URBANEJA ACHELPOHL, Luis Manuel. "Botón de algodonero" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (111): 582-586, 1 de Agosto de 1896.
I
Floreciendo el cundeamor
Llegaron ¡ay! los turpiales A cantar en los maizales la venida del amor.
¿Nunca os
habéis detenido a escuchar
algún pájaro selvático que en el ramaje ensaye su
primer poema? Pues yo, como ese enamorado del follaje, desde un
rústico establo, ensayo mis idilios. Hijos son del cielo azul:
ósculos que en mi frente va dejando el eterno ideal de mis
ensueños, -la Virgen Patria, cuando pienso en ella.
-¡Amada ideal, madre fecunda, recibe como trino de turpial este
manojito de mis sueños! Bésame en la frente y dame
aliento para llevar tu luminoso beso al ánimo enfermo de mis
rebeldes hermanos.
Morenas de mi tierruca, donde el sol es garúa de oro, y un eterno verano, rival de primavera, conserva floreciente juventud en todo aquello que palpita en los sagrados senos de nuestra Zona de luz: para vosotras, muchachas de la misma razada, es la historia de una hermana vuestra, hija de estos valles, sencilla cual las florecitas del mastranto; oliente a salvia silvestre y más incitante que entre-abierto cundeamor...
I
¿No oís? Risas y charlas, saltan de matorral en matorral, por las laderas. Son las cogedoras de chamizas que descienden, con la puesta del sol, de las lejanas cumbres. Ved como bajan alborotadas. Ah! Pícaro sol! Tuya debía ser la alegría; seguro estoy de qué has soltado todas tus avispas de fuego tras sus espaldas macizas. Ya se vienen muy de cerca; dejan el tope de los Suspiros y se detienen en la loma de los curujujules... Ay! de ellos, ni uno habrá de quedar para los turpiales, pues la partida gusta de la ácida fruta, como el sol de las mejillas morenas. Agitan en el aire sus rodetes; hacen señas a sus novios. Oh! Trigueñas! tened cuidado, pues cahúas y zarzamoras de antemano se saben que vuestros novios os hacen señas desde el cañaveral del río. Muchachas! -decía la señora Plácida- una vieja chamicera que allá en sus buenos tiempos, también habría buscado nidos en los mogotes. -Siempre saltando. No os entran los consejos. Dejad a los socaladotes sacar su tarea. No corráis: tened cuidado! ¿Adónde va aquélla? ¡La mosquita muerta también tiene sus amoríos! y la otra? Todas! Válganos el cielo, si no hay una muchacha de juicio. Miradlas, pues! Como se van con sus haces de chamizas por esos desbarrancaderos! Ah! En mi tiempo!... Cuando la guerra larga... Aquellos si eran buenos tiempos; las muchachas eran otras... Solamente venía haciéndole compañía a la señora Plácida, Paulina, la que en llegando a la cañada del cachicamo, le dijo: - Cuándo coméis curujujules, ¿no os da sed? - Son tan agrios, que ni los pruebo. - Pues a mí, muchísima: tengo una, que me muero. Afortunadamente allí hay agua. - ¿Dónde? - Allá abajo. En la cañada. - Ahí pude quedarse. - Pues yo voy a tomar. Siga andandito, señora Plácida, que nos tropezaremos ahí mismito. Y sin decir más, ganó la cañada, mientras alguien se escurría en el cujisal. - Paulina! Gritó la vieja -buscándola a los lados. Gúa! si me he quedado sola. - Oh! Muchachas de mi tierruca! Tomad curujujules, a ver si vuestra sangre suaviza sus ardores! *
- Eusebio! ¿Pasado mañana sales de madrugada? - Sí: pero bailaremos la llora... - Pero los dos solos. - Con tal que tu mamá no venga con lo del domingo. - No: yo voy sola. Así iban charlando, internándose poco a poco en un cafetal vecino, hasta que se detuvieron en un café aislado, tentador, todo rojito, el cual comenzaban a desgranar las nerviosas ardillas. Allí se sentaron; ella sobre su haz de chamizas, inconscientemente dándole vueltas a su rodete; él sobre la yerba, golpeando con su machete los terrones; y se decían lo que se dicen las turcas cuando en una misma rama, toda llena de sol, mutuamente se escarban los buches repletos. - Paulina, no estés con gazmoñerías! - Sí; es verdad... Tú no me quieres! - Mira! No te quiero! Y siento allá dentro una cosa como