URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "LA ESCUELA MIXTA" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) 387): 8-91, 1 de Febrero de 1908.
La escuela mixta En la escuela los niños y las niñas, en amable confusión, trabajaban en los pupitres las planas. Reinaba gran silencio. La escuela era mixta, es decir, uno de esos planteles de ambos sexos donde los pequeños se tiran de las orejas y se insultan mostrándose las rosadas lenguas a espalda de la confiada maestra, convencida de que aquella tierna edad es la única en la cual los pequeños pueden vivir en santa armonía sin temor aún a travesuras malsanas. La mañana era tibia, una fresca y diáfana mañana. El corredorcito donde se daba la escuela se hallaba embalsamado por la fragancia de una cepa de jazmín real, que en un ángulo del estrecho patio se retorcía formando con su bejucos una como bola de esmeralda con salpicaduras de blanca espuma. La maestra, misia Ana, no alcanzaba a los cuarenta y era viuda de uno de tantos adalides de nuestro terremotos sociales, en virtud de lo cual y en calidad de pensión, le habían dado a regentar el mixto plantel años hacía. Frente a una mesita, donde se hallaba la máquina de coser, se encontraba instalada misia Ana, en un butaque de cuero sin curtir, pulido y brillante en su tono ambarino, como la calva de un vejete presumido. En el suelo, a su lado, tenía la cestica de costura con todos los útiles requeridos y el celebérrimo "Pedro Moreno", es decir, la correa flexible con que plantaba sinapismos en la suave piel de los pequeños. Además no faltaba nunca en aquella cesta algún grueso libraco, divertido novelón de otros tiempos, tal como "El Monje Negro", "El Bastardo de Entença", "Los desterrados de Siberia", o su predilecto, el último llegado a su cesta, el pecaminoso "Judío Errante" y otros por el estilo. Manteníanse estos siempre abultados, porque cuando no los tenía delante de los ojos, hacían en ellos de marcador los anteojos, con dos tirantes de trapo adheridos a los pernos, para mayor comodidad y sujeción al colocarlos sobre la achatada ternilla. Presumida en el vestir, amante del colorete y de los polvos, peinada en casa, misia Ana, a la antigua española, con el pelo echado sobre las orejas, pero gustaba lucir gruesos canelones en la trasera y prender, un día que otro, de medio lado, en la ensortijada madeja alguna flor de granado. Refistolera en el hablar, física de lenguaje, como dice la gente de orilla. Hacíase la pudibunda: su sueño era ser violeta escondida entre áspero zarzales. Tenía estudiadas maneras, mucha mímica y por cualquier cosa ponía los ojos en blanco. Se moría por el trato de la gente moza, sobre todo por contarse entre las chicuelas en el despertar de sus abriles. Amaba las noches luna, las románticas canciones; había nacido para ser robada por algún doncel de gola, valiéndose de una escala de seda sujeta a una alta reja cuajada de madreselvas. Las chicas del vecindario venían a ella con sus enredos amorosos y hacía de amable confidenta, de guía espiritual, por lo que su casa era la más concurrida de la parroquia y su tertulia la más deliciosa y grata. Vivía en compañía de su anciana madre, una viejecita que ya había perdido hasta la conciencia de su ser, que aguardaba a la muerte echadita en su cama o sentada en el corredor en una mecedora desvencijada, con una vara entre las manos que le servía de báculo en sus travesuras de la cama a la mecedora. Como se acercaba la hora de verse libre, de volverse a su casa, la chiquillería se mostraba obediente, entregada por completo a sus afanes. Los que estaban de plana se esmeraban en trazar sus palotes y los que no habían alcanzado tanto adelanto, con los libros sobre las piernas bostezaban mirando hacia la puerta, donde les aguardaba la calle llena de sol y de polvo y de variadas y fuertes sensaciones. En esto, una chiquilla de las que miraba hacia la puerta, dijo