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Una etnografía salvaje.
Por Pierre Clastres |
29/04/2005
- Digamos desde el comienzo que ninguna
observación de: mala fe alterará el respeto y la
simpatía que este libro se
merece, al que con placer y sin reticencias consideramos importante. Y
testimoniemos también la admiración que suscitará
en el alma de todo lector
inocente el autor casi anónimo de este libro brillante, Elena
Valero, cuyo
relato fue recogido magnetofónicamente por el afortunado
médico italiano Ettore
Biocca. Una vez dado a cada uno su merecido pasemos al orden del
día.
Este libro es, si se quiere, una biografía que narra
veintidós años de la vida
de una mujer sin hacer de ello el único tema, a pesar de lo
fascinante que
pueda ser un destino semejante. Porque a través de la
experiencia personal de
E. Valero se encuentra abrazada, descrita, en trazos a la vez firmes y
finos,
la vida social, captada en su diferencia masiva y en su riqueza
más refinada,
de una sociedad primitiva: la tribu india de loS Yanoama que ocupa los
confines
venezolano-brasileños, en las montañas de
Sintetizando: sin duda es la primera vez ( estoy tentado de decir
milagrosamente) que una cultura primitiva se cuenta a sí misma,
el Neolítico
expone directamente sus prestigios, una sociedad india se describe a
sí misma
desde adentro. Por primera vez podemos meternos en el huevo sin romper
la
cáscara: ocasión bastante rara que merece festejarse.
¿Cómo fue esto posible?
La respuesta es evidente: el relato no se hubiera realizado nunca si E.
Valero
un día no hubiese decidido interrumpir su gran viaje. En cierto
sentido el
mundo indio, a pesar del largo trato que tuvo con Elena, la
expulsó de su seno,
permitiéndonos penetrar en él a través de su
libro. Es así que la partida de la
mujer nos invita a reflexionar sobre la llegada de la chiquilla, sobre
esta
«aculturación» al revés que nos suscita la
pregunta: ¿cómo es que E. Valero
pudo llegar a ser tan profundamente india y, sin embargo, dejar de
serlo? El
caso presenta un doble interés, por una parte puesto que se
trata de una
personalidad excepcional, y además porque muestra el movimiento
inverso al de
los indios, hacia el mundo blanco, esa repugnan te degradación
que los cínicos
o los ingenuos no dudan en bautizar como aculturación. La edad
de la chiquilla
ha de llamar nuestra atención. Su entrada al mundo indio se
realizó
violentamente, por un rapto. Pero ella tenía, nos parece, la
edad ideal para
asumir ese hecho traumático ya la vez adaptarse finalmente a su
nueva vida, y
también para mantener en relación con ella una distancia,
por pequeña que
fuera, que le impidiera convertirse completamente en india y la
incitase más
tarde a decidir su retorno a su primer mundo, que no había
olvidado del todo.”
Si hubiera tenido /36/ unos años menos, es decir, si no hubiera
incorporado
perfectamente su civilización de origen, seguramente hubiera
dado un salto
radical y se hubiera convertido en una Yanoama, sin soñar
jamás con su lugar de
origen.
E. Valero no es el único caso de un niño blanco robado
por los indios. Lo que
sucede es que casi siempre desaparecen definitivamente. La razón
es simple: se
trata de niños muy pequeños que mueren rápidamente
o, por lo común, pierden
todo recuerdo de su lugar original. La particularidad de Elena,
afortunada para
nosotros, es que a los once años era ya, e irreversiblemente,
Blanca, una
persona de Occidente. Su relato revela que al cabo de veintidós
años no ha
olvidado totalmente su portugués natal, lengua que
todavía comprendía bien. Y
largos años después de su captura podía
todavía recitar algunos padrenuestros y
avemarías cuando se encontraba en una situación
crítica. Si hubiera sido más
grande, es decir casi adulta (para una joven), no habría podido
soportar tan bien
ese choque y no hubiera manifestado esa sorprendente voluntad de vivir
que
demostró y que le permitió salir sana y salva de
dificultades inimaginables.
Todavía impúber hubo de huir del chabuno (vivienda
colectiva) de sus
anfitriones y vivió siete meses sola en la selva, sin fuego,
intentando en vano
obtenerlo por fricción, según el método indio. En
consecuencia, su edad y su
personalidad seguramente le facilitaron la tarea. Y sobre todo no
olvidemos que
se trata de una mujer, es decir, un ser mucho menos vulnerable que un
hombre.
