URBANEJA Achelpohl, Luis Manuel. "PANTALEON EL MULATERO" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (553): 4-7, 1 de Enero de 1915
A OSCAR LINARES
Las espigas estaban maduras y currusqueante el envoltorio de las mazorcas. Las primeras cachapas eran tendidas en los budares renegridos, y la alegría se entraba en los corazones como una abeja de oro en el seno de una flor. En la placidez de las noches estrelladas y cálidas, como rumores perdidos pircibiase el quejumbreo de las arpas o la alegría saltante de las maracas, allí donde la mocería se dio cita para festejar las primicias del conuco. ¡Oh hermosos días, bien os recuerdo! En la casa solar de la abuela alborotabase la chiquillería, cuando en el patio enlajado se detenía el arria de las doce mulas, todas pardas, viejas y peludas, con su mulatero que sabía historias de las que pasan en los caminos. Bien le veo, bien le veo! Siempre lleno de polvo hasta las cejas, con su larga camisola flotante hasta las rodillas; las piernas al aire, empegotadas de barro y las cotizas sujetas al pie con tiras de cuero crudo. Nunca olvidaré su mandador; apenas si podía alzarle por encima de mi cabeza. ¿Cómo olvidar a aquel mulatero, seco e hirsuto como un pastor del desierto, si con él llegaban los primeros jojotos y el suigéneris olor de las cachapas trascendía luego en la cocina y llenaba toda la casa? Sentados en el corrido pretil de la amplia cocina, entre la servidumbre, cómo volvíamos loco al viejo mulatero! En tropel nos disputábamos sus rodillas, por no perder una palabra mientras él refería los percances del camino. Sus historias a veces nos ponían los pelos de punta y no nos dejaban dormir, pues no faltaban en ellas almas en penas, luces que corrían por los caminales a esconderse en los mogotes; ladrones en las encrucijadas, venados encantados, tigres cebados, fantasmas, sombras, voces, quejumbres y los mil sujetos y sin sabores a que está sujeto el andariego vivir de un mulatero. Como nuestra curiosidad no se saciaba nunca, le asediábamos con nuestro eterno estribillo: - Cuéntanos, cuéntanos, Pantaleón. Él, fatigado, nos decía no saber más historias. Nosotros especificábamos: - Cuéntanos, cuéntanos el caso del venado de las tres caramas. Cuéntanos, cuéntanos lo de la piara de Lucifer, cuando a fuerza de echar látigo se le gastó la soga a tu mandador. En las hornillas chisporroteaban los carbones. La tapa de la cafetera de hierro, donde hervía el guarapo, saltaba a los ímpetus del vapor. En la fiebre de historias que nos dominaba, la cocina se llenaba de sombras. En el comedor sonaban los platos y la suave voz de mi madre llamaba: - Niños, a comer... Ya tendrán tiempo para oír historias ¡Cómo comíamos! Por enteros nos atragantábamos los bocados, y cada cual escondía en los bolsillos lo que más le agradaba: el pedazo de torta o el trozo de jalea para obsequiar a nuestro buen amigo el mulatero. Impacientes, nerviosos, nuestros pies golpeaban los travesaños de las sillas, en espera de que se levantaran los mayores de la mesa. ¡Qué angustia cuando el abuelo comenzaba a hablar! Rebrillaban nuestros ojitos, nos movíamos en los asientos, con tal desazón, que nuestra madre nos imponía silencio con el índice sobre los labios. En veces escapábamos y escurríamos a la cocina, donde Pantaleón, con gran parsimonia, se llevaba a la boca la cuchara bien colmada de negras y lustrosas caraotas. Aguardábamos en silencio a que nuestro amigo diera fin a su pausado masticar, y cuando su faz se ocultaba tras la ancha taza de guarapo, que empinaba sobre sus labios, nos abalanzábamos sobre él; ya era nuestro. Y el estribillo, como el tamborileo de las chicharras, reventaba en nuestras bocas. - Cuéntanos, cuéntanos, Pantaleón! Sacaba el mulatero, del fondo de su sombrero, un trozo de tabaco de mascar, muy envuelto en papeles de estraza y, para más, resguardado por una piel de vejiga; dabale una dentellada y con gran pachorra y cuidado lo devolvía a su escondite. Con la mascada en la boca sonreía satisfecho y, como siempre, comenzaba su diálogo con la cocinera, una gran vieja que a todos nos viera nacer y arrullara, cuando algún recién llegado nos desheredaba del calorcillo materno. Entonces Juana, pasaba las noches en vela, apretujándonos contra la abundancia de su seno, al monótono balanceo de la vieja mecedora de caoba, donde también arrullaran al abuelo. Juana y Pantaleón estaban al corriente de la historia de la familia. Contaban de las bodas del abuelo y de las terquedades de la bisabuela. Tenían en la cabeza el nombre de todos los difuntos de la casa y las genialidades que les caracterizaban. Pantaleón, dándole a la mascada: - No se pude transitar por los caminos. Juana, montando al fogón a sancochar el maíz, para las cotidianas arepas: - ¿Siempre salen ladrones? - Siempre salen. - Pero tú siempre con suerte. - Con suerte y con maña. - Tu vaquía y las reliquias te salvan. - Supón. Ya las piedras me hablan. Interrumpíamos: - ¿No te encontraste con el tigre? Exclamaba Juana: - Dios le salve! Observaba Pantaleón: - A los cebados los mataron. Inquiría Juana: - ¿Cómo van los sembrados? - Si el agua no falta, habrá que comer. Juana: - El año pasado se vinieron temprano los jojotos. Pantaleón: - Aún están en barba colorada.
