URBANEJA ACHELPOHL, Luis Manuel. "¡UPA! PANTALEON, ¡UPA!" en: El Cojo Ilustrado (Caracas) (555): .71-74, 1 de Febrero de 1915


¡Upa! Pantaleón ¡Upa!


¿Qué edad tendría? - No lo recuerdo bien. Lo acontecido se pierde en la nebulosa de los primeros años. Mis ojos, asombrados, se empeñaban en sorprender en la difusa lejanía de la cerrazón del sur, al caer de una tarde, los fogonazos de los combatientes que, según el decir de mis mayores, se disputaban el entrar a la ciudad a fuego y sangre.
    El viejo Pantaleón, el mulatero, suspedíame por debajo de los brazos, encaramado sobre la vetusta mesa de la cocina, pegada a un muro del corral de la casona, desde donde otras muchas personas mayores subidas a la mesa en sillas y cajones, contemplaban el tiroteo lejano.
    Abrazado a las piernas de Pantaleón, gimoteaba impertinente por que me alzara hasta sus hombros, que se me figuraban altos como una torre, por ver aquello que los otros, con tan vivos colores, describían.
    Desde la techumbre de la enramada, los tarajallos de mis primos excitaban mi curiosidad con sus entusiastas exclamaciones. Como andaban por las nubes y tenían ojos de lince, a cada instante gritaban:
- Miren, miren ahora aquellos fogonazos.
- Ahora sí que se guindaron con fuerza.
- Es como el chisporrotear de una hornilla.
- ¡Caramba! ¿Vieron la lumbrada?
- Ese es cañón.
- ¡Escuchad! ¡Pum! ¡Pum!
 Gimoteaba con más fuerza, arañando las pantorrillas de Pantaleón.
- ¡Upa, Pantaleoncito, Upa!
El mulatero se empinaba para ver por encima de los hombros y cabezas de las personas mayores y de los amigos de la casa que atisbaban desde su improvisado mirador.
Vencido por mi impertinencia, Pantaleón me alzaba por debajo de mis brazos. Mis pies bailaban sobre sus hombros.
- Ve, pues, ve!
Mis ojos, en la opacidad del crepúsculo, apenas si se daban cuenta del inmenso reposo que con la hora descendía sobre la tierra.
- ¿Ya viste?
- No, Pantaleón; yo no veo nada.
Mis primos desde su atalaya:
- Miren, miren cómo los fuegos se van abriendo a la derecha.
Pantaleón, por ver lo que los otros cantaban:
- ¿Viste, viste? Ya está bueno, pesas mucho.
- No veo nada, Pantaleón.
    Me sentí descender. Los brazos del mulatero iban a abandonarme suavemente sobre la mesa; pataleaba en los aires, mis ojos, desmesuradamente abiertos, hacían un último esfuerzo:
- Pantaleón, Pantaleón, yo no he visto nada.
El mulatero se alargaba sobre la punta de los pies y para tranquilizarme dejaba caer acariciante sus ásperos dedos sobre mis ensortijadas guedejas.
- Plañía:
- No he visto nada!
Pantaleón, sin darse cuenta:
- ¿Nada?
- Los zamuros que iban volando, volando.
Mis primos avizoraban y con gran aspaviento levantaban los brazos:
- Ahora, ahora! otra vez la lumbrada! Me agarraba a las piernas de Pantaleón:
- ¡Upa, upa!
    El mulatero tornaba a suspenderme de nuevo unos instantes, encareciéndome que viera; pero al devolverme a la mesa, nada había visto, absolutamente nada, a no ser las chimeneas sobre los rojos tejados y a los zamuros que aquella tarde se mantenían flotando sobre el horizonte.
    La puerta del corral se abrió violentamente y todas las personas encaramadas sobre la mesa, se volvieron hacía ella alarmadas. Los fogonazos distantes sembraron en los ánimos el sobresalto.