En otras palabras, para un joven raptado a la misma edad que ella el
trabajo de
aprender el mundo indio no hubiera sido probablemente tan
cómodo. Poco tiempo
después de su captura, la chiquilla encontró a un joven
brasileño de su edad,
que también había sido raptado hacía poco. Luego
no oyó hablar de él nunca más.
Una mujer raptada es un bien más para la comunidad, un don
gratuito, una ganga,
mientras que un hombre es alguien que cogerá una mujer sin dar
nada a cambio;
el grupo, por consiguiente, no tiene nada que ganar si lo deja con vida.
A lo largo de todo el libro se nota que E. Valero se encuentra frente
al mundo
indio y no en él: observamos en ella un gusto evidente por la
observación, una
capacidad de sorpresa, una tendencia /37/ a cuestionar y comparar.
Elena pudo
ejercer estas cualidades propiamente etnográficas precisamente
porque no se
dejó deglutir por la vida india, porque siempre se mantuvo un
poco distante,
porque fue siempre una Napañuma, Hija de Blancos, no sólo
para sus compañeros
Yanoama sino también para ella misma. La etnología
salvaje que practica nuestra
heroína llega hasta la controversia: por ejemplo, fue mucho
tiempo escéptica
con respecto a las creencias religiosas de los indios ya la existencia
de los
Hekura, «espíritus» de las planta as, los animales y
la naturaleza que inspiran
a los chamanes y protegen ala gente. «Las mujeres me preguntaban:
" ¿Tú no
crees en ellos?". Y o respondía: "No, yo no creo, no veo ni vi
nunca
ningún Hekura".» Ciertas prácticas le inspiran una
repulsión que, bastante
imprudentemente, no oculta a los indios. Sobre todo el ritual
endocaníbal en el
cual consumen las cenizas de los huesos de los parientes muertos.
Aquí aparece,
en su dimensión más clara, un trazo vivaz de nuestra
cultura, el horror
provocado por la antropofagia. Elena relata la discusión (ya que
se trata de
una verdadera disputatio argumentada) que sostuvo con su marido, quien
le
decía: « Vosotros metéis vuestros parientes bajo
tierra y los gusanos se los
comen, vosotros no amáis a los vuestros». A lo que ella
objetaba valientemente:
«Es cierto lo que digo. Vosotros quemáis el cuerpo, luego
juntáis los huesos,
los apiláis. Aún después de muerto lo
hacéis sufrir. Luego metéis las cenizas
en la papilla de plátanos y os lo coméis. Por
último, luego de haberlas comido,
os vais al bosque a hacer vuestras suciedades. Los huesos
todavía deben pasar
por eso." El tuchawa me miró, serio, y dijo: "¡Que nadie
te escuche
decir eso!"» Todos estos hechos, y muchos otros, muestran
claramente que
Elena conservaba una cierta libertad en relación con los Indios,
que siempre se
esforzó por mantener su diferencia. Esto significa que
jamás la abandonó
totalmente la idea de volver con los suyos, salvo, y conviene
subrayarlo,
durante el tiempo que fue esposa de su primer marido Fusiwe. En el
curso de la
segunda parte de su relato ella traza un retrato de él pleno de
calor y afecto,
y en el final también de amargura, del que se desprende la
figura aplastante de
un héroe antiguo. Sin duda Thévet, quien incluye en sus
Pourtraicts des hommes
illustres el del gran jefe Tupinambá Coniambec, debería
haber agregado el de
Fusiwe. El pudor y la discreción de Elena cuando habla de su
marido, muy
indios, no hacen sino subrayar la profundidad del lazo que la
unía a este
hombre, a pesar de los accesos de furor de éste, que en una
ocasión llegó a
romperle un brazo con un golpe de maza. « Yo me quedé con
los Namoeteri», nos
dice cuando /38/ Fusiwe la tomó por esposa. «Desde ese
día no volví a intentar
la fuga. Fusiwe era grande, era fuerte.»
Esto en cuanto a Elena Valero. ¿Qué decir ahora del
horizonte sobre el que se
dibuja la trayectoria casi legendaria de esta vida? Legendaria, en
efecto, ya
que esta Eurídice vuelve del más allá; y yo
diría que lo hace doblemente, ya
que las sociedades primitivas como las de los indios Yanoama
constituyen el
límite, el más allá de nuestra propia
civilización y es precisamente por ello
que pueden ser el espejo de su verdad; y además porque estas
culturas están
ahora mismo muertas o moribundas. Napañuma ha resucitado dos
veces.
