Una etnografía salvaje. Por Pierre Clastres


29/04/2005 - Digamos desde el comienzo que ninguna observación de: mala fe alterará el respeto y la simpatía que este libro se merece, al que con placer y sin reticencias consideramos importante. Y testimoniemos también la admiración que suscitará en el alma de todo lector inocente el autor casi anónimo de este libro brillante, Elena Valero, cuyo relato fue recogido magnetofónicamente por el afortunado médico italiano Ettore Biocca. Una vez dado a cada uno su merecido pasemos al orden del día.
Este libro es, si se quiere, una biografía que narra veintidós años de la vida de una mujer sin hacer de ello el único tema, a pesar de lo fascinante que pueda ser un destino semejante. Porque a través de la experiencia personal de E. Valero se encuentra abrazada, descrita, en trazos a la vez firmes y finos, la vida social, captada en su diferencia masiva y en su riqueza más refinada, de una sociedad primitiva: la tribu india de loS Yanoama que ocupa los confines venezolano-brasileños, en las montañas de la Parima , El encuentro entre E. Valero y los indios se produjo en 1939, cuando ella tenía once años: una flecha envenenada en el vientre realizó el primer contacto con ellos cuando una banda en guerra atacó a su familia, blancos pobres de Brasil en busca de maderas preciosas en una zona todavía inexplorada. Los padres y los dos hermanos huyeron y Elena se quedó en manos de los asaltantes, espectadora inconsciente de la ruptura más brutal e imprevista que pueda imaginarse en la vida de una chiquilla que sabía leer y escribir y había tomado su primera comunión. Los indios la llevaron y la adoptaron; se convirtió en mujer entre ellos, luego fue esposa de dos maridos sucesivos, madre de cuatro niños y al cabo de veintidós años, /35/ en 1961, abandonó la tribu y la selva para volver al mundo de los blancos. Estos fueron, pues, para E. Valero veintidós años -casi increíbles para nosotros- de un aprendizaje realizado al principio con dolor y lágrimas, luego mucho más distendido y aún feliz, de la vida salvaje de los indios Yanoama. Por boca de esta mujer -que el azar proyectó fuera de nuestro mundo, obligándola así a integrar, asimilar e interiorizar en lo más íntimo de ella misma y en su dimensión más familiar, la sustancia misma de un universo cultural que subsistía a años-luz del suyo- hablan verdaderamente los indios, se dibuja poco a poco la figura de su mundo y de su ser en ese mundo; y esto en un discurso libre, sin obligaciones, como emergiendo de su propio mundo y no del nuestro, yuxtapuesto al otro sin tocarlo.
Sintetizando: sin duda es la primera vez ( estoy tentado de decir milagrosamente) que una cultura primitiva se cuenta a sí misma, el Neolítico expone directamente sus prestigios, una sociedad india se describe a sí misma desde adentro. Por primera vez podemos meternos en el huevo sin romper la cáscara: ocasión bastante rara que merece festejarse. ¿Cómo fue esto posible? La respuesta es evidente: el relato no se hubiera realizado nunca si E. Valero un día no hubiese decidido interrumpir su gran viaje. En cierto sentido el mundo indio, a pesar del largo trato que tuvo con Elena, la expulsó de su seno, permitiéndonos penetrar en él a través de su libro. Es así que la partida de la mujer nos invita a reflexionar sobre la llegada de la chiquilla, sobre esta «aculturación» al revés que nos suscita la pregunta: ¿cómo es que E. Valero pudo llegar a ser tan profundamente india y, sin embargo, dejar de serlo? El caso presenta un doble interés, por una parte puesto que se trata de una personalidad excepcional, y además porque muestra el movimiento inverso al de los indios, hacia el mundo blanco, esa repugnan te degradación que los cínicos o los ingenuos no dudan en bautizar como aculturación. La edad de la chiquilla ha de llamar nuestra atención. Su entrada al mundo indio se realizó violentamente, por un rapto. Pero ella tenía, nos parece, la edad ideal para asumir ese hecho traumático ya la vez adaptarse finalmente a su nueva vida, y también para mantener en relación con ella una distancia, por pequeña que fuera, que le impidiera convertirse completamente en india y la incitase más tarde a decidir su retorno a su primer mundo, que no había olvidado del todo.” Si hubiera tenido /36/ unos años menos, es decir, si no hubiera incorporado perfectamente su civilización de origen, seguramente hubiera dado un salto radical y se hubiera convertido en una Yanoama, sin soñar jamás con su lugar de origen.
