URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "LA HUMANIDAD DE CERA" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (529): 8-9, 1 de Enero de 1914.
La humanidad de cera
"Yo no era entonces un adolescente sino un hombre cabal. Había edificado con mis manos y mis pensamientos. Conocía todos los derroteros de la vida. Sobre el puente de la barcosa de las necesidades había dirigido hábiles maniobras para burlar escollos y borrascas. Era un lobo del mar tenebroso y huía del peligro con la sonrisa en los labios. Creía bastarme a mí mismo. Poseerme, ser mi dueño. No confiaba sino en mí y en mi voluntad. Lo que tú no alcances nadie ha de dártelo. Era pues un hombre cabal. Me alzaba, como se alza un nudoso coro, en la soledad de un sendero, envuelto en su negro e imponente verdor. Era, pues, llegada para mí la hora del arriesgar profundo, no viajaría más como el polvo de los caminos, en alas del viento ladrador. Sería como una atalaya sobre el movible horizonte de las peregrinaciones. Recogido en mí mismo, como un gusanillo, trabajaría mi mortaja, en la cual cada hombre tiene el deber y el derecho de envolverse para la eternidad. En tal estado de espíritu, la casualidad me puso al frente de una gran fábrica de muñecos. Y en aquel arte nuevo para mí, viene a ser el imprescindible, el reformador, el criador de horizontes. Los muñecos de mi casa tenían forma, no eran como hasta entonces, simples caritas redondas con chapas de carmín. Me empeñaba en infundirles almas, en poblar en pensamientos la transparencia de la porcelana, en evocar por medio de actitudes series de emociones. La cera y la porcelana recibían de mí un fluido extraño de vialidad. Mi poder era maravilloso. Los detalles, mi fuerza: ya eran unos ojos que sonreían, una cabecita que despertaba el deseo de alborotarla a besos, una delgada nariz picaresca o ligeramente ganchuda que predisponía a la burla y a la mofa, un ojo con un párpado caído, malicioso y socarrón, el sonrosado caracol de una oreja que recogía dulces decires o la placidez virginal de una frente. La forma de mis muñecos se dilataba, creaba una nueva humanidad de cera y porcelana. Mi fortuna estaba hecha. Mi nombre, a punto de traspasar las fronteras, y mis muñecos, al ser regocijo de desconocidos pueblos y naciones, los humildes iniciadores de una nueva cultura y civilización; que tales prodigios caben en el poder de la imaginación de los hombres. Pero no era mi destino hacer muñecos ni orientar pueblos. Y aquí comienza la verdadera historia que prometí contaros a propósito de haberos visto besar a Linda-flor, a quien siempre vi, antes de tú llegar, en una sana indiferencia, ni alegre, ni contenta recorrer los pintorescos senderos de la Rinconeta. Mas quién sabe si te aguardaba. Sí, todas las tardes salía a las vueltas del camino y miraba y miraba, y exclamaba: - Mi señor, cuándo has de llegar! Florecieron ya los duraznales y el membrillo salvaje perdió las hojas y se vistió de pomos. Todos aguardamos. Vivimos en el mundo del misterio. Pienso que alguna vez te envían suspiros en la brisa, que olores desconocidos se afanan en levantar el mirador de tu dicha o la horca de tus merecimientos. La suerte es varia, los hombres locos y los derroteros desconocidos y sin fin como los pensamientos. Pero volvamos a la historia, de la cual me alejo sin querer, porque todo es reflejo de la vida, y ésta, la vida, hecha está de planos e ideas superpuestos que de continuo nos solicitan, impulsan y extravían. Mi sueño, mi gran sueño como el que puede abrigar el alma ardiente de un conquistador era crear una muñeca perfecta. Ya no me satisfacían los detalles. No me contentaba con reconcentrar la vida en la comisura de unos delgados labios, en el dulce descolgar de unos párpados, en el rotundo nudo de un ombligo. Quería algo más, mucho más: obtener la muñeca cuasi humana, la hermana menor de las que fueron mi regocijo y encanto. Y trasnochaba en mi gabinete persiguiendo un ideal, que se escurría como una sombra y que a veces palpaba en la claridad visionaria de mi imaginación. Por las mañanas, cuando la luz asomaba a los cristales, mis obreros de paso a los talleres, se empinaban en la punta de los pies y al verme echado de codos sobre la mesa de trabajo, contemplábanme unos segundos admirados. Luego al tropesarlos en el taller algunos me reconvenían cariñosos. - Va usted a encanecer demasiado temprano. Perderá usted la vista. Eran todos viejos fabricantes de muñecos. Generaciones enteras de cera y porcelana habían pasado por sus manos con sus muecas ridículas y sus redondeces hotentotas. Los entusiastas exclamaban: - Basta hombre, ha creado usted el alma de la muñeca. Antes de usted todas eran iguales. Hoy cada muñeca ha de bautizarse con su nombre propio. Pero yo dulcemente movía la cabeza sobre los hombros. Algo, de lo cual no podía darme cuenta, sucediase en lo más hondo de mi ser. Largas horas pasaba en el taller, metido en un sillón con la cara en la palma de las manos en una dejadez absoluta. Los obreros me examinaban con el rabillo del ojo y cuchicheaban entre sí: - Sueña, sueña el pobre con la gran muñeca, que ha de crear para la exposición. Bah!, si todas las muñecas son iguales. Ríen y lloran lo mismo. Todas abren los ojos asustadas en su vítrea dureza. Pero yo no quería convenir en que el alma de las cosas está en nosotros mismos. Que la espiritualidad de mis muñecas era mi espiritualidad. Que lejos de mí tendrían tantas almas como por cuantas manos pasaran. Que yo a lo más podía verlas al través de un alma, vislumbrada en medio de los coloretes y de las rígidas carnaduras de la cera. Los obreros comenzaron a verme con cuidado. A juzgarme un ser extravagante y peligroso. Mis horas muertas de abstracción e inmovilidad, mis alegrías repentinas, mis bruscas palabras, la vaguedad de mis respuestas, todas estas cosas de continuo distraían su atención y entorpecían la habilidad de sus manos. La muñeca, la gran muñeca ideal, iba poco a poco, según ellos, descalabrando mis sentidos. Respetaban, sin embargo, mis grandes silencios y trataban de hacerme una atmósfera de tranquilidad y quietud en espera de que mi genio se transparentara en la obra magna y maravillosa, gloria de la fábrica y orgullo del taller. Mas la alegría huía de la casa junta con mis gritos de sorpresa y entusiasmo al sorprender algún humano detalle de mis hijos de cera y porcelana. A la hora de salida, sin ruido se marchaban lentamente y descubrianse respetuosos ante mi abstracción y el mirar vago, sonambulesco de mis pupilas. Pues a cada instante esperaban verme incorporar lleno de mi vieja alegría y correr hacia ellos rebosando el entusiasmo de los primeros días, en el dominio del detalle característico y vital. Pero en vano aguardaban el resplandor milagroso de mi ingenio. Mi taciturnidad aumentaba y grandes muestras de infinito abatimiento sorprendían en mi semblante cada vez que se acercaban a pedirme algún consejo. El decaimiento y la tristeza como un sutil veneno dejabanse sentir en el taller. Todos se contaminaban. Uraño y encerrado en mí mismo creía ver surgir de aquellas manos expertas una ridícula y extravagante humanidad de cera. Tal aparecía a mis ojos el esfuerzo generoso de mis obreros por interpretarme. Lo irreal era lo que me dominaba, atraía y subyugaba. Sus beatas secas llenas de malicia y murmuración, los soldados con arrogancias de figurín, los prelados panzudos, vivarachos y de hipócrita sonrisa, los pensadores y los hombres de estado o con sus aposturas de un falso jacobinismo o de enigmática seriedad asnal, los truhanes de todos los principios, la humanidad hecha visible en un detalle con