un hormiguero... - Pero ¿por qué te quedas tantos días en Caracas? - Si el viaje son doce días! - Siempre tú sales ganando. - Ah! negra! y tú que eres más avispada que una caraqueña. - Si, tú las conoces bastante! - Ni salgo de la ranchería. - Pues ¿cómo dices que Caracas es muy bonita? - Porque la miro del cerro. - Tengo más ganas de conocerla. Dime: ¿cómo es? - Mira! grandotota. Con más casas y gentes que granos de café se han cojio en la cojienda! Todo el mundo anda vestido, como si fuera domingo. En las iglesias... esa retratáa de todos los santos! Y la plazota Bolívar, donde está el Libertador en su caballo, con las patas paraas y ese hombre montao arriba con el sombrero en la mano. Ese hombre si que era guapo. Si ese hombre estuviera vivo, no hubieran tantos ladrones! Mira! Paulina! tú no sabes? Caracas! Caracas!... - Y que no la conoces! - ¿Y cuando voy al mercado? Con todas sus tiendas abiertas, guindando de las puertas las chamarras, los camisones... los cal... - Y nunca me traes nada! - Ay! negra! Si yo pudiera traería todos esos burros quebrándose de corotos. - De verdad Eusebio? Que se uno pobre! - Ver tantas cosas cuando pienso en ti. - Tráeme un recuerdo. - Un pañuelo como el de Juan? - De seda azul!... Y estaban muy cerca... Mirándose en los dormidos ojos de Paulina, Eusebio se quedaba boquiabierto, borrachito, borrachito!...
**
Es la hora de separarse: la hora triste en que canta el cristofué desde los saucedales de la orilla; la hora en que las cosas dan su solo profundo: sostenida y desmayada nota de un himno colosal, con que las tardes tropicales, despiden a nuestro padre el rojo sol!... Acude la huraña jaguar al llamamiento que desde el lejano enmarañado bosque le hace el jaguar celoso; la vacada, al viejo toro padrote le muge sus querellas; la nicua, al aleteo de las nocturnas mariposas, despliega el cáliz de sus blancas flores; la tierra se adormece; todo cede... Paulina se doblega sobre el musculoso pecho de su Eusebio, como lirio salvaje, cojido entre dos vientos. Verdes tallos; jóvenes retoños, que brotasteis del rugoso tronco esta mañanita: Miradlos! Eusebio la llena de caricias; suaviza con su callosa mano los crespos cabellos de Paulina. Se miran con esa vaguedad infinita, con que las jóvenes almas se van lejos, muy lejos, a perderse en el país del ensueño. Rosas moradas de apamate; rosas de fuego de araguaney; rosas blancas de guayacán; voluble montón de ceiba; rosa de algodonero, casa del sol!... ¿No oís? ¿No oís? Se besan! Flores rojas, símbolo del amor: ha comenzado la desbotonadura de dos jóvenes almas! Gajo de café graneado, esmaltado de rojo: ¿por qué te balanceas por encima de sus cabezas? No ves cómo entristecen...? Han descubierto, en una de tus ramas, el esqueleto de un nido! Algo muy frío ha bajado hasta el fondo de sus corazones. ¿No ves cómo se estrechan más y más? Es que un nido vacío presagia cosas dolorosas! Y ellos temen, sin podérselo explicar, que, así como a las plumas descoloridas y a los ramos secos, se lleve el viento del olvido sus caricias. Oh! agüero! has logrado tú lo que nunca pudo ese licuado sol que corre por las venas de las muchachas del trópico, ayudado de la eterna estación dominante en las comarcas en donde viven en perpetuo florecimiento tarales y cundeamores...!
** Ya, hasta el sol de los venados se había escondido, y en la masa obscura de las sombras, se veían, como ojillos de luz, a los cocuyos, cuando, sobresaltados, se pusieron en marcha al cercano caserío. Paulina, llena de ocultos temores al separarse de Eusebio, huía de las sombras, que al parecer se descargaban de los árboles echándose sobre barrancos y sementeras: alejabase por aquellas veredas, que a diario recorría perseguida del sol, atolondrada y feliz; y en las cuales dejaba recuerdos de su primer afecto; ya en los recodos; ora entre las parchas silvestres, a cuyos morados cálices temblorosos como senos virginales, acuden a emborracharse de amor los negros cigarrones zumbadores.