alborozadamente: - Misia Ana, misia Ana, ahí esta mi hermana Rosa! Y a la puerta se dejo ver la figura de una joven repolludita, de negros ojos y con las faldas a orillas de la bota, que denunciaban unas pantorrillas regordetas y de apretado filástico como la carne de una fruta de pulpa en agraz. - Rosa, acércate, siéntate en este banquito a mi lado! - exclamó la maestra, amistosamente, sin dejar de dar al manubrio de la máquina, atareada como se encontraba en pegar rizado volante a unas faldas. Se acercó Rosa y saludó a la amiga, echándole cariñosamente uno de los brazos por los hombros, pero en su semblante se conocía que deseaba confiar alguna cosa que la atormentaba y mantenía inquieta y nerviosa. Clavando sus ojos por encima de los rodados anteojos en la niña, como queriendo adivinar lo que traía, la preguntó misia Ana: ¿Cómo van tus cosas? - Nada, - contestó la otra nerviosamente- Anoche despaché a Ramírez y se fue para no volver. - Lo mejor que has podido hacer. Lo que no sirve, bien lejos. - Sin embargo, objetó Rosa, usted cree que no me cuesta trabajo? Lo he querido mucho, mucho. - Pero una niña como tú, no puede embargarse con un pegoste, (pegote) ¿Para qué sirve Ramírez? - replicó la maestra acentuando mucho las palabras. - Pero así y todo, yo le he querido. Mentiría si dijera que no siento algo, algo por él. - Pues, es menester que lo olvides. Eso no te conviene. Debes aspirar a algo mejor. ¡Eres tan bonita! ¿Crees tú que no hay otros ojos que te miren? Pues yo se de alguno que se muere por ti, - terminó misia Ana, poniendo los ojos en blanco. - Yo no quiero querer a más nadie. Lo que deseo es acabar con esta angustia que me queda, - dijo Rosa, llevándose las manos sobre el seno y envolviendo a su amiga en una mirada tierna e interrogadora. - Eso pasará. El primer amor es así, Rosa. Todas hemos amado de ese modo a los quince años, y la primera desilusión la sentimos en el alma como una espina enconada. Desengáñate, a tu edad el corazón no sabe aún lo que es amor, ni cómo se ama. ¿Qué sabes tú de la pasión que abraza el alma y nos consume como una llama? ¡Qué tonta eres! Muriéndote por lo que no es sino un pinico. Esos amorcitos primerizos son la cartilla de los amores: el a, b, c, del amor! ¿Con qué te puede halagar ese monifato? Con decirte que te quiere? Eso nos lo dicen todos los hombres en la calle. Si tú me dijeras que es un hombre que te fascina con su hermosura y galantería, que te deslumbra con su riqueza y buena posición social, ya eso sería otra cosa. Todas esas son cualidades que ciegan a una mujer. Vernos ricas y acatadas por todas las gentes; poseer para si sola un hombre hermoso, ideal! A quién no le va a gustar, Rosa! Dime ¿no te cambiarías tú por una estrella? Pero nosotras no sabemos ver las cosas sino cuando han pasado; cuando ya no tienen remedio. Yo, como tú, creí morirme, Rosita, cuando mi novio me abandonó. Después, no sabes cuánto me he regocijado. Así mismo, cuando murió mi marido cometí la necedad, porque no fue sino una necedad, de empecinarme en cerrar los oídos, para no vivir sino del recuerdo del muerto. Ah! era tan hermoso con su uniforme que, en la semana santa, las mujeres, en vez de oír la plática, se lo comían con los ojos. Ahora me pesa, porque los hombres, hija, lo son todo, todo, para una...! Rosa oía a su amiga con los ojos muy abiertos, como si aquellas parrafadas fueran desgarrándo la tela inconsútil en que se hallaba arrebujado su amor primerizo. La oía como se oye la palabra santa que gotea mieles en nuestras llagas, pero su corazón forcejaba como zahareña paloma entre las manos que la encarcelan, hambrienta de libertad y de espacio; y pensativa, sintiendo quizás ahondarse más su pena con aquellas crudas reflexiones de misia Ana, observó: - Pero son malos, nos hacen sufrir tanto los hombres...! Usted no ve a Ramírez, cuántas infamias me ha hecho? En una sola manzana engañarnos a tres...! - Todavía