E. Valero no es el único caso de un niño blanco robado por los indios. Lo que sucede es que casi siempre desaparecen definitivamente. La razón es simple: se trata de niños muy pequeños que mueren rápidamente o, por lo común, pierden todo recuerdo de su lugar original. La particularidad de Elena, afortunada para nosotros, es que a los once años era ya, e irreversiblemente, Blanca, una persona de Occidente. Su relato revela que al cabo de veintidós años no ha olvidado totalmente su portugués natal, lengua que todavía comprendía bien. Y largos años después de su captura podía todavía recitar algunos padrenuestros y avemarías cuando se encontraba en una situación crítica. Si hubiera sido más grande, es decir casi adulta (para una joven), no habría podido soportar tan bien ese choque y no hubiera manifestado esa sorprendente voluntad de vivir que demostró y que le permitió salir sana y salva de dificultades inimaginables. Todavía impúber hubo de huir del chabuno (vivienda colectiva) de sus anfitriones y vivió siete meses sola en la selva, sin fuego, intentando en vano obtenerlo por fricción, según el método indio. En consecuencia, su edad y su personalidad seguramente le facilitaron la tarea. Y sobre todo no olvidemos que se trata de una mujer, es decir, un ser mucho menos vulnerable que un hombre. En otras palabras, para un joven raptado a la misma edad que ella el trabajo de aprender el mundo indio no hubiera sido probablemente tan cómodo. Poco tiempo después de su captura, la chiquilla encontró a un joven brasileño de su edad, que también había sido raptado hacía poco. Luego no oyó hablar de él nunca más. Una mujer raptada es un bien más para la comunidad, un don gratuito, una ganga, mientras que un hombre es alguien que cogerá una mujer sin dar nada a cambio; el grupo, por consiguiente, no tiene nada que ganar si lo deja con vida.
A lo largo de todo el libro se nota que E. Valero se encuentra frente al mundo indio y no en él: observamos en ella un gusto evidente por la observación, una capacidad de sorpresa, una tendencia /37/ a cuestionar y comparar. Elena pudo ejercer estas cualidades propiamente etnográficas precisamente porque no se dejó deglutir por la vida india, porque siempre se mantuvo un poco distante, porque fue siempre una Napañuma, Hija de Blancos, no sólo para sus compañeros Yanoama sino también para ella misma. La etnología salvaje que practica nuestra heroína llega hasta la controversia: por ejemplo, fue mucho tiempo escéptica con respecto a las creencias religiosas de los indios ya la existencia de los Hekura, «espíritus» de las planta as, los animales y la naturaleza que inspiran a los chamanes y protegen ala gente. «Las mujeres me preguntaban: " ¿Tú no crees en ellos?". Y o respondía: "No, yo no creo, no veo ni vi nunca ningún Hekura".» Ciertas prácticas le inspiran una repulsión que, bastante imprudentemente, no oculta a los indios. Sobre todo el ritual endocaníbal en el cual consumen las cenizas de los huesos de los parientes muertos. Aquí aparece, en su dimensión más clara, un trazo vivaz de nuestra cultura, el horror provocado por la antropofagia. Elena relata la discusión (ya que se trata de una verdadera disputatio argumentada) que sostuvo con su marido, quien le decía: « Vosotros metéis vuestros parientes bajo tierra y los gusanos se los comen, vosotros no amáis a los vuestros». A lo que ella objetaba valientemente: «Es cierto lo que digo. Vosotros quemáis el cuerpo, luego juntáis los huesos, los apiláis. Aún después de muerto lo hacéis sufrir. Luego metéis las cenizas en la papilla de plátanos y os lo coméis. Por último, luego de haberlas comido, os vais al bosque a hacer vuestras suciedades. Los huesos todavía deben pasar por eso." El tuchawa me miró, serio, y dijo: "¡Que nadie te escuche decir eso!"» Todos estos hechos, y muchos otros, muestran claramente que Elena conservaba una cierta libertad en relación con los Indios, que siempre se esforzó por mantener su diferencia. Esto significa que jamás la abandonó totalmente la idea de volver con los suyos, salvo, y conviene subrayarlo, durante el tiempo que fue esposa de su primer marido Fusiwe. En el curso de la segunda parte de su relato ella traza un retrato de él pleno de calor y afecto, y en el final también de amargura, del que se desprende la figura aplastante de un héroe antiguo. Sin duda Thévet, quien incluye en sus Pourtraicts des hommes illustres el del gran jefe Tupinambá Coniambec, debería haber agregado el de Fusiwe. El pudor y la discreción de Elena cuando habla de su marido, muy indios, no hacen sino subrayar la profundidad del lazo que la unía a este hombre, a pesar de los accesos de furor de éste, que en una ocasión llegó a romperle un brazo con un golpe de maza. « Yo me quedé con los Namoeteri», nos dice cuando /38/ Fusiwe la tomó por esposa. «Desde ese día no volví a intentar la fuga. Fusiwe era grande, era fuerte.»

Esto en cuanto a Elena Valero. ¿Qué decir ahora del horizonte sobre el que se dibuja la trayectoria casi legendaria de esta vida? Legendaria, en efecto, ya que esta Eurídice vuelve del más allá; y yo diría que lo hace doblemente, ya que las sociedades primitivas como las de los indios Yanoama constituyen el límite, el más allá de nuestra propia civilización y es precisamente por ello que pueden ser el espejo de su verdad; y además porque estas culturas están ahora mismo muertas o moribundas. Napañuma ha resucitado dos veces.

En cuanto a los Yanoama, la riqueza etnográfica que posee el libro que los describe es tal que apenas podemos ordenar la profusión de detalles, la profundidad y variedad de observaciones enunciadas al pasar, la precisión y abundancia en la descripción de las múltiples facetas de la vida de estos grupos. Renunciando a retener la totalidad del rico material que se desprende del relato, nos limitaremos a señalar algunos rasgos llamativos. A pesar de todo nos distraeremos en sugerir una empresa que, sin ser forzosamente inútil, sería en todo casi curiosa. Se trataría, prohibiéndose toda otra lectura fuera de Yanoama, de ordenar y analizar todo el material en bruto que se ha recogido a fin de extraer una especie de estudio monográfico y confrontar los resultados con los de los cuatro volúmenes que Biocca consagró a estos indios. La comparación puede ser fructífera.

