Victoria de
Stefano. Pedir
demasiado.
Caracas, Fundación Bigott, 2004.
Arnaldo E. Valero
En los albores de la modernidad, en la absoluta exquisitez de sus sonetos, William Shakespeare llegó a sugerir que solamente en los frutos del amor carnal, en el continuum de la filiación y en el amoroso cultivo de la paternidad, la belleza llegaría a ser un bien perdurable, humano, eterno: “De las más bellas criaturas deseamos que se propaguen/para que así la rosa de la belleza nunca pueda morir,/y cuando el ser maduro decaiga por el tiempo/su tierno heredero pueda perpetuar su memoria”. De esta manera, el bardo de Stratford-on-Avon trataba de persuadir a una persona que, celosa de los placeres que podía disfrutar en la libertad del celibato, se negaba a cultivar las esferas de la vida conyugal y la paternidad. Sin embargo, ya transcurrido el tiempo en que la pasión hace de los cuerpos un crisol tan poderoso que es capaz de dar origen y aliento a una nueva vida, ya reconocida la gratitud del vástago, implícita y advertida en la semejanza que guardan sus rasgos con los de quienes le dieron el don de la existencia, si la pena y la tragedia llegaran a empañar el semblante y la existencia de quien es carne de su carne, ¿qué estaría dispuesto a hacer un padre para que la alegría regresara a casa? Es ésta, en esencia, la interrogante en torno a la cual giran las páginas que conforman Pedir Demasiado, breve novela de Victoria de Stefano recientemente publicada, con esmero evidente, en la colección Bigotteca. Una criatura constituida por rutinas y limitaciones, un hombre de casi sesenta años, viudo, de escasa aptitud para las cosas prácticas, un pequeño ser, un habitante y, por sobre todas las cosas, un padre --un padre cuyo amor consigue su exacta proporción en la terrible impotencia que experimenta al no hallar un antídoto para la tristeza de Denise, su única hija-- así es Manuel, el personaje principal de Pedir demasiado. No es él un patriarca severo y terrible, tan estereotipado como abundante en buena parte de las representaciones del padre y lo masculino que se han hecho desde hace unos cuantos siglos; al contrario, excepcionalmente podríamos dar con un padre más tierno, con un personaje tan digno como humano en su amoroso proceder. Mas la paternidad no anula la dimensión del hombre: por sobre todas las cosas Manuel es un hombre. Y parece ser afán de la escritora explorar y representar su psique a lo largo de un día en su vida, tratando de indagar qué lo mueve, qué podría impulsarlo a precipitarse con avidez al próximo segundo, al próximo día, qué pensamientos acudirían a su mente un día, aparentemente culminante con respecto a un ciclo colonizado por la melancolía, e, incluso, qué imágenes podrían llegar a constituir su magma onírico tras semejante jornada. Y es en el mundo de los sueños donde la escritora alcanza la libertad de cultivar la prosa en sus sonoridades más exquisitas, en la imprevisibilidad de su articulación y, al mismo tiempo, en la dimensión metafísica que merecen los acontecimientos referidos a lo largo de la narración... Debido a que en ciertos momentos de la lectura resulta inevitable recordar cierto poema de Yolanda Pantin, hasta cierto punto uno se pregunta si no ha sido intención de la autora el elaborar una especie de “Vitral de un padre viudo”. La atmósfera de circunstancias que rodean a los personajes hace que Pedir demasiado discurra con serenidad, sin clímax ni final perceptibles, pero con innegables instantes de humana densidad y poesía, como la vida misma. |