te ocupas de Ramírez! - exclamó la maestra, como admirada de que, después de su sermón, la niña hablara del mal que le aquejaba. - Todavía, no te digo! Y que haber puesto todos los ojos en quien no es siquiera un colibrí, hecho de topacios, esmeraldas y rubíes, sino un tucucito tornasol, - agregó, dando a sus frases un tornillo irónico. - Pero si anoche hasta lloro y me besó en las manos cuando le dije que no volviera más! Si usted le hubiera visto: parecía un loco, - objetó simplemente Rosa, con un aire compungido. - Creyendo en astucias, fingimientos...! ¡Qué puede sufrir aquel desalmado! Aquella cara acusa un corazón de piedra. ¡Rosa, Rosa, yo no me he engañado nunca! - apasionadamente replicó la maestra. Los niños y las niñas entregaban las planas y en tanto que la maestra se empeñaba en corregir con sus patas de araña, las jorobas y barrigas de cadenetas y palotes, veían hacia el techo o hurgaban con los ojos en el fondo de la cestita, donde yacía arrollado "Pedro Moreno". El sol de las once cabrillaba en el enlajado patio y besuqueaba al jazmín cuyas flores amortiguadas iban sembrando el suelo. Los pequeñuelos, según entregaban las planas se marchaban entre cuchicheos hacia sus casas, comentando los percances de la mañana. Rosa, apremiada por su hermanita, que la aguardaba impaciente a la puerta, cortando bruscamente la conferencia, se despidió: - Me voy, vendré luego, no puedo con mi angustia! - y se bajó y besó a la maestra en la mitad de la frente...! La maestra pronto se vio sola. En donde la vida bullía solo se oyó el zumbar de las moscas. El sol había conquistado el corredor, se lanzaba resueltamente sobre los bancos y pupitres, destruía con su presencia los microscópicos gérmenes mortíferos en las ranuras del enladrillado y al mismo tiempo volvía a la vida millaradas de seres, entre ellos a la anciana madre de la maestra, la cual, en su mecedora desvencijada, sentía aminorarse la intensa frialdad que llevaba en los huesos. Misia Ana daba al manubrio de la máquina con cuanta ligereza permitían las alforzas que plegaba. La máquina a su impulso, parecía que saltaba, semejaba el trotar fatigoso de un magro caballín; metía el ruido desapacible de un casquillo que se desprende, ruido que no la dejó oír, sino por la tercera o cuarta vez, el saludo que un jovencito, desde la puerta, forrado en sus pantalones como en un estuche, le hacía: - Misia Ana! misia Ana! Buenos días! - Es usted, Ramírez?, Pase, - contestó la maestra, sin detener el fatigoso trotar de su máquina. - Usted siempre trabajando como la hormiguita de la fábula, -se aventuro a decir el joven en son de galantería. - Y qué se va a hacer, Ramírez, aquí no hay papá, ni maridito que se deslome por meter el terroncito en la boca. - Pero no es bueno tomar la vida con tanto afán. ¿Conque escuela y máquina a todas horas? No puede ser! - Pero tiene! - contestó la maestra a secas. - Ramírez se acercó a la viejecita que tomaba el sol y la saludo cariñosamente con el nombre que le daba la maestra. - ¿Cómo está mamita? Y la anciana volvió hacia él los ojos incoloros y sin expresión, y sonrió como queriendo decir algo, pero ella ya no vivía sino la vida inferior de los mohos, de los parásitos, sensible apenas al frío y al calor. En espera de que la maestra tomase algún respiro, Ramírez se instaló en un banco sin preocuparse del empeño que mostraba misia Ana, en hacerse la atareada en aquella ocasión. Tenía veinte años Ramírez, y llevaba en el alma las primeras desgarraduras del amor e iba casa de misia Ana, como había ido Rosa, para que le dieran algo que sólo escancia la experiencia con qué calmar lo que le rebullía allá dentro. Con sus veinte años no conocía de la vida y del amor, sino que ésta es buena, porque en casa se hallaba todo: los zapatos, la ropa, los cigarros y el milagroso Sancocho. Era, como han sido, son y serán por muchos años aún los hijos de familia en tanto que subsista