La descripción del endocanibalismo retuvo particularmente nuestra atención. El hecho en sí mismo se conoce desde hace mucho, y sabemos que el Noroeste amazónico es un área de antropofagia ritual, aunque en forma más atenuada que en otras regiones. Cuando una persona muere se cuelga su cadáver de un árbol, encerrado en un cesto, hasta que la carne haya desaparecido, o bien se quema inmediatamente su cuerpo. Pero en todos los casos, los huesos son recogidos, apilados, reducidos a polvo y conservados en una calabaza. Según las necesidades ceremoniales se los va consumiendo mezclados con el puré de plátanos. Es sorprendente encontrar en boca de los Yanoama la misma teoría del endocanibalismo que formulan los Guayaki. Y eso que la antropofagia guayaki -en absoluto atenuada- es inversa y simétrica a la de los Yanoama, ya que ellos comen la carne asada y dejan los huesos quemados. Pero en los dos casos, el pensamiento indígena considera ese ritual como /39/ un medio de reconciliación entre los vivos v los muertos. También comprobamos que en estas dos tribus los parientes muertos son comidos colectivamente en grandes fiestas a las que se convida hasta a los amigos lejanos y que, ya se trate de polvo de huesos o de carne asada, el hombre no se consume nunca solo sino mezclado con una sustancia vegetal (en este caso puré de plátanos, pulpa de pindo entre los Guayaki). El endocanibalismo se inscribe en un espacio homogéneo que proviene seguramente, y más allá de las formas que adopte, de una teoría unitaria. ¿Pero podemos elaborar tal teoría sin incluir el exocanibalismo, como lo practican, por ejemplo, los Tupi-Guaraní? ¿y las dos formas de antropofagia no caerían a su vez en un mismo campo que englobaría un único análisis? La hipótesis de Volhard y Boglar que articula el endocanibalismo del norte amazónico con la «agricultura naciente» no es del todo convincente. Es posible que las investigaciones en curso iluminen este punto. (Para nosotros es un misterio el título de un capítulo del libro: «El endocanibalismo y la supresión de las viudas», donde no se trata ni lo uno ni lo otro, y tampoco la relación entre ambos.)
Igualmente valiosas para una mejor comprensión del chamanismo son las numerosas indicaciones que ofrece sobre este tema Yanoama. En él podemos leer descripciones completas y minuciosas de curas operadas por los médicos yanoama, transcripciones literales de cánticos median te los cuales los chamanes evocan y llaman en su ayuda a sus Hekura} pueblo de los «espíritus» protectores de los hombres. Para ser chamán es necesario conocer los cánticos de conjuro de todos los Hekura} y un capítulo nos muestra cómo un hombre aprende el oficio bajo la severa dirección de los viejos médicos. Sus estudios no son nada fáciles: la abstinencia, los ayunos, la inhalación repetida de la ebena} esa droga alucinógena que los Yanoama utilizan tanto, el esfuerzo intelectual permanente para retener los cánticos que enseñan los maestros, todo esto conduce al neófito a un estado de agotamiento físico y de casi desesperación, necesario para conquistar la gracia de los Hekura y merecer su benevolencia: «Padre, aquí llegan los Hekura; son numerosos. Llegan a mí danzando, Padre. Ahora sí, ahora yo también seré Hekura.» Nos equivocaríamos si consideráramos a los Hekura con una óptica instrumental: lejos de existir como útiles neutros exteriores al chamán, quien se contentaría con convocarlos y utilizarlos según sus necesidades profesionales, se convierten para él en la propia sustancia de su yo, la raíz de su existencia, la fuerza vital que lo mantiene a la vez en el círculo de los hombres y en el dominio de los dioses. Uno de los índices de ese status óntico de /40/ los chamanes es el nombre que los designa: Hekura, justamente. y lo demuestra claramente el fin sobrio y trágico de un joven chamán, herido de muerte por una flecha: « Vuelto hacia su padre murmuró: Padre, el último Hekura que estaba cerca de mí, me hizo vivir hasta tu llegada, Pachoriwe (Hekura de mono), y ahora me abandona. ( ...) Se apretó contra el tronco, se puso rígido y cayó muerto.» ¿Qué tienen que decir sobre esto las concepciones corrientes sobre fenómenos chamánicos? ¿y que «posee» este hombre que le permite diferir su muerte algunas horas, hasta poder echar una postrera mirada a su padre y, una vez cumplido su último deseo, morir? En realidad las magras categorías del pensamiento etnológico no nos parecen capaces de medir la profundidad y densidad del pensamiento indígena, ni aun su diferencia. La antropología deja escapar por ahí, en nombre de no se sabe qué certezas insustanciales, un campo al que permanece ciega (¿como el avestruz, tal vez?): el campo que no pueden delimitar conceptos tales como espíritu, alma, cuerpo, éxtasis, etc., pero en cuyo centro la Muerte hace burlonamente su pregunta.