En cuanto a los Yanoama, la riqueza etnográfica que posee el
libro que los
describe es tal que apenas podemos ordenar la profusión de
detalles, la
profundidad y variedad de observaciones enunciadas al pasar, la
precisión y
abundancia en la descripción de las múltiples facetas de
la vida de estos
grupos. Renunciando a retener la totalidad del rico material que se
desprende
del relato, nos limitaremos a señalar algunos rasgos llamativos.
A pesar de
todo nos distraeremos en sugerir una empresa que, sin ser forzosamente
inútil,
sería en todo casi curiosa. Se trataría,
prohibiéndose toda otra lectura fuera
de Yanoama, de ordenar y analizar todo el material en bruto que se ha
recogido
a fin de extraer una especie de estudio monográfico y confrontar
los resultados
con los de los cuatro volúmenes que Biocca consagró a
estos indios. La
comparación puede ser fructífera.
La descripción del endocanibalismo retuvo particularmente
nuestra atención. El
hecho en sí mismo se conoce desde hace mucho, y sabemos que el
Noroeste
amazónico es un área de antropofagia ritual, aunque en
forma más atenuada que
en otras regiones. Cuando una persona muere se cuelga su cadáver
de un árbol,
encerrado en un cesto, hasta que la carne haya desaparecido, o bien se
quema
inmediatamente su cuerpo. Pero en todos los casos, los huesos son
recogidos,
apilados, reducidos a polvo y conservados en una calabaza. Según
las
necesidades ceremoniales se los va consumiendo mezclados con el
puré de
plátanos. Es sorprendente encontrar en boca de los Yanoama la
misma teoría del
endocanibalismo que formulan los Guayaki. Y eso que la antropofagia
guayaki -en
absoluto atenuada- es inversa y simétrica a la de los Yanoama,
ya que ellos
comen la carne asada y dejan los huesos quemados. Pero en los dos
casos, el
pensamiento indígena considera ese ritual como /39/ un medio de
reconciliación
entre los vivos v los muertos. También comprobamos que en estas
dos tribus los
parientes muertos son comidos colectivamente en grandes fiestas a las
que se
convida hasta a los amigos lejanos y que, ya se trate de polvo de
huesos o de
carne asada, el hombre no se consume nunca solo sino mezclado con una
sustancia
vegetal (en este caso puré de plátanos, pulpa de pindo
entre los Guayaki). El
endocanibalismo se inscribe en un espacio homogéneo que proviene
seguramente, y
más allá de las formas que adopte, de una teoría
unitaria. ¿Pero podemos
elaborar tal teoría sin incluir el exocanibalismo, como lo
practican, por
ejemplo, los Tupi-Guaraní? ¿y las dos formas de
antropofagia no caerían a su
vez en un mismo campo que englobaría un único
análisis? La hipótesis de Volhard
y Boglar que articula el endocanibalismo del norte amazónico con
la
«agricultura naciente» no es del todo convincente. Es
posible que las
investigaciones en curso iluminen este punto. (Para nosotros es un
misterio el
título de un capítulo del libro: «El
endocanibalismo y la supresión de las
viudas», donde no se trata ni lo uno ni lo otro, y tampoco la
relación entre
ambos.)
Igualmente valiosas para una mejor comprensión del chamanismo
son las numerosas
indicaciones que ofrece sobre este tema Yanoama. En él podemos
leer
descripciones completas y minuciosas de curas operadas por los
médicos yanoama,
transcripciones literales de cánticos median te los cuales los
chamanes evocan
y llaman en su ayuda a sus Hekura} pueblo de los
«espíritus» protectores de los
hombres. Para ser chamán es necesario conocer los
cánticos de conjuro de todos
los Hekura} y un capítulo nos muestra cómo un hombre
aprende el oficio bajo la
severa dirección de los viejos médicos. Sus estudios no
son nada fáciles: la
abstinencia, los ayunos, la inhalación repetida de la ebena} esa
droga
alucinógena que los Yanoama utilizan tanto, el esfuerzo
intelectual permanente para
retener los cánticos que enseñan los maestros, todo esto
conduce al neófito a
un estado de agotamiento físico y de casi desesperación,
necesario para
conquistar la gracia de los Hekura y merecer su benevolencia:
«Padre, aquí
llegan los Hekura; son numerosos. Llegan a mí danzando, Padre.