la vieja noción castellana de la vida, y el medio tropical la haga fácil y llevadera cuesta arriba. Como muchos otros habían pasado por la Universidad, en conquista de una carrera no conquistada; vivido entre comerciantes, desempeñando algún empleillo público, pero en sí sin otro arrimo verdadero que la arepa del viejo; no comenzando a habérselas con la vida propia, con la iniciativa, sino cuando la muerte vuelve el viejo a la nada y el gato de la casa, el último en abandonarla, pues, es el más apegado al tejado y a las telarañas, ya que la olla no exparce su fragancia, se posesiona de las cenizas del fogón, vestigio de la pasada abundancia. Respecto a amor, sólo sabía que amaba a Rosa, no como a las otras que por plazas y calles floreaba con todas las flores del rustico jardincillo criollo. Cuando misia Ana se detuvo para hacer tomar otro rumbo a la aguja, Ramírez, la dijo: - Al entrar me tropecé con su vecina. - Con Rosa, observó la maestra, haciéndose la indiferente. - Con ella, contestó Ramírez suspirando. - Rosa, es una buena muchacha, siempre viene a verme. - ¿Y qué llama usted buena, misia Ana? Romperle a uno el corazón en mil pedazos! - Qué va a romper corazones...! - Pues, soltó con furia y encono el joven, es una infame, una cruel y una canalla... - Jesús! Pobre niña! - Quien lo oiga pierde todo aprecio por ella. Nosotras, las mujeres, tenemos la culpa: prestamos atención a todos los hombres, sin saber si son o no caballeros. - Y cree usted que miento! - replicó Ramírez zaherido. Pues, me ha engañado. Me ha hecho forjar para ella, día tras día un mundo de ilusiones y me sale ahora con que no le gusta mi música. ¿Usted ha visto? Eso es hasta una vulgaridad. - ¿No será usted el engañado? Los jóvenes se hacen unas ilusiones...! Con sólo mirarlos ya creen que nos estamos muriendo por ellos. - No, ella me había dado su palabra. Había aceptado todas mis promesas. - Así son ustedes, no se alimentan sino de sueños. No se paran a meditar que a las muchachas también les gusta divertirse. ¿No se estarían divirtiendo con usted? Promesas, promesas: las niñas del día no buscan sino la realidad. - ¿Y qué más? No le había ofrecido mi porvenir? Además, ¿no nos queríamos tanto?... - Pues, entonces sígala usted queriendo. Y resérvele su porvenir. No digo! Todo lo ve usted, Ramírez, al través de su amor, - observó misia Ana con marcada intención. Ramírez, perplejo no sabía qué decir. Misia Ana, con sorna, sonreía ante el desconcierto del joven y, por último, éste con abatimiento le rogó tomara parte en aquel asunto que lo traía descorazonado. - Déme un consejo, mi buena amiga. Usted que nos conoce a los dos, intervenga, diga lo que debo hacer! La maestra, llena de satisfacción, mirando a la cara al joven, como juez que sabe que no hay apelación posible de su fallo, expuso: - Bien sabe usted, Ramírez, que no me gusta meterme en semejantes enredos. Pero sea usted hombre, decida con energía, que no es usted el primero que se ve en esos apuros. Cuando se ama, Ramírez, para mí, se es esclavo del ser amado. Perdemos por completo nuestra conciencia y nos abismamos y confundimos en el objeto de nuestro amor. Cuando no es así, será todo, todo menos amor...! Con que vea si Rosa respecto a usted se encuentra en ese caso... Es lo más sencillo. - No se qué hacer! Exclamó el joven preso cada vez de mayor incertidumbre. - Entonces, siga usted como hasta ahora! A qué pedir consejo! En buenas me las hubiera visto, si le digo con franqueza; lárguese del vecindario, Ramírez, no se preocupe usted más por Rosa. Deje usted al tiempo correr-... en son de amonestación expuso la maestra, con una sardónica sonrisilla en la boca. - Eso es lo que debo hacer, lo que me toca, no es verdad, misia Ana? - inquirió el joven deseoso de alcanzar una categórica afirmación. - Qué niño es usted! Contestó la interrogada, acercándose a su anciana madre, para conducirla hacia el comedor, donde