El azar, y tal vez no sea éste el único, quiso que Napañuma se convirtiera en la esposa de un jefe, Fusiwe, que ya tenía cuatro mujeres. Pero por ser la quinta no fue la última. Era visiblemente la preferida y su marido la impulsaba a mandar a las otras, lo que la repugnaba. Pero no es ésta la cuestión. Lo que para nosotros es de un interés inestimable es que ella, al hablar de su marido, dibuja el retrato de un jefe indio tal como aparece recurrentemente a través de todo el continente sudamericano. Se encuentran aquí los trazos que de ordinario califican el modelo de la autoridad política, de la jefatura entre los indios: talento oratorio o dotes de cantante, generosidad, poliginia, valentía, etc. Esta enumeración desordenada no significa que falte un sistema que organice las propiedades o una lógica que las una en un todo significante. Todo lo contrario. Digamos simplemente que la persona de Fusiwe ilustra a la perfección la concepción india del poder, radicalmente diferente de la nuestra en cuanto que el esfuerzo del grupo tiende precisamente a separar jefatura y coerción, y en este sentido vuelve al poder impotente. Concretamente, un jefe -dirigente o guía- no dispone sobre su gente de absolutamente ningún poder, salvo aquel -esencialmente diferente- que pueda inspirar su prestigio y el respeto que sepa ganar entre ellos. De ahí ese juego sutil entre el jefe y su grupo, que se lee entre líneas en el relato de Elena, consistente en que el primero aprecie y mida las intenciones del segundo a cada instante para convertirse inmediatamente en su portavoz. Tarea delicada y /41/ fina que debe cumplirse bajo el discreto pero vigilante control del grupo. Que éste no abuse del poder (es decir del uso del poder) es una cuestión que afecta su prestigio como jefe. De lo contrario se lo abandona en beneficio de otro que sea más consciente de sus deberes. Por haber intentado embarcar a su tribu en una expedición guerrera que ésta no deseaba, por haber confundido su deseo y las intenciones del grupo, Fusiwe se perdió. Abandonado por casi todos persistió, sin embargo, en hacer su guerra para perder finalmente la vida en ella. Ya que su muerte, casi solitaria, es de hecho un suicidio: el suicidio de un jefe que no puede soportar la desautorización de sus compañeros, de un hombre que, al no poder seguir siendo jefe a los ojos de su gente y su mujer blanca prefirió morir como un guerrero. La cuestión del poder en este tipo de sociedades, considerado en los términos adecuados, rompe con el academicismo de la descripción simple (vía vecina y cómplice del exotismo más ramplón) y hace un gesto familiar a los hombres de nuestras sociedades: la línea divisoria entre sociedades arcaicas y sociedades «occidentales» pasa menos por el desarrollo de la técnica que por la transformación de la autoridad política. Aquí también se deja de lado un espacio que sería esencial que la ciencia humana conociera, aunque más no fuera para ocupar mejor su propio lugar en el pensamiento occidental.