II
La hacienda del Bucaral es hermosa: ocupa todo un valle en la cima de los altos cerros; ella sola es una mata. Doscientos mil cafetos florecen de un solo golpe. Trescientas cogedoras y cincuenta caporales se ocupan de la cojienda. Están muy contentos. Es el último día de la semana y tras el jornal vendrá el baile. Pero es necesario preparar el trabajo de la semana próxima y doce socaladores, guiados por el caporal Antonio, van a través del cafetal hacia el "Valle de la Paloma": al hombro los garabatos, machete en mano y arrollados los calzones hasta más arriba de la rodilla. Al pisar la yerba húmeda, a su asentado paso, levantasen y alborotan banbadas de capanegras y canarios. Cuando llegan al "Valle de la Paloma," que es un gran canjilón entre dos cerros, se abren en alas, distantes unos de otros pocas calles de café tupidas de altas yerbas, y a una voz del caporal, los doce echan sobre la yerba el garabato, y simultáneamente caen centellando en el aire los machetes. Siempre adelante la columna avanza; y al monótono compás de las hojas aceradas, deslizase ligera la macagua: enfurecidos los negros bachacos, contra aquellos asaltos a las yerbas, que en su caída desmoronan el hormiguero, de firme cargan sobre los desnudos pies y las gruesas pantorrillas. Más, los socaladotes van sobre el repecho alegres, decididos: ya cantando, ora silbando, detiénense a echar un trago siempre que el cansancio los fatiga; entonces la tapara con amargo de cidra o yerbabuena va de mano en mano; y luego ellos, vuelven al trabajo sudoroso, siempre alegres como el locuaz pájaro azul de la selva americana.
*
- Padre, Hijo y Espíritu Santo me acompañen! -Cuando a uno lo cogen las pesadillas no puede pescar ni un sueñito. - Qué soñabas? preguntáronle los socaladores. - Ahorita mismo? Con una cascabel, que se me venía encima con la boca abierta, y los ojos echando candela y sonando los cascabeles. - Enredo! dijeron los socaladores. ¿La mataste? - Qué iba, si salió corriendo? - Pues ¡ojo alerta! - Y a noche con aguas revueltas... - Pleito, seguro. - Qué pleito de los demonios? Quien tenga la devoción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ni le pegan las balas, ni le pican las culebras, ni lo vuelven bobo las mujeres.
*
*
El pobre chico, con los ojos muy abiertos y sin fijarse en nada, de improviso vuelve en sí, y se dice como asustado: - Con que me ama! Nunca hubiera creído que Paulina bajara hasta el fondo de la cañada. Paulina, la que nunca había tenido amoríos, la que siempre iba con su madre a los joropos! Y recordaba que no hacía mucho, una mañana, al ayudarla a colocarse la tinaja en la cabeza, le había dicho: -"Eres muy fea, pero tienes el jocico más lindo del mundo." Desde ese día la hubo perseguido en los mogotes; bailaba con ella en todos los joropos; pero Paulina no había querido ir allá abajo, como hacían las demás que buscaban encontrarse con sus novios en los espesos cañaverales. Así iba Eusebio, sin dejar de encorvarse a cada paso sobre la tierra, hasta que, a la voz de "hermano! ¿qué se le ha perdido?" distinguió a los socaladores tumbados sobre la yerba. - Mi reliquia contestó! -La que me regaló mi taita cuando se estaba muriendo. - ¿Y para qué servía? - Gua! para que no le entren a uno ensalmos ni balas. Mi taita la llevó siempre y nunca lo rasguñaron. Y eso que estuvo en Coplé donde llovían las balas y caían los hombres como racimos de cambures. - ¿Para qué te sirve a ti, si tú nunca has oído el plomo? - Ay! hermano! Cómo que usted no sabe que el mundo da mucha vuelta, y cuando menos lo piense verá usted al indirecto Eusebio arrastrando ese machete por las calles de Caracas, y ¡chuplún! para arriba, y cuando usted me haga ¡jipa! me verá más condecorao que el Ilustre Americano. - Gua! miren al indio! Entonces sí que no se rueda con nosotros... - ¿Dónde se te perdió el escapulario? díjole uno de los socaladotes. - Por aquí. Y lo siento, mi vale. Cuando mi taita se estaba muriendo me llamó y me dijo: "Mira, Eusebio, lo que soy yo, por más que digan que no, me voy, como mango maduro... A mí no me gustan hombres que se pegan romitos y zapatean. Te lo digo. El hombre es hombre, y siempre está bien cuadrao, y por donde le zumben allá le mete la tapa y jala y afloja por donde caiga. Si le llegó su turno, cayó, pero como hombre; que nadie ha venido para semilla. Así he sido yo. Mi salvaguardia ha consistido en mi reliquia y nunca la he ensuciado con ninguna maulería. Yo me voy a morir: tómala pues. Esta viene de atrás: me la regaló mi taita, el hombre que en barajustando el potro, le ponía al más resbaloso la lanza en el pecho. Póntela. Con ella andarás más seguro que en compañía del Padre eterno" Y desde entonces siempre la he llevado, hasta que ayer, se me reventó el cordón y creo que fue por aquí. - Lo que es por aquí como que no -dijo Antonio; pues no se ha encontrado y hemos echado todo ese monte abajo. - Si la encuentran me la guardan. - No tengas cuidado! - En usted me voy confiado, mientras la busco por otro sitio. Y Eusebio se alejó, no sin dejar de encorvarse de cuando en cuando sobre la tierra.