la fregona, hecha un fregón, avisaba estar el almuerzo a la mesa. Ramírez dio varios pasos por el corredorcito, como hablando consigo, como que si tratara de tomar una resolución heroica, hasta que con voz desconcertada, gritó: - Misia Ana, con que no me dice nada! La pregunta quedó sin contestación. Esperó todavía algunos segundos y se marchó con una cara alargada, dando traspiés como los ebrios o los poetas abismados en la contemplación de la quimera. Los niños y las niñas comenzaban a llegar, colocaban sus sombreros en un colgador de pared, y hacinaban las sombrillas y paraguas en un ángulo del corredorcito, a pocos pasos del sitio de la maestra. El sol se había cansado de curiosear en los pupitres, fisgoneaba en el encañado del techo y llenaba de luz los negros agujeros madrigueros de las arañas. Misia Ana dormía la siesta, el pipiolaje en grupitos cuchicheaba en los bancos. De cuando en cuando el ruido desapacible de un lápiz de pizarra al rayar violentamente la piedra, hacia volver los ojos a los charlatanes hacia el compañero que se afanaba en aprovechar los pocos instantes de reposo de la maestra para hacer los números o terminar las cuentas. En esto, un coche que se detuvo a la puerta de la escuela, puso en movimiento a la chiquillería, que llena de curiosidad dejó los asientos por ver quien era la persona que se acercaba. - Doña Ana, doña Ana! ¿Dónde está esa mujer! gritaba familiarmente desde el zaguán el recién llegado. Más, el asombro del pipiolaje llegó a su colmo cuando éste se arrellano a todas sus anchas en el butaque de la maestra. El tal era un hombrazo de tez cetrina, delgado de piernas y cargado de espaldas. Al andar llevaba el cuerpo sin garbo y gentileza como el que ha marchado por mucho tiempo tras una arría por un camino largo y pedregoso. La cara era ancha y las mandíbulas gruesas, los ojos saltones y movibles. Tenía un lejos con el tipo Patagón que trae entre sus láminas la Geografía de Smith. Los cabellos recién cortados se erizaban sobre su cráneo voluminoso, como el de un coriano y denunciaban un parentesco más o menos remoto con los abuelos caribes. En las manos pequeñas y regordetas lucia anillos, en la diestra ostentaba un grueso brillante y en el meñique de la siniestra una esmeralda ancha como un plato circundada de amatistas. Su voz era recia, se expresaba sin miramientos, con una rusticidad propia de un ventorrero aislado en una carretera. - Ande doña Ana, que me voy, gritaba, dando palmadas en la mesa, el hombrazo. - Allá voy, - contestaba la maestra desde el dormitorio, echándose encima a la carrera unas faldas y retocándose las cejas y mejillas. - Dése prisa, que no es sino un saludo, - gritaba el otro desde el butaque dando con los pies, como acostumbra el populacho en el circo. - Por qué tan corriendo, don Evaristo? - inquiría desde el aposento la maestra dándose la última mano de polvo. - El tiempo es oro, oro...!! Y el señor don Evaristo hacia por dar a la palabra oro toda su sonoridad e importancia como que él sabia cuántas cosas se pueden alcanzar con un venezolano de oro y un diamante en el dedo de un hombre que promete. Gracias a nuestras guachafitas había surgido de los últimos estrados de nuestra sociedad como un genio fomentador de riqueza cuando en sí no era sino un embaucador, un brutal saqueador de la comunidad. Su pasado era el de un pillastrón, sin Dios y sin ley, como decían nuestros abuelos: todo para él se reducía a los fines. Pero este hombre en su vida múltiple había adquirido el más preciado de los dones: el de conocer a su medio; sabia a quiénes debía dar y a quiénes prometer, qué pasiones y vicios fomentar y halagar en las almas. No siendo sino un simple particular, ejercía gran influencia en la sociedad. Se le temía y se le admiraba. Su rusticidad era su gran arma; llamaba las cosas por su nombre, lo que en una sociedad de "sepulcros blanqueados" y amiga de guardar las apariencias, si