Ahora sí, ahora
yo también seré Hekura.» Nos equivocaríamos
si consideráramos a los Hekura con
una óptica instrumental: lejos de existir como útiles
neutros exteriores al
chamán, quien se contentaría con convocarlos y
utilizarlos según sus
necesidades profesionales, se convierten para él en la propia
sustancia de su
yo, la raíz de su existencia, la fuerza vital que lo mantiene a
la vez en el
círculo de los hombres y en el dominio de los dioses. Uno de los
índices de ese
status óntico de /40/ los chamanes es el nombre que los designa:
Hekura,
justamente. y lo demuestra claramente el fin sobrio y trágico de
un joven
chamán, herido de muerte por una flecha: « Vuelto hacia su
padre murmuró:
Padre, el último Hekura que estaba cerca de mí, me hizo
vivir hasta tu llegada,
Pachoriwe (Hekura de mono), y ahora me abandona. ( ...) Se
apretó contra el
tronco, se puso rígido y cayó muerto.»
¿Qué tienen que decir sobre esto las
concepciones corrientes sobre fenómenos chamánicos?
¿y que «posee» este hombre
que le permite diferir su muerte algunas horas, hasta poder echar una
postrera
mirada a su padre y, una vez cumplido su último deseo, morir? En
realidad las
magras categorías del pensamiento etnológico no nos
parecen capaces de medir la
profundidad y densidad del pensamiento indígena, ni aun su
diferencia. La
antropología deja escapar por ahí, en nombre de no se
sabe qué certezas
insustanciales, un campo al que permanece ciega (¿como el
avestruz, tal vez?):
el campo que no pueden delimitar conceptos tales como espíritu,
alma, cuerpo,
éxtasis, etc., pero en cuyo centro
El azar, y tal vez no sea éste el único, quiso que
Napañuma se convirtiera en
la esposa de un jefe, Fusiwe, que ya tenía cuatro mujeres. Pero
por ser la
quinta no fue la última. Era visiblemente la preferida y su
marido la impulsaba
a mandar a las otras, lo que la repugnaba. Pero no es ésta la
cuestión. Lo que
para nosotros es de un interés inestimable es que ella, al
hablar de su marido,
dibuja el retrato de un jefe indio tal como aparece recurrentemente a
través de
todo el continente sudamericano. Se encuentran aquí los trazos
que de ordinario
califican el modelo de la autoridad política, de la jefatura
entre los indios:
talento oratorio o dotes de cantante, generosidad, poliginia,
valentía, etc.
Esta enumeración desordenada no significa que falte un sistema
que organice las
propiedades o una lógica que las una en un todo significante.
Todo lo
contrario. Digamos simplemente que la persona de Fusiwe ilustra a la
perfección
la concepción india del poder, radicalmente diferente de la
nuestra en cuanto
que el esfuerzo del grupo tiende precisamente a separar jefatura y
coerción, y
en este sentido vuelve al poder impotente. Concretamente, un jefe
-dirigente o
guía- no dispone sobre su gente de absolutamente ningún
poder, salvo aquel
-esencialmente diferente- que pueda inspirar su prestigio y el respeto
que sepa
ganar entre ellos. De ahí ese juego sutil entre el jefe y su
grupo, que se lee
entre líneas en el relato de Elena, consistente en que el
primero aprecie y
mida las intenciones del segundo a cada instante para convertirse
inmediatamente en su portavoz. Tarea delicada y /41/ fina que debe
cumplirse
bajo el discreto pero vigilante control del grupo. Que éste no
abuse del poder
(es decir del uso del poder) es una cuestión que afecta su
prestigio como jefe.
De lo contrario se lo abandona en beneficio de otro que sea más
consciente de
sus deberes. Por haber intentado embarcar a su tribu en una
expedición guerrera
que ésta no deseaba, por haber confundido su deseo y las
intenciones del grupo,
Fusiwe se perdió. Abandonado por casi todos persistió,
sin embargo, en hacer su
guerra para perder finalmente la vida en ella. Ya que su muerte, casi
solitaria,
es de hecho un suicidio: el suicidio de un jefe que no puede soportar
la
desautorización de sus compañeros, de un hombre que, al
no poder seguir siendo
jefe a los ojos de su gente y su mujer blanca prefirió morir
como un guerrero.
La cuestión del poder en este tipo de sociedades, considerado en
los términos
adecuados, rompe con el academicismo de la descripción simple
(vía vecina y
cómplice del exotismo más ramplón) y hace un gesto
familiar a los hombres de
nuestras sociedades: la línea divisoria entre sociedades
arcaicas y sociedades
«occidentales» pasa menos por el desarrollo de la
técnica que por la
transformación de la autoridad política. Aquí
también se deja de lado un
espacio que sería esencial que la ciencia humana conociera,
aunque más no fuera
para ocupar mejor su propio lugar en el pensamiento occidental.