*
- Yo conozco ese rollete, - dijo Antonio el caporal. - Cómo no! si es de aquella muchacha que vive en el Caujarito. -contestóle uno de los socaladores. - Sí, de Paulina, - dijeron los demás. Con lo que el rostro bonachón de Antonio, se llenó de asombro, y en sus ojos de culebra, pequeños y nerviosos, por un instante se asomó la dulce vaguedad de la tristeza. - De Paulina, no; ella no tiene amoríos con nadie, - replicó. - Pues yo lo aseguro, - dijo uno de los socaladores: ayer mismito los vi. - ¿A Paulina? - Sí, ¿ella no es como las demás? A lo que exclamó Antonio: - ¡Caramba! Qué se estará pensando? ¡qué Eusebio es mejor que yo! Y volviéndose a los socaladores, dijo: - Dejemos a las mujeres que ya se viene la tarde. Oh! hierbas malignas! Curiara manchada de sangre, que produces una muerte violenta! Ñongué morado, que regalas el sueño letárgico! Por qué Antonio no bebió el zumo de vuestras hojas? Por qué no se quedó dormido entre las altas yerbas, hasta que bajando por su hilo cuasi invisible la peluda araña de la montaña, chupara su sangre rabiosa!...
*
Músicos y cantadores, bajo un viejo apamate crecido en un ángulo del patio, lleno de gajos comenzando a desbotonar sus rosas de un morado desfalleciente, han comenzado a tocar la llora; al pie del árbol en una de cuyas ramas bajas cuelga amarrada de las patitas la camata; alumbrados todos por la rojiza luz del candil colocado en un agujero del mismo árbol, y por la opaca luz de una luna, precursora de un día triste y lluvioso. Muévese la rueda de los bailadores, no oyéndose sino el golpeteo de un compás entrecortado y la voz de los cantadores en su afanoso contrapuntearse. Las notas, paulatinamente, principian a precipitarse, y el jadeo cunde en la rueda. Los acordes del carángano, producidos por los palillos en las fibras, claros, brillantes, son bruscamente apagados, confundidos en los desbordantes chungueos de la vejiga, repleta de vibraciones intensas, ásperas, brutales, de multitud de sonoridades encausadas a producir efecto de sarcástico lloriquear de mujeres ebrias de amor y de cucuy. Gira frenética la rueda; gira lanzando estimulantes alaridos! Ay! del que cae! La rueda no se detiene jamás; por sobre él saltarán, ebrios y locos haciendo retemblar la tierra, cual si un atajo de potros alzados, cruzaran indómitos la inmensa sabana. Allá va Paulina en el torbellino de la llora: suelta la cabellera, llevando encima todas sus galas, aún olientes a las frescas ramitas de albahaca con que mullía el fondo de su baúl: fustán a franjas rojas, sobre fondo amarillo, como la corteza luciente del jobo maduro, y cota demasiada estrecha para soportar el seno vigoroso, alto, duro, como el fruto todavía no en época de desprenderse de la rama. Allá va, en alas del jadeante compás: ya gira en brazos de Eusebio: ora en rítmica contorsión, tomada por éste bajo la nervuda arcada de su brazo, asoma el risueño rostro moreno, ligeramente hacia atrás, presentando su boca entreabierta, como temblorosa campánula roja, al primer beso del sol, después de un fuerte chubasco! Dichosos se hallaban en alas de la llora, esos buenos muchachos que habían cruzado el primer beso, en una tarde dorada, ocultos en un alto matorral, cuando Antonio, acercándose a ellos, le pidió a Eusebio una paloma, el cual le contestó: - Hermano! de esta fruta nadie come sino yo! Ensoberbecido, alejóse refunfuñando el desairado caporal, hasta que de brazo con una pareja entró de nuevo al baile; bailaba furioso, deteniéndose a cada instante a descansar, y a humedecer la garganta con un trago de amargo, de un verde tan hermoso como el listado lomo del camaleón. Pero el amargo tuyo la culpa; su somnolencia es torpe; relaja demasiado los nervios, las piernas se llenan de temblores, tanto que el caporal, en un girar de la rueda, se