*
- ¿Qué le pasó, Pantaleón? Este, como descontento consigo: - El agua, Don Javier. Se me iban ahogar dos mulas. Desde que salí he venido navegando. La "Maruzera" habrá que dejarla. El cerro pelado quedó en el hueso, su tierra rodó a la quebrada. El abuelo se retira al interior de su dormitorio, murmurando: - Cinco onzas di para el camino. Los bribones se las guardaron! Pantaleón descargaba las mulas taciturno. Su trabajo en los días de percances nos parecía fastidioso y lento. Aquel arrollar de sogas y examinar los lomos a las bestias, eran cosas de nunca acabar, acostumbrados como estábamos a su humor risueño; pues, cuando llegaba, traía el ánimo alegre, con el contento de un turpial en la copa de un guamo florido. Deshacíase en frases cordiales y promesas de regalos, que si no eran cumplidas, mantenían por muchos días nuestra esperanza. En son de ayuda poníamos a prueba su paciencia y alborotabanse las mulas, que a fuer de viejas, eran tercas y mañosas. Mas, él, con la agilidad de un mozo, se daba abasto y reía, como si un viento fresco y juguetón soplara en lo íntimo de su ser. Cada mula poseía un nombre y una maña especial. Cuando nos atrevíamos demasiado con ellas, nos recordaba: - Cuidado con la "Careta", embiste como un torro! No le toquen las orejas a la "Raimundera". Los consigue con los dientes! Pero los instantes más dichosos e inolvidables, eran los de las tres o cuatro noches de su estada. Nos revelábamos a la costumbre de ir a la cama a las ocho, después del bendito. Andábamos como sombras, evitando ser la menor bulla, para que nuestra madre no ordenara a Juana nos corriera de la cocina y a Pantaleón no nos contara más cuento. Entre las muchas cosas con que venían cargadas las mulas aquella vez, contábase de sobornal un saco de jojotos, de los esperados jojotos por los cuales preguntáramos sin cesar, desde que supimos que quemadas las rosas por la Candelaria, con el primer chubasco se sembraran los conucos. Y a pesar de la tristeza de Pantaleón, que a todos nos mantenía encogidos, corrimos a dar la buena nueva a Juana y en seguida a nuestra madre, a fin de aquella procediese sin tardanza a tender en su budare unas cachapas doradas. ¡Ay! - decíamos - ¿cómo se pondrá el abuelo cuando estén oliendo las cachapas? Nuestra madre reía y mandaba a ponerles anís y leche. ¡Qué jojotones aquellos! De mi se decir, que al sacarlo del saco, semejábanseme unos enanos con barbas. Juana, seguida de nosotros, como una clueca por su pollada, se dio a rallar los jojotos. Con tal algaraza esperábamos las deseadas cachapas, que nuestra madre, por repetidas veces, se presentó en la cocina, temerosa de que el abuelo, amante de la paz conventual, se incomodara y lanzara cuatro gritos, gritos que retumbaban en la casa como el ruido de una torre que se derrumba. Pantaleón, contaminado por nuestra irresistible jocundia, se aproximó a la mesa armado de su cuchillo, con el cual, para evitar el desperdicio de las hojas, se puso a sacarlas como lo requería el objeto. Ante la piedra de moler, Juana convertía en fina masa los blancos, tiernos y jugosos granos, y al repasarla añadía prodiga la mantequilla danesa, el anís y el queso de Maracay, seco y compacto. Cuando la masa y los ingredientes formaron un todo, Juana alzó las manos ante el budare, como una sacerdotisa de un mito primitivo, y abandonó sobre el barro que ardía la primera cachapa. Saltaban nuestros corazones