levanta algún rumor desapacible, amedrenta las conciencias. - Caramba con el hombre, todo lo quiere corriendo! Exclamó misia Ana, presentándose al fin en el corredorcito, tapizada de polvos y con una ceja más ancha y enarcada que la otra. - Aquí tiene, estaba almorzando con unos amigos y me acordé de usted y de su vecinita. Dijo don Evaristo, presentando a la maestra una cestita de fantasía llena de rosadas almendras y otras cosillas de regalo. - No las comeremos. ¿Por qué ese apuro? Diga, ya que usted todo lo quiere de prisa: ¿Y mi negosito? A qué no se ha acordado de mí! - Estamos en eso! - Entonces puedo contar... - Como yo cuento con usted. No se olvide, pues, en abrirle los ojos a su amiguita. Y don Evaristo sonreía lúbricamente a tiempo que ponía en los labios una pastilla perfumada, para ahogar el alma del alcohol, que se le escapaba después de haber caldeado sus entrañas y despertado su animalidad. - Con tal que sus intenciones sean honradas, déjelo todo de mi cuenta, contestó la maestra a media voz, guiñando un ojo. - No se preocupe doña Ana, le observó don Evaristo, dándole una palmadita en la mejilla y dirigiéndose hacia la puerta. - No me olvide y haga todo esfuerzo a ver si conseguimos la inspectoría! - Ábrale los ojos a la chica...! soltó don Evaristo dirigiéndose al coche... La salida de misia Ana parecía una joya, jamás se vio tan llena de fresca rosas, como el día en que cerró el año escolar con el tradicional acto literario. Las muchachas de la vecindad contribuyeron con su lozanía y hermosura a hacer más amable aquellos fugases instantes de intimo regocijo. No faltó letrilla ni discurso...! Misia Ana lució unas cejas ideales y mejillas de vivido carmín. El pipiolaje se hartó de carato y bul, las damas se regalaron con cierta exquisita mistela de que sólo poseía el secreto la maestra y los caballeros no encontraron del todo mal los bebedizos resquemantes y fogosos. Aquel acto debió de llenar de envidia a las otras maestras parroquiales, pues, para ser completo sólo faltó el bailoteo. Pero no todo es dicha ni mieles la caña de azúcar, de seguro que la maledicencia se obstinaría en ver una como oculta mano empeñada en allanar dificultades a la maestra camino de su lucimiento, pues, nunca hasta aquel entonces había alcanzado misia Ana un éxito tan espléndido. Los exámenes de los años anteriores no habían pasado de ser los de una escuela mixta regentada por una institutora de sus alcances...! Pero el triunfo era un hecho y hasta muy entrada la tarde, misia Ana no se vio libre de sus amistades. La escuela fue quedando sola, huérfana en parte de la bulliciosa alegría de los niños y del atractivo de la divina flor de carne llamada mujer. Solo Rosa, la íntima amiga, quedo en tertulia con misia Ana. En la sala al amor de la luz, en un ambiente impregnado con el aroma de los múltiples ramilletes con que las alumnas habían puesto a contribución los jardines de la vecindad, se confiaban las amigas sus impresiones en aquel festejado día. En el angosto patio y en el corredorcito algunas niñas y niños se entregaban a sus juegos favoritos, después de haber corrido a sus casas alborozados con los inesperados premios y bujerías con que la maestra los había regalado en aquella ocasión. Las amigas charlaban: - Ya he salido del tormento de los exámenes, mi querida Rosa. - Quedaron muy lucidos, serán los mejores de la parroquia. - No puedo con la luz, Rosa; hazme el favor de poner la pantalla. - ¿Está bien así? - Sí, los ojos me arden; cuando tomo algo de licor se me inyectan. - Lo mismo me pasa a mí. La mistela me tiene la cabeza llena de alfileritos. - Agrega la bulla que hacen los niños. Los pobrecitos se divierten y ¿qué se les va a decir en un día como el de hoy? Se lo merecen...!
del gran toronjil...! A ver a doña Ana cortar perejil...!"
Cantaban los niños en
coro, en el patio, formando una rueda en
torno de una hermosa y alegre chiquilla.