Echado sobre el cuello de la mula, por no tropezar con la lumbre, se presentó en el corral el tío Miguel, aquel tío de profusa barba negra y ojos brillantes, y a quien no volví a ver más.
Había entrado a escape y se tiró al suelo de un salto, con gran gallardía.
    El abuelo, los otros tíos y los amigos que con ellos estaban, exclamaron admirados:
- ¡Manuel!
Él fue a echarles los brazos al cuello:
- Padre!
El abuelo, preocupado:
- ¿Cómo es esto?
Manuel aflojaba la cincha a la mula:
- La palabra empeñada.
El abuelo:
- Locura, locura.
Yo veía correr la sangre por los ijares de la mula sudorosa.
Pantaleón le quitaba el freno y la llevaba a beber.
En la enramada todos rodeaban a Manuel y hablaban en reserva:
- Se pelea.
- La revolución cuenta con mucha gente.
- Armas no le faltan.
- Está a las puertas de Caracas.
- Y en la ciudad no hay gente.
- La que queda no tiene ganas de pelear.
- Se espera una traición.
- Los cuarteles están vacíos.
El abuelo, moviendo la cabeza:
- Mentiras, mentiras!
El tío Manuel:
- El comité lo ha comunicado.
    El abuelo:
- El eterno ensueño godo.
El tío Manuel, amoscado, suavizando la barba con sus manos de bronce:
- Veremos, veremos!
Los celos se arrugan y las cejas se encarnan. El diálogo queda en suspenso y las frentes en actitud mediativa.
    Los primos comienzan a  descender del tejado:
- Se apagaron los fuegos.
Siguiendo al abuelo y al tío Manuel, todas las personas mayores fueron a encerrarse en la sala con dos vueltas de llave.
Los primos en la cocina comentan en torno a Pantaleón, que pasa por la piedra de amolar su machete:
- Vendrá en una comisión.
- Es mucho hombre el tío Manuel.
- Eso de meterse en la ciudad, con el día, no lo hace sino él.
Pantaleón:
- Don Manuelito no se para en pelos. Lo que se le pone adelante lo lleva a cabo.
- Es guapazo!
- Fue de los ayudantes del general Páez.
Pantaleón, suspirando:
- Entonces sí que había hombres.
- Ahora todos son unos carrizos.
Pantaleón, amolando su machete:
- Y unos traidores.
- Tío Manuel dice que esto se acabara a balazos.
- El abuelo no cree en nada. Desea morirse para no ver calamidades.
-  ¿Y nosotros?
- Para lo que sirves tú!
Los primos se iban a las manos. Pantaleón los puso en paz:
- Ahí esta Don Manuelito. Con un grito todos se mean.
Algo extraordinario pasaba aquella noche en la casa.
Con gran sorpresa vimos al abuelo envuelto en su capa, y en la mano su estoque de puño de marfil, donde se retorcía una mujer desnuda, salir a la calle en compañía de otro señor embozado.
Unos a otros se preguntaban los primos:
- ¿A dónde irá el abuelo?
- Nunca le sorprende la oración en la calle.
    Los primos hablaban acaloradamente y en sus ojos húmedos y brillantes se mantenía viva una continua alarma.
    Yo correteaba entre ellos y cada instante me obligaban a guardar  silencio.
    El caserón en una semioscuridad, tenía una lobreguez sospechosa, y no me atrevía a aventurarme por los pasadizos.    
    Pantaleón había desaparecido de la cocina y fui en su busca al cuartucho que le servía de dormitorio. Me tumbaba el sueño y reclamaba sus rodillas y sus historiales.
    Atravesé de una carrera el patio y llegué hasta aquella especie de zaguán, donde muchos cuartuchos estrechos y bajos daban a un patio angosto, en el cual se erguía con sus hojas carrasposas la higuera que plantara la tía-abuela Mónica. En una de aquellas viviendas, que en tiempos idos alojaran a los esclavos, se albergaba Pantaleón.