todos sus deformadores y añagazas ante el desabrimiento de mi espíritu, figurabanseme falsa, floración enfermiza de sugestionados y de locos. Abominaban lo cierto, lo real, lo positivo. La ecuanimidad había huido de mí. Muertos, empañados mis ojos a la contemplación de la comedia humana única fuente de originalidad y vida. Y la gran fábrica, la que por generaciones había subsistido en mis manos, después de un fugaz vislumbre de prosperidad, amenazaba una total paralización y ruina. Sin embargo, yo interiormente sonreía al ver surgir a la luz de mis ojos enfermos la hija del sueño, la madre de una nueva humanidad. Y levatabame a veces del sillón, dando traspiés, con los brazos extendidos, como queriendo aprecionar a la graciosa y perfecta, a la dulce y candorosa encarnación de lo ideal. A tales muestras mis obreros quedaban suspensos y cavilantes y las jóvenes aprendices temerosas se apiñaban dispuestas a escapar a mis pasos temblorosos. Y yo era el fuerte, el dueño de mí mismo, el domador, el absoluto! ¡Vanas palabras, principios sin sentido, majadería de la necedad humana! Paulatinamente ahogábase la vida en el taller. El polvo se apoderaba de los moldes y el ratoncillo familiar roía la cera, el elemento primordial de futuras civilizaciones. Los obreros se sentaban a la puerta, a tomar el sol, a fumar y murmurar. Sólo como una mariposa, como una libélula dorada sobre un campo de manzanillos en flor, aparecía allí en las soledades del taller la hija del amo Camilo, la vaporosa y cándida Camila. Por pasatiempo bajaba al taller! florecían amapolas en las mejillas, claveles en los labios, oscurecía orejas e iluminaba con un suave rosa anaranjado las córvelas y el desprendimiento de los senos en la diminuta humanidad animadora de rinconeras y repisas. Pasaba junto a mí y sus ojos dorados y brillantes mirábanme temerosos y llenos de tristeza. Fugaz y esquiva huía de mí mirar profundo y enigmático. Sin embargo, a veces creía gustaba de la soledad del taller y de mi compañía. Ella como todos los demás creía en el poder de mi genio y desde el fondo de su admiración contemplábame en religioso silencio. En esos instantes sentía caer sobre mí su mirar fascinador y me conturbaba. Nunca palabra alguna murmuraron nuestros labios en la cual se trasluciera la afinidad de nuestros espíritus. Más yo estaba plenamente convencido de que ella era la única que me comprendía en el taller y que a una palabra mía vendría a mi encuentro. Y comienzo a explicarme los fenómenos desallorrados en mí. Sin saberlo hacía tiempo había comenzado a mirar la humanidad, la vida al través de los ojos embrujadores de Camila. Librádose había en las esferas independientes de la voluntad una lucha fuerte y tenaz con las existencias ocultas de un hombre que se creía libre y dueño de sí mismo. Ella era el átomo invisible que me detenía y desorientaba en mitad de mi camino. A leyes desconocidas y misteriosas obedecía la casualidad de nuestro encuentro. Ya otra vez habíamos debido viajar juntos por el sendero del misterio, en un mutuo y ardiente deseo de perfección. Y tal fuerza tomaron en mí estas ideas y tal mi convencimiento, que sin que palabra alguna acortase nuestro aparente alejamiento estaba persuadido de que nuestras sombras se confundirían en una sola sombra eterna. Y fue en una tarde gris, de muchas nieblas fuera, cuando ella se detuvo a mi lado y confiada y tranquila estrechó mi mano en silencio. Yo la recibí en los brazos con una serenidad cordial y al otro día buscáronnos en vano los obreros en el taller. Soltó mi reservado amigo un profundo suspiro, se volvió y dijo: "- Algo parecido puede acontecerte. En el mundo nada anda suelto. Viajeros somos de un sendero sin fin. A veces nos detienen en el camino y gastamos toda una vida".
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