- Me parece, misia Ana, como que si me llevaran por las nubes. Siento la cabeza como llena de aire. - La mistela, Rosa, la mistela, pero en un día como el de hoy es dispensable cualquier locura. Oh! Los niños nos van a volver locas! - Si lo hubiera sabido! - Ya pasará. Además estamos solitas. Y misia Ana, acercándose a la puerta, gritó: - Diablejos, diablejos, paso, paso! que atormentan! - Sí, pasará; todo pasa, ¿no ha pasado el amor de Ramírez, misia Ana? Manifestó Rosa, balanceándose suavemente en la mecedora. - Todavía con Ramírez! No me prometiste olvidar...! - Es verdad, pero cuando pienso en él, siento como si se me fuese cayendo el alma... - Piensa en otras cosas. No te conviene. Dime, ¿cómo te ha parecido Don Evaristo? Está loco enamorado de ti. Es un partido excelente, cuántas se dieran con una piedra en los dientes con tal que él les dijera: "qué lindos ojos tienes." Pero así es el mundo, tú tan displicente, cuando él dice que se bebería tus alientos. - No es malo, pero no me inspira nada. - Si tú suspiras con cuánta dulzura se expresa de ti, cuando dice que tú eres la virgencita de sus sueños! - Por qué dirán tantas mentiras los hombres, misia Ana! Dijo Rosa sin prestar atención a las insinuantes observaciones de la maestra. - Él no miente, Rosa! Se apresuró a contestar la maestra. - No lo decía por él, pensaba en otras cosas... - Oyes? Alguien como que llega, Rosa. Espérate. Deja pasarme la mota. Dijo misia Ana, dirigiéndose a su dormitorio. - Que alboroto, niños! Exclamó Rosa, disponiéndose a recibir a la persona que llegaba en tanto que los niños, sin darse por aludidos, cantaban a toda voz:
"Doña Ana no está
aquí;
está en su vergel, cortando la rosa, segando el clavel."
- Bunas noches, Don Evaristo! - Que manos tan heladas. Permite usted me siente aquí, a su lado! - ¡Por qué no! - ¿Se siente usted mal? - Me dolía un poco la cabeza. - ¿Qué se ha hecho? - Nada, nada! - Pero qué linda es usted, Rosa, a pesar de su dolor. Sus ojos tienen una languidez... Se semejan, yo no se qué decir, no soy poeta. - ¡Don Evaristo! - ¿De qué se asombra, Rosa? Es la pura verdad; nada hay mejor que usted. Ahora, si usted es linda, ¿cómo no se lo voy a decir? Si usted es mi sueño, la fiebre de mi corazón, ¿cómo me lo voy a callar? - Don Evaristo, Don Evaristo, por Dios! mire que me mareo, en este instante siento como una nube que me va pasando por los ojos. - Yo ahuyentaría esa nube con un par de besos. Su aliento, Rosa, enciende mi corazón. A su lado yo soy el polvorín y usted la brasita. Y con esto Don Evaristo se acercó tanto a Rosa, que la niña se puso en pie, diciéndole: - Buenas noches, Don Evaristo. Me voy; me duele demasiado la cabeza. ¿Cómo abandonarme así, Rosa? Cuando tengo que decirle unas cosas, unas cosas...! Y Don Evaristo, le cerró el paso, haciendo un ademán como para apresarle una mano. - Misia Ana, misia Ana! - clamó Rosa, llena de angustia, pero los niños que jugaban en el patio cantaban desafortunadamente:
que vienen a estudiar a la capillita de la Virgen del Pilar." - Misia Ana, misia Ana! - tornó a llamar Rosa, cada vez más alarmada, pero por toda contestación llegó hasta ella, la voz de una niñita que preguntaba a otra: ¿Cómo está doña Ana? y la de doña la Ana infantil que contestaba entre los gritos y aspavientos de la chiquillería: - ¡Doña Ana está muerta! - Rosa! balbuceaba Don Evaristo, tendiendo hacia ella las manos sin lograr aislar, así como el poeta en brazos del canto hace por alcanzar en la alta rama la áurea poma de los ensueños, sin lograrlo jamás! - Misia Ana! - clamaba ya llorosa la aterrorizada niña. En esto alguien gritó desde la puerta: - Rosa! Rosa! Ahora di que no me engañas! - Ramírez! exclamó misia Ana, saliendo del dormitorio... Los niños en el patio comenzaban a cantar bajo el oro de las estrellas y en torno al jazmín real que servía de gruta a la doña Ana infantil:
del gran toronjil..."
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