrás pero sin volverse para mirarle. Chango le seguía pausadamente, sin evitar ruido como que si marchara por en medio el camino real. Cuando llegaron a la arboleda, Sietecueros, desembarazándose de la cobija se llego a un árbol y comenzó a subir; en esto, se abrió la puerta de un rancho que sombreaban aquellos árboles y apareció un hombre armado con una escopeta, inspeccionando los árboles. Sietecueros, se dejó caer del árbol y al lado de Chango, se estremeció como presa de violentas convulsiones.
- ¿Quién está ahí?, con voz enronquecida preguntó el hombre del rancho apuntando en dirección de los camaradas.
Sietecueros se echó al suelo, pero Chango de un salto cayó sobre el hombre, diciéndole:
- La revolución! Incorpórate a la gente o te mato!
- Chango! Carpio! gritó Sietecueros, creyendo que iba a matar a aquel hombre.
- Que te incorpores a la gente, gritaba Chango. Entrega las armas.
General Chango Carpio, balbuceaba el hombre, en tanto que Chango con la escopeta ya en sus manos, lo echaba por delante, declarándose así cabecilla en virtud del espíritu de revuelta que fermenta en los subsuelos de la conciencia nacional.
Con el despertar de aquel humilde y aterrorizado caserío, la fama le prestó sus alas de oro a la primera hazaña de Chango Carpio y Sietecueros. Para los contados moradores del desperdigado sitio, aquella madrugada habían tenido la honra de ser visitados, según unos, por una numerosa partida revolucionaria; otros, por un campo volante del numeroso ejército que atravesaba seguramente sus estratégicas selvas. Para éstos eran rojos, para aquéllos azules, para los de más allá gualdas. Y la prueba de todo ello, era el que se habían llevado a Juancho el cestero, el más manso de los hombres a pesar de ser el único borracho consuetudinario de la localidad, el cual por gustarle mucho la carne de los rabipelados y comadrejas, pasaba las noches en claro entregado a esta especie de caza, provisto de una escopeta que marraba siempre a causa de tener sujeto el gatillo a la caja con bejucos y cabullas.
Pero es lo cierto que dado aquel primer paso por Chango Carpio, su espíritu guerrero lo llevó a cometer otras empresas aunque no contaba con otras armas contundentes sino con su machete, el garrote de Sietecueros, una nudosa asta, cortada en el camino, la cual gracias a sus muchos nudos ilustraba su dueño con caras de indios, viejos y animales según se prestaba la materia prima. Tales eran las armas, sin tener en cuenta la escopeta del cestero falla de gatillo y escasa de pertrechos. Más como toda aquella revuelta era él, con semejantes elementos engrosó sus filas hasta una decena y algunas mujeres del partido sorprendidas en aventuras en sus salidas nocturnas e  inesperadas a los caminos.
Con todo lo cual la fama de Chango Carpio y Sietecueros, volaba de loma en loma, de poblado en poblado. Despertaba viejos rencores, alimentaba sueños de gloria entre las gentes jóvenes deseosas de probar suerte en materia de aventuras. En el campo y en la ciudad la leyenda a prisa bordaba impenetrable velo a la truhanesca epopeya. Chango Carpio, era un táctico y sagas guerrero, que surgía de las oscuras masas como un sol. Sietecueros, algo así como un león, con epidermis de caimán, donde se embotaban lanzas y balas. El uno era la inteligencia que aplastaba; el otro, la fuerza aniquiladora. En la ciudad cerebral, en la hermosa ciudad, donde late el sagrado corazón de la patria, los corrillos de eternos descontentos aguardaban de una alborada a otra ver coronadas las alturas por aguerridos batallones. Todas las empresas y deberes se emplazaban para después del triunfo. Los deudores. Los deudores veían en Chango Carpio y Sietecueros una tregua que los dejaba respirar. Los acreedores, un grato acrecimiento de intereses. Los matrimonios en ciernes una hermosa esperanza.
A tales extremos en boca de las gentes llegaban las aventuras de Chango Carpio, cuando en verdad él se encontraba en tan lastimoso estado, que llevaba vida de fiera en los montes, ocultándose hasta de su misma sombra. A punto que acorralado por el hambre y las enfermedades, en un distante y amedrentado lugarejo, dados los buenos oficios del padre de almas se entrego con todo su bagaje, la escopeta del cestero, a las generosas e indulgentes garantías de la autoridad. Y estalló la bomba y toda aquella montaña de ensueños se disipó, como las nieblas del Ávila a los trashumantes soplos del de Catia.
Como en el fondo de todas las murmuraciones hay alguna migaja de verdad, es el caso, que andando los años, sea porque al pueblo le gusta acomodar el fin de sus héroes de un modo cónsono a la vida de éstos, o sea una realidad, como es de presumir, se corrió con mucha instancia entre las gentes: el encontrarse el general Chango Carpio, de comisario mayor en su aldea, donde todo marcha a tajos y reveses. Y sietecueros, y en eso sí que no mienten, ejerciendo de recovero, es decir, comprando pollos y huevos para revender en campos y poblados, trajinando por los caminos con su garrote historiado sobre el hombro, de donde pende de un lado los pollos y del otro los huevos en un cesto, con que tropieza en su recova.