Hay una circunstancia, no obstante, en que las sociedades
indígenas toleran la
unión provisoria de jefatura y autoridad: la guerra, tal vez el
único momento
en que un jefe acepta dar órdenes y sus hombres ejecutarlas (y
aún habría que
analizarlo en detalle). Ahora bien, la guerra está casi
constantemente presente
en el texto que nos ocupa, y esto nos lleva a preguntarnos:
¿cuáles serían las
impresiones de un lector poco advertido? Es de temer que no sean muy
favorables. En efecto, ¿qué pensar de gentes que no dejan
de matarse entre
ellos con un ardor siempre renovado, que hoy no dudan en lanzar flechas
sobre
los que hasta ayer eran sus mejores amigos? Y se esfuman las ilusiones
sobre
los modos apacibles del Buen Salvaje, ya que vemos aquí, al pie
de la letra, la
guerra de todos contra todos, el estado presocial del hombre
según Hobbes.
Conviene ser claro: tanto como el estado de naturaleza de Rousseau, el
bellum
omnium contra omnes de Hobbes no corresponde a un momento
histórico de la
evolución humana, aun a pesar de que la abundancia de episodios
guerreros entre
los Yanoama pueda sugerir lo contrario. En primer lugar el relato de
Elena
Valero se extiende por un período de veintidós
años; además, es seguro que ella
ha contado ante todo aquello que la impresionaba más vivamente
/42/ mente, es
decir, los combates. Por último no olvidemos que, sin intentar
reducir la
importancia sociológica de la guerra en estas culturas, tanto de
América del
Norte como del Sur, la llegada de los blancos trajo como consecuencia,
casi
mecánicamente, un redoblamiento de la hostilidad y la guerra
entre las tribus.
Una vez apuntadas estas precisiones, nos parece que el término
guerra no
describe convenientemente los hechos, ya que ¿cuáles son
las unidades opuestas?
Son grupos locales aliados) es decir grupos que intercambian sus
mujeres y que
por esto se convierten en parientes. Sin duda nos resultará
difícil entender
que los cuñados hagan lo posible por masacrarse, pero parece
evidente que hay
que considerar la «guerra» entre estos indios a partir de
la circulación de
mujeres, que jamás son recuperadas. Por otra parte los Yanoama
lo saben muy
bien, ya que cuando pueden, sustituyen el enfrentamiento sangriento con
flechas
por combates rituales con mazas, gracias a los cuales se consuma la
venganza.
Es así que las fronteras entre la paz y la violencia, entre el
matrimonio y la
guerra, son muy fluidas, y un gran mérito de este libro es
nutrir esta
problemática con un material incomparablemente vívido.
Una última palabra para concluir: ¿qué ocurre con
el lector de una obra como
ésta si es etnólogo? Lo deja colmado, pero no satisfecho.
En efecto, comparado
con la abundante variedad de lo que es la vida de una sociedad
primitiva, el
discurso del sabio parece más bien el balbuceo dubitativo de un
tartamudo que,
por añadidura, es poco confiable. Libro, por lo tanto, un poco
amargo pues nos
deja con la certeza de que nos desplazamos en la superficie de los
significados, que se alejan cada vez más a medida que intentamos
aproximarnos a
ellos. Pero aquí ya no se trata más de etnología.
Las cosas quedan tal cual
son, el lenguaje de la ciencia (que no se cuestiona) se queda al
parecer
-fatalmente- en un discurso sobre los Salvajes y en el no-discurso de
los
Salvajes. Como ellos, nosotros no podemos conquistar la libertad de ser
uno y
otro a la vez, de estar al mismo tiempo aquí y allá, sin
perder todo y no
permanecer en ninguna parte. A cada uno se le niega también la
astucia de un
saber que, si se tornara absoluto, se extinguiría en el silencio.
Notas:
*Aparecido en la revista L’Homme, cuaderno 1, vol. IX, 1969, p. 58-65
1. Ettore Biocca, Yanoama, Récit d’un femme brésilienne
enlevée par les
indiens, Paris, Plon, « Terre Humaine », 1968, 470 pp.,
fotos y anexos.
2. En nuestra opinión, se ve aquí la diferencia entre un
documento como Yanoama
y las autobiografías de indígenas recogidas en otras
partes del mundo, sobre
todo en América del Norte. Un informante, por grande que sea su
talento y por
más fiel que sea su memoria, permanece demasiado adherido a su
mundo, demasiado
cerca de él o, por el contrario, demasiado separado, puesto que
su mundo ha
sido destruido por el contacto con nuestra civilización.
Está en el límite:
imposibilidad de hablar o discurso mortal. He aquí por
qué un indio no hubiera
podido nunca escribir Yanoama y por qué este libro es
único.
En Investigaciones en antropología, Pierre Clastres.