    No me sintió llegar. Sobre la cama tenía la capotera de hilo blanca y la cobija peluda. De espaldas a la puerta, muy cerca de la luz pegada a la pared, corría la baqueta a un fusil. No pude contenerme, - siempre me encantaron los fusiles -, y grité, rebosando contento:
- Pantaleón, Pantaleón! ¿cuándo compraste esa escopeta?
    Pantaleón dio un salto. Y sus ojos rebrillaron como los de "Pancho", el gato negro, cuando estaba a obscuras echado junto al fogón en la cocina.
    No me contestó nada y siguió limpiando su fusil.
    Uno de mis primos, desde el patio, le avisó que lo llamaban. Apagó la luz y me sacó en brazos de aquellas puras tinieblas.
    Juana, la negra Juana, de apoderó de mí. Ponía gran empeño en dormirme. Yo alzaba a cada instante la cabeza sobre la abundancia de su regazo. El hablar de los primos y el sigilo que ponían en asomarse al pasadizo, en la semioscuridad que reinaba en la casona, avivaban mi curiosidad e inquietud. Me escurrí de aquellos brazos que me malcriaban y despabilado me entretuve en tirar de la cola al gato que runruneaba, rozando su lomo suave y magnético contra mis pantorrillas.
    En un descuido, venciendo mi temor, pegado a la pared, me perdí por el lóbrego pasadizo que separaba el patio principal del segundo patio. Como exprofeso en aquel otro sitio de la casa, también era escasa la luz. El fanal del corredor vertía una claridad agonizante. Sólo por las rendijas del cuarto de enfrente, una pieza espaciosa que daba sobre el corredor de romanilla, se escapaban vivos hilos de luz. Adentro percibíase un murmullo de voces y ruidos, como de barra y otros objetos de hierro que se entrechocasen. Me aproximé a las rendijas. Mi cuerpo tiritaba. La vieja perra de caza, "Palmira", me encaramaba sus gruesas patas en los hombros en su tenaz empeño de lamerme la cara. Hacía por quitármela de encima, repeliéndola con los brazos, y pegado a la puerta veía por las rendijas.
    ¿Qué vi?; ¿qué vi? Muchos hombres, muchos hombres. Unos hacían líos con cobijas; otros en cuclillas ante una pila de pólvora, llenaban potes, busacas, taparas encabulladas y cachos. Los demás examinaban escopetas, escopetas como la de Pantaleón, de cañón largo y gatillo voluminoso. Casi todos tenían un trapo mugriento en la mano y las caras sucias.
    En medio del cuarto se hallaba destapada una caja inmensa, cuadrada; y a medio sentar, en una de sus esquinas, el tío Manuel, con su faz de bronce y su barba negra, abundante y sedosa sobre el pecho ancho. Hablaba con los otros y golpeaba con el tacón de su bota jacobina las tablas de la caja. La empuñadura de cobre de su machete, envuelto en una banda roja, llameaba sobre los interiores de seda de su capa que sobresalía a ambos lados de sus piernas. "Palmira", la perra, me tiraba cariñosa la blusa y comenzó a ladrar. Los hombres se volvían avizorados hacía la puerta. Oí a tío Manuel llamar a Pantaleón. El mulatero, en quien no había reparado, se incorporó en un extremo de la pieza, donde un hombre, echado en el suelo y atado, se revolcaba. Mis pupilas dilatadas hacían por ver cuanto allí pasaba. Tuve miedo, miedo al tío Manuel, y me escurrí, seguido de "Palmira" que me tiraba por los fondillos.
    Pantaleón venía hacía la puerta. En el pasadizo no sentí cuando me tomó en brazos. Juana, al recibirme de nuevo, me dio una nalgada. Me dormí llorando y cuando me desperté, aún murmuraba con los ojos abiertos:
- ¡Upa, Pantaleón, upa!