de gozo, y el olorcillo de la masa que se cocía y doraba, trascendía aguando las bocas. Aquella noche, después de oír al abuelo alabar las cachapas y la habilidad de Juana en prepararlas según las viejas prácticas, nos escurrimos a la cocina, ansiosos de conocer las aventuras de aquel viaje de Pantaleón, en el cual se le iban ahogando dos mulas y la "Maruzera" venía en tres patas. Ya tenía entre los dientes, Pantaleón, la mascada de tabaco y dialogara con Juana, cuando nos presentamos. Decía Pantaleón: - No era tan grande la creciente, peros las condenadas mulas, por venir ramoneando, se me desperdigaron; cuando las creo todas del otro lado, veo que me faltan la puntera y la "Chucuta". Me devuelvo y las encuentro muy señoras escondidas en un cañaveral, las grito y, huyéndoles al mandador, se zampan en el río. Se enmaleta la puntera y le cae encima a la "Chucuta". Suponte, Juana, supónte; si no corro tan ligero, se ahogan con la carga. Y a todas estas, anocheciendo. Por más que hacían no lograban pararse, la carga se le había rodado a la barriga. Con el agua a la cintura me puse a descargarlas. En esto sonaron unos tiros en el fondo del cañaveral; salgo al camino con las mulas, y se me viene encima un piquete de gente armada. Yo no sabía lo que era aquello. Me querían hacer preso. Les explicaba lo que me había sucedido, pero ellos me decían: - Este es el hombre: cuando quiere se transforma en arriero, en lo que él desea, hasta en tronco quemado. Yo les gritaba: - No soy sino Pantaleón, el mulatero de Don Javier! Pero no me hacían caso. Querían pegarme una soga y llevarme al pueblo. Como yo no dejaba de gritar: - Soy Pantaleón, el mulatero de Don Javier, prendieron un cabo de vela y me lo pegaron a la cara. Me apuntaban con sus chopos y me veían con sus ojos pelados. Yo no dejaba de gritar: - Soy Pantaleón el mulatero de Don Javier! Como todos me conocían trajinando en el camino, se cercioraron de que yo era Pantaleón, el Pantaleón que hace cincuenta años anda con las mulas del niño Javier. Entonces cada uno me preguntaba: - ¿No ha visto pasar un cachicamo? - No, señor. - ¿No has visto pasar un hombre corriendo? - No, señor. ¿No te han deslumbrado los ojos de un venado? - No, señor. - ¿No has visto nada de particular? - No, señor. Los hombres los escudriñaban todo. En la orilla del río estaban las cargas de las mulas y las tapas encorotadas y la estuvieron viendo. Como perros que han perdido el rastro, así daban vueltas alrededor de mí. Yo comencé a cargar las mulas. No me atreví a preguntarles a quién buscaban. Ya se iban y la autoridad se me acercó y preguntó bajito: - ¿Tú conoces bien a Juan, el Ovejón? Sentí que me entraba un frío. Los que rodeaban a la autoridad, se volvían para todos los lados. - Sí, lo conozco. La autoridad me dijo, y le daban los dientes con los dientes: - Si lo encuentras en el camino, no le digas que nos has visto, y mándanos a avisar al pueblo, si puedes. Contesté con la cabeza, Juana. No quiero cuentas con Ovejón. Juana también aprobó con la cabeza el parecer de su amigo. Yo con mis brazos casi ahogaba a Juana. Pantaleón continuaba: - Pero el caso, el caso, Juana, es que cuando a la "Chucuta" le voy a poner la tapa, ésta se endereza. Me echo para atrás, pensando: ¿si serán éstas cosas del diablo? Y oigo una voz que me dice: - No tengas miedo, Pantaleon, soy yo, Juan, Ovejón. Suponte, Juana, las piernas me temblaban!...
|