enredó cayendo con su pareja. Quiénes le saltaban por encima, mientras que, aquellos otros, débiles de piernas, arrastraban en su caída a la compañera, rodando con Antonio que hacía por levantarse. Gritaban los bailadores, tronaban las maracas, excitaba con más furia el carángano, levantábanse los caídos, sacudían sus faldas las mujeres, reían a carcajadas los hombres, y la no interrumpida llora seguía haciendo cosquillas en los pies de los bailadores. Antonio el caporal, tentándose las carnes, se fue lejos de la rueda, yéndose a sentar en una piedra, sosteniendo entre ambas manos la cabeza, acesando como un perro; hasta que a un seco grito gutural, salido de la rueda, en instantes en que todos se hallaban entregados a los desbordamientos de las notas intensas, dolorosamente brutales, con las cuales todas las salvajes sensaciones dormidas en el fondo de aquellas almas, echábanse a vibrar por todos los nervios, al toque de aleluya del carángano, bajo los nutridos changueos de la vejiga, Antonio saltó entre los bailadores, como al toque del clarín guerrero, el potro revienta con el pecho el escuadrón, antes que por la espuela, por los estremecimientos de la carne. Así cayó el caporal, tomando por el fustán a la primera muchacha que estuvo a su alcance, diciéndole: baila! baila conmigo, pajuata! mientras que con el brazo hacía por separarla de su pareja. En mala hora para el caporal, sujeto a aquellas faldas: la muchacha era Paulina, y al que trataba de separar, Eusebio; quien dándole con la callosa mano por la raíz de la oreja, hízole bambolear y caer, como pesado árbol que se desploma, entre lastimosos y ásperos crujidos. ¡Válganos el cielo! exclamaban las mujeres rodeando a los peleadores. En un grupo forcejeaba Antonio: "dejadme -decía- abrirle a ese... un agujero en el pellejo"; más allá Paulina, echados los brazos al cuello de Eusebio, cubríalo con todo su cuerpo. Vociferaban todos, remolineando cual una punta de ganado cimarrón. Enguachafítase la llora; y entre gritos y lloriqueos rozna el pardillo; centellean en la oscuridad las grises hojas de los machetes, como a pleno sol las sabanas recienquemadas. Así, como brusco torbellino de pronto precipitado por alguna abra lejana en el valle, azota los viejos jabillos y revienta las cañas, Antonio, deshaciéndose de los que lo rodeaban, cayó con el cacha-blanca en la mano sobre Eusebio, quien, sin libertad para sacar el cuerpo, recibió en el pecho el cuchillo, el que se le quedó allí oscilando, cual una altiva espiga de maíz batida por los vientos de la noche. En medio de la confusión ganó el caporal el monte: huye al través de los enmarañados bejucos, buscando la montaña, perseguido de los hombres, como a res desgaritada los perros de presa. Y en el lugar del baile, al lado del carángano, bajo el viejo apamate corpulento, donde cuelga amarrada la camata, Paulina cubre de lágrimas y besos la cara de Eusebio, en cuya boca la muerte ya cuaja dolorosamente la última sonrisa. Oh! soi-solas de estas comarcas: ya florecen los tarales! Acudid: el gajo se viste de estrellas de fuego, con centros muy negros, carnosos y tersos: desde ahí cantad los desdichados amores de dos pobrecitos muchachos, que como frutos gemelos se amaron, a una misma caricia del sol!
III
*
*
Oh dolor! las ceibas han comenzado a soltar sus hojas, y aún los ojos de Paulina están turbios, como las aguas de los jagüeyes. Pronto reventarán los margullos de las ceibas; vendrá el amor y guindará los nidos; pero los ojos de Paulina siempre turbios, estarán pálidos y muertos, como las blancas lunas del garuoso enero!... Oh! cardenillo! tú, que te complaces en cantar en las sabanas solitarias, sobre las espigas del gamelote, en las horas silenciosas de la tarde, da a tu silbido pesaroso, la tristeza del alma de Paulina!
*
|