Hay una circunstancia, no obstante, en que las sociedades indígenas toleran la unión provisoria de jefatura y autoridad: la guerra, tal vez el único momento en que un jefe acepta dar órdenes y sus hombres ejecutarlas (y aún habría que analizarlo en detalle). Ahora bien, la guerra está casi constantemente presente en el texto que nos ocupa, y esto nos lleva a preguntarnos: ¿cuáles serían las impresiones de un lector poco advertido? Es de temer que no sean muy favorables. En efecto, ¿qué pensar de gentes que no dejan de matarse entre ellos con un ardor siempre renovado, que hoy no dudan en lanzar flechas sobre los que hasta ayer eran sus mejores amigos? Y se esfuman las ilusiones sobre los modos apacibles del Buen Salvaje, ya que vemos aquí, al pie de la letra, la guerra de todos contra todos, el estado presocial del hombre según Hobbes. Conviene ser claro: tanto como el estado de naturaleza de Rousseau, el bellum omnium contra omnes de Hobbes no corresponde a un momento histórico de la evolución humana, aun a pesar de que la abundancia de episodios guerreros entre los Yanoama pueda sugerir lo contrario. En primer lugar el relato de Elena Valero se extiende por un período de veintidós años; además, es seguro que ella ha contado ante todo aquello que la impresionaba más vivamente /42/ mente, es decir, los combates. Por último no olvidemos que, sin intentar reducir la importancia sociológica de la guerra en estas culturas, tanto de América del Norte como del Sur, la llegada de los blancos trajo como consecuencia, casi mecánicamente, un redoblamiento de la hostilidad y la guerra entre las tribus. Una vez apuntadas estas precisiones, nos parece que el término guerra no describe convenientemente los hechos, ya que ¿cuáles son las unidades opuestas? Son grupos locales aliados) es decir grupos que intercambian sus mujeres y que por esto se convierten en parientes. Sin duda nos resultará difícil entender que los cuñados hagan lo posible por masacrarse, pero parece evidente que hay que considerar la «guerra» entre estos indios a partir de la circulación de mujeres, que jamás son recuperadas. Por otra parte los Yanoama lo saben muy bien, ya que cuando pueden, sustituyen el enfrentamiento sangriento con flechas por combates rituales con mazas, gracias a los cuales se consuma la venganza. Es así que las fronteras entre la paz y la violencia, entre el matrimonio y la guerra, son muy fluidas, y un gran mérito de este libro es nutrir esta problemática con un material incomparablemente vívido.
Una última palabra para concluir: ¿qué ocurre con el lector de una obra como ésta si es etnólogo? Lo deja colmado, pero no satisfecho. En efecto, comparado con la abundante variedad de lo que es la vida de una sociedad primitiva, el discurso del sabio parece más bien el balbuceo dubitativo de un tartamudo que, por añadidura, es poco confiable. Libro, por lo tanto, un poco amargo pues nos deja con la certeza de que nos desplazamos en la superficie de los significados, que se alejan cada vez más a medida que intentamos aproximarnos a ellos. Pero aquí ya no se trata más de etnología. Las cosas quedan tal cual son, el lenguaje de la ciencia (que no se cuestiona) se queda al parecer -fatalmente- en un discurso sobre los Salvajes y en el no-discurso de los Salvajes. Como ellos, nosotros no podemos conquistar la libertad de ser uno y otro a la vez, de estar al mismo tiempo aquí y allá, sin perder todo y no permanecer en ninguna parte. A cada uno se le niega también la astucia de un saber que, si se tornara absoluto, se extinguiría en el silencio.
Notas:
*Aparecido en la revista L’Homme, cuaderno 1, vol. IX, 1969, p. 58-65
1. Ettore Biocca, Yanoama, Récit d’un femme brésilienne enlevée par les indiens, Paris, Plon, « Terre Humaine », 1968, 470 pp., fotos y anexos.
2. En nuestra opinión, se ve aquí la diferencia entre un documento como Yanoama y las autobiografías de indígenas recogidas en otras partes del mundo, sobre todo en América del Norte. Un informante, por grande que sea su talento y por más fiel que sea su memoria, permanece demasiado adherido a su mundo, demasiado cerca de él o, por el contrario, demasiado separado, puesto que su mundo ha sido destruido por el contacto con nuestra civilización. Está en el límite: imposibilidad de hablar o discurso mortal. He aquí por qué un indio no hubiera podido nunca escribir Yanoama y por qué este libro es único.
En Investigaciones